Pasaron los milenios. Debemos pasar por alto esos cuarenta millones de años conocidos como Período Medio; tiempo de cambios en el que nada cambió realmente. Para el sistema solar sólo existe un largo día: el sol fabrica el día, y sus planetas forjan sus propias noches. Y mientras el sol calienta, impasible como un pabilo en una habitación cerrada, la vida goza asimismo su día ininterrumpido; sólo las diminutas vidas individuales tienen que sufrir con paciencia cada una de las noches.

¡OH, ISRAEL!

La nave de salud mental Cyberqueen permanecía atracada en la quietud contra un largo muelle. Solitario en una de sus muchas cabinas, Davi Dael esperaba. El ranúnculo de su túnica estaba comenzando a marchitarse. Le dirigió una media sonrisa porque se le antojaba la única conexión entre él y la nave-ciudad Bergharra que había abandonado aquella mañana temprano; lo había cogido antes de subir a un rápido-giro en Nueva Unión. Ningún otro objeto podía ver Davi que, ni dentro de la sala de espera ni más allá de la ventana, tuviera tanto color como su ranúnculo.

La sala de espera era toda de tonos verdes y grises, aliviados sólo por los ajustes de espuma. En el exterior sólo había grises y negros, en tanto el crepúsculo se cernía sobre acres de zona apartada; al otro lado de la nave, el Río Horby se haría eco de los mismos tonos sobrios. Quietud. Quietud en parsecs a la redonda, traicionera quietud cuando nada se siente sino la profunda ansiedad en las entrañas.

En la cabeza de Davi, las preocupaciones ordinarias de un hombre atareado estaban eclipsadas por una más grande preocupación que crecía y crecía como si se nutriese del silencio. Esperaba tensamente mientras esas preocupaciones le rondaban por la cabeza tan furiosamente como un trueno que tuviese como lecho su cráneo. Nada constructivo vendría de ahí: las inmensas ansiedades lo recorrían de la cabeza a los pies como una serie de locuciones gramaticales: parsecs, federación galáctica, hiperespacio, interpenetradores.

Ésas eran las palabras que molestaban a Davi. Su tardo cerebro les daba vueltas una y otra vez, como si bajo ellas esperase encontrar algo relevante. Cerca de los cincuenta, había conocido durante años la mayoría de esas palabras; habían sido sólo palabras, sin la menor confrontación con la experiencia, palabras de diccionario. Pero en los últimos tiempos habían acudido para alterar su vida entera.

Unos pasos silenciosos y rápidos sonaron más allá de la puerta. Davi se puso rápidamente de pie, experimentando un morboso sentimiento en su interior. ¿Qué conclusión habían sacado sobre Israel? ¿Había nacido en la tierra o no? ¿O (lo que era la misma pregunta realmente), había sido declarado sano o insano?

Durante un minuto quedóse Davi temblando y luego tomó asiento, con la debilidad por compañera, mientras se daba cuenta de que los casos escuchados tenían poca conexión con su existencia. Reanudó el aburrido escrutinio de los patios de ceremonias; tal tipo de panorama le era desconocido, viviendo como vivía en pleno campo. Aquí, los artículos de importación de una gran ciudad al borde del mar eran cargados para ser conducidos a sus diversos destinos. Puesto que, sus intereses se limitaban por lo general al ganado vacuno que criaba, Davi habría permanecido indiferente al espectáculo en cualquier otra ocasión; pero ahora se sentía un tanto intrigado, pues lo veía a través de los ojos de Israel. Y aquello cambiaba las cosas por completo.

Las incontables millas de trayecto, desde el punto de vista de Israel, pertenecían a un primitivo sistema de transporte en un remoto globo. A la redonda, este globo abarcaba, no el cielo como pensara tontamente Davi en otro tiempo, sino la inmensa y complicada pista llamada espacio. No era una sencilla nadería: sino, explicaba Israel, una insondable interrelación de fuerzas, campos y planos. Israel se había echado a reír al escuchar aquella palabra terrestre: el «espacio»; él lo había designado, no espacio, sino laberinto de pulsiones. Pero, claro, Israel podía muy bien estar chiflado. Ciertamente, nadie en Bergharra había hablado nunca de aquella manera.

Y por entre el laberinto de campos de pulsión, había dicho Israel, corren los Interpenetradores. Davi se los imaginaba como naves espaciales, pero Israel los llamaba Interpenetradores. Al parecer no estaban fabricados con ninguna clase de metal, sino con blindajes de fuerza mentalmente poderosos que se alimentaban de los campos de pulsión y cambiaban al tenor de éstos; así, el pueblo de la galaxia viajaba sin temor por entre los planetas civilizados. Al menos, así lo afirmaba Israel.

Y los planetas se hacían la guerra. Pero ni siquiera la guerra era como la sobreentendía Davi. Era tan sutil como el ajedrez, tan diplomática como un apretón de manos, tan caballerosa como una ambulancia, tan implacable como una guillotina. Sus objetivos eran más nebulosos y amplios de los que los terrícolas materialistas podían entender. O así lo decía Israel, y, claro, Israel podía estar loco.

Aun cuando lo estuviera, tal dato no afectaría la cándida admiración que sentía hacia él.

—¡No lo consideréis loco! ¡No lo consideréis loco! —decía Davi en repetición agónica, dirigiéndose a las grises paredes.

Y sin embargo… si probáis que Israel está cuerdo… tendréis que aceptar su demente versión de la realidad.

Tras tantas horas de espera, Davi estaba desprevenido: en aquel momento se abrió la puerta de la cabina. Se encontraba de pie con las manos prendidas de la túnica, y las bajó cuando vio entrar al hombre de cabello blanco. Era el Hermano Joh Shansfor, el psiquiatra con el que Davi se había entrevistado en el Cyberqueen (perteneciente a la flota ambulante de naves especializadas que habían sustituido la envejecida y estática concepción del hospital) la primera vez que Davi se ofreciera en Bergharra a ayudar a Israel. Shansfor era alto, delgado y vivaz, y también notablemente feo, aunque la edad había suavizado sus facciones dejándolas poco más que notoriamente ásperas.

Davi caminó derecho hacia él.

—¿Israel? —preguntó.

Ante aquel comienzo urgente y tenso, Shansfor se amedrentó.

—Aún no estamos seguros —dijo con sus modales correctos—. Algunos de los factores implicados sugieren una muy prudente evaluación, ciertamente…

—Hace ya un mes desde que Israel fue traído a bordo y tres semanas desde que lo condujeron a Nueva Unión —dijo Davi—. Se lo presenté pensando en su bien, pero no puede encontrarse a gusto en este lugar, siempre bajo observación y cosas por el estilo. Seguramente en todo este tiempo…

—Una decisión precipitada sería una locura —dijo Shansfor—. Israel se encuentra aquí a salvo y completamente a gusto; y usted puede estar seguro de que no se le está tratando como a un paciente común.

—¡Ya me dijo eso antes! —En los ojos de Davi había lágrimas de rabia. Tenía la sensación de que la entera organización de la nave de salud mental estaba conchabada contra él—. En el corto espacio de tiempo transcurrido desde que lo encontré, ha aumentado mi amor por Israel. Sin duda, hasta los que trabajan aquí son capaces de percibir la bondad de su carácter.

—Su carácter no es lo que se cuestiona. Lo que examinamos es su mente —replicó Shansfor—. Perdone si tomo asiento; ha sido un día agotador.

Se sentó en una silla dura, y relajó los hombros. Davi, lo bastante viejo para entender el cansancio que puede yacer tras un gesto de tan anodina apariencia, sintió decrecer su ira. Desconfiando de los psiquiatras hasta el punto de preguntarse si el incidente estaba destinado a ganarse su simpatía, persistió en la dureza de tono al decir:

—De cualquier modo, Hermano Shansfor, usted debe haber notado su natural amabilidad. Déme una opinión personal, por el amor del cielo; soy criador de ganado, no abogado. Israel está más sano que usted y yo, ¿no es cierto?

—No —dijo Shansfor lentamente—. Si desea una opinión personal, su protegido se está sumergiendo a pasos agigantados en un trauma esquizofrénico. La paranoia también está presente. Es, según suele decirse, un caso sin remedio.

El color desapareció bajo el tostado de Davi. Mudo, buscó palabras que enunciar entre las divisiones verdes y grises de la habitación que daba vueltas.

—¡Déjeme ver a Israel! —jadeó por último.

—Eso no será posible, señor Dael, y lamento decírselo. El consejo médico ha acordado que al paciente le conviene estar aislado, lejos de las molestas influencias externas.

—Pero debo verlo —dijo Davi. No podía creer lo que estaba diciendo Shansfor; durante un loco momento pensó que el hombre tenía que estar refiriéndose a otro que Israel—. Tengo que verlo, soy su amigo, el amigo de Israel. ¡No puede confinarlo aquí!

Shansfor se levantó. Su rostro, como el de Davi, estaba pálido. Nada dijo, y se limitó a esperar que el otro acabase. Aquella actitud era más terrible que las palabras.

—Escuche —dijo Davi, incapaz de contener sus argumentos, aunque sospechando la inutilidad de los mismos—. Esa historia que Israel nos contó sobre la inmensa civilización de la galaxia, los campos de pulsión del espacio, los interpenetradores, todos los detalles de la vida de otros planetas, animales y flores extraños, ¿cree de veras que la ha inventado? Esos planetas de que habla, Droxy, Owlenj, ¿le parecen mera ficción?

—Señor Dael —dijo Shansfor con voz frágil—, le pido por favor que nos ceda algún crédito en lo que hacemos aquí. El paciente posee una imaginación fértil; ésta, por último, se ha detenido bajo la tensión de excesivas lecturas, lecturas omnívoras, añadiría, que han abarcado tanto obras edificantes como barata hojarasca.

—Pero su versión de la guerra galáctica… —protestó Davi.

—Dígame —dijo Shansfor con calma peligrosa—. ¿Cree que estamos amenazados ahora por una guerra galáctica, señor Dael?

Pausa. Los cercados exteriores estaban flotando en medio de una ola de tiniebla en la que unas luces aisladas parecían jugar el papel de boyas. El cielo era una gran nube instalada sobre Nueva Unión. Suponiendo que lo creo, pensó Davi, suponiendo que creo esa fantástica historia, ¿puedo demostrar mi salud con mayor soltura que Israel? ¿Cómo puedo demostrarme a mí mismo que estoy sano? Hace dos meses me habría reído de ese galimatías galáctico. Sólo que la forma que tenía Israel de contarlo lo hacía parecer verdadero. ¡Sin error posible! Y sin embargo… vaya, que resultaba espeluznantemente traído por los pelos. Pero en eso consiste la razón de su credibilidad: es demasiado inmenso para no ser verdadero. ¿Creer? Así que me lo creo, ¿eh? Aunque no estoy seguro. Si estuviera totalmente seguro, también a mí me encerrarían. Oh, Israel… No mejor jugar sobre seguro; a fin de cuentas, no reportaré ningún bien a Israel si tienen dudas sobre mí.

—… Oh, no sé qué creer —balbució miserablemente, avergonzado por no comprometerse y apartando la mirada de Shansfor. El ranúnculo se burló de su expresión cariacontecida.

—Lo que he venido a decirle es que el consejo médico está todavía reunido —dijo Shansfor con voz un poquitín más cálida que urbana—. El Archihermano Inald Uatt, nuestro director, se encuentra allí, por si quiere hablar con él.

—Supongo que será lo mejor.

Deja de sacudirte, idiota, se dijo Davi. Pero no podía evitarlo; había negado a Israel directamente; sabía que creía en él y que lo apoyaba en todo. Y sabía que nadie más creía. Así pues, le importaba saber si Israel quedaba libre de lo que podía ser un confinamiento de por vida. Más densas materias podían también depender de sus esfuerzos, pues, a través de Israel, se entra en el camino que conduce a la lucidez y a los mundos amables mucho más allá de los inoportunos planetas del Sol. Todo cuanto tenía que hacer era convencer a una plantilla de expertos (que, al parecer, se habían forjado ya su idea respecto a la salud de Israel) de que estaban equivocados. Esto era todo: sin embargo, no sería fácil.

—¿Puedo ver antes a Israel? —preguntó Davi.

—Me obliga usted a responder esa pregunta tal como la he respondido antes: con una negación —replicó Shansfor—. Si me acompaña ahora, podrá hablar con el consejo…

Caminaron por un pasillo hasta llegar a un montacargas, ascendieron hasta una parte de la nave mejor amueblada y por allí llegaron a una sala de conferencias forrada con cuero. Unas espesas cortinas habían sido corridas, un fuego ardía, y sobre una pared pendía un Wadifango original, un diseño anatómico de un tigre.

En medio de la sala se extendía una gran mesa, se veían cómodas sillas junto a las paredes, pero los cuatro hombres presentes se mantenían congregados junto al fuego. Mientras se hacían las presentaciones, Davi observó que el Archihermano Inald Uatt era un hombre pequeño y calvo, vestido de franela azul del cuello a los pies, de maneras contenidas y voz seca.

Estrechó la mano a Davi y se acercó a la mesa para coger un manojo de notas que había bajo un pisapapeles de plata.

—Se trata de un caso muy interesante para nosotros, señor Dael —observó en tono coloquial.

—Señor, para mí es algo más que un caso —dijo Davi.

—Sí, sí. Claro; según creo, usted y él se hicieron muy amigos durante el breve tiempo que permanecieron juntos. Le advierto, sin embargo, que esté atento y no deje que el asunto se le convierta en una obsesión.

—No es una obsesión —dijo Davi—. Estoy de su parte, señor, porque no hay nadie más que pueda hacerlo. Creo que sería cómodo para él convertirse en víctima. Así, de pronto, el asunto entero parece sencillo, pero desde que fue traído a Nueva Unión parece que se ha complicado más y más.

Se daba cuenta de que estaba hablando de manera menos cortés que la pretendida. Se sentía confuso. La sala de conferencias, y el número más bien escaso de miembros del consejo lo confundían; eran personas muy distintas de las que acostumbraba a tratar en sus colinas hogareñas. Aunque en su propio medio granjero y ganadero Davi era conocido y estimado, aquí se sentía fuera de lugar, muy consciente de parecer el sencillo pueblerino que se introduce entre los expertos, muy atentos al hecho de que el color de su túnica no era el de la de ellos. Le asaltó el horrible sentimiento de que estaba a punto de hacer el asno, y esta sensación no lo abandonó; quedó encajada entre él y su raciocinio, obligándole siempre a equivocarse.

—Quiero decir que todo esto no es sino una cuestión de sentido común —añadió, empeorando las cosas en vez de mejorarlas.

Inald Uatt sonrió amablemente como si ocultara su propio embarazo.

—Desgraciadamente, hay problemas —dijo— en los que el sentido común es una herramienta demasiado inexperta, señor Dael, y el problema de Israel es de esos. Ciertamente, hemos obtenido resultados intentando únicamente diversos acercamientos oblicuos, según tendrá ocasión de oír.

—Estaba sólo dando mi opinión —dijo Davi. Quiso que sonara dolorido, humilde incluso, pero sonó desafiante en medio de la sala acolchada.

—Claro —dijo tranquilamente Inald Uatt, inspeccionando sus dedos como si lo hiciera por vez primera—. Créame, nos damos cuenta de lo fascinante que Israel debe haber sido en Bergharra, pero aquí, en el Cyberqueen, creo que puedo afirmar que estamos más bien acostumbrados a los bichos raros.

—En Bergharra no todos somos simplones —exclamó Davi, impelido por lo que interpretó como una burla de su tierra natal.

Uatt inclinó la cabeza tristemente, reconociendo la verdad de la observación.

Advirtiendo que otra vez estaba al borde de hacer el asno, Davi dio un tirón a su túnica y dijo a modo de explicación:

—Lamento haber venido hasta aquí sólo para molestarle, señor, pero me siento obligado a saber lo que están haciendo con Israel. Es decir, si han hecho algo.

—Hemos hecho ya bastante —dijo airadamente Uatt—. Su venida ha sido un hermoso gesto. Todos cuantos aquí estamos nos complacemos en asegurarle que Israel nos ha ocupado mucho tiempo durante las últimas semanas.

Sacudió la cabeza y sonrió; los otros hombres sonrieron también. Habían tenido una sesión larga y difícil y ahora les venían con esto. Uatt intentaba dar a Davi una oportunidad, pero éste captó la nota de reproche que se había deslizado en la voz del director y se sonrojó vivamente, sintiéndose como un pequeño escolar conducido delante del profesor.

—¿Cómo iba a saber lo que estaban haciendo aquí? —murmuró—. Sentía que era mi deber venir y comprobarlo.

Un destello de irritación afloró y se evaporó en la mirada de Uatt. El hermano Shansfor, conociendo a su superior, temió lo peor: el director no era hombre que perdonase a cualquiera que le disgustara. A partir de ese momento, Davi quedó en desventaja; en vez de elaborar una discusión, el encuentro cristalizó en un mudo encuentro de personalidades con resultado ya predecible. Davi notó algo de esto e intentó llevar la conversación por otro conducto.

—¡Creo que Israel está cuerdo! —exclamó. Pudo ver al instante que su franqueza los hacía más retraídos. Para ellos, quedaba como el estúpido profano, incapaz de ver lo evidente.

—Justamente iba a dejarle unas notas —dijo Uatt haciendo crujir los papeles—. Le explicarán los hallazgos que hemos realizado en el paciente y, así lo espero, apartarán de su mente cualquier inquietud o desconcierto que pueda albergar.

—Dígale lo de los especialistas, Inald —dijo Shansfor en un aparte.

—Sí, sí —dijo el Archihermano—. Estas notas son extractos de los informes de especialistas de éste y otro barco de salud que han examinado a Israel, por llamarlo según se llama él, durante el curso del pasado mes. Siéntese, señor Dael, siéntese y desabróchese.

Davi dudó, se sentó y luego se desabrochó cortésmente la túnica. Los tres miembros del consejo que no habían abierto la boca parecieron tomar aquello como una oportunidad para desaparecer. Asintieron a Inald Uatt y a Shansfor y salieron de la cabina como tres danzantes en un ballet de baratillo.

—Bien —dijo Uatt, aclarándose la garganta. Se colocó unos quevedos con montura de plata y observó los papeles que tenía ante sí—. Vayamos primero a nuestros hechos, ¿le parece? Israel fue descubierto refugiado en un granero la tarde del 31 del mes Phi del pasado año por un tal George Fanzi, esclavo de la granja del Comandante Brundell, en la provincia de Bergharra. Estaba desnudo y aturdido y parecía por entonces incapaz de pronunciar palabra. Fanzi lo envolvió con sacos y lo llevó a su propia caravana. Por la mañana, Israel se encontraba mejor aunque su memoria parecía obstruida. Luego se puso a hablar en nuestro idioma a la perfección; un punto importante, señor Dael, que deja serias dudas sobre su… origen galáctico.

—Pero él explicó… —comenzó Davi.

—Oh, sí, él lo explicaba todo, señor Dael. Pero continuemos con el sumario. Israel permaneció en la caravana de Fanzi hasta la mañana siguiente, día trigésimo tercero de Phi, en que Fanzi decidió conducirlo al Comandante Brundell. Éste lo mantuvo tres días, tiempo que empleó en consultar con usted y con Ostrachan, el médico local tributario. La policía provincial también intervino intentando averiguar los antecedentes de Israel antes de su encuentro con Fanzi, pero no se sacó nada en claro.

—Un punto para Israel —dijo Davi.

—Un pequeño punto para Israel —concedió Uatt—. Y eso es todo, más o menos; sólo usted parece haber depositado mucha confianza en las historias de ese hombre, Dael, pese a que, tras diversas entrevistas con mi amigo Shansfor, se decidió a traérnoslo. Un paso prudente, si me permite decirlo.

—Lo hice por el bien de Israel —dijo Davi—. Estaba profundamente conmocionado por no encontrar a nadie que lo creyese. Entendí que pronto se pondría a dudar de su estado mental; como usted sabe, acababa de atravesar un período de gran tensión. Cuando me enteré de que el Cyberqueen estaba en la costa, me decidí. Quería demostrarle que estaba cuerdo. ¡Ustedes habrían sido poderosos aliados suyos en aquel entonces!

Con un seco carraspeo, Uatt se aclaró la garganta y continuó su informe como si no hubiera oído a Davi.

—Durante los últimos treinta y dos días —dijo—, Israel ha permanecido a bordo de esta nave; ha sido examinado enteramente desde todos los puntos de vista posibles. Lo primero que hicimos fue, obviamente, un sondeo fisiológico. No reveló nada anormal en la constitución del paciente. Ningún hueso fuera de sitio, ninguna onza cartilaginosa de más, ningún pulmón de sobra, ni siquiera —se permitió aquí una módica broma— un tentáculo oculto. En todos los aspectos, Israel es un hombre físicamente normal, nacido en la tierra, destinado a morir en la tierra. Pienso que ciertamente podíamos haber encontrado alguna irregularidad de haber sido, como él dice, un espécimen de la vida galáctica.

—¿Por qué? —preguntó Davi con calor—. ¿No puede seguir la evolución el mismo rumbo en dos planetas?

—Es un punto a considerar, Inald —murmuró Shansfor.

—Un punto que no hemos pasado por alto —acordó el Archihermano—. Lo que me conduce al siguiente paso de nuestra investigación. Como podrá comprender, estamos impresionados por la falta de lógica que impera en los argumentos de Israel, lo que hace muy difícil que los tomemos en serio. Personalmente llamé al Astrónomo Extraordinario y le pregunté sobre la vida en otros planetas.

Se detuvo enfáticamente. Davi se limitó a esperar.

—El Astrónomo Extraordinario —dijo Uatt— me explicó que la posibilidad de vida en otros mundos, salvando los escasos hongos de Marte, es completamente nula. Más aún, me insinuó que la evidencia directa de la existencia de otros sistemas planetarios está todavía por acontecer. Dijo que, según antiguos informes, naves espaciales habían sido lanzadas de vez en cuando desde la Tierra rumbo a otros sistemas; y no hay informes que registren su regreso. Y acabó asegurándome que los viajes espaciales no tienen futuro.

Davi no pudo contenerse por más tiempo. Se levantó de un salto.

—¿Y a eso le llama usted investigación? —exclamó—. Por el cielo, no soy nadie para discutir con el Astrónomo Extraordinario, pero él no sabe nada de ese asunto. ¡No es ningún experto en viajes espaciales!

—De acuerdo —dijo Uatt, quitándose los quevedos de plata y tornando su voz unos cuantos grados más fría—. No hay expertos en viajes espaciales, tan sólo unas cuantas compañías especuladoras que han instalado sus iglúes en la luna esperando encontrar minerales o cosas por el estilo. ¡Especulación! En mi opinión, todo se resume en esa palabra. Por favor, siéntese de nuevo, señor Dael.

Sentarse era lo último que deseaba hacer. Silenciosamente, intentó pedir ayuda a Shansfor, pero éste tenía la mirada clavada en el fuego. Con poco garbo, Davi se dejó caer en la silla.

—Continúe —dijo tanteando—. ¿Cuál es el punto siguiente?

Antes de volver a tomar la palabra, Uatt especuló a las claras sobre si el esfuerzo iba a valer la pena.

—Entonces sometimos a Israel a nuestras pruebas —dijo por fin—. Me refiero a las psicológicas; y en ese campo le doy mi palabra de que sí somos expertos. Nosotros, si me permite que lo diga sin transgredir los límites de la modestia, nosotros somos los expertos de esta nave.

»Como demostración, poseemos un documento sin igual, la declaración de Israel, obtenida en el curso de numerosas entrevistas. En pocas palabras, relata los sucesos de su vida: cómo se desarrolló, cómo se convirtió en lo que calificamos de almirante de las flotas de interpenetradores (por usar la extraordinaria frase del propio Israel), y cómo fue vencido en una especie de batalla, yendo a parar a este planeta, desnudo y sin nada que poder utilizar como colofón.

»No voy a abusar de su tiempo, señor Dael, ni a malgastar el mío propio, embarcándome en una descripción detallada de ese fárrago fantástico que es su autobiografía. Condensada llenaría cinco gruesos volúmenes; observará que hemos ido hasta el fondo. Contiene, empero, uno o dos puntos —relevantes sobre los que descansa nuestro diagnóstico acerca de Israel, y sobre esos puntos quiero llamar su atención. Quizás encuentre usted su fervorosa inventiva mucho más seductora que yo.

—Aguarde un minuto —dijo Davi—. Usted me está contando estas cosas, pero yo sigo viendo su mente igual de cerrada que una ostra. ¿Era así antes de haber topado con Israel? Porque, en ese caso, el pobre diablo habría tenido menos oportunidades para probar sus razones que una palmatoria dentro del agua.

—Está hablando con la túnica abrochada —protestó Shansfor con indignación—. Con esos modales no irá a ninguna parte.

—No nos encaminamos a ninguna parte de ninguna de las maneras —replicó Davi—. Soy un hombre del campo y me gustan las cosas claras.

—Shansfor —dijo Uatt cerrando las manos y volviéndose cansadamente hacia su colega—, sospecho que me siento algo incapaz de hablar claramente a nuestro amigo del campo. ¿Le importaría hacerse cargo de las explicaciones por un rato?

—Claro que no —dijo Shansfor—. ¿Le parece bien que nos refresquemos con unos cuantos sorbetes antes de proseguir?

—Me parece genial —dijo con suavidad el director—. Creo que están en ese aparador adornado que se encuentra al fondo.

Mientras Shansfor atravesaba la sala, Inald Uatt dijo a Davi en tono más mundano:

—¿Sabe, Dael? Creemos efectivamente estar haciéndole un favor al explicarle todas estas cosas; no estamos obligados a hacerlo bajo ningún concepto. Según la ley, Israel es, hoy por hoy, un sujeto que pertenece a la Jerarquía Médica. Usted no tiene ningún vínculo de parentesco con Israel; de modo que obramos de esta manera porque nos sentimos un tanto afectados por las muestras de lealtad que manifiesta usted hacia este desgraciado caso.

—Me sentiré del todo obligado a reconocer su generosidad cuando haya escuchado el resto de lo que tiene que decirme —dijo Davi frunciendo el ceño—. ¿Cuáles son esos puntos relevantes que ha mencionado?

Fue servido un destilado y aromático morapio de calidad. Shansfor se sentó junto al fuego y acercó las manos a las llamas.

—Probablemente sabrá —comenzó éste con calma— que por muy elaborada y circunstancial que sea la imaginación de un neurótico, ésta revela siempre ciertas emociones básicas, como el miedo, el amor o el deseo de poder. Mirando más allá de los símbolos que una mente desordenada utiliza para camuflar tales emociones, por lo general podemos ver los impulsos emotivos con bastante transparencia. A este respecto, Israel no difiere en nada de cuantos casos hemos tratado, salvo en que su imaginación llega al no va más de la inventiva.

»Advierta algunos puntos. Esa impresionante civilización a la que Israel atribuye una expansión a lo largo de diez mil planetas y hasta cinco veces un año luz, o quizá quince mil planetas y diez años luz… Israel no la recuerda.

—¿La recordaría usted? —preguntó Davi—. ¡Dígame cuántas ciudades hay en la tierra!

—No me refiero a eso —dijo Shansfor—. Estoy intentando mostrarle los esfuerzos que Israel despliega en la construcción de un modelo de semejante complejidad y que debe ser aplicable a un mundo creíble. La guerra que según él se está llevando a cabo es igualmente complicada, complicada hasta el espanto, como agrandar un ajedrez tridimensional con oscuras motivaciones y estrictas reglas de caballerosidad. Israel busca refugio tras esta confusión, empeñándose en perderse a sí mismo.

—Pero una civilización galáctica sería complicada —exclamó Davi—. ¿Por qué no puede limitarse a aceptar que está diciendo la verdad? No tiene motivo alguno para mentir.

—Su motivo es el acostumbrado en estos casos —dijo Shansfor—. Esto es, una fuga de la realidad tan perfecta como sea posible. No puede estar diciendo la verdad porque lo que afirma es demasiado fantástico para ser creído por un hombre sano; y a este respecto habrá advertido también que astutamente se ha engolfado en una historia que no le produce la paradójica necesidad de proporcionar el menor ribete de demostración.

Davi hundió la cabeza entre las manos.

—Convierte usted esto en un círculo vicioso —dijo—. Israel les dijo por qué llegó aquí desnudo y sin ninguna pertenencia.

—De eso me quejo precisamente —dijo Shansfor—. ¡Israel puede explicarlo todo! Los interpenetradores que llegaban y se iban eran completamente silenciosos e invisibles. No nos queda la menor prueba: ni vislumbre de nave, ni señales de aterrizaje, ni hilacha de ropa de tejido alienígena, ni anillos hechos con aleaciones extrañas, ni siquiera un poco de maíz de Aldebarán pegado a sus pies. Nada. Sólo su relato bárbaro e insostenible. Ni un ápice de evidencia externa en ninguna parte.

—Si hubiera obtenido usted alguna de las cosas que ha mencionado —dijo Davi— habría demostrado su inviabilidad mediante explicaciones.

—Continuaremos con el punto siguiente —dijo Shansfor alzando una irritada ceja al Archihermano, que le dirigió una fraterna inclinación de cabeza—. Advierta que Israel se unió a las flotas de interpenetración y que alcanzó el rango de almirante.

—¿Y?

—Megalomanía… y encontraremos que esto se repite una y otra vez. Hay cierta mascarada bajo los destellantes soles de las insignias de almirante. Hasta se quitó las insignias para que no las viéramos. ¿No podía haber sido un hombre de cierta graduación, o un esclavo, o cualquier otra cosa? Tuvo que ser almirante, almirante de una inmensa flota espacial. Tal autoengrandecimiento es una característica común de la insania.

Davi se mantuvo en silencio, eludiendo el desafío contenido en la voz de Shansfor. Sentía que desaparecía su seguridad y deseaba hablar otra vez con Israel para sentirse revitalizado por aquella naturaleza irreprimible. Si estos imbéciles comprendieran tan sólo un poco, que un hombre como Israel no podría ser nada inferior a almirante…

—El punto siguiente —continuó Shansfor— es incluso más detestable. Recordará qué Israel afirma haber sido capturado por el enemigo durante esa guerra ridícula. Lo derrotaron. ¿Se le ocurrió a Israel decirle a usted el nombre de la raza que lo derrotó? ¡El nombre era Israel! ¡Israel fue conquistado por Israel!

—¿Y qué? —preguntó Davi estúpidamente.

Esto fue demasiado para Inald Uatt. Se adelantó vaso en mano, las mandíbulas a punto de estallar.

—¿Se atreve a preguntar «y qué»? —dijo—. Si lo que se propone es insultarnos con sus majaderías podemos considerar igualmente clausurada esta conversación. Israel padece escisión de personalidad, por utilizar términos cercanos a su comprensión. Él es él; y también su peor enemigo. Israel contra Israel: un hombre dividido contra sí mismo. Es obvio hasta para un patán.

—De ningún modo —dijo Davi, intentando refrenar su rabia.

—¡Maldita sea!

—De ningún modo —repitió Davi—. Buen Dios, Bergharra luchó con los Goraggs en la última guerra. Uno de nuestros hombres más bravos fue un Capitán de Campo Goragg, pero no lo encerramos en un lanchón recuperador a causa de su nombre desafortunado.

Hubo un silencio helado.

—Creo —dijo Uatt— que el fastidioso término con que ha bautizado una nave de salud mental no puede considerarse educado ni siquiera en los umbrales de la comicidad más pedestre.

—No puede rechazarlo todo como si se tratase de una sarta de coincidencias, señor Dael —dijo Shansfor con precipitación, agitando las manos como para acallar a su superior—. Tiene que hacer un esfuerzo por contemplar esto desde el punto de vista de una mente sana. Nosotros no creemos en las coincidencias. Permítame pasar al siguiente y último punto, sobre el que descansa el aspecto más crucial del asunto, si me permite la expresión.

»La etiqueta de esta reyerta galáctica tan increíble, afirma Israel, obliga a un exilio de por vida a un almirante o cualquier otro pez gordo, en caso de ser capturado por el enemigo. Como podrá esperarse en este caso, el exilio mismo es ya un asunto complicado, una mezcla de clemencia y crueldad. El exilio consistió en borrar su nombre de la civilización y en abandonarlo en un planeta, sin ningún recurso ni recuerdo. Antes de ser depositado en este planeta, fue tratado por medios hipnóticos para que adoptara el idioma del planeta o país en que quedara desterrado. Ello absuelve magníficamente a Israel de la posible acusación de conocimiento perfecto de una lengua extraña.

—¡Lo está tratando de mentiroso! —exclamó Davi con amargura.

—No —le contradijo Shansfor—. Me está usted malinterpretando. Nosotros estamos convencidos de que él cree genuinamente en todo lo que dice. Pero recuerde, y esto constituye otra escapatoria para él, que no puede hablar el idioma galáctico porque le fue borrado cuando sus enemigos le empotraron el nuestro en la garganta.

»No obstante, por abominable que parezca, esto es la parte más pequeña del edicto del exilio. Según Israel, estaba estipulado que los exiliados serían únicamente abandonados en planetas ajenos a la federación galáctica, planetas demasiado primitivos para haber desarrollado poco más que los rudimentos de lo que él llama viaje espacial “mecánico”; en tales lugares tienen que sobrevivir entre los nativos hostiles de la forma que mejor puedan. En otras palabras, Bergharra y la Tierra son la idea galáctica que Israel tiene del infierno.

—¿Y por qué encuentra usted eso tan abominable? —preguntó Davi.

—¿Por qué? Porque sugiere con demasiada evidencia la fabricación de una mente culpable que intenta castigarse atrayendo sobre sí un sufrimiento eterno. Es un modelo de castigo que solemos encontrar aquí muy a menudo.

Antes de que Davi pudiera recuperarse lo suficiente para replicar, Uatt se puso de pie, se alisó un cabello imaginario en la calva cabeza y tomó la palabra.

—De modo que aquí tiene el caso Israel, Dael —dijo—. Es una criatura enferma, acosada por un fantasma persecutorio. Confío en que sabrá usted apreciar, aunque me temo que no basta con mi confianza, los esfuerzos con que hemos tratado este asunto y la limpieza con que hemos conseguido atar los cabos sueltos.

—Aunque plausible —dijo Shansfor, incorporándose también y abotonándose la túnica para dar por finalizada la reunión—, Israel se nos revela sin vacilación como desesperada e incluso peligrosamente desequilibrado. Excusando mi candidez, difícilmente encontramos en el informe algún fragmento en que el desequilibrio no esté presente en mayor o menor medida. Y aún no hemos desentrañado todos los puntos oscuros. Esta clase de cosas exigen tiempo y paciencia.

—Dé a la policía un poco más de tiempo —dijo el Archihermano con deleite— y probablemente nos enteraremos de que se trata de un vulgar asesino bajo el efecto de una amnesia expiatoria.

—¡Oh, Israel! ¡Tú un vulgar asesino! ¡Ciertamente, los hostiles nativos te han atrapado en sus redes brutales y sucias! ¡Deberías haber venido cincuenta millones de años antes: el hombre de Neanderthal se habría mostrado contigo más comprensivo y misericordioso!

Davi alzó la mirada al techo y se llevó las manos a la cara. La sangre le corría bullente por las venas como una catarata. Durante un momento pensó en arrojarse sobre Inald Uatt. Luego, desesperanzado, bajó las manos.

—Tengo que ver a Israel —dijo con voz apagada.

—Eso no será posible —dijo Uatt—. Tenemos que trasladarlo a un lugar más tranquilo; puede resultar peligroso.

—¿De veras? —dijo Davi. Con los dedos tensos se abotonó la túnica.

El Archihermano y Shansfor, permanecieron juntos cerca del fuego, esperando educadamente que Davi se marchara. Davi, el único hombre que creía en Israel, derrotado, quedó plantado frente a ellos, apoyándose desgarbadamente ora en un pie ora en el otro. Al cabo, optó por suspirar y volverse para abandonar el lugar sin ninguna palabra de agradecimiento. Alcanzó a ver el marchito ranúnculo prendido de su pecho; ¡cómo tenía que haber divertido a los fulanos! Sin embargo, Davi sentía oscuramente que existía en el ranúnculo un débil eslabón entre la salud y la galaxia.

Repentinamente comprendió la deliberada crueldad del exilio de Israel, la amargura de permanecer en medio de una gente incapaz de comprenderle.

—¡Voy a llamar a los periódicos de Nueva Unión a ver si pueden echarme una mano! —dijo resueltamente.

—¡Una idea excelente! El sentimentalismo y lo tremendo son lo suyo —replicó el Archihermano, pero Davi se había ido ya.

Caminando por la pasarela sin mirar, se encaminó a la ciudad. Un viento frío le hizo temblar y aquello le recordó que había dejado en alguna parte de la nave su capa de piel. Pero era ya demasiado tarde para volver por ella. Sobre su cabeza, a través de las nubes inconsistentes, las estrellas de la galaxia brillaban con terrible avidez.