No todos afrontaron su destino con la resignación del gobernador de la cárcel. Durante años, de mil maneras distintas, persistió la guerra contra las células sensibles hasta que al final nada quedó de ellas salvo unas cuantas cenizas esparcidas.
Por entonces, la federación se había desmoronado. Fue irónico que, justo cuando Galingua parecía ofrecer una forma adecuada para la aproximación a otros reinos, llegara la desintegración por causa de la misma lengua. El uso de Galingua fue prohibido. Los interpenetradores fueron abandonados y reinstaurado el viejo sistema del viaje espacial «sólido». Incluso la Guerra Auto-Perpetuadora perdió ímpetu.
Se desarrolló un mundo áspero y mercenario, un mundo tal vez nuevo para la población de aquel tiempo, pero no del todo ajeno a vosotros.
La potente criatura se tambaleaba. El último disparo del cazador la había alcanzado entre los ojos. Ahora, con sus cincuenta toneladas a cuestas, sobrevoló las copas de los árboles, gritando de dolor. Por un momento, el sol, hermoso y funesto, lo atrapó con sus rayos como un cisne inmenso antes de desplomarse —ya en silencio, sin el menor lamento— de cabeza al suelo.
—Y ahí tenemos otro triunfo para el Hombre: ese Inconquistable, el Hombre, ese Invencible —proclamó el comentarista—. En este planeta, al igual que en tantos otros, la tremenda y horrible vida natural cede el paso al gigantesco enano bípedo de la Tierra. Sí, señor, todos esos monstruos innaturales serán exterminados con el tiempo.
Pero en esta ocasión, un muchacho despabilado había advertido al técnico que proyectaba la presencia del recién llegado que estaba aguardando ahora para utilizar el pequeño cine. Al instante, desconectó el proyector. La imagen tridimensional desapareció, el sonido se desvaneció con un graznido. Fueron encendidas las luces y destacaron al señor Sonrisa P. Wreyermeyer, de Sólidos Supernova, de pie justo a la entrada, rodeado de varios de sus más prometedores lacayos.
—Espero que no os habremos molestado, Ed —dijo el señor Wreyermeyer, observando que todos se apresuraban a marcharse.
—De ningún modo, señor Wreyermeyer, estábamos entreteniéndonos —dijo Ed, simple ayudante de dirección—. Acabaremos mañana. Vamos, chicos, ¡moveos rápido!
—No me gustaría pensar que he interrumpido —dijo el señor Wreyermeyer con blandura—. Pero Harsch Benlin tiene algo que cree oportuno y juicioso enseñarnos. —Y se inclinó, quizá no sin cierta amenaza, hacia la magra figura de Harsch Benlin.
Dos minutos después, el último humilde paniaguado en mangas de camisa dejaba la sala, permitiendo su ocupación por el grupo intruso.
—No parece que Ed tenga ninguna prisa por marcharse —observó el señor Wreyermeyer con dureza, dejando caer su masa en una butaca—. Bueno, Harsch, muchacho, veamos lo que tienes que enseñarnos.
—Volando, Sonrisa —dijo Harsch Benlin. Era uno de los pocos hombres del personal de Supernova que podían llamar al jefazo por su nombre de pila, privilegio que usaba para lo que consideraba de utilidad. En aquel momento dio un salto, parodiando una pirueta atlética, fue a caer sobre el estrecho escenario que había ante la pantalla-sólido, y sonrió a los que lo observaban. Eran éstos unos veinticinco y a la mitad los conocía Harsch por su nombre de pila. El conjunto podía dividirse a simple vista en cuatro grupos: el jefazo y su orquesta; la orquesta de Harsch, dirigida por Pony Caley; un puñado de chicos de los Departamentos de Conquista de Mercado y Montaje con su orquesta propia; más la usual compañía de taquígrafas aleladas.
—Helo aquí, muchachos —comenzó Harsch, pretendiendo parecer simpático—. Se me ha ocurrido una idea para un sólido que me ha sacudido en oblicuo, y espero y deseo que os produzca a todos el mismo efecto. No voy a probarla ahora y vendérosla: somos todos hombres atareados y, además, la cosa se vende sola. Es una idea genial, original y familiar, al mismo tiempo sencilla e inspirada a la vez.
»Sin rodeos, la idea es ésta: quiero llevar a cabo un sólido que lance hacia arriba a Supernova, ya que va a tener como fondo nuestros estudios y como extras gente de nuestro personal. Al mismo tiempo va a dar el golpe en términos de drama humano y reclamo de públicos. Por otra parte, habrá de ser una perspectiva de Nunión, la más activa, grande, atractiva y megapolitana capital planetaria de ese punto clave de la galaxia.
Harsch se detuvo para causar efecto. Algunos miembros del auditorio fumaban erotosalutíferos, otros se hurgaban la nariz, los de allá hablaban entre sí en susurros.
—Puedo ver que me estáis preguntando —dijo Harsch, encajando sus fauces en una sonrisa— cómo me las voy a arreglar para meter tanto cisco en un sólido de un par de horas. Muy bien. Os lo enseñaré.
Alzó una mano elocuente en señal dirigida a su proyectador, Cluet Dander. No había mejor tipo que Cluet para estas tareas; el mismo Harsch las había ido conociendo con el tiempo. Nada más alzó la mano, un sólido apareció en la pantalla.
Era la cara de un hombre. Tendría ya unos cuarenta. Los años que habían secado sus carnes habían servido sólo para revelar, bajo la piel delicada, la nobleza de su estructura ósea: la amplia frente, la justeza de los pómulos, la impecabilidad de la quijada. Estaba hablando, aunque Cluet había quitado el sonido, dejando que la animación de las facciones hablaran por sí mismas. Era ese tipo de hombre (uno se percataba instintivamente) con cuya hija valía la pena casarse. Su compostura achicó por completo a Harsch Benlin.
—Ésta, damas y caballeros —dijo Harsch con las manos en las solapas y ubicado delante del rostro—, ésta es la cara de Art Stayker.
Entonces se produjo una reacción apreciable. El auditorio se puso de pie, los hombres se miraron los unos a los otros, miraron al señor Wreyermeyer e intentaron captar el clima de opinión que lo rodeaba. Agradecido, y sin manifestar el agradecimiento, Harsch continuó.
—Sí, es ésta la cara de un gran hombre. ¡Art Stayker! ¡Vaya genio! Fue sólo conocido por un estrecho círculo de hombres, aquí, en este estudio donde trabajó; y todos los que lo conocían lo admiraban y, ¿por qué no decirlo?, lo amaban. Yo tuve el honor de ser su brazo derecho en los viejos tiempos en que Art era jefe de la Unidad Dos Documental, y he planeado este sólido para que sea su biografía: un tributo a Art Stayker.
Se detuvo. Si aquello podía encajarlo en Wreyermeyer y Compañía, la cosa estaba hecha puesto que, si se lanzaba a Art Stayker, también Harsch Benlin resultaba lanzado. Tenía que jugar sus cartas con cuidado, porque ya empezaban a saltar los grandotes del fondo.
—¡Art acabó en el arroyo! —gritó uno. Era Hi Pilloi, amanuense de otro amanuense.
—Sí, y me alegro de que alguien lo haya sacado a relucir de una vez —dijo Harsch, desairando con la mirada a Hi Pilloi por no haber mencionado su nombre—. Claro que Art Stayker acabó en el arroyo. No pudo subir la cuesta del todo. Este sólido va a mostrar por qué. Va a ser algo muy sutil. Porque va a enseñar cuánta experiencia y crujir de dientes se necesitan para servir al público tal como nosotros lo servimos, ya que, como dije antes, no va a ser un sólido sobre Art Stayker, sino sobre Supernova, sobre Nunión y sobre la Vida. ¡Va a ser mayor todavía que nuestra taquillera saga sobre Thraldemener! Va a tener de todo.
El amable rostro de Art desapareció y dejó solo a Harsch sobre la plataforma. Aunque medio consumido a causa de su delgadez, Harsch tomaba pastillas para adelgazar por el placer de oírse llamar «el larguirucho», lo cual se había convertido en un término de afecto.
—La maravilla de este sólido radica —continuó dramáticamente— en que está ya medio acabado. Os lo enseñaré.
Tras deslizarse Cluet a una nueva señal suya, las imágenes comenzaron a desfilar por el aparentemente ilimitado cubo de la pantalla. Algo tan intrincado y delicado como el crecimiento de un copo de nieve tembló y pareció dirigirse hacia la audiencia. Se ensanchó, desnudó detalles y se fue elaborando hasta que cada delgada ramificación poseyó otras ramificaciones. Parecía, gracias a la inteligente manipulación de la cámara, un crecimiento orgánico: entonces, el menguante escorzo reveló que no era sino una creación de hormigón, material impermeable y estructuras férricas, creación moldeada por el hombre en forma de edificios y vías públicas.
—Ésta —anunció Harsch— es la famosa ciudad, nuestra fabulosa ciudad, la ciudad de Nunión, tal como fue filmada por Unidad Dos bajo las órdenes de Art Stayker cuando éste se encontraba en la cumbre de su fuerza, hace veinte años. Este sólido tenía que ser su gran obra: nunca fue acabado, por razones que os diré más tarde. Pero los dieciséis carretes inéditos que dejó tras sí como su más grande legado han permanecido en nuestros sótanos durante todo este tiempo hasta que el otro día me decidí a sacarlos a la luz.
»Muy bien. Durante un rato voy a dejar de hablar. Pero voy a pediros que os sentéis y consideréis la insólita belleza de esas tomas. Voy a pediros que hagáis lo posible por juzgar su valor indudable en términos de gancho estético y monto taquillera. Voy a pediros que os relajéis y contempléis una obra maestra, en la que lo digo con orgullo, he tenido participación.
El foco estaba sumergiéndose todavía con la inercia de un hombre ahogado, pasando las torres más altas, atravesando los pasos aéreos, los pasos peatonales (humanos y ahumanos), los pasos para transportes y servicios varios, hasta llegar al suelo llano, suelo pavimentado, en el cual había incrustado un espejo convexo de tráfico que reflejaba en miniatura el curso de la gran cámara al descender desde los cielos. Entonces, el foco se movió lateralmente y tomó las brillantes botas de un oficial de policía.
Mientras tanto, casi inadvertidamente, había comenzado a oírse un comentario. Se trataba de un típico comentario de Unidad Dos, tranquilo, sin tono ni carácter, emitido por la propia voz de Art Stayker.
—En los setenta mil planetas que componen la insignificante galaxia habitada por el hombre, no hay mayor ni más diversa ciudad que Nunión —decía el comentario—. Ha llegado a convertirse en una fábula para los hombres de todas las razas. Describirla es imposible sin caer en estadísticas y números: en su lugar obsérvense las calles y mansiones y, encima de todo, los individuos que Nunión comprende. Obsérvenlo y pregúntense: ¿cómo puede encontrar nadie el núcleo de una gran ciudad? ¿Qué secreto mira en ese núcleo cuando se llega a él?
Nunión se había levantado sobre las diez islas de un archipiélago de la zona templada de Yinnisfar, extendiéndose hasta el continente cercano. Quinientos puentes, ciento cincuenta ferrocarriles subterráneos, sesenta rutas aéreas e innumerables ferrys, góndolas y otros navíos interconectaban los once sectores. Alineando los callejones acuáticos o rompiendo las tal vez interminables falanges de calles, corrían las avenidas con árboles naturales o de material diverso, y, salpicando aquí y allá —quizá en los puntos focales como el Memorial Israel— el raro y preciado meritorio hembra, especialmente importado, de perenne florecimiento. La cámara se deslizaba ahora por el Puente de Harby Clive, pasando ante la primera manzana más allá de la vía acuática. Un joven salía de la manzana y bajaba los escalones exteriores de tres en tres. En su rostro se reflejaba la excitación, el triunfo y la alegría. A duras penas podía contener su exaltación. Su paso no era todo lo rápido que quisiera. Se trataba del joven que puede encontrarse uno en cualquier ciudad grande: un hombre a punto de escalar la cumbre, con varios éxitos ya en el bolsillo, confiado de su perspicacia, más allá del sentido común, y exuberante más allá de lo comedido. Podía verse en el ese fusible quemado que se había extendido por los setenta mil planetas y que soñaba con setenta mil más.
El comentador no dijo esto. La imagen lo dijo por él, enfocando su contoneo y su sombra angular, inquieta y arisca sobre el pavimento. Harsch Benlin, no obstante, no podía permanecer silencioso. Se adelantó de manera que su figura proyectó su sombra sobre el sólido de la pantalla.
—Así trabajaba Art —dijo—. Siempre preocupado por lo que él llamaba «el detalle exacto y revelador». Quizá se encuentre aquí la causa de no haber conseguido más de cuanto logró: lo dirigió todo a tenernos siempre pendientes de ese detalle.
—Eso que vemos no son más que fotos de una gran ciudad —dijo Janzey, de Montajes, con impaciencia—. Ya hemos visto todas esas cosas antes, Harsch. ¿Qué nos dice esto de nuevo?
Janzey era un don nadie que pretendía ser alguien; los chicos del fondo escupieron al oír pronunciar el nombre de Harsch.
—Si usaras los ojos, verías la movilidad de los esquemas —replicó Harsch—. Eso es lo que preocupaba a Art: dejaba que el objeto envolviera sin imponer esquema ninguno. Observa esta toma que viene ahora…
Sobre potente flotador, una pareja se acercaba callejón acuático arriba. Llegaron a la orilla, pusieron pie en tierra y caminaron cogidos del brazo por un paseo pavimentado de mosaico en dirección a un café cercano. Charlaban con animación en tanto buscaban una mesa. La música de fondo cambió su tempo; el foco de atención se deslizó desde los amantes hasta los camareros. La suavidad de maneras con que atendieron («Por supuesto, señora, el lavafruta no tardará») contrastó con la indiferencia con que protagonizaron las escenas que siguieron, desarrolladas en la confusión de la cocina («Joe, una lea quiere un lavafruta; ¿dónde coño los tienes?»).
Un plano frontal mostró dos camareros viejos cruzando las puertas abiertas entre el comedor y la cocina. Uno entraba y el otro salía. El que entraba deslizó con un guiño esta frase críptica y siniestra: «¡Se lo ha comido!». Un hombre en una mesa cercana, oyendo las palabras, apartó su plato y se puso pálido.
—¿Captáis la idea? —preguntó Harsch a su público—. Art calaba hondo. Descortezaba capa tras capa esta ciudad, la más grande de todos los tiempos. Antes de pasar a otra cosa, vais a ver la porquería que encontró en el fondo.
Era improbable, pues un momento antes el señor Sonrisa P. Wreyermeyer había apartado sus ojos de la pantalla, sumiéndose en los efectos del humo del erotosalutífero. El jefazo cruzó las piernas luego; el dato podía ser nefasto, un signo de impaciencia quizá. Harsch, que había aprendido a ser sensible a tales cosas, pensó que era ocasión para hablarle directamente. Yendo hasta el borde del escenario, se inclinó y dijo con gracia:
—¿Te queda paciencia para seguir viendo, Sonrisa?
—Aún estoy aquí —dijo el señor Wreyermeyer. Se la podía considerar una respuesta entusiasta.
—¡Magnífico! —exclamó Harsch volviéndose con rapidez y alzando una mano a Cluet. La imagen murió a su espalda y él se quedó con los puños en las caderas, las piernas separadas, contemplando a los ocupantes de los asientos acolchados y suavizando las líneas de su rostro. Era un triunfo de decepción.
—Aquellos de vosotros que nunca tuvisteis el privilegio de encontraros con Art —dijo— ya estaréis preguntándoos: «¿Qué clase de hombre pudo revelar una ciudad con tal genio?» No os mantendré en suspenso mucho rato, de modo que voy a decíroslo. Cuando Art estaba en esta última consignación, yo era un chicuelo del todo verde en asuntos de sólidos y trabajaba a las órdenes de Art. Creo que aprendí mucho de él en cuestiones de humanidad sólida y llana, lo mismo que de técnicas. Vamos a ofreceros ahora un fragmento de película que una cámara de Unidad Dos tomó de Art sin que éste lo supiera. Creo que lo encontraréis… movidito. Vale, Cluet, dale al manubrio.
De pronto, el sólido estuvo allí, llenando al parecer toda la visión de la audiencia. En un ángulo de uno de los muchos espaciopuertos de Nunión, Art Stayker y varios miembros de su plantilla documental estaban sentados sobre un viejo equipo de oxigenación mientras comían. Art tendría unos cuarenta y ocho, poco más de la presente edad de Harsch. El pelo le caía sobre los ojos y devoraba un bocadillo gigantesco mientras dirigía la palabra a un jovenzuelo con cara de pastel, pelo a cepillo y nariz retocada. Echando un vistazo al sólido, Harsch, algo embarazado, se identificó con el joven y dijo:
—Es necesario que recordéis que se trata de una toma hecha hace veinte años.
—No eras tan larguirucho en aquellos tiempos, jefe —dijo uno de su cuadrilla en la sala.
Art estaba hablando.
—Wreyermeyer nos ha dado ya la oportunidad de salir adelante con esta consignación —decía—. Que la ligereza no nos convierta en chapuceros. Cualquiera puede en una ciudad de este tamaño encontrar caras interesantes o ángulos arquitectónicos de factura estándar con la ayuda de ruidos de fondo. Intentemos dirigirnos a algo más profundo. Lo que yo realmente quiero hallar es lo que se encuentra en el núcleo de esta metrópoli.
—¿Y si no existiera ese núcleo, señor Stayker? —preguntó el joven Harsch—. Quiero decir… usted ha oído decir de hombres y mujeres que no tienen corazón; ¿no podía ser ésta una ciudad sin entrañas?
—Eso es sólo un eufemismo semántico —dijo Art—. Todos los hombres y mujeres tienen corazón, aunque éste sea cruel. Lo mismo ocurre con las ciudades, y no estoy negando con esto que Nunión sea una ciudad cruel en muchos aspectos. Las personas que habitan en ella tienen que pelear desde que despunta el día; eso puedes verlo en nuestro propio trabajo. Lo que en ellas hay de bueno acaba echándose a un lado y perdiéndose. Eres bueno cuando comienzas, pero acabas malo porque… oh, mierda, supongo que porque te olvidas. Olvidas que eres humano.
—Eso debe ser terrible, señor Stayker —dijo el joven Harsch—. Me cuidaré de que no me ocurra eso nunca. No quiero que Nunión acabe conmigo.
Art terminó su bocadillo y miró el joven rostro inquisitivamente.
—A nadie le importa Nunión —dijo, casi cortante—. Preocúpate por ti mismo.
Se puso de pie y se limpió las grandes manos en los pantalones. Uno del equipo le ofreció un anerotosalutífero y dijo:
—Bueno, ya estamos listos con el espaciopuerto, Art; aquí se acabó ya lo que se daba. ¿Qué sector hay que atacar a continuación?
Art pareció a punto de sonreír.
—La tomaremos con los políticos —dijo.
El joven Harsch se puso de pie. Con toda evidencia, había advertido que la cámara los enfocaba pues sus modales se volvieron notoriamente más bruscos.
—Oiga, señor Stayker, si pudiéramos amainar las trapazas legales de Nunión —dijo—, al tiempo que filmamos… vaya, haríamos a todos un favor. ¡Nos haríamos todos famosos!
—En aquellos tiempos era yo un crío loco e idealista —dijo el maduro Harsch a su auditorio, al tiempo con vergüenza y delectación—. Tenía que aprender todavía que la vida no es más que una coordinación de trapazas. —Sonrió generosamente para indicar que podía ser ingenuo, vio que el señor Wreyermeyer no estaba sonriendo y guardó silencio.
En la pantalla, Unidad Dos se replegaba. El incómodo poliedro de un fletador de la lejana Papraca se adentró en los fosos de desembarco que había tras ellos y lanzó potentes chorros de vapor.
—Os diré la clase de cosas que queremos consultar y captar —dijo Art a su grupo mientras se cargaba sobre el hombro una caja del equipo—. Cuando vine por vez primera a esta ciudad para unirme a Supernova, hace ocho años, me encontré en el vestíbulo de la Audiencia Federal antes de que comenzara a verse un importante caso industrial. Un grupo de políticos locales me sobrepasó y oí cómo uno decía mientras entraban (nunca lo he olvidado): «Preparen sus inquinas, caballeros». Para mí, esto encarnará siempre la forma en que los prejuicios pueden perder a un hombre. Este tipo de cosas son las que tenemos que captar.
Art y sus compañeros salieron caminando de la imagen, avejentada, rotunda. El sólido desapareció y frente a la pantalla se alzó Harsch Benlin, elegante, rotundo.
—No cuaja del todo, Harsch —dijo Ruddigori desde su sillón, Era el Preparador Personal del señor Wreyermeyery un tipo con tino en su terreno. Había que tener cuidado con semejante piojo.
—A lo mejor es que no has captado las sutilezas, ¿no, Ruddy? —sugirió Harsch con suavidad—. La cosa cuaja perfectamente. Este fragmento os ha demostrado, ni más ni menos, por qué Art no fue más adelante. Hablaba demasiado. Teorizaba. Le salían callos en la lengua por hablar con jovenzuelos como yo era entonces. No era un tipo muy complicado. No era ni más ni menos que un artista. ¿De acuerdo, Ruddy?
—Si tú lo dices, Harsch, muchacho —dijo Ruddy con llaneza, aunque se volvió en seguida para decir algo inaudible al señor Wreyermeyer. ¡Aquella familiaridad! Cogido por un segundo con la guardia baja, Harsch lanzó una penetrante mirada al jefe del estudio; el señor Wreyermeyer estaba inmóvil, como si fuera de piedra, aunque de vez en cuando su garganta se movía como la de una rana al tragar.
Harsch hizo una brusca seña a Cluet. Llegaría a un acuerdo con Supernova así tuviese que pasarse allí toda la tarde y toda la noche insistiendo. Se sonó y se metió en la boca una pastilla adelgazante encubierta en el pañuelo.
—Bien —dijo no muy amablemente—. Deberíais haber captado ya el sentido general de la película. Pasemos ahora al delito. Niñas, ¿estáis tomando notas?
Una confusión de asentimientos femeninos le llegó del auditorio.
—Muy bien —repitió él automáticamente.
Tras él, la Nunión de Art Stayker fue recreada una vez más, una ciudad que administraba el poder del creciente dominio de Yinnisfar y que se abría paso en medio de la riqueza de una gigantesca ruleta interplanetaria: adaptada a la manera concebida por Art Stayker dos décadas atrás, era una ciudad que al tiempo operaba como conquistador y libertador de sus miles de habitantes.
Sobre su masa de cañones y estructuras de hormigón caía ahora la noche. El sol se puso y los grandes globos de luz atómica suspendidos del cielo arrojaron su radiación sobre las móviles vías públicas suministrando nuevos aspectos. Cluet había amortiguado los comentarios originales para dar a Harsch la oportunidad de suplirlos con otros de su cosecha.
—Aquí tenéis la noche que cae sobre nuestra fabulosa ciudad, tal como hemos visto miles de veces —dijo animadamente—. Art la captó como nadie pudo hacerlo ante ni desde entonces. Recuerdo que solía decir que la noche era la ocasión en que una ciudad muestra auténticamente sus garras; de manera que los chicos se lanzaron a la busca de aquellas sombras ásperas y retorcidas que tuvieran el aspecto de garras. De nuevo la obsesión por el detalle significante. Algunas de estas metáforas vienen a continuación.
Las sombras en forma de zarpas se aproximaron, unos colmillos de luz mordieron los oscuros flancos de las callejuelas laterales. Una inquietud casi intangible, como el espectral silencio de una jungla, asolaba las plazas y rampas de Nunión; hasta los presentes observadores podían notarlo. Sentados en sus asientos iban experimentando una creciente intranquilidad, e inquirieron entre cuchicheos por qué el aire acondicionado no funcionaba mejor. El señor Wreyermeyer se removió en su asiento; aquello tenía que significar algo.
Tras una fachada de civilización, la vida nocturna de Nunión tenía una ferocidad primitiva; el Jurásico vestía los ropajes de la noche. En la interpretación de Art Stayker, se trataba esencialmente de un mundo sombrío, amalgama de nostalgias y lujurias de los muchos miles de naciones que habían desembocado en Yinnisfar. El individuo quedaba perdido en medio de ese salvajismo donde sesenta millones de personas podían estar solitarias y apiñadas en unas cuantas millas cuadradas.
Art mostraba bastante a las claras que la multitud amontonada, que hace cola para entrar a un espectáculo donde se enseñan las pantorrillas o para comprar marihuana, es inofensiva. Viviendo en rebaño, han desarrollado mentalidad de rebaño. Son demasiado inofensivos para desarticular nada de valor en el flujo de Nunión; todo su interés consiste en pasarlo bien durante un rato. El único interés consistía en entresacar un asiduo de entre mil ocasionales.
Art puso de manifiesto a los asiduos. Eran los únicos que se podían permitir el lujo de comprar soledad y una mujer que hiciera compañía a la soledad. Viajaban sobre quimeras por encima de las centelleantes avenidas, comían en restaurantes subacuáticos, asintiendo, como camaradas, a los tiburones que observaban a través de las paredes de cristal; bebían vino en cientos de tascas y se sentaban con los músculos tensos a las mesas de juego: y a la imperiosa señal de sus ojos había siempre un siervo de la gleba listo para acercarse a todo correr, un siervo que sudaba y temblaba mientras corría. He aquí cómo funciona una ciudad galáctica; el poder debe recordar siempre que es poderoso.
La escena había cambiado otra vez. La cámara recogió al Anciano Jandannager y comenzó a investigar la Gran Vía del Bósforo. La Gran Vía estaba en el corazón de Nunión. Aquí, la búsqueda de placeres era más tensa, más intensa. Los ladradores proclamaban sus atracciones rivales, los polihermafroditas hacían señas con la mano, los licores fluían como la pleamar, el cine competía con el pecado[11], mujeres de la noche ajetreadas como arañas que tejen su tela, miles de sensaciones —perversiones de una galaxia— siempre a un precio. El hombre, consciente como nunca de la consistencia de las células, había inventado una emoción diferente para cada célula.
Harsch Benlin no pudo resistir el deseo de abrir la boca.
—¿Habéis visto alguna vez tanto realismo, caballeros? —preguntó—. Aquí tenéis gente ordinaria, gente como vosotros, como yo, que desciende para pasarse un rato agradable. ¡Pensad en la maravilla que constituyen estas imágenes de nuestra pequeña vieja capital! ¿Y dónde han estado estos últimos veinte años? Vaya, enterradas en los sótanos, olvidadas, casi perdidas. Nadie las habría visto nunca si no las hubiese rescatado yo.
El señor Wreyermeyer habló.
—Yo las he visto, Harsch —dijo con voz ronca—. Pero, voto a mi dinero, son demasiado sórdidas para atraer al público.
Harsch se quedó completamente inmóvil. Un oscuro tinte afloró a su rostro. Aquellas pocas palabras le habían informado, a él y a todos, del lugar que ocupaba exactamente. Se apoyó sobre una pierna. Si insistía, como era su deseo, irritaría al jefe; si se echaba atrás, perdería lo adelantado, y allí había varios hombres a los que no agradaría semejante espectáculo. Estaba atrapado.
En el sólido que se alzaba tras Harsch, hombres y mujeres hacían cola para entrar a un espectáculo de horror, «Muerte en la Sexta Celda de la Muerte». Sobre ellos, empequeñeciéndolos, una gigantesca masa humana se debatía con la muerte, cabeza abajo, los ojos casi fuera de las órbitas, la boca buscando aire con ansiedad. El ahorcado podía mover incluso su epiglotis, lo que podía considerarse una obra maestra de realismo. Tal espectáculo realmente había sido producido por el propio Sr. Wreyermeyer en sus días mozos; Harsch también había tenido cierta participación en él.
—No tenemos necesidad de exhibir estas sordideces, Sonrisa, si así lo juzgas conveniente —dijo, haciendo una mueca de dolor—. Lo que hago es intentar darte una idea general de todo esto. Por supuesto, más tarde hablaremos… hablarás sobre los detalles finales.
Nada dijo el señor Wreyermeyer. Asintió una vez con la cabeza, neutramente. Recogiendo los vientos dominantes —haciendo más bien honor a su predisposición zorruna—, Ruddigori tomó la palabra.
—Admiras demasiado a Art Stayker, Harsch —dijo con intención—. A fin de cuentas no era más que un vagabundo vulgar con una cámara.
—Claro, Ruddy, claro —replicó Harsch; siempre sabía cuándo sonaba el momento de retroceder y volver a sumergirse en la opinión dominante—. ¿Acaso no acabo de decir al señor Wreyermeyer que se trata de sordideces? Nuestra tarea será, de todos modos, aprovechar lo que de bueno podamos encontrar.
—Nadie haría eso mejor que tú, H. B. —dijo Pony Caley.
—Gracias, Pony —dijo Harsch, asintiendo con cordialidad. Pony era el principal de sus hombres de apoyo; el bastardo iba a sentir el hacha luego por no haberle prodigado mejor respaldo.
La ciudad de Art Stayker se estaba vaciando ahora. En las cloacas se veían paquetes arrugados de erotosalutíferos, programas, entradas, condones, facturas y flores. Los jaraneros se encaminaban a sus casas para dormir.
—¡Esto, mirad esto! —dijo Harsch, enfatizando la voz y apretando los puños—. He aquí un auténtico documento humano. Aquí es donde Stayker entrada auténticamente en la genialidad.
Una capa de neblina iba cayendo sobre la Gran Vía del Bósforo, haciendo hincapié en la progresiva soledad del lugar. Un tipo gordo salió de un lupanar y echó a andar hacia la parada de metro más próxima. Se metió en ella como objeto que cayera por un desagüe.
En la Catedral del Santo Bósforo dieron las tres y media y las tres y media dieron en la Corte Plat-Onica. Las luces se apagaron en un restaurante vacío, dejando sobre la retina una imagen póstuma de sillas puestas del revés. Agitando su bolso, una furcia tardía echó a andar pesadamente hacia su casa.
Sin embargo, la Gran Vía no estaba del todo vacía en humanidad. El incompungido ojo de la cámara puso de manifiesto, en diversos soportales, a los últimos contempladores de la escena. Habían permanecido allí inmóviles y sin participar cuando la noche estuvo en su cenit; y allí estaban cuando apareció el primer lechero. Observando la muchedumbre, observando la quietud, observando la última puta que se iba a casa, permanecían apostados en sus portales como en bocas de conejera. Desde las sombras, los rostros acechaban con una tensión terrible e inexpresable. Sólo sus ojos se movían.
—Esos hombres —dijo Harsch— fascinaban totalmente a Stayker. Os dije que de algún modo estaba loco. Consideraba que si alguien podía conducirlo hasta el núcleo de esta ciudad que deseaba disecar eran esas personas, esos entes de los portales. Ahí permanecen, noche tras noche. Sólo Él sabe lo que querrán. Stayker los llamaba «espectros impotentes del fasto».
—Todavía están ahí —dijo Ruddigori inesperadamente—. Puedes encontrarlos acechando en los portales de cualquier gran ciudad. Más de una vez me han preocupado.
Era insólito. No era educado interesarse por nada no conectado directamente con Supernova. Harsch alzó una mano a Cluet, recobrada cierta esperanza nuevamente.
La pantalla sólida quedó en blanco y se llenó a continuación de formas. Una cámara-grúa transportaba a dos hombres sobre un paseo con canal lateral; los dos hombres eran Art Stayker y su ayudante Harsch Benlin.
—En esta toma —dijo a su auditorio el Harsch maduro— me veis con Stayker yendo hasta la casa de uno de esos pájaros nocturnos; casi me dio risa.
Las dos figuras se detuvieron frente a una sastrería y se quedaron mirando dubitativamente el cartel exterior que decía sencillamente: «A. WILLITTS SASTRE».
—Tengo la impresión de que vamos a descubrir algo grande —dijo tenso Art cuando fue dado el sonoro—. Vamos a oír lo que es realmente una ciudad, vamos a oírlo de labios de alguien que sin duda capta su atmósfera con mucha sutileza. Estamos escarbando derechamente hacia su núcleo. Pero te advierto, Harsch, que no va a ser muy agradable. Puedes quedarte aquí si lo deseas.
—Vamos, Art —protestó el joven—, si vamos a descubrir algo grande quiero estar presente.
Art miró especulativamente a su ayudante.
—No creo que haya ningún dinero en esto, hijo —dijo.
—Lo sé, Art. No pienso sólo en el dinero; ¿por quién me tomas? Esto es más bien filosófico, ¿no te parece?
—Sí, supongo que sí.
Entraron juntos en la pequeña tienda.
La oscuridad reinaba en el interior. Éste parecía estar tapizado con los trajes negros que eran la especialidad del sastre; y, ciertamente, colgaban de todas las paredes, fúnebres entre tanta oscuridad. El sastre, Willitts, era una lagartija de hombre; reconocieron sus facciones como las de uno de los observadores nocturnos de la Gran Vía. Los hombres de Art lo habían seguido hasta su guarida.
Los ojos de Willitts sobresalían y relampagueaban como los de una rata ahogada. Era melancólico y negó desde el principio haber ido a la Gran Vía del Bósforo. Como Art insistiera, el sastre, guardó silencio, batiendo sus dedos contra el mostrador.
—No soy policía —dijo Art—. Sólo un curioso. Quiero saber por qué está usted en aquel lugar todas las noches.
—No es nada de lo que uno tenga que avergonzarse —murmuró Willitts, bajando los ojos—. No hago nada.
—De eso se trata —dijo Art con apremio—. Usted no hace nada. ¿Por qué usted y otros como usted están allí sin hacer nada? ¿En qué piensa entonces? ¿Qué es lo que mira? ¿Qué lo que siente?
—Tengo trabajo, oiga —protestó Willitts—. Mucho trabajo. ¿No puede entender eso?
—Conteste mi pregunta y me iré.
—Podemos ponerle un precio a su tiempo, Willitts —insinuó el joven Harsch, tocándose el bolsillo.
Los ojos del hombrecillo eran furtivos. Se humedeció los labios. Parecía tan cansado que se hubiera dicho que no corría sangre por sus venas.
—Déjenme solo —dijo—. Eso es lo que les pido: que me dejen solo. No les ofende, ¿verdad? Puede venir un parroquiano en cualquier momento. No voy a contestar a sus preguntas. Ahora, por favor, lárguense de aquí.
—Disponemos de formas y medios de obtener las respuestas que queremos —amenazó Harsch.
—Lárguese, matoncete. Si me toca, llamaré a la policía.
Inesperadamente, Art saltó sobre él, lo tendió de espaldas sobre el mostrador y lo agarró por los hombros. De ambos, la cara de Art era la más exasperada.
—Vamos, Willitts —dijo—. Tengo que saberlo. Tengo que saberlo. He estado horadando en esta basura de ciudad semana tras semana y usted es la cucaracha que he encontrado en el fondo. Va a decirme lo que ocurre allí o, así aúlle, le romperé el pescuezo.
—¿Cómo voy a decírselo? —exigió Willitts con repentina furia ratonil—. No puedo decírselo. No puedo, no tengo palabras para ello. Tendría que ser de mi clase para entenderlo.
Y aunque Art se puso a golpear al sastre y a zarandearlo de aquí para allá, no obtuvo más palabras de él. Por fin, salieron del local y dejaron a Willitts jadeando, tendido en tierra tras el mostrador.
—No me gusta perder el control de esta manera —dijo Art apretándose la frente y frotándose los nudillos al salir de la tienda. Debió haber tenido en cuenta que estaba siendo enfocado por la cámara, pero estaba demasiado preocupado para eso—. Se me formó dentro una cosa negra. Tan cerca que estábamos. Bueno, tenemos que descubrir…
Su rostro enfocado se hizo más y más grande, llenando la pantalla y eclipsando todo lo demás. Un párpado se agitaba incontrolablemente. Salió de la pantalla, hablando aún.
La pantalla quedó en blanco.
—¡Soberbio! —exclamó Pony Caley, poniéndose de pie de un salto—. ¡Ha estado a un palmo de la genialidad! ¡De la verdadera genialidad!
Todos estaban hablando, salvo el jefazo; la paliza les había entusiasmado.
—De veras —decía Janzey—, esa última escena tenía algo. Retomada con actores apropiados y aderezada con esto y aquello sería un sólido de cuidado. Podría acabar con una zambullida del fulano en el canal.
Calcular sus salidas era una especialidad de Harsch. Había conseguido despertar la atención de todos y no iba a proporcionarle más exhibiciones. Con las manos en los bolsillos bajó lentamente los escasos escalones del escenario.
—Así que aquí tenéis, a vuestra disposición, la historia de un espasmo llamado Art Stayker —dijo cuando su pie derecho abandonó el último peldaño—. No pudo terminarla. El negocio de los sólidos era demasiado malo para él. En aquel momento y lugar, justo después de atizar al sastrecillo, lo dejó estar todo y desapareció en la jungla de Nunión. Ni siquiera se quedó para acabar su película y Unidad Dos abandonó el proyecto. Era un verdadero culo de mal asiento, era Art.
Ruddy le salió al paso y dijo a Harsch:
—Has acabado por interesarme. No obstante, ¿cómo es que han tenido que pasar veinte años para llegar a oír esto?
Con suma delicadeza, Harsch abrió los brazos y sonrió.
—Porque Stayker era un don nadie cuando dejó el oficio —dijo, apuntando con sus palabras, no a Ruddy, sino al señor Wreyermeyer—; luego fue olvidado, y su trabajo quedó apartado a un rincón. Después… bueno, me encontré con Stayker hace un par de días y eso me dio la idea de ponerme a trabajar en los archivos de Unidad Dos.
Intentó colocarse frente al señor Wreyermeyer para hacerle más fácil la captación de la sagacidad a que era tan aficionado, pero Ruddy siguió en mitad de los dos.
—¿Quieres decir que Stayker está vivo todavía? —prosiguió Ruddy—. Debe ser ya un hombre bastante viejo. ¿A qué se dedica, por el amor De?
—Al vagabundeo, está sin blanca —dijo Harsch—. No tenía interés en hablar con él, de manera que me alejé lo antes que pude. ¡Muchacho, olía mal!
Apartó a Ruddy y se plantó ante el jefazo.
—Bien, Sonrisa —dijo lo más tranquilamente que pudo—, no me digas que no has olido ahí un buen sólido: algo con lo que llenar las taquillas a más y mejor.
Como prolongando el suspenso deliberadamente, el señor Wreyermeyer dio otra calada a su erotosalutífero antes de quitárselo de la boca.
—Tendremos que poner un par de enamorados —dijo tácitamente.
¡El viejo bruto estaba interesado!
—Claro —exclamó Harsch, arrugando la cara para ocultar su alegría—. ¡Dos parejas de enamorados! Lo que tú digas, Sonrisa. Sólo lo que tú quieras, ¿no?
Pony Caley también se acercó, intentando entrometerse en el éxito de su patrón.
—Y esos fulanos de los portales, señor Wreyermeyer —dijo con apremio—, ¿no podrían ser espías galácticos para convertir la película en cinta de intriga?
—Sí, eso pega —dijo el corifeo de Pony, golpeando con el puño la palma de la otra mano—. Y el Art Stayker ese, tan refinado, ¿eh?, podría ser la víctima y podríamos cerrarle el pico al final, ¿eh?
—No tanto embrollo —interrumpió Janzey—. Lo veo más como una saga del hombre ordinario, y podríamos titularla «Nuestra Ciudad» o algo parecido… si es que este título no está ya registrado.
—¿Qué tal «Aceras Rutilantes» como título? —sugirió otro.
—¡Eso suena a Eddi Expusso! —exclamó Pilloi.
Los chicos tenían la mano. Harsch había ganado la partida; ¡cuánto se amaba a sí mismo!
Estaba ya para salir del pequeño cine cuando Ruddy le tocó en el brazo.
—Harsch —dijo—, no me has dicho cómo te encontraste con Art otra vez.
Había en Ruddy algo subversivo; era un milagro que hubiera escalado tan alto. Estaba siempre haciendo preguntas.
—Pues como cualquier otro encuentro —dijo Harsch—. Hace un par de noches tenía una cita con una dama, ¿sabes? Luego estuve buscando un taxi-burbuja: no había muchos porque era ya de madrugada, de manera que tuve que ir andando hasta la Gran Vía del Bósforo. De pronto me veo al tipo en un portal y me llama.
—¿Y era Art? —preguntó Ruddy con inquietud.
—El mismísimo Art. Habría estado hablando conmigo toda la noche de no haberme puesto serio. Por lo menos me trajo a la memoria el sólido que hemos estado viviendo. Bueno, te veré mañana, Ruddy; ¡hasta luego!
—Espera un minuto, Harsch. Esto es importante. ¿No te dijo Art si había descubierto lo que se encontraba en el núcleo de la ciudad? Aquello que tanto tiempo estuvo buscando, quiero decir.
—Sí. Oh, sí que lo encontró. Y quiso decírmelo todo… ¡a las tres de la madrugada! Le dije dónde podía irse.
—Pero ¿qué te dijo, Harsch?
—¡Diablos, Ruddy! ¿Qué importa lo que un gilipollas como Stayker pudiera o no decir? Era su cháchara de costumbre, pero aún más difícil de entender que en los primeros tiempos; ya sabes: la filosofía. Yo tenía una cita y no estaba para escucharle.
—Pero ¿había dado con el secreto que andaba buscando?
—Eso dijo, pero fuera lo que fuese no tenía que valer un pepino. Tenía los pantalones hechos un asco, de veras; y el maldito no hacía más que tiritar. Oye, tengo que irme. ¡Hasta luego, Ruddy!
El sólido realizado. Fue uno de los mayores éxitos de Supernova en aquel año. Amasó dinero en todos los planetas habitados de que constaba la Federación y convirtió a Harsch Benlin en un hombre importante. La película se llamó «Rapsodia de una Ciudad Poderosa», constaba de tres bandas cualificadas, diecisiete melodías pegadizas y un regimiento de bailarinas. La cinta primitiva fue refinada en los estudios con los tonos pasteles considerados más a propósito para un musical y, por último, eligieron como escenario una ciudad más apropiada que Nunión. Art Stayker, por supuesto, no aparecía para nada.