En tanto transcurrían los breves siglos, el mundo que en otro tiempo fuera conocido como la Tierra fue conquistado por el comercio, su carácter fue experimentando en el proceso cierta modificación difícil de apreciar. Entonces sobrevino la explosión que obligó al hombre a cambiar su propio carácter. Su perspectiva metafísica del ser, obviamente, había estado constantemente sometida a los cambios; pero entonces tuvo lugar el terrible momento en que el hombre se reveló a sí mismo bajo una nueva luz como un ente ajeno en un medio hostil.

COLMENA DE GENES

Fue uno de esos improbables accidentes que probablemente ocurren en todas partes. El pesquero infracuático Bartlemeo se acercaba al subpuerto de Cabo Verde a cuatrocientas noventa brazas cuando se encontró con un problema mecánico. No soy un técnico, de manera que no puedo describir el fallo con exactitud; al parecer los lingotes de uranio se desplazaron hasta las pilas del barco y el mecanismo repartidor, que conduce los lingotes usados hasta los separadores, quedó bloqueado. En vez de utilizar el control remoto manual para compensar el fallo, el ingeniero jefe, un tipo llamado Je Regard, fue personalmente a ver qué ocurría con los lingotes. Mientras se colaba por el escotillón de inspección, el traje protector de Regard se enganchó inadvertidamente en un picaporte. Fue capaz de reparar el embotellamiento de lingotes, pero tras haber recibido una dosis casi mortal de radiación en los riñones, se derrumbó al pretender salir por donde había entrado.

El Bartlemeo no llevaba ningún médico a bordo. Con urgencia se pidió uno al exterior.

Ya he dicho que no soy un técnico; ni tampoco un filósofo. Sin embargo, en este trivial episodio con que se dio comienzo a tantos siglos de problemas puedo ver el esquema de todos los grandes sucesos que tienen su origen en lo insignificante: «los grandes robles no surten de las pequeñas bellotas»; ya sabéis a lo que me refiero.

En medio de las arenas movedizas e inmemoriales del desierto de Sara se encuentra encogida la meseta de Ahaggari que almacena dunas como tetas, al igual que un vapor en medio de un mar poco aconsejable. Al borde de la meseta se levanta Barbe Barber, el Instituto de Meditación Médica, un elaborado y viejo edificio al estilo colosalista de antaño, tan fugado como el Interrogante de Angkor, tan poco comprometido como el Introventual de la Luna. Rodeado de palmas que proporcionan sombra a sus anchos y pavimentados paseos. Barbe Barber eleva sus torreones y pisos superiores por encima de los árboles para la observación del inmenso continente en el que se asienta, a semejanza de los observadores del exterior, los médicos observan el interior del cuerpo, el continente interior del hombre.

Gerund Gyres, siempre enjugándose la frente con un extremo de la corbata, estaba frente a la escalera principal del instituto y esperaba. El avión que lo había conducido hasta allí permanecía algo alejado en el parque. Aguardaba humildemente bajo el calor, pese a ser un hombre orgulloso; en Barbe Barber no se habría admitido jamás a un patán.

Al cabo, la figura que Gerund ansiaba ver apareció en lo alto de los amplios peldaños. Era su esposa, Cyro. Se volvió, como para despedirse de alguien que estuviese a su espalda, y luego comenzó a bajar las escaleras. Como siempre que se encontraba con ella, Gerund era consciente de que Cyro se esforzaba por alejar de su interior la imagen de Barbe Barber para adaptarse al mundo de fuera. Mientras la observaba con ansiedad y amor, la mujer enderezó la espalda, irguió la cabeza y aceleró el paso. Cuando por último llegó hasta Gerund, los ojos de la mujer ya poseían aquella expresión familiar de diversión con la que afrontaba tanto la vida como la presencia de su marido.

—Parece que hace semanas que no te veo —dijo Cyro, besando a Gerund en la boca y rodeándolo con los brazos.

—Es que hace semanas —protestó él.

—¿De veras? —dijo ella juguetonamente—. ¡Pues no se me ha hecho tan largo!

Gerund la tomó de la mano y la condujo hasta el triángulo de césped sobre el que se asentaba su avión. El mes de meditación que Cyro, como médico, aceptaba voluntariamente atravesar todos los años le resultaba beneficioso sin duda; basado en sistemas superyoísticos, las disciplinas de Barbe Barber eran cursos de relajamiento para los cerebros y cuerpos de las logias médicas del mundo. Cyro parecía más joven y vital que nunca; Gerund se dijo que, tras seis años de matrimonio, él era una fuente de vitalidad en la vida de su esposa mucho más reducida que la terapia de marras; pero era irracional esperar cualquier cambio al respecto.

Caminando uno junto al otro llegaron hasta el avión. Jeffy, su siervo, estaba apoyado contra el casco metálico y les aguardaba con los brazos cruzados en actitud paciente.

—Me alegro de verla, doctora Cyro —dijo, abriéndoles la puerta y permaneciendo tras ésta.

—Y yo a ti, Jeffy. Te has puesto moreno.

—Un poco tostado —dijo el otro, sonriendo ampliamente. Su tierra natal era una isla del norte que se pasaba cubierta de hielo todo el año; el viaje ecuatorial le había sentado bien. Aunque ya hacía treinta años que le habían sacado de su lejana isla, Jeffy seguía hablando su jerga sencilla, el ingalés; a diferencia de Cyro, de Gerund y la mayoría de las gentes civilizadas, había sido incapaz de adaptar el Galingua para pensar y conversar.

Se instalaron en sus asientos, Jeffy en el del piloto. Era un hombre grandote y lento que se movía como un boxeador que se dispone a comenzar la pelea. Su mentalidad poco brillante le había vuelto inadaptado para cualquier cosa que no fuera el trabajo servil y pese a ello, manipulaba el pesado avión con la delicadeza del gato que está destripando al ratón.

Carreteó en dirección a una escollera artificial semicircular que absorbería los gases sobrantes. La señal naranja apareció en la torreta de la escollera y el avión emprendió al segundo un vuelo vertical. En seguida, los árboles y los muros blancos y grises de Barbe Barber se redujeron de tamaño bajo ellos, tan inconsiderables como un problema infantil entre las barreras ilimitadas de cielo y arena. El avión tomó rumbo oeste, siguiendo un curso que llevaría a sus pasajeros a la mansión de Gyres, en las islas Puterska: que debería haberlos llevado de no ser por el hombre que permanecía, enfermo, a mil metros bajo la suave superficie del mar Lánico: un hombre enfermo de cuya existencia eran todavía ignorantes.

—Y bien, Gerund: ¿qué ha ocurrido en el mundo mientras he estado ausente de él? —preguntó Cyro, colocándose frente a su marido.

—Nada especial. Los Dualistas quieren registrar todos los planetas de la Federación. La ciudad del Telón Investigador ha sido inaugurada con la pompa debida. Y el mundo erudito está molesto con la nueva obra de Pamlira: «Para-evolución».

—Tengo que leerla —dijo Cyro con cierto interés—. ¿Cuál es su teoría esta vez?

—Es una de esas cosas que no se pueden resumir fácilmente —le explicó Gerund—, pero, brevemente, Pamlira acepta la posición Plat-Onica de la Teoría Dual y afirma que la evolución se encamina hacia especímenes más conscientes. Las plantas tienen menos conciencia que los animales, los animales menos que los hombres, y los hombres vinieron después que los animales, los cuales vinieron a su vez, después que las plantas. Plantas, animales, hombres, son sólo los primeros escalones de un largo ascenso. Pamlira señala que el hombre no es, bajo ningún concepto, plenamente consciente. Duerme, sufre olvidos, está al margen de las funciones corporales…

—Lo cual constituye la razón de nuestra existencia —insertó Cyro.

—Exacto. Como dice el mismo Pamlira, sólo ciertos individuos portentosos, asociándose con nuestras actuales Órdenes de Medicina, pueden extender su participación consciente en la actividad somática.

Ella esbozó una sonrisa neutral.

—¿Y adónde quiere ir a parar? —preguntó.

—Postula que el siguiente peldaño de la evolución será un ser consciente de todas sus células: y la Naturaleza puede estar preparando el ascenso al nuevo estadio. La época, al parecer, está madura para el nuevo ser.

—¿Ya? —Alzó una ceja interrogadora—. Habría jurado que estaba a unos cuantos millones de años de distancia. ¿Y reúne pruebas de que ese hombre es capaz de existir ahora?

—Pamlira se tira la mitad del libro explicando por qué el nuevo espécimen corresponde al presente —dijo Gerund—. Según él, la evolución se acelera al igual que el progreso científico; cuanto más protoplasma haya disponible para la modificación, antes aparecerá la modificación. En treinta mil planetas ya me dirás si hay protoplasma.

Cyro guardó silencio. Con un doloroso suspiro advirtió Gerund que ella no le había preguntado su opinión personal acerca del libro de Pamlira y ello habría sido lo lógico puesto que había dicho haberlo leído. Sin duda consideraba que su opinión de ecólogo industrial no valía la pena y rehusaba preguntarle nada por convencionalismo.

Por último dijo la mujer:

—Sea lo que fuere esa nueva especie superconsciente, el hombre le dará pocas oportunidades para manifestar su supremacía: ni siquiera para sobrevivir. Será eliminada antes que tenga ocasión de multiplicarse. A fin de cuentas, es absurdo esperar que seamos hospitalarios con los usurpadores que vienen a arrojarnos de nuestro confortable lugar en el cosmos.

—Pamlira dice —continuó Gerund— que la evolución se ocupará de que el hombre se aparte del camino. La nueva especie dispondrá de cierto tipo de defensa, tal vezun arma, que la hará invulnerable contra la especie a la que ha de reemplazar.

—¡Cómo! —exclamó la mujer con indignación, como si su marido hubiera soltado alguna estupidez—. La evolución es un proceso completamente neutral, ciego.

—Eso es lo que lamenta Pamlira —dijo Gerund. Pudo ver que su mujer consideraba superficial su observación. Así era; había sido designado para cubrir su incertidumbre sobre lo que Pamlira había dicho respecto a ese punto. Para-evolución era de lectura difícil; Gerund la había leído a duras penas, pero sólo con el interés puesto en Cyro, porque sabía que la materia le interesaría a ella.

«Perfecto, pensó, ella entendería el libro: yo no. ¿Por qué tiene que molestarme esto? Ella no me entiende a mí.»

La para-evolución y sus trastornos adyacentes se alejaron rápidamente de sus cabezas. Jeffy apareció por la puerta que dividía la sala de control de la cabina, mientras el avión, conectado el autopiloto, sobrevolaba el Sara.

—Hay una llamada pidiendo un médico —dijo, pronunciando las palabras una a una—. Procede el subpuerto de Cabo Verde, casi ahí enfrente. Tienen que conseguir urgentemente un hombre que vaya allí. —Mientras hablaba, miraba implorante a Cyro.

—Por supuesto que recojo la llamada —dijo ella, levantándose y penetrando en la sala de control.

La llamada estaba siendo emitida nuevamente y ella alcanzó la radio. Escuchó cuidadosamente y luego respondió.

—Gracias, doctora Gyres —dijo con alivio el operador de Cabo Verde—. Aguardamos su llegada. Corto.

Se encontraban a unas seiscientas millas de las islas Cabo Verde; casi habían doblado ya esa distancia desde que partieran de Barbe Barber. Mientras Cyro apartaba la radio, el mar Lánico apareció delante. Sobre esta desolada prolongación de la costa del continente, la más triste bajo el resplandeciente sol de Yinnisfar, el desierto se alargaba justo hasta el borde del agua: o, por decirlo de manera coloquial, la playa se prolongaba desde aquel lugar hasta Barbe Barber. Pasaron como un rayo por encima de la línea que dividía mar y tierra y tomaron rumbo WSW. Casi al instante, las nubes formaron una especie desuelo bajo ellos, alejándoles de la vista el globo rotante.

En diez minutos, comprobando sus instrumentos, Jeffy enfiló hacia abajo traspasando los reptantes nimbo-estratos y yendo al encuentro de las catorce islas del archipiélago Cabo Verde que se abría frente a ellos.

—Un cálculo perfecto —dijo Gerund. Jeffy manejaba la pensante caja metálica como un niño precoz conjurando a Britziparbtu en un cello-órgano; poseía una extraordinaria habilidad con las máquinas.

El aeroplano sobrepasó el puerto que rodeaba Satago y se dirigió hacia el mar y luego cayó en picado. Las aguas grises salieron a su encuentro como un sonoro beso dado en la mejilla, los envolvió, los engulló, y la manecilla del altímetro sobre el panel de instrumentos, pasando más allá del «Cero», se puso a marcar brazas en vez de pies.

Nuevamente, Jeffy puso la radio en contacto con el subpuerto. A las diez brazas, unas señales luminosas les indicaron el camino hacia la ciudad sumergida. Por último apareció ante ellos un hangar de amplia boca suspendido en torno a un golfo a cien brazas de profundidad. Penetraron y las compuertas se cerraron tras ellos. Unas válvulas poderosas se pusieron instantáneamente a absorber el agua del hangar, sustituyéndola por aire.

Ya con una composición mental de lo que iba a suceder, Cyro salió del avión antes que el muelle, mediante uso del vacío, acabara de recoger todos los peces atrapados y dejara seco el piso. Gerund y Jeffy intentaron seguirla lo mejor que pudieron.

Fuera del hangar, dos oficiales portuarios saludaron a Cyro.

—Le agradecemos que haya acudido tan rápidamente, doctora Gyres —dijo uno de ellos—. Probablemente le fue explicado por radio los detalles del caso. Se trata del ingeniero jefe del pesquero infracuático Bartlemeo

Mientras explicaba los datos pertinentes, el oficial condujo a Cyro, Gerund y Jeffy a un vehículo pequeño y abierto. El otro oficial se puso ante los mandos y el vehículo salió disparado a lo largo del extraño rompeolas donde, pese a toda la barahúnda relacionada con un puerto, no se veía agua alguna.

Durante años, la especie humana había contemplado los mares como un camino peligroso y un lugar adecuado para la instalación de criaderos de pescados; con el paso del tiempo, la conquista se había extendido hasta los océanos y los nuevos predios habían logrado recibir el mismo cuidado que la tierra; en lugar de pescaderías, ahora se veían en ellos lugares de cultivo. A medida que el trabajo de las estepas de las profundidades requería más y más personal, iban edificándose subpuertos y ciudades subacuáticas que dependían de sus contrapartidas en tierra firme.

El subpuerto de Cabo Verde, a causa de su favorecida posición en el Lánico y de su proximidad a Pequeña Unión, era la segunda de las más populosas ciudades de Yinnisfar y había sido uno de los primeros puertos infracuáticos. El lugar de la ciudad en que ahora permanecía detenido el vehículo abierto tenía más de diez siglos de antigüedad. El hospital al que se había encaminado presentaba una fachada a punto de derrumbarse.

El interior presentaba el aspecto monástico de cualquier hospital. A partir de un claustro había varias puertas que daban a una sala de espera con una primitiva cocina, una cabina de radio y pequeñas celdas; en una de éstas yacía Je Regard, ingeniero jefe del Bartlemeo, con una dosis de intensa radiación en los riñones.

Un viejo esclavo, encorvado y con barba gris, se presentó a sí mismo como Laslo; estaba de servicio: aparte de él y el enfermo, el lugar, saturado de olor a moho, estaba vacío.

—Bien, vea lo que puede hacer por el pobre hombre, doctora —dijo uno de los oficiales, estrechando la elegante mano de Cyro al tiempo que se disponía a marcharse—. Espero que nos llame pronto el capitán del Bartlemeo. Mientras tanto, la dejaremos tranquila.

—Gracias —dijo Cyro, un tanto mecánicamente, con la atención ya alejada de los que la rodeaban. Se volvió, entró en la celda del enfermo y cerró la puerta tras ella.

Una vez ella se hubo encerrado y se hubieron alejado los oficiales en su vehículo, Gerund y Jeffy quedaron en el claustro del vestíbulo sin saber qué hacer. Jeffy vagó hasta la arcada y desde allí contempló la calle. De vez en cuando, un esclavo o una esclava pasaban sin mirar a derecha ni a izquierda. El color opaco de los edificios, esculpidos en su mayoría en la roca, les daba el aspecto de estar habitados por muertos.

Jeffy cruzó sus largos brazos en torno a su tórax.

—Quiero irme a casa —dijo—. Hace frío aquí.

Una gota de humedad cayó del techo rozando su mejilla.

—Hace frío y está húmedo —añadió. El guarda de barba gris lo observó con mirada sardónica sin abrir la boca. Durante un buen rato nadie pronunció palabra. Aguardaban casi sin pensar en nada, el nivel de su conciencia estaba tan menguado como las luces del exterior.

Nada más entrar en la celda, Cyro Gyres se dirigió a la tarima en la que estaba el enfermo.

Regard era un tipo pesado. Bajo una única sábana, su vasta armazón subía y bajaba con el esfuerzo de la respiración. El rostro sin afeitar, los cañones de la barba le crecían a lo largo de tres grandes y pálidas papadas. Inmóvil junto a él, Cyro se sintió como Mahoma al no tener más remedio que ir a la montaña.

El que esta montaña estuviera inconsciente hacía más fácil la tarea de Cyro. Colocó su brazo desnudo sobre el brazo desnudo de Regard y cerró los ojos. Relajó los músculos y disminuyó la velocidad de la respiración. Con eficiencia, Cyro redujo el número de palpitaciones de su corazón y se concentró en aquel pulso vital hasta que fue alzándose y creciendo y ella pudo sumergirse en él.

Estaba hundiéndose en una bruma de rojo mate, una bruma sin forma, una bruma que se extendía de polo a polo. Pero gradualmente, como espejismo formándose en la distancia, a través de la bruma aparecieron estrías. A medida que su centro perspectivo iba hundiéndose, se ampliaba su horizonte; las islas de la sangre se desplazaron para salirle al encuentro. Las islas se movían con el hábito clerical de los buitres, expandiéndose, cambiando de dirección, acelerando la marcha, refundiéndose, y, pese a ello, la mujer se desplegaba entre ellas. Pese a que se estaba moviendo, todo sentido de dirección era confuso y dispar. Las dimensiones no emitían ningún sentido de arriba ni de abajo; hasta lo cercano y lo lejano devenían confusos a la mirada que no era mirada.

No sólo había perdido la noción de la mirada. Salvo la voluntad, todas las demás facultades le habían sido despojadas al sumergirse en el mundo somático de su propio universo corporal, como hombre que se despoja de sus vestiduras antes de introducirse en las aguas de un río. No podía pensar, ni recordar, ni saborear, ni tocar, ni dirigirse, ni comunicarse, ni emprender nada; sin embargo, una sombra de todas estas cosas quedaba en ella; como la larva de libélula, al destacar sus ínfimas espinas del limo, arrastra una vaga imagen de la criatura que será más tarde, así poseía Cyro cierto recuerdo del individuo que había sido. Y este pálido recuerdo permanecía en ella gracias a los años de entrenamiento que había obtenido de la Meditación Médica en Barbe Barber, pues de lo contrario se habría sentido perdida en la trampa más terrible de todas: el universo del cuerpo propio.

Casi sin desearlo, se dejaba arrastrar por la corriente sanguínea. Nadaba ésta (¿o volaba? ¿o reptaba?) a través de un laberinto sin fin, desbordaba la cima de los árboles y se espesaba como melaza habitada por peces, foxinos, caballas, mazas y mantas. Se estaba arrastrando (¿trepando? ¿derivando?) por un desfiladero de vidrio, cuyos muros brillaban con mayor intensidad que el fuego terráqueo. Y así prosiguió hasta aproximarse a un acantilado.

El acantilado dominaba el universo, era elevado como el tiempo, insustancial como la muselina, y aparecía perforado por agujeros, a través de cuyas bocas entraban y salían criaturas fantásticas. Se encaminó hacia el acantilado casi sin oponer resistencia, igual que el plancton es absorbido por la esponja. Ya había atravesado el vestíbulo de la conciencia, la psique de la mujer había pasado el brazo de Je Regard, al soma del enfermo.

Lo que rodeaba a la mujer era tan extraño, tan ajeno, tan familiar como lo fuera antes. En este nivel celular no podía haber diferencia entre el cuerpo masculino y el femenino. Y, sin embargo, la había. Desde las boscosidades de la carne del enfermo, unos ojos extraños y siempre invisibles la observaban y una contemplación silenciosa y malévola seguía el curso que ella había recorrido; pues ella era un intruso aventurándose en el interior de un cuerpo ajeno diseñado especialmente para no manifestar la menor misericordia para con los intrusos. Pequeñas viscosidades de muerte se removían a su paso y sólo la seguridad de su camino mantenía las defensas en alto.

Mientras avanzaba, la rodeaban corpúsculos como estrellas e hízose más intensa la actividad del entorno. Nadaba a favor de una densa corriente, deslizándose bajo arcos, por entre ramificaciones y marañas de hierbajos, a través de redes, y el camino que se abría ante ella aumentaba su oscuridad y su parálisis; sin embargo, la aún inequívoca dirección proseguía hacia delante, pese a la creciente dificultad con que dejaban paso los seres medio vivos que la rodeaban entre crudos y azules estallidos de dolor.

Se encontraba ya cerca de los infectados riñones.

Lo único que la conducía ahora era la austera disciplina de la Meditación Médica. La atmósfera era espesa y tan repelente como el revolcarse en una cloaca. Pero la medicina había descubierto hacía tiempo las facultades autoterapéuticas que existían en un cuerpo; el hiper-yo y los yogas en que estaba fundamentada habían señalado el camino que liberaba esos poderes. Hoy en día, con la psique de un miembro de la Orden de Medicina para espolearlos, el cuerpo de cualquier paciente podía regenerarse a sí mismo: y construir un nuevo miembro, un nuevo pulmón, un nuevo hígado. Los médicos, nuevos escafandristas de la piel, se sumergían para poner en orden las fuerzas marciales de la anatomía y lanzarlas contra los invasores.

Cyro apelaba ahora a esas fuerzas. En torno a ella, estrato tras estrato, las células del cuerpo invadido, con sus treinta mil genes cada una, permanecían en silencio y al parecer desoladas. Pero entonces, poco a poco, ante la persistente llamada de congregación, pese a la inicial resistencia, los refuerzos le fueron llegando como las ratas añoran con lentitud a la superficie de las ciudades en ruinas. El enemigo estaba delante; ella puso en marcha las fuerzas, la condujo hacia el horizonte habitado por la tiniebla y se puso al frente. Lenta pero eficiente, las iba ganando para su causa, iluminando la cloaca con sus fuegos interiores.

Se adelantaron unos seres, como murciélagos pequeños y ofensivos, que brotaron de las entrañas de la oscuridad y fueron detenidos, fueron devorados. Entonces, el enemigo lanzó contra ellos el grueso de sus fuerzas. El enfermo golpeó con la violencia de una puerta que se cierra con furia.

¡Era uno, era un millón!

No era nada conocido por los libros de texto, ignorado, ignorable.

Luchó con reglas y poderes contenidos únicamente en su interior.

Fue monstruoso, bestial, oculto; una codicia con colmillos de cobra, un horror retorcido, nuevamente acuartelado. Era tan anonadador que a duras penas podía Cyro sentir el miedo: la pujanza de lo desconocido puede aniquilarlo todo salvo nuestra calma interior. La voluntad femenina sólo tenía noción de que una azarosa partícula radiactiva había tropezado y se había enterrado en un gen escogido al azar, produciendo —con un feroz desafío a las leyes de la casualidad— una célula anómala, una célula mutante con apetitos desconocidos; ninguna cosa en su entrenamiento la había preparado para la comprensión de apetitos tan desconocidos.

Tales apetitos habían permanecido dormidos hasta que ella se acercó. Ella los había zarandeado, los había despertado. Había extendido el hálito de su conciencia sobre ellos y, de golpe, la célula se había visto inundada con su propia lucidez. Y su lucidez consistía en el deseo de conquista.

Pudo ver, y sentir, y oír, y experimentar cómo se desplazaba a través de las células como un maníaco que recorre habitaciones vacías, una tras otra, y cómo las inundaba con su hálito de rebelión. Las fuerzas salutíferas que la rodeaban se detuvieron y retrocedieron con miedo, quedando a merced de un viento que las mantenía inválidas. También Cyro retrocedió buscando escape. Su propio cuerpo era su único refugio, si es que lograba llegar hasta él.

Pero los torrentes con garras brotaron de la oscuridad y la envolvieron. Abrió ella sus mandíbulas a los dentados extremos y luchó por gritar; de súbito, su boca se vio llena de esponja, de la que rápidamente brotaron pequeñas criaturas que se esparcieron con ciega velocidad por todo su ser, triunfalmente…

Gerund y Jeffy estaban fumando, sentados en un banco, bajo la mirada del esclavo de barba gris, Laslo. Junto a ellos había cubiletes vacíos; Jeffy había preparado bebida caliente en la cocina. Permanecían intranquilos, aguardando a que Cyro reapareciese y su intranquilidad aumentaba a medida que el tiempo pasaba.

—Nunca he visto que tardara tanto —dijo Gerund—. Cinco minutos es cuanto suele necesitar. Tan pronto ha organizado las fuerzas de recuperación, regresa.

—El ingeniero… parecía muy enfermo —dijo Jeffy.

—Sí, pero es igual… Cinco minutos más, e iré a ver qué pasa.

—Eso no está permitido —declaró el de barba gris; era casi la primera vez que abría la boca. Lo que dijo no era sino la verdad. Las reglas que operaban sobre médicos y pacientes eran muy estrictas; no podían ser visitados juntos salvo por otro médico. Gerund conocía esta norma; ciertamente, se resistía a ver a su mujer en trance, máxime sabiendo que la visita sólo serviría para aumentar el comedimiento que sabía existía entre ambos. De todos modos, Cyro ya hacía media hora que permanecía en aquella habitación; había que hacer algo.

Permaneció sentado dos minutos antes de levantarse y encaminarse hacia la puerta de la celda. Laslo se levantó también, gritando con rabia. Pero al ir a detenerlo, Jeffy le bloqueó el camino.

—Quédese sentado o le romperé la nariz —dijo Jeffy sin manifestar ninguna emoción—. Soy muy fuerte y no tengo nada mejor que hacer.

El viejo, lanzando una mirada a la cara de Jeffy, retrocedió obediente y se sentó. Gerund asintió a su sirviente, abrió la puerta de la celda y se deslizó dentro.

Una rápida mirada le hizo comprender que algo iba mal allí: muy mal. Su mujer y el gordo ingeniero yacían juntos sobre una tarima, los brazos en contacto. Sus ojos estaban abiertos y abultados fríamente como los ojos de un bacalao encima de una tabla, sin contener ninguna clase de vida. Pero sus cuerpos estaban vivos. Con bastante frecuencia, sus armazones vibraban, se hinchaban y deshinchaban de nuevo. El talón derecho de Cyro golpeaba levemente contra la tarima, produciendo un tap-tap sin sentido sobre los pies del lecho de madera. Su piel se estaba cubriendo gradualmente de un tinte carmesí, como invadida por alguna materia colorante; parecía, pensó Gerund, como si cada jirón de su carne se hubiese reducido a pulpa. Durante un rato permaneció allí, clavado por el horror y el miedo, incapaz de componer su juicio y decidir qué hacer.

Una gran cucaracha subía por la pata de la cama. Estaba a seis pulgadas del pie de Je Regard que sobresalía desnudo de la sábana. En tanto avanzaba la cucaracha, una sección de la planta del pie creció repentinamente en forma de tallo, un objeto delicado como hoja de hierba; el tallo se adelantó tan veloz como una lengua y atrapó a la cucaracha que agitó sus patas. Gerund resbaló hasta el suelo presa de un desmayo.

La carne tendida sobre el lecho estaba cambiando ahora con mayor rapidez. Se había organizado a sí misma. Se deslizaba y alteraba su forma o fluía sobre sí con ruidos húmedos. La cucaracha fue absorbida. Luego, comprimiéndose, la masa tomó una forma humana: la de Cyro. Rostro, cuerpo, color de pelo, ojos: todo coincidió con las facciones de Cyro y todos los gajos de carne se comprimieron en la figuración. Mientras se formaba la postrera uña, Gerund recuperó el conocimiento y se incorporó.

Quedó sorprendido al mirar lo que ocupaba la celda.

Le parecía haber estado inconsciente apenas un segundo, y, no obstante, el enfermo había desaparecido. Por lo menos, Cyro parecía encontrarse mejor. Le estaba sonriendo. Tal vez, a fin de cuentas, la ansiedad que lo poseyera le había producido alguna clase de ilusión óptica al entrar en la celda; quizá todo estaba a la perfección. Pero, al mirar más de cerca a Cyro, desapareció la reciente sensación de seguridad.

Algo había ocurrido. ¡Era siniestro! La persona ubicada sobre el lecho era Cyro. Y, sin embargo —y sin embargo—, cada línea del rostro, cada trazo sutil que tanto amaba Gerund, había sufrido una transmutación indefinible. Hasta la textura de la carne había cambiado. Advirtió que sus dedos habían crecido. El todo era excesivamente grueso y alto para ser Cyro, echada sobre la cama, intentando sonreírle.

Gerund permaneció en pie, resistiendo los repetidos embates del desmayo que nuevamente le asaltaban. Se aproximó a la puerta. Pudo haber corrido, haber llamado a Jeffy, tal como su instinto le ordenaba.

En cambio, se hizo dueño de su instinto. Cyro estaba en apuros, en un gran peligro. Era ésta la oportunidad de Gerund, posiblemente su oportunidad postrera para demostrar el afecto que sentía por ella; si la dejaba pasar, no tendría ninguna otra: al menos así se dijo a sí mismo, pues Gerund no podía creer que la frigidez de Cyro descansase en otra cosa que en una desconfianza en su integridad.

Haciendo caso omiso del mismo, volvió al lugar que ocupara antes.

—Cyro, Cyro, ¿qué anda mal? —preguntó—. ¿Qué puedo hacer? Dime qué puedo hacer para ayudarte. Haré lo que sea.

La criatura que ocupaba el lecho abrió la boca.

—Me repondré en un minuto —dijo con voz ronca. Las palabras no coincidieron del todo con el movimiento de los labios.

Con un esfuerzo, se puso en pie. Era una criatura corpulenta y sobrepasaba los siete pies de estatura. Gerund la miró como hipnotizado, pero se las arregló para no echar a correr.

—Es mi mujer —se dijo—; sólo mi mujer y nada más.

Pero cuando la criatura echó a andar hacia él, los nervios del hombre estallaron. El aspecto de aquel rostro era demasiado terrible… Se volvió, aunque demasiado tarde para escapar. La criatura extendió los brazos y lo alcanzó casi como quien juega.

En el vestíbulo, el aburrimiento de Jeffy iba en aumento. Pese a todo el afecto que pudiera sentir hacia su amo, encontraba que la vida de un esclavo estaba llena de tedio. Bajo la mirada de pescado del viejo guarda, se tendió a lo largo del banco y se dispuso a descabezar un sueñecito; Gerund no tardaría en llamarlo.

Un timbre sonó en la cabina de radio.

Lanzando una última mirada de sospecha sobre Jeffy, el viejo fue a atender la llamada, Jeffy no se movió. Al cabo de un minuto, ruidos de lucha y forcejeo le hicieron abrir un ojo. Una forma monstruosa, cuyos detalles se perdían a la débil luz que imperaba, se arrastraba sobre ocho o diez patas en dirección a la puerta y se perdió en la calle. Jeffy se puso en pie al instante, sacudida su piel por una oleada de horror frío. Corrió hacia la celda del enfermo, relacionando instintivamente al monstruo con cualquier amenaza sobre aquellos a quienes servía.

La celda estaba vacía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó una voz a su espalda; el de barba gris había seguido el ruido de pasos de Jeffy. Miró más allá del cuerpo de Jeffy. Nada más ver que la celda estaba vacía, sacó un silbato y comenzó a soplarlo salvajemente.

Juez: Ofrece usted como explicación de la desaparición de su amo y de su ama la posibilidad de que puedan haber sido… devorados por ese monstruo que usted afirma haber visto, ¿no es así?

Jeffy: No afirmo tal cosa, señor. Ignoro dónde puedan haberse ido. Sólo digo que vi salir aquel ser del hospital y que por entonces ellos habían desaparecido.

Juez: Ya ha oído que nadie más en el subpuerto ha visto semejante monstruo. Ha escuchado la declaración de Laslo, el guarda del hospital, en la que afirma no haber visto a ese monstruo. ¿Por qué persiste, pues, en esa historia?

Jeffy: Yo sólo puedo decir lo que ocurrió, ¿no le parece?

Juez: Lo que usted supone que ocurrió.

Jeffy: Es que fue eso lo que ocurrió. ¡Estoy diciendo la verdad! No tengo secretos, no tengo nada que ocultar. Apreciaba a mi amo. Por nada en el mundo me habría deshecho de él… ni de mi ama.

Juez: Otros siervos sometidos a esclavitud han expresado sentimientos semejantes en ocasiones parecidas, una vez muertos sus amos. Si es usted inocente de lo que se le acusa, ¿por qué intentó escapar cuando Laslo tocó el silbato para que acudiera la policía?

Jeffy: Estaba desconcertado, señor, ¿no lo entiende? Estaba asustado. Había visto ese… ser, y luego había visto la celda vacía, y entonces ese viejo grosero se puso a soplar su silbato en mi oreja. Yo… lo hice sin pensar.

Juez: Sí, sí. No se revela usted como hombre muy responsable. Ya hemos oído el informe del testigo Laslo sobre la manera en que usted lo amenazó violentamente nada más llegar al hospital.

Jeffy: Y usted me ha oído explicar por qué hice aquello, señor.

Juez: Espero que se dará cuenta de la seria situación en que se encuentra. Es usted un hombre sencillo, de manera que se lo diré con sencillez: según la ley mundial, está usted acusado del doble crimen de su amo y de su ama, y, hasta que sus cadáveres sean recuperados o nuevas evidencias salgan a la luz, permanecerá usted en prisión.

Había dos formas de ascender desde el subpuerto hasta la superficie del Lánico. Una era seguir la ruta del mar, por medio del Bartlemeo y el avión en que los Gyres habían llegado. La otra era una ruta terrestre. Un funicular subterráneo recorría tres mil pies de túnel rocoso desde la ciudad sumergida hasta la estación de Praia, capital de la isla de Satago. Por esta ruta fue conducido Jeffy a la prisión.

La ventana de la celda de Jeffy daba a un polvoriento patio protegido por un baobab y le permitía cierto atisbo del mar. Le aliviaba encontrarse de nuevo sobre el nivel del mar, pese a la nubosa atmósfera que se hacía particularmente opresiva tras haber frecuentado los fríos aires del subpuerto: Jeffy sudaba todo el tiempo. Atosigado por el calor, pasaba casi todo el día tumbado en el jergón. Otros convictos eran sacados al patio para realizar ejercicios y hablaban bajo su ventana en la lingua crioula local, pero Jeffy no entendía una palabra de ella.

Hacia el anochecer de su segundo día de confinamiento, se encontraba en su lugar habitual cuando se levanto el viento. Soplaba tórridamente por toda la prisión y no parecía amainar. Las densas nubes se estaban desperdigando y mostraban el azul del cielo por vez primera después de varios días. El carcelero jefe, un tipo carinegro con inmensos bigotes, salió al patio, olfateó el aire, lo aprobó y se dirigió hacia un banco de piedra que había bajo el baobab. Lo limpió cuidadosamente con su pañuelo, se tumbó y se relajó.

Algo se movió sobre el muro que había detrás del carcelero. Algo parecido a un pitón se desenroscó y se introdujo en el patio. Parecía reptar por el muro como una mancha que se extiende, pero dada la espesura del follaje del baobab se hacía difícil ver lo que estaba ocurriendo. Ahora, Jeffy tenía la impresión de que por el muro se desplegaba una cortina de caucho remachada con joyas y estrellas de mar. Tocó tras el carcelero.

Fuera lo que fuere, aquel ser alzó una especie de látigo dispuesto a golpear el rostro del carcelero. Entonces, el resto del volumen del ser se desparramó sobre el cuerpo del hombre, amortiguando sus forcejeos y cubriéndolo como una capa. Jeffy gritó con furia, pero nadie le contestó, a nadie le importó; la mayor parte del personal se encontraba junto al mar, entretenido por las muchachas.

Cuando el ser se apartó del carcelero jefe, sobre el banco sólo quedaba un cuerpo flexible y desinflado El viento tórrido jugueteó con los bigotes. El ser despuntó dedos y cogió con pericia el juego de llaves que colgaba del cinturón del muerto. Se destacó un segmento de la protuberancia mayor, la cual quedó en las sombras en tanto el segmento se desplazaba por el patio portando las llaves. Parecía un escabel animado.

—¡Dios mío! —exclamó Jeffy—. ¡Viene hacia aquí!

Mientras retrocedía hasta la puerta de la celda, la criatura, de un salto, apareció por entre los barrotes y arrojó las llaves al interior de la celda. A continuación saltó la criatura.

Poco a poco, el ser acortaba las distancias, mientras tomaba forma ante la petrificada mirada de Jeffy y se convertía en… Gerund o una intolerable réplica de éste.

Gerund extendió una mano y rozó a su siervo, casi como si estuviese experimentando.

—Todo va bien, Jeffy —dijo al cabo, pronunciando con esfuerzo evidente—. Nada tienes que temer. Nadie va a hacerte daño. Toma esas llaves, abre tu celda y condúceme hasta el gobernador de la prisión.

Pálido, tembloroso como una hoja de papel, Jeffy se las arregló para recomponerse y obedecer la orden. Las llaves tintinearon en su mano y las probó una por una hasta que dio con la que encajaba en la cerradura de su puerta. Como hombre magnetizado, echó a andar por el pasillo seguido muy de cerca por el pseudo-Gerund.

No había nadie a la vista. En cierto lugar, un carcelero dormía en una silla de respaldo móvil, los pies en alto, apoyados en el encalado muro. No se molestaron con él. Abrieron la gran puerta de barrotes que daba a una escalera privada y a la estancia del gobernador.

Unas puertas abiertas les mostraron el camino que conducía a una balconada desde la que se dominaba la bahía y los picachos centrales de la isla.

En la balconada, solitario como de costumbre, bebiendo vino como de costumbre, un hombre permanecía sentado en una silla de mimbre. Parecía empequeñecido y —¡sí, por Dios!— infinitamente cansado.

—¿Es usted el gobernador de la prisión? —preguntó Gerund, irrumpiendo en la estancia.

—Yo soy —dije.

Me miró durante largo rato. Pude apreciar entonces que no era (¿cómo decirlo?) un humano ordinario. Tenía apariencia de lo que era: una falsificación de un ser humano. Aun así, lo reconocí como Gerund Gyres por las fotografías que la policía había hecho circular.

—¿No tomarán asiento? —ofrecí—. Me cansa verles de pie.

Ni amo ni criado se movieron.

—¿Por qué ha… cómo ha liberado a su hombre? —pregunté.

—Lo he traído ante usted —dijo Gerund— para que usted pueda oír lo que tengo que decir y entienda que Jeffy es un buen siervo que jamás me ha hecho daño alguno. Quiero que sea puesto en libertad.

De modo que se trataba de una criatura razonable y capaz de sentir compasión. Humana o no, podía dirigirme a ella. ¡Tantos hombres con los que había tenido que tratar no disponían ni de razón ni de compasión!

—Le escucho —dije, escanciándome más vino—. Como puede ver, no tengo mucho que hacer. Escuchar puede incluso resultar más placentero que hablar.

Entonces, Gerund se puso a contarme todo lo que yo estoy plasmando aquí lo mejor que sé. Jeffy y yo escuchábamos en silencio; aunque el esclavo entendía poco, sin duda, yo capté lo bastante como para que se me helaran las tripas. Al fin y al cabo, ¿no tenía junto al codo un ejemplar de la obra de Pamlira sobre la Para-evolución?

En el silencio que siguió al final del relato, escuchamos la llamada al ángelus en un campanario de Praia; no me procuró ningún alivio, y el fuerte y tórrido viento dispersó sus notas. Sabía ya que estaba cerniéndose una oscuridad que ningún rezo iluminaría.

—Así pues —dije, aclarándome la voz—, como gobernador, lo primero que debo tomar en cuenta es que usted, Gerund Gyres, si así debo llamarlo, ha cometido un asesinato: por voluntad propia mató usted a mi carcelero jefe.

—Eso fue un error —dijo Gerund—. Debe usted advertir que soy un compuesto de Je Regard, Cyro Gyres y Gerund Gyres, por no mencionar los peces absorbidos en mi ascenso desde el subpuerto. Yo creía poder absorber cualquier humano. Ello no representaría la muerte; nosotros tres estamos vivos. Pero su carcelero rechazó la absorción. Lo mismo hizo Jeffy, cuando probé a tocarlo.

—¿A qué lo atribuye usted? —pregunté.

Sobre su rostro se extendió una sonrisa. Desvié la mirada.

—Aprendemos con rapidez —dijo—. No podemos absorber humanos que no son conscientes de sí como parte del proceso natural. Si viven la desfasada concepción del hombre como especie aparte, sus células son opuestas a las nuestras y la absorción no puede tener lugar.

—¿Quiere usted decir que ustedes sólo pueden… absorber hombres cultos? —pregunté.

—Exacto. Con los animales es diferente: su conciencia es sólo un proceso natural; no nos presenta ningún obstáculo.

Creo que fue entonces cuando Jeffy saltó la baranda del balcón y se dejó caer sobre los matorrales que abajo crecían. Se levantó indemne y pudimos ver cómo evitaba la carretera mientras se alejaba. Ninguno de nosotros pronunció palabras; yo esperaba que hubiera ido en busca de ayuda, pero, si Gerund pensó lo mismo no lo manifestó.

—En conjunto, creo no haber entendido lo que me ha dicho —dije, intentando ganar tiempo; no creo que mi intención fuera muy firme en aquel momento; para decir verdad, me sentía tan enfermo que la prisión entera parecía dar vueltas a mi alrededor. El colosal pseudo-hombre me daba más miedo de lo que jamás hubiera creído. Aunque no temo ni a vivos ni a muertos, ante aquel medio-vivo me recorría un escalofrío de horror.

—No entiendo lo de absorber sólo gente culta —dije, casi al azar.

Esta vez no se molestó en abrir la boca para responder.

—La cultura implica un más alto entendimiento. Hoy en día no hay sino una forma de materializar ese entendimiento: Galingua. Yo sólo puedo liberar las células de aquellos que son capaces de utilizar esta herramienta semántica, de aquellos cuya cadena bioquímica total ha devenido ya maleable a través de ese idioma. El accidente que sufrió Je Regard revela facultades ya latentes en toda persona galingua-parlante que se encuentre en la galaxia. Aquí y ahora, en Yinnisfar se ha dado un gigantesco paso adelante: inesperado, no obstante el clímax inevitable ubicado en galingua.

—Así pues —dije, sintiéndome mejor a medida que iba entendiendo—, ¿es usted el siguiente paso evolucionario, que predijo Pamlira en Para-evolución?

—A grosso modo, sí —dijo—. Tengo plena conciencia de lo que dijo Pamlira. Todas mis células poseen ese don; sin embargo, me mantengo independiente en la fijación de forma, esa ruina de diversas criaturas multicelulares que antes fui.

Sacudí la cabeza.

—No me parece usted un avance, sino una regresión —le dije—. El hombre es, a fin de cuentas, una compleja colmena genética; usted afirma que puede transformarse en conjunto de células simples, pero las células simples constituyen una forma de vida muy primitiva.

—Todas mis células son conscientes —dijo con énfasis—. Ahí radica la diferencia. Los genes se convierten en células, y las células en la colmena genética llamada hombre, a fin de desarrollar sus potencialidades, no las del hombre. La idea de que el hombre es capaz de sufrir desarrollo era un concepto puramente antropomórfico. Las células han acabado ahora con esa forma llamada hombre; han agotado sus posibilidades y se encaminan hacia algo distinto.

Esto no parecía tener réplica, de manera que me quedé tranquilo, sorbiendo mi bebida y contemplando el avance de las sombras que, procedentes de las montañas, iban ganando el mar. Aún sentía frío, pero ya no temblaba.

—¿No tiene nada más que preguntarme? —inquirió Gerund, casi con desconcierto. Difícilmente podría esperarse ver desconcertado a un monstruo.

—Sí —dije—. Sólo una cosa. ¿Es usted feliz?

El silencio, como las sombras, se extendió hacia el horizonte.

—Quiero decir —me expliqué— que si tuviera en mi mano la modelación de una nueva especie, haría lo posible por que fuera más susceptible de felicidad que el hombre. Extrañas criaturas que somos, nuestros momentos mejores se dan cuando estamos luchando por algo; cuando el objetivo se lleva a cabo, quedamos de nuevo intranquilos. Poseemos un descontento propio de dioses, pero el contento propio de dioses sólo sobreviene a las bestias del campo que se revuelcan con pereza en la hierba. Cuanto más inteligente es un hombre, más propenso es a la duda; coloquialmente, cuanto más loco está, más propenso se encuentra a sentirse a gusto con lo que le ha tocado en suerte. Así pues, le pregunto si usted, nueva especie, es feliz.

—Sí —dijo Gerund—. Y, sin embargo, sólo soy tres personas: Regard, Cyro, Gerund. Los dos últimos han luchado durante años por la plena integración, como ocurre con todas las parejas humanas, y ahora la han hallado; una integración más completa que cualquier otra antes soñada. Lo que los humanos buscan instintivamente, lo poseemos nosotros instintivamente; somos la completación de una tendencia. Jamás seremos nada sino felices, no importa, cuánta gente absorbamos.

Manteniendo firme mi voz, dije:

—En ese caso, haría usted bien si empezara a absorberme, ya que ésa debe ser su intención.

—Con el tiempo, todas las células humanas estarán bajo el nuevo régimen —dijo Gerund—. Pero antes debe esparcirse la noticia de lo que está ocurriendo para que las personas estén más predispuestas a aceptarnos y allanar todavía más lo que Galingua ha allanado ya. Todo el mundo debe saber para que podamos llevar a cabo el proceso de absorción. Ése es nuestro deber. Es usted un hombre civilizado, gobernador; debe usted escribir a Pamlira explicándole lo que ha ocurrido. Pamlira se sentirá interesado.

Hizo una pausa. Tres vehículos ascendían por la carretera y enfilaron hacia la puerta mayor de la prisión. Jeffy, pues, había tenido el suficiente sentido común para ir en busca de ayuda.

—¿Y si suponemos que no me adhiero? —pregunté—. ¿Por qué iba yo a precipitar la extinción del hombre? ¿Y si suponemos que acudo al Consejo Galacfederado y cuento la verdad y resuelven volar esta isla entera a bombazos? No sería sino una orden sencilla, cuestión de segundos.

De súbito, nos encontramos rodeados de mariposas. En mi impaciente manoteo por alejarlas, derribé la botella de vino. El aire estaba saturado de miles de mariposas que nos envolvían como espeso papel, el cielo, casi oscuro, se había vuelto denso con los insectos. Ni los más irritados movimientos de la mano conseguían alejarlas.

—¿Qué es esto? —farfulló Gerund. Por primera vez lo vi actuando libre de cualquier formalismo, luchando por evitar las diminutas criaturas. De lo que había sido su oreja, exhaló algo que permaneció en el aire en torno a su cabeza. Sólo puedo decir que fue nauseabundo. Me costó un esfuerzo infinito no desmayarme.

—Como criatura tan consciente de la naturaleza —le dije—, debería regocijarse con este espectáculo. Son mariposas Damas Pintadas, volando a millares en plena emigración. Las tenemos aquí desde hace muchos años. El viento tórrido, que llamamos Marmitano, las arrastra desde el continente a través del océano en dirección al oeste.

Ya podía oír ruido de gente subiendo las escaleras. Ellos podrían negociar convenientemente con la criatura, cuyas razonables palabras contrastaban tanto con su apariencia irracional. Proseguí, hablando más alto, para que, a ser posible, fuera atrapado por sorpresa.

—No es fortuna equívoca la de las mariposas. Hay tantas, que no puede dudarse que han consumido la mayor parte de sus alimentos, pues de lo contrario se habrían evitado el ser arrastradas hasta aquí por el viento. Un ejemplo admirable de la naturaleza que se preserva a sí misma.

—¡Admirable! —hizo eco la criatura. Apenas podía verla entre tanta ala multicolor. La expedición de rescate estaba en la sala contigua. Irrumpieron en la nuestra con Jeffy en vanguardia y armas atómicas en mano.

—Ahí está —grite.

Pero no estaba allí. Regard-Cyro-Gerund había desaparecido. Mimetizándose en Dama Pintada, se había dividido en mil unidades y dejándose arrastrar por la brisa, a salvo, invencible, confundida entre la multitud de brillantes insectos.

Así vengo a lo que no es el fin sino el comienzo del relato. Ha pasado ya una década desde que ocurrieron los sucesos de las Islas Cabo Verde. ¿Qué es lo que hice? Bueno, yo no hice nada; ni escribí a Pamlira ni apelé al Consejo Galacfederado. Con esta maravillosa adaptabilidad de mi especie, me las arreglé en un par de días para convencerme de que «Gerund» no iba a lograr sus propósitos, o que de uno u otro modo él había malinterpretado el accidente de que fuera víctima. Y así, año tras año, oigo los informes sobre el desarrollo de esta raza humana que viene a menos, y entonces pienso: «Bueno, de cualquier manera se lo pasan bien», y me instalo en mi balcón, dejo que la brisa marina me azote el rostro y sigo bebiendo vino. En este clima y en este lugar, ninguna otra cosa debería esperarse de mí.

¿Y por qué tendría que preocuparme por algo en lo que nuca creí? Cuando la Naturaleza aprueba una ley, ésta no puede ser revocada; no hay escapatoria para sus prisioneros, y todos somos sus prisioneros. Así pues, me incorporo y tomo otro trago. Sólo hay una manera apropiada de convertirse en especie extinta: la dignidad.