Eventualmente, Israel fue declarado sano, y verdadero su relato. Así, los hombres de la Tierra penetraron en la galaxia que al final heredarían. Descubrieron, en el funcionamiento de aquel extraordinario código social llamado Guerra de Auto-Perpetuación, la estabilidad y el estímulo de lo que generaba los frutos de la paz. Y uno de los frutos más extraños resultó una paralengua ampliamente difundida: la Galingua.

INCENTIVO

Cuando los primeros lemines llegaron hasta él, el océano parecía respirar apaciblemente, como un niño dormido. En todo el ancho mar no se divisaba la menor traza de peligro. Sin embargo, los primeros lemines se detuvieron con cautela en el borde mismo de las aguas, mirando hacia alta mar como si les faltase decisión. Incontenible, la presión de la columna que marchaba tras ellos los empujaba a adentrarse en las suaves ondas de la superficie. Cuando sus patas se humedecieron, fue como si la resignación acogiera lo que estaba por suceder. Nadando con energía, los que componían la vanguardia de la columna se alejaron de la orilla. El resto de los lemines los siguió, dejando tan sólo fuera del agua la cabeza. Un observador humano habría dicho que nadaban con bravura; y sin poder evitarlo se habría preguntado: ¿hacia qué objetivo creían dirigirse los lemines? ¿En virtud de qué gran ilusión se habían decidido a arriesgar la vida?

El vehículo se deslizaba vía acuática abajo. Instalado a babor, Farro Westerby permanecía en la parte delantera de su hidrotaxi observando el horizonte e ignorando el tráfico que se desarrollaba junto a él. Sus dos compañeros Aislacionistas se mantenían aparte sin decir palabra. Los ojos de Farro estaban clavados en la estructura que se alzaba en la orilla izquierda. Cuando el hidrotaxi se aproximó al máximo a la estructura, Farro saltó a la orilla; mirando atrás con impaciencia, esperó a que uno de sus compañeros pagara el pasaje.

—Maravilloso, ¿no es cierto? —dijo el taxista, señalando con la cabeza el extraño edificio—. No me imagino levantando nada igual.

—No —dijo Farro apagadamente y púsose en camino delante de sus amigos.

Habían desembarcado en el sector de la capital llamado Isla Horby Clive. Ubicado en el centro gubernamental de Nueva Unión, gran parte había sido cedida hacía un año a los Galácticos. En tan breve tiempo, usando mano de obra terrícola, habían transformado el lugar. Seis de sus inmensos e irregulares edificios estaban ya terminados. El séptimo estaba construyéndose, dispuesto a convertirse en una nueva maravilla del mundo.

—Te esperaremos aquí, Farro —dijo uno de los otros dos, extendiendo formalmente la mano—. Buena suerte con el ministro Galáctico. Como único Aislacionista con extensos conocimientos de la lengua Galáctica, Galingua, representas la mejor oportunidad que tenemos para que la Tierra quede fuera de la Federación Multiplanetaria.

Mientras Farro le daba las gracias y aceptaba la mano amistosa, el otro hombre, un septuagenario con voz descolorida, apretó el brazo de aquél.

—La cosa está muy clara —dijo—. Estos alienígenas simulan ofrecernos la Federación por altruismo. La mayoría de la gente lo acepta porque cree ingenuamente que la Tierra tiene que ser una valiosa posesión en cualquier parte de la galaxia. Y bien puede ser, pero los Aislacionistas afirmamos que tiene que haber motivos ocultos para que nos abran los brazos de esa manera. Si en tu entrevista con el ministro Jandanagger alcanzas a vislumbrar algunos de esos motivos, habremos adelantado mucho.

—Gracias; creo que mi idea de la situación está ya bastante perfilada —dijo Farro cortante, y en el acto lamentó el tono de voz empleado. Pero los otros dos eran lo bastante sabios como para no permitirse el nerviosismo en época de agotamiento. Cuando los dejó para encaminarse hacia las construcciones Galácticas, sus rostros sólo manifestaban sinceras sonrisas de despedida.

Mientras Farro se abría paso por entre los corros de turistas que se pasaban allí todo el día observando, el desarrollo del nuevo edificio, escuchó, con interés y algo de contento, sus comentarios. La mayoría estaba discutiendo los anuncios públicos de la Federación.

—Creo que su sinceridad está demostrada por la forma que han tenido de llegar hasta nosotros. No es sino un gesto de amistad.

—Manifiesta el respeto que tienen a la Tierra.

—Ahora que podemos exportar mercancías por toda la galaxia sólo se puede imaginar el futuro de color de rosa. Se lo digo, vamos a dar el golpe.

—Lo que viene a demostrar que por muy avanzada que esté su raza no puede pasarse sin la conocida y vieja Tierra. ¡Cómo que no lo sabrán ya!

El séptimo edificio, que congregaba tan ociosos espectadores, estaba ya próximo a su terminación. Se erguía orgánicamente como una vasta planta, se combaba a partir de una gruesa matriz metálica y se prolongaba a lo largo de vigas curvas abarcándolas. Su color era un bermejo natural que parecía tomar sus tonos del cielo que lo cubría.

Agrupadas en torno a la base de esta extraordinaria estructura, había destilerías, pulverizadores, excavadoras y otras máquinas de función desconocida para Farro. Éstas proveían el material bruto con el que se rellenaba el edificio.

A un lado de estas siete excentricidades perfectamente diseñadas, se abría la pista espacial. También allí había otro pequeño misterio. Los gobiernos de la Tierra habían cedido —¡muy gustosamente cuando se olieron los precios que podían sonsacar a la Federación!— cinco centros semejantes al centro Horby Clive en varias partes del globo. Cada centro estaba siendo diseñado como un espaciopuerto y unidad de educación donde los terrícolas aprenderían las complejidades fonéticas de Galingua y también a comportarse como ciudadanos de una galaxia superpoblada.

Incluso como obra de los vastos recursos alienígenas era un proyecto formidable. De acuerdo con las últimas apreciaciones, al menos, había ocho mil Galácticos trabajando en la Tierra. Sin embargo, en la pista espacial había sólo un artefacto, un poliedro que no se parecía a nada, con símbolos arturianos en el casco. En pocas palabras, los Galácticos parecían poseer pocas naves espaciales.

Éste era un punto que le gustaría investigar, pensó Farro mientras contemplaba especulativamente las inertes señales luminosas que rodeaban el perímetro de la pista.

Las evitó y se alejó de la muchedumbre cuanto le fue posible, y se dirigió hacia la entrada de uno de los otros seis edificios Galácticos, de formas tan excéntricas como su hermano aún sin acabar. En el momento de entrar, un terrícola con librea gris oscuro se le acercó con deferencia.

—Tengo una cita con el ministro Galáctico Jandanagger Laterobinson —dijo Farro, pronunciando torpemente el nombre extraño—. Soy Farro Westerby, Delegado Especial de la Liga Aislacionista.

Nada más oír la frase «Liga Aislacionista», las maneras del interlocutor sufrieron un escalofrío. Afirmando los labios, condujo a Farro a un pequeño apartado lateral, cuyas puertas se cerraron al entrar éste. El apartado, equivalente Galáctico del montacargas terrestre, comenzó a desplazarse a través del edificio, marchando a lo largo de lo que Farro juzgó camino elíptico. Lo condujo hasta la sala de Jandanagger Laterobinson.

El ministro Galáctico se levantó y acogió a Farro con amistosa reserva; al segundo tuvo oportunidad de evaluar al oponente. Laterobinson era inconfundiblemente humanoide; podía, ciertamente, haber pasado por terrícola si no hubiera sido por la rareza de sus ojos ubicados a los lados del rostro y medio ocultos por la configuración peculiar de un pliegue de pellejo. Esta pequeña variación de facciones, no obstante, proporcionaba a Jandanagger lo que toda su raza parecía poseer: un aire de observación tensa y persistente.

—Ya conoce la razón de mi visita, señor ministro —dijo Farro una vez se hubo presentado. Hablaba competentemente en Galingua, la lengua que tan penosos meses de aprendizaje le había costado; en principio, las vastas variaciones formales respecto de cualquier idioma terrestre le habían confundido por entero.

—Resumiendo, usted representa un núcleo de gente que teme entrar en contacto con las otras razas de la galaxia, a diferencia, no obstante, de la gran mayoría de sus compatriotas terrestres —dijo Jandanagger con soltura. Expresada así, la idea parecía absurda.

—Preferiría afirmar que represento un núcleo de gente que ha calibrado a conciencia la situación presente, a diferencia, quizá, de lo que sus compatriotas han hecho.

—Puesto que sus propósitos me son ya conocidos a través del recién establecido Consejo Terrestre-Galáctico, ¿he de considerar que es su deseo que discutamos el asunto personalmente?

—En efecto.

Jandanagger volvió a sentarse e invitó a Farro a imitarlo.

—Mi papel en la Tierra es simplemente el de hablar y escuchar —dijo, no sin ironía—. De modo que puede hablar libremente.

—Ministro, represento al cinco por cien de la población de la Tierra. Si le parece un número pequeño, me gustaría señalarle que tal porcentaje incluye a la mayoría de los hombres eminentes de nuestro mundo. Nuestra posición es relativamente sencilla. La primera visita que realizaron ustedes a la Tierra se produjo hace un año, al final de la década de exilio de Israel; tras las investigaciones de rigor, ustedes decidieron que estábamos lo suficientemente avanzados como para convertirnos en miembros probados de la Federación Galáctica. De resultas, nos sobrevendrían ciertas ventajas y ciertas desventajas; aun cuando por ambas partes cosecharemos ventajas, las desventajas las sufriremos nosotros, todas ellas, lo que puede muy bien sernos fatal.

Haciendo una pausa, observó a Jandanagger, aunque nada sacó en limpio de su imperturbable expresión de atención amistosa. Prosiguió.

—Antes de pasar a las desventajas, desearía protestar contra lo que quizá le parecerá a usted un punto menor. Ustedes han insistido, su carta de privilegios insiste, en que este mundo será rebautizado arbitrariamente; dejará de llamarse Tierra para ser conocido como Yinnisfar. ¿Hay alguna razón digna de respeto por la que tenga que ser adoptado ese nombre extranjero?

El ministro sonrió ampliamente y se relajó, como si la pregunta le hubiera proporcionado la clave que necesitaba para captar al hombre que tenía frente a sí. Sobre el escritorio había un cuenco de golosinas de Nueva Unión; lo empujó hacia Farro y, éste lo rechazó; luego, él cogió un terrón azucarado que se llevó a la boca antes de replicar.

—Hay alrededor de trescientos planetas, según nuestros conocimientos, que tienen el nombre de Tierra —dijo—. Todos los nuevos aspirantes al título son automáticamente rebautizados. A partir de ahora ustedes son Yinnisfar. Creo que será más provechoso que discutamos las ventajas y desventajas de la federación, si es eso lo que desea discutir conmigo.

Farro suspiró con resignación.

—Muy bien —dijo.

—Comenzaremos por las ventajas que les reportará a ustedes. Poseerán aquí una base, un puerto y una sede administrativa adecuadas a una región del espacio que, al decir de ustedes, ya ha sido explorada y trabajada. También es posible que, cuando se hayan llevado a cabo los acuerdos entre nosotros, le sea concedida ayuda en la colonización de los nuevos mundos que ustedes esperen encontrar en esta región. Por nuestra parte, instalaremos una barata área manufacturera al servicio de ustedes. Produciremos plásticos, tejidos, alimentos y herramientas sencillas y les resultará más fácil comprárnoslos que transportarlos de sus distantes planetas. ¿Correcto hasta aquí?

»Como usted señala, señor Westerby, la Tierra ocupa una posición clave en el presente plan milenario de expansión de la Federación. Aunque hoy por hoy ustedes sólo puedan contemplarse como mundo fronterizo, al final de ese período podrán ser perfectamente un mundo clave. Al cabo de diez mil años… bueno, su gente confía plenamente; los pronósticos son buenos.

—En pocas palabras, tenemos promoción a la vista si nos comportamos como buenos chicos, ¿no es eso?

La nota ácida en la voz de Farro provocó una leve sonrisa en los labios de Jandanagger.

—Uno no se vuelve un chico listo en los primeros días de colegio.

—Permítame entonces enumerar las ventajas de que gozará la Tierra si entra en la Federación. En primer lugar, gozaremos de beneficios materiales: máquinas nuevas, juguetes nuevos, baratijas nuevas y algunas nuevas técnicas, como el sistema de construcción vibronuclear que ustedes poseen, que produce, si me permite decirlo, estructuras particularmente feas.

—El gusto de uno, señor Westerby, tiene que estar educado para apreciar cualquier concepción estética.

—Estupendo. Hay que contemplar lo asqueroso como normal. Sin embargo, esto nos lleva a las ventajas no materiales que conlleva la pertenencia a la Federación. Ustedes planean revolucionar nuestros sistemas de educación. De la escuela de enfermeras hasta la universidad ustedes nos inculcarán hábitos, materias y métodos ajenos a los nuestros. La Tierra será invadida, no por soldados, sino por educadores: que es la forma más segura de obtener una victoria incruenta.

Los anchos ojos, aunque inmóviles, observaron a Farro con calma, como si tras ellos se levantara una barricada.

—¿De qué otra forma podemos ayudarles para que se conviertan en ciudadanos de una civilización compleja? Para comenzar, es esencial que ustedes aprendan Galingua. La educación es una ciencia y un arte sobre la que ustedes aún no han comenzado a establecer reglas. La cuestión entera es enormemente complicada y exige bastante más que una explicación breve: y no puedo acometer esa explicación porque no soy un especialista en pedagogía; los especialistas llegarán aquí cuando mi trabajo haya sido realizado y las cartas de privilegio como miembros de la Federación hayan sido firmadas. Pero tomemos un punto simple. Sus niños van a la escuela, digamos, a partir de los cinco años de edad. Asisten a las clases junto con otros niños y para ello son apartados de sus casas; el aprendizaje se convierte entonces en una parte aislada de sus vidas, algo que se lleva a cabo a ciertas horas. Y lo primero que aprenden es a obedecer al maestro. Así, si su educación deviene un éxito es porque, salvo excepciones, han aprendido a obedecer y a perder el derecho a la independencia mental; y con toda probabilidad se convierten en enemigos del entorno familiar.

»Nuestros métodos son radicalmente diferentes. No permitimos que nuestros niños vayan a la escuela mientras no cumplen los diez años de edad: pero a esa edad, gracias a ciertos juguetes instructivos y otros ingenios con los que se habrán familiarizado durante estos años, poseerán, al menos, conocimientos equivalentes a los aprendidos por sus niños en sus prematuros años de escuela. Y no sólo poseerán conocimientos. También sentido de la conducta. Sentimientos. Entendimiento.

Farro se sintió en desventaja.

—Me siento como salvaje que escucha de boca de misionero la conveniencia de usar vestidos.

El otro hombre sonrió, se levantó y se acercó a Farro.

—Consuélese pensando que la analogía es falsa —dijo—. Ustedes están demandando los vestidos. Y cuando los lleven puestos, con toda seguridad, admirarán el corte.

Lo que, reflexionó Farro, los convertía a ambos en algo poco distante del salvaje y el misionero.

—No se muestre tan desconcertado, señor Westerby. Tiene usted perfecto derecho a sentirse disgustado ante la idea de que su planeta va a ser despersonalizado. Pero es algo que no pensamos hacer. Despersonalizados, se convertirían en nada, tanto para ustedes mismos como para nosotros. Y necesitamos mundos capaces de aportar su mejor contribución personal. Si tuviera a bien acompañarme, gustosamente le mostraría algo que quizá resulte un ejemplo mejor de cómo funciona la galaxia civilizada.

Farro se levantó. Le consoló el hecho de ser más alto que el ministro. Jandanagger se puso cortésmente a un lado, invitándolo a salir. Mientras caminaban por un pasillo silencioso, Farro tomó de nuevo la palabra.

—Creo que no me he explicado plenamente sobre las razones que me inducen a considerar que la Federación será un perjuicio para la Tierra. Nosotros estamos progresando a nuestro modo. Eventualmente, desarrollaremos nuestro propio método de viaje espacial, con lo que acabaremos igualándonos a ustedes.

—Los viajes espaciales, esto es, los viajes entre diferentes sistemas estelares, no son sólo cuestión de capacidad para construir naves estelares. Cualquier cultura post-nuclear puede hacerlo. El viaje espacial es un estado de espíritu. Todo viaje es siempre un infierno, y nunca se encuentra un planeta, por maravilloso que sea, que reúna las condiciones de aquel en el que uno nació. Se necesita un incentivo.

—¿Qué clase de incentivo?

—¿Tiene usted alguna idea?

—¿He de entender que no se refiere usted ni a comercio interestelar ni a conquistas?

—Correcto.

—Me temo que ignoro la clase de incentivo a que se refiere.

El ministro emitió algo parecido a una risa ahogada y dijo:

—Haré lo posible por mostrárselo. Pero iba usted a decirme por qué la federación será un perjuicio para la Tierra.

—No dudo que uno de sus propósitos habrá sido aprender algo de nuestra historia. Está llena de cosas sombrías. Sangre, guerra, causas perdidas, esperanzas olvidadas, períodos de caos y días en que perece hasta la desesperación. No es una historia de la que se pueda estar orgulloso Aunque muchos hombres busquen individualmente el bien colectivamente lo pierden tan pronto como lo encuentran. No obstante, poseemos una cualidad que nos proporciona siempre la esperanza de una mañana mejor: iniciativa. La iniciativa no desaparece nunca, ni siquiera cuando salimos arrastrándonos de lo que había parecido el último precipicio.

»Pero si sabemos de la existencia de una cultura colectiva compuesta por varios miles de mundos que jamás podremos tener la esperanza de emular, ¿qué evitará que caigamos en la desesperación para siempre?

—Un incentivo, por supuesto.

Mientras hablaba, Jandanagger lo condujo hasta una pequeña sala en forma de boomerang y amplias ventanas. Se dejaron caer en un sillón bajo y entonces la habitación comenzó a moverse. La confusa vista alcanzada desde la ventana se desplazó y giró bajo ellos. La habitación era aerotransportada.

—Éste es nuestro equivalente más cercano a los trenes de ustedes. Corre a lo largo de un carril nucleónicamente engarzado. Vamos solamente hasta el edificio de al lado; allí hay un equipo que me gustaría que inspeccionase.

No parecía necesaria ninguna respuesta; Farro guardo silencio. Había experimentado un eléctrico momento de miedo cuando la habitación se puso en marcha. Al cabo de apenas diez segundos, penetraron en el ala de otro edificio Galáctico.

Indicando el camino una vez más, Jandanagger lo introdujo en un montacargas que los llevó hasta una sala en el sótano. El equipo de que hablara Jandanagger no era particularmente llamativo. Delante de una hilera de asientos acolchados corría un mostrador sobre el que colgaban una serie de objetos, parecidos a máscaras antigás, dotados de cables que los unían a la pared.

El ministro Galáctico se sentó e instó a Farro a que hiciera lo propio en un asiento adjunto.

—¿Qué aparato es éste? —preguntó Farro, incapaz de reprimir cierto deje de ansiedad en el tono de su voz.

—Es un modelo de sintetizador de onda. En efecto, capta muchas de las longitudes de onda que el oído del hombre no puede detectar por sí mismo, y se los traduce en términos que, parafraseados, permiten su comprensión. Al mismo tiempo se alimenta de impresiones objetivas y subjetivas del universo. Es decir, usted experimentará (cuando se coloque la máscara y la conecte) los registros instrumentales del universo (visuales, auditivos, etc.) tan a la perfección como si fueran humanos.

»Le advierto que, debido a su ausencia de entrenamiento, puede usted propender, desgraciadamente, a recibir una impresión más bien confusa del sintetizador. De todos modos, le aseguro que le proporcionará una idea mucho más exacta de la galaxia que un largo viaje estelar.

—Adelante —dijo Farro, juntando sus manos heladas.

Ya toda la columna de lemines permanecía sumergida en las inmóviles aguas. Nadaban suave y silenciosamente, pronto disuelta la estela común en medio del colosal movimiento del mar. Gradualmente, la columna iba atenuándose a medida que los animales más fuertes ganaban distancia y los más débiles quedaban rezagados. Uno tras otro, inevitablemente, los más débiles iban ahogándose; y no obstante, hasta que sus lisas y brillantes cabezas desaparecían bajo la superficie, se mantenían erguidas y con los ojos fijos en el lejano y vacío horizonte.

Ningún espectador humano, por muy desprovisto de sentido antropomórfico que estuviese, habría dejado de preguntarse: ¿qué clase de destino había inspirado, un sacrificio tal?

El interior de la máscara era frío. La encajó a la perfección en su rostro, cubriendo los oídos y dejando libre tan sólo la parte posterior de la cabeza. De nuevo se sintió alcanzado por un toque de miedo irracional.

—El interruptor está junto a su mano —dijo el ministro—. Presiónelo.

Farro presionó el interruptor. La tiniebla lo envolvió.

—Estoy a su lado —dijo el ministro impertérrito—. Llevo puesta también una máscara y puedo ver y sentir igual que usted.

Una espiral procedente de la oscuridad se desenroscaba trazando su trayecto a través de la nada: una nada blanda y suave, tan cálida como la carne. Materializándose a partir de la espiral, tomó consistencia un apelotonamiento de burbujas, oscuras como uvas poliédricas, que se multiplicaban constantemente como pompas de jabón brotadas del extremo de una caña. La luz se reflejaba en su superficie centelleante, cambiando y agitando un neblinoso tejido que velaba la operación gradualmente.

—Las células se están formando sometidas a una duplicación infinita en el yunque microscópico de la creación. Es usted testigo del comienzo de una nueva vida —dijo Jandanagger, y su voz sonaba en la distancia.

Como una cortina agitada por una ventana abierta, las células temblaban tras el velo aguardando vivir. Y el momento de su venida no fue perceptible. De pronto, el velo pareció contener algo en su interior; su translucidez disminuyó, las superficies se moldearon, y una especie de propósito ciego se conformó en unas fronteras más definidas. Dejó de ser hermoso.

La conciencia se fue forjando en su interior, un despuntar de sobreinstinto sin deseo ni entendimiento, ojo que pretendía ver a través de un párpado de piel. No permanecía inerte sino que forcejeaba al borde del terror sufriendo el trauma del arribar-al-ser, luchando, arañando, retrocediendo finalmente, y cayendo de nuevo en el vacío sin fin del no-ser.

—He aquí el estado que sucede a la vida que sus religiones mencionan —dijo la voz de Jandanagger—. Éste es el purgatorio que cada uno de nosotros debemos sufrir, sólo que no tiene lugar después sino antes de la vida. El espíritu que desee arribar hasta nosotros debe recorrer el billón de años del pasado antes de alcanzar el presente y nacer en él. Casi podría decirse que hay algo que tiene que expiar.

El feto era todo el universo de Farro; llenaba la máscara, lo llenaba a él. Sufría con él, pues éste sufría evidentemente. Las presiones lo hacían naufragar, irremediables presiones del tiempo y la bioquímica, cuyas dolorosas sensaciones le hacían luchar contra la disminución a que era sometido en virtud de su forma cambiante. Se retorció y se convirtió de gusano en babosa y luego aparecieron en su cuerpo agallas y cola. Se asemejó al pez y en seguida fue desemejante del pez; fue ascendiendo los peldaños de la evolución, asimilándose al ratón, al cerdo, al mono y a la criatura humana.

—Ésta es la verdad que el hombre más sabio olvida: que ha sido todo esto.

Cambió el entorno. El feto, esforzándose, habíase convertido en un niño y el niño sólo se convertiría en hombre en virtud de mil nuevos estímulos. Y todos estos estímulos, animales, vegetales o minerales, vivían también en su forma de vida particular. Compitieron. Arrojaron constantes desafíos contra el proyecto de hombre; unos, semisensibles, invadieron la carne del hombre y allí buscaron y encontraron alimento creando sus propios ciclos vitales; otros, insensibles, eran como ondas que incesantemente atravesaban el alma y el cuerpo. Difícilmente se les consideraría entidades: en todo caso meros puntos focales de fuerzas constantemente amenazadas por la disolución.

Tan completa fue la identificación entre la imagen y el receptor, que Farro sintió que el hombre era él. Reconoció que todo lo que le estaba ocurriendo al hombre le ocurría a él; sudó y se retorció como el feto, consciente del agua salada en su sangre y los incontenibles rayos en la médula de sus huesos. Sin embargo, el alma era más libre ahora que cuando se encontraba en estado fetal; durante el tenso momento de miedo que se produjo al alterarse el entorno, el ojo de la conciencia había abierto su párpado.

—Y ahora el hombre cambia nuevamente su entorno, aventurándose lejos de su propio planeta —dijo el ministro Galáctico.

Pero el espacio no era el espacio que había conjeturado Farro.

En sus ojos se formó una densa cortina: no una nada sencilla, sino un conjunto infame de fuerzas, una hormigueante fusión de tensiones y campos en los que astros y planetas pendían como un rocío de telas de araña. Ahí no había vida, tan sólo la misma interacción de planos y presiones que habían antecedido al hombre, y de los que incluso el hombre mismo estaba compuesto. No obstante, su percepción alcanzó un nuevo estadio, la luz de la conciencia ardió con mayor firmeza.

De nuevo se desplazaba, nadando hacia los confines de la galaxia. A su alrededor cambiaron las proporciones, se deslizaron, disminuyeron. Al principio el útero había estado en todas partes, provisto de todas las amenazas y coerciones propias de un universo a escala natural; ahora, la galaxia se revelaba tan pequeña como el útero: como una pecera en la que nadase un pequeño ser y en la que no se advirtiera la diferencia entre el aire y el agua. No había golfos abiertos entre las galaxias: sólo la nada, la nada de un Exterior sin referencia. Y el hombre no había encontrado la nada antes. La libertad no era una condición que conociera, porque no existía en su existencia interpenetrada.

Y nadó ascendiendo a la superficie, mientras algo se removía más allá del borde amarillo de la galaxia. El algo podía distinguirse a duras penas porque estaba enclavado en lo Exterior, velado, inmóvil: una criatura con sentidos, pero insensata. Aparecía visible a medias, sonoro a medias: una amortiguada y tarda serie de chasquidos semejantes al sonido de arterias que revientan. Era grande. Farro, sumergido en la negrura de su máscara, gritó ante aquella enormidad y aquella ferocidad.

La criatura estaba esperando al hombre. Estirándose, se prolongó por todo el contorno de la redonda galaxia, de la redonda pecera, y sus sobrenatatorias alas de murciélago tanteaban intencionadamente.

Farro volvió a gritar.

—Lo siento —dijo débilmente cuando notó que el ministro le quitaba la máscara—, lo siento.

El ministro le palmeó el hombro. Estremeciéndose, Farro enterró el rostro entre las manos, intentando eludir el reciente espeluznante contacto de la máscara. Aquel ser más allá de la galaxia, parecía haber penetrado y hallado un puesto permanente en su cerebro.

Por último, reuniendo fuerzas, se levantó. La debilidad flotaba en cada estrato de su ser. Humedeciéndose los labios, habló.

—¡Así que quiere camelarnos con la Federación para afrontar eso!

Jandanagger lo tomó del brazo.

—Volvamos a mi despacho. Hay un punto que ahora puedo aclararle y antes no: la Tierra no ha sido camelada con la Federación. Considerando su punto de vista tan ligado a la Tierra, puedo entender cómo ve usted la situación. Usted cree que, a pesar de la evidencia de la superioridad Galáctica, tiene que haber algún punto vital en el que la Tierra puede ofrecer algo imbatible. Cree que ha de existir algún factor por el que nosotros necesitemos la ayuda terrestre: un factor que todavía no nos conviene revelar, ¿no es eso?

Farro evitó los alargados ojos del ministro mientras ascendían en el montacargas hasta lo alto del edificio.

—Hay otras cosas aparte de las materiales —dijo evasivamente—. Piense, por ejemplo, en la gran herencia literaria que hay en el mundo; para una raza verdaderamente civilizada, eso puede resultar inapreciable.

—Depende de lo que entienda usted por civilización. Las razas más veteranas de la galaxia, que han perdido el gusto por el espectáculo del sufrimiento mental, difícilmente encontrarían atractivo alguno en su literatura.

La amable réplica acalló a Farro. Tras una pausa, el ministro Galáctico continuó:

—No, claro que no, ustedes no poseen virtudes por las que deseemos estafarles con la Federación. Creo que más bien se trata de lo contrario. Nuestra oferta es para nosotros como un deber, ya que consideramos que ustedes nos necesitan. Excúseme por presentar el asunto tan abruptamente; pero tal vez sea lo mejor.

El montacargas se detuvo con suavidad y los depositó en la sala con forma de boomerang. Al cabo de un minuto regresaban al edificio en el que Farro había entrado al principio, sobre el sector Horby Clive. Farro cerró los ojos, aún experimentando náuseas y agotamiento. Las implicaciones de lo que acababa de decir Jandanagger estaban, por el momento, más allá de su comprensión.

—No entiendo nada —dijo—. No entiendo por qué sienten como un deber la oferta que han hecho a la Tierra.

—Entonces es que ya comienza a entender —dijo Jandanagger, y por vez primera cierta calidez personal templó su voz—. Pues no sólo nuestras ciencias han llegado más allá que las suyas, sino también nuestra filosofía y disciplina de pensamiento. Todas nuestras habilidades mentales han sido organizadas semánticamente en el idioma que usted ha aprendido para conversar conmigo, el idioma Galingua.

La estancia volante acabó de encajarse, convirtiéndose otra vez en un fragmento más del edificio que se erguía hacia las grises nubes.

—Su idioma es ciertamente completo y complicado —dijo Farro—, pero tal vez mi conocimiento del mismo sea demasiado elemental para reconocer la connotación de lo que me está diciendo.

—Eso se debe a que tiene usted que demostrarse a sí mismo que Galingua es algo más que un idioma: es una forma de vida, ¡nuestro sentido mismo del viaje espacial! Concéntrese en lo que le estoy diciendo, señor Westerby.

Confundido, Farro sacudió la cabeza mientras el otro proseguía; la sangre pareció congestionársele en la base del cráneo. Le asaltó la curiosa idea de que estaba perdiendo su característica, su identidad. Mechones de significado, motas de una más grande comprensión estallaron por todo su cerebro como corrientes de aire impulsadas por un ventilador, Mientras se esforzaba en asentar los retazos, en mantenerlos fijos y firmes, su propio lenguaje fue desapareciendo en tanto que cimiento de su ser; su conocimiento de Galingua, emparejado con las experiencias de la última hora, fue asumiendo progresivamente un tono dominante. Con los ojos graves de Jandanagger fijos en él, comenzó a pensar en el idioma de la galaxia.

Jandanagger estaba hablando con rapidez creciente. Pese a que el significado de cuanto decía estaba claro, Farro sentía como si lo estuviera asimilando sólo a través de un nivel por debajo del de su conciencia, disolviendo disciplinas mentales nunca formuladas en jerga terrestre. Sin embargo, todas aquellas cosas se equilibraban juntas en una única frase, como pelotas de malabarista, elevando la una a la otra.

Jandanagger estaba hablando de una sola cosa: el impulso de la ceración. Hablaba de lo que el sintetizador había demostrado: aquel hombre no fue jamás una entidad separada, apenas era un sólido enclavado en un sólido, o, mejor aún, un flujo enclavado en un flujo, con sólo una identidad subjetiva. Decía que la rodante materia de la galaxia formaba una unidad en sí.

Y habló en el mismo tono de Galingua, que era meramente una representación vocal de aquel flujo, y cuyas cadencias seguían la gran espiral de la vida encerrada en el flujo. Mientras hablaba, abrió para Farro la entraña secreta de aquello, de tal manera que lo que en principio fuera un estadio formal se convirtió en una orquestación, y cada célula una nota.

Con salvaje exultación, Farro fue capaz de responder, emergiendo con la espiral de la palabra. El nuevo lenguaje era como un gran edificio sin materia, de ancha base, enraizado en el solar de su ego, alto ápice y constante ascenso hacia los cielos. Y unido a él, gradualmente, Farro ascendía con Jandanagger: mejor dicho, las proporciones y perspectivas que lo rodeaban cambiaron, se desplazaron, se consumieron, como había ocurrido en el sintetizador. Sin la menor sensación de alarma, se encontró sobre las multitudes lanzado hacia lo alto de una espiral eléctrica.

En su interior cohabitaba una nueva comprensión de las tensiones que permeabilizaban todo el espacio. Se desplazó hacia arriba a través de los planos del universo, Jandanagger permanecía a su lado, compartiendo la revelación.

Ahora estaba claro por qué los Galácticos tenían necesidad de pocas naves espaciales: sus grandes armazones poligonales transportaban sólo lo material; el hombre había encontrado una forma más segura de viajar por la concavidad de la galaxia.

Mirando a lo lejos. Farro vio el lugar donde se encogían las estrellas. De allí era el ser con garras que bombeaba silenciosamente emitiendo chasquidos como de vasos sanguíneos reventando. El miedo lo asaltó de nuevo.

—El ser es el sintetizador… —dijo a Jandanagger a través del medio de comunicación recién hallado—. El ser que rodea la galaxia: si el hombre no alcanza nunca la salida, ¿penetrará en nosotros?

Durante un largo minuto Jandanagger permaneció en silencio, buscando las frases clave para la explicación.

—Ha aprendido usted muy rápidamente —dijo—. Mediante la no-comprensión y luego mediante la comprensión sin tachas, se ha convertido en un auténtico ciudadano de la galaxia. Pero tan sólo ha saltado X; y debe saltar X10. Prepárese.

—Estoy preparado.

—Todo lo que ha aprendido es cierto. Sin embargo, hay una verdad lejana mucho más grande. En última instancia, nada existe: todo es ilusión, una representación bidimensional de sombras sobre la niebla del espacio-tiempo. Yinnisfar significa «ilusión».

—Pero el ser con garras…

—El ser con garras es el porqué de nuestro constante adentramiento en la ilusión del espacio. Es real. Sólo la galaxia, en tanto que previamente malinterpretada por usted, es irreal y no es sino una configuración de fuerzas mentales. Ese monstruo, ese ser que usted advierte, es el residuo del fango de la peste evolucionaría todavía agonizante. ¡Y no está fuera de usted!… sino en su propia alma. De eso es de lo que debemos escapar. Debemos alejarnos de ello.

Siguieron más explicaciones, pero escapaban a Farro. En un relámpago, vio que Jandanagger, con avidez experimental, lo había llevado demasiado lejos y demasiado rápido. No podía dar el último salto; estaba retrocediendo, descendiendo hacia el no-ser. En algún lugar de su interior comenzó el sonido de arterias que estallaban. Otros tendrían éxito donde él había fallado… pero mientras tanto, las garras iracundas procedentes de la bóveda del firmamento estaban dándole alcance para hacerle pedazos sin posibilidad de ulterior recomposición.

Los lemines ya se habían dispersado sobre una considerable extensión de mar. Pocos eran los que quedaban de la columna original; los nadadores que resistían, aislados entre sí, comenzaban a agotarse. Sin embargo, seguían esforzándose como al principio por alcanzar una meta invisible.

Nada había frente a ellos. Se habían arrojado a un vasto, pero finito mundo despojado de señales indicadoras. El cruel incentivo les había urgido a proseguir siempre. Y si un espectador invisible se hubiera preguntado el agonizante «¿por qué?» de todo aquello, una respuesta podría habérsele ocurrido: que las criaturas no se dirigían a ningún sitio impulsadas por algún futuro prometido sino que, sencillamente, estaban huyendo de algún espantoso episodio del pasado.