Inevitablemente cambiaron los tiempos. Bajo un régimen nuevo, con ásperas leyes de responsabilidad personal, la habilidad para viajar a través del tiempo se atrofió; pronto quedaron solas las máquinas. Su capacidad de supervivencia fue decreciendo. Al cabo de unos pocos siglos esas viejas materias serían útiles para el adorno y para la pesadilla.
NO FUE UN PROCESO LIMPIO
Es comprensible que no estuviera inclinado a prestar mucha atención, pero no fue un proceso limpio. Hubo desconfianza y demasiada prisa furtiva. El juez, el abogado y el jurado se las arreglaron para ser lo más breve y explícito posible. Yo no dije nada, pero sabía por qué; todo el mundo quería volver a los bailes.
De modo que no pasó mucho rato hasta que el juez se levantara y pronunciara sentencia:
—Alexander Abel Ybo, esta corte lo encuentra culpable de haber asesinado a Parowen Scryban por segunda vez.
Pude haberme reído sonoramente. Estuve a punto de hacerlo.
Prosiguió:
—Queda, por tanto, condenado a morir por estrangulamiento por segunda vez; esta sentencia será ejecutada en el curso de la semana próxima.
Por toda la corte corrió un murmullo de excitación.
En cierto sentido, incluso me sentí satisfecho. Había sido un caso poco común: pocas personas corren el riesgo de afrontar la muerte por segunda vez; la primera vez que mueres te lo pintas con los colores más negros, si no peores. Durante un minuto apenas, la corte permaneció inmóvil; luego se despejó con una prisa casi indecente. Al poco rato me quedé allí solo.
Yo, Alex Abel Ybo —o él, aproximadamente— bajé cuidadosamente el estrado de los acusados y atravesé la polvorienta sala hasta alcanzar la puerta. Mientras lo hacía me miré las manos. No temblaban.
Nadie se molestó en detenerme. Sabían que podían echarme el guante tan pronto estuvieran preparados para ejecutar la sentencia. Todos me tenían bien grabado en su memoria en Unión y no tenía dónde ir. Yo era el hombre con el pie tullido que no podía bailar; nadie me confundiría con ningún otro. Únicamente yo podía hacer eso.
Fuera, bajo la oscura luz solar, la maravillosa mujer me esperaba con su marido, me esperaba en las escaleras de la corte. Al verla, la vida me volvió a las venas dañándome. La saludé alzando la mano, como acostumbraba.
—Hemos venido para llevarte a casa, Alex —dijo el Marido echando a andar hacia mí.
—No tengo casa —dije, dirigiéndome a ella.
—Me refiero a nuestra casa —me informó él.
—Elucidación aceptada —dije—. Llévame lejos, llévame lejos, llévame lejos, Carlomagno. Y déjame dormir.
—Necesitas dormir después de lo que has pasado —dijo él. Vaya, casi estaba simpático y todo.
A veces lo llamaba Carlomagno porque mentalmente hago un reparto histórico de personajes; a veces solamente Charley. O Cheeps[5], o Jags[6], o Jaggers[7], o lo que fuese, según mi humor. Él parecía perdonármelo. Quizás hasta le gustaba: no lo sé. Hay mucho que hablar sobre el magnetismo personal; a mí me ha llevado tan lejos que ni siquiera recuerdo los nombres.
Detuvieron un taxi que pasaba y subimos en él. Era un verdadero cachivache. Ya se sabe: ¿francés? Circa mil setecientos ochenta: tiempo atrás, antes de que los siglos se embarrasen con las grandes guerras. El Marido se sentó a un lado, la Esposa al otro, ambos sosteniéndome un brazo como si temiesen algún arrebato de violencia por mi parte. Les dejé hacerlo aunque la idea me divirtió.
—¡Muy bien, amigos! —dije irónicamente. A veces los llamaba «padres» o «discípulos», o quizá «pacientes». Cualquier cosa—. Parecéis más viejos —dije.
La maravillosa estaba llorando levemente.
—¡Mírala! —dije al Marido—. Está tan encantadora cuando llora, que blasfemaría. Pude haberme casado con ella, tú lo sabes bien, de no haber estado ocupado. Dile tú, criatura maravillosa, dile a tu marido de qué forma te rechacé.
Ella dijo entre sollozos:
—Alex decía que tenía cosas más importantes que hacer que dedicarse al sexo.
—De manera que tienes que darme las gracias —le dije a él—. Fue un sacrificio inmenso, pero me alegra veros tan felices. —A menudo la llamaba Perdita. Parecía irle de perlas. Él se rió al oír lo que dije y al momento estábamos todos riendo. Sí, estar vivo era una delicia; yo sabía que les hacía sentir la delicia de estar vivo. Eran personas leales. Tenía que pagarles con algo: el oro y la plata me eran desconocidos.
El carricoche se detuvo frente al local de Charles: la Residencia del Marido, por decirlo más cabalmente. ¡Oh, los nombres que he puesto al lugar! Alguien debiera haberse dedicado a coleccionarlos. Era una de esas casas-colmena invertidas: habitación por puerta y ascensor en la planta baja, pero, cuando llegabas al quinto piso, podías meter allí una pista de baile. Arriba, arriba. Subimos hasta la quinta planta. No había sexta; de haber existido habría subido así de volador me sentía. De todos modos, pregunté por ella, pero sólo para ver resplandecer a la maravillosa. Me gustaba gastarle bromas, incluso cuando no me encontraba de humor para ello. Podía decir que aún me amaba lo suficiente como para sentirse picada.
—Ahora hagamos un milagro con vuestros amados jades —dije, al salir del ascensor y penetrando en la sala de estar.
Cogí una vasija vacía de un estante bajo y escupí en el interior. ¡Ah, el viejo truco persistía! Al instante se llenó de vino, dulce y con aspecto de sangre. Bebí un trago y lo encontré delicioso.
—¡Toma, pruébalo, Perdy! —le dije a ella.
La maravillosa M. Volvió la cabeza con melancolía. No tocaría la vasija. Podía comerme cada filamento de su cabellera: impertérrita, seguiría siendo incapaz de ver el vino. De veras creía yo que ella no podía ver el vino.
—Por favor, no vayamos a lo mismo otra vez, Alex —me imploró con debilidad. La poca fe, ya se sabe: la vieja historia. (He de recordar un chisme que oí el otro día.) Coloqué el culo en una silla y la pata mala en la otra y me enfurruñé.
Se aproximaron y me rodearon… pero no demasiado cerca.
—Acercaos más —insté, mirándolos con las cejas fruncidas y haciéndome el gruñón—. No voy a haceros daño. Sólo mato a Parowen Scryban, ¿recordáis?
—Tenemos que hablarte de eso —dijo el Marido con desesperación. Pensé que se había vuelto chocho.
—Creo que das la impresión de haber envejecido, Perdita —dije—. A menudo también a él lo llamaba Perdita[8]; vaya, hombre, a veces parecían tan contristados que no podías dirigirte a ellos por separado.
—No puedo vivir eternamente, Alex —replicó él—. Ahora, intenta concentrarte en ese crimen, ¿quieres?
Agité una mano e hice lo posible por eructar. A veces los eructos me suenan a barco que zarpa y se despide.
—Hacemos lo que podemos por ayudarte, Alex —dijo él. Lo escuchaba aunque tenía los ojos cerrados; ¿puedes hacer tú eso?—. Pero sólo podremos mantenerte fuera de líos si cooperas. En el baile está la causa; nada te traiciona como el baile. Tienes que prometer que te mantendrás alejado de él. De hecho, queremos que nos prometas que nos permitirás ejercer sobre ti alguna clase de retención. Para mantenerte alejado del baile. Algo del baile…
Hablaba y hablaba y todavía podía oír sus palabras. Pero estaban ocurriendo otras cosas. La palabra «baile» se interpuso en el camino de todas las demás palabras. Provocó una especie de revoloteo bajo mis párpados. Extendí la mano y tomé la de la mujer maravillosa, tan blanda, tan ardiente, y me dediqué a ver bailar la palabra «baile». Traía su propio ritmo y daba saltos en mi cabeza como un globo ocular. El ritmo se hizo más intenso, él estaba gritando.
De pronto me levanté y abrí los ojos.
La mujer M. estaba tendida en el suelo, muy pálida.
—Muchacho, apretaste demasiado fuerte —susurró.
Pude ver que su pequeña mano era la única cosa roja que poseía.
—Lo siento —dije—. Me pregunto por qué no me contuvisteis. —No pude remediarlo y me eché a reír. Me gusta reír. Puedo reírme hasta cuando no hay nada divertido. Incluso cuando vi sus rostros seguí riendo como un idiota.
—¡Ya está bien! —dijo el Marido. Por un momento me miró como si me hubiera golpeado. Pero me estaba riendo tanto y tan a gusto que no lo reconocí. Tenía que hacerles bien el ver que me divertía a mi propia costa; ambos necesitaban estímulo, si se me permite la observación.
—Si dejas de reír te llevaré al club —dijo él, sobornándome suciamente.
Me detuve. Siempre sé cuándo detenerme. Con toda la humildad posible: es un don natural que poseo.
—El club es el lugar que me corresponde —dije—. Ya tengo un pie a medio camino[9]. ¡De veras, de veras, te digo que podemos ir!
Me levanté.
—Conducidme, leales porteadores, señores de humildes vasallos —ordené.
—Iremos tú y yo solos, Alex —dijo el Marido—. La mujer maravillosa se quedará aquí. Tiene que ir a la cama.
—¿Qué va a buscar allí? —bromeé. Lo seguí hasta el ascensor. Sabe que no me gusta permanecer en un sitio mucho rato.
Cuando llegáramos al club, lo sabía muy bien, querría estar en algún otro lugar. Eso es lo peor de tener una misión que cumplir: te convierte en alguien terriblemente intranquilo. A veces me encuentro intranquilo hasta sentirme morir. La gente ordinaria no sabe lo que esa palabra significa. Pude haberme casado con ella de haber sido yo un hombre ordinario. A esto se le llama destino.
Pero el club estaba muy bien.
Penetramos en él. Cojeé. Estoy seguro de que cojeé de lo lindo.
El club tenía una cronopantalla. En eso, debo admitirlo, radicaba mi único interés por el club. No me preocupan las mujeres. Ni los hombres. Me refiero a los hombres y mujeres vivos. Sólo me divierto con ellos cuando retroceden en el tiempo.
Esa noche —iba a decir «esa noche especial», pero nada había especialmente especial en ella— la cronopantalla había sido enfocada abruptamente a ciento sesenta siglos en el pasado. Creo que lo que se veía era la Guerra de Color, a juzgar por las ropas femeninas y los muchos impactos subterráneos. Un inmenso gentío miraba la pantalla cuando Perdita Caesar y yo entramos de manera que fingí no haber visto nunca una pantalla de aquel tipo. Ya me conocéis: Choteo, S. A.
—Los tele-ojos que retroceden en la historia consumen una fabulosa cantidad de poder energético por segundo —le dije en voz alta, en un tono que sugería una deglución de atizador de lumbre—. Es verdaderamente caro, porque cuanto más retrocede más gasta. Lo que significa que los ciudadanos medios no pueden permitirse el lujo de comprar pantallas y tele-ojos, al igual que tiempo atrás no podían disponer de cines privados. Por fortuna, este club es muy rico. Sus miembros duermen por la noche en jergones de oro.
Varias personas habían vuelto ya la cabeza para mirarme. César bajaba la suya y me hacía señas con los ojos.
—Los tele-ojos vuelven a la gente cada vez más idiota; en estos días, no hay dios que pueda obtener una imagen histórica que vaya más allá de veintitrés mil años retrospectivos —le dije—. A causa de las limitaciones de la ciencia, podemos ver a mi tocayo Alejandro el Magno, pero no a los hombres que levantaron las primitivas pirámides. La ciencia, tú lo sabes bien, es un sistema que con una mano te da y con la otra te quita.
No pudo responder con ingenio. Proseguí:
—En estos días degenerados, gracias a las antedichas limitaciones, también se muestra incapaz de enviar seres humanos al pasado más allá de una semana. Y aun eso cuesta tanto que sólo los del gobierno pueden hacerlo. Y, como habrás oído, nada puede ser enviado al porvenir: ¡no existe el futuro!
Tuve que reírme. Era divertido y bastante espontáneo.
Mucha gente me daba berridos y César Borgia me tiraba del brazo llamándome al orden.
—¡No quiero estropear la diversión de nadie! —exclamé—. Seguid con vuestra contemplación; yo proseguiré mi charla.
Pero no tenía ganas de hablar a un montón de bobalicones como los que allí había. De modo que me senté sin decir ni una palabra más, viendo cómo el Borgia se dejaba caer a mi lado con un suspiro de alivio. De repente, me sentí muy, muy triste. La vida sólo es lo que todo esto era; en cierta ocasión pude casarme con la mujer de este marido.
—Físicamente, puedes retroceder una semana —susurré—, óptimamente dos mil trescientos siglos. Es muy triste.
Era muy triste, la gente que aparecía en la pantalla también era muy triste. Vivía en malos tiempos y, tal como aprecia, no le sacaba mucho jugo a su circunstancia. Intenté llorar por aquella gente, pero fracasé porque al instante me parecieron sólo dibujos animados. Vi los individuos como hechos en serie, enclavados allí, algunas generaciones antes de que el leer y el escribir hubieran muerto y los grilletes de la instrucción abandonaran por siempre el mundo. Pocos se preocupaban por los modelos históricos, que son mucho más importantes de cualquier culturalismo jamás inventado.
—Se me ha ocurrido una idea y quiero explicártela, Cheezer —dije. Era una buena idea.
—¿No puede esperar? —preguntó—. Me gustaría ver ese episodio. Es sobre la Fidelidad Afro-China.
—Debo contártela antes de que la olvide.
—Adelante —dijo con resignación, al tiempo que se incorporaba.
—Me eres demasiado leal —protesté—. Me ofende eso. Se lo comentaré a san Pedro, vaya si lo haré.
Tan dócil como sería de tu gusto, lo seguí hasta una antesala. Se sirvió un poco de bebida de un hombre automático en una esquina. El tipo estaba temblando. Yo no temblaba, aunque en la retaguardia de mi cacumen acechaban muchas cosas para hacer temblar a cualquiera.
—Adelante y di lo que tengas que decir —me espetó oscureciendo mis ojos con su mano. Le he visto usar ese truco antes; lo utilizó antes de que yo matara a Parowen Scryban la primera vez. Mi memoria funciona bien, sólo que tiene lagunas.
—He aquí mi idea —dije, intentando recordarla—. Una idea… ah, sí. La historia. Se me ha ocurrido al ver esa gente del siglo veintidós. La mitología es la clave de todo, ¿no? Quiero decir que un hombre, cualquier hombre, en cualquier período, construye siempre su vida a tenor de una serie de mitos, ¿no? Bien: en nuestro mundo, el mundo que hemos heredado, los mitos aceptados fueron de índole religiosa hasta, más o menos, el diecinueve. Por entonces, una mayoría de europeos estaban alfabetizados, o a punto de serlo, y durante varios siglos los mitos se convirtieron en mitos literarios: la tragedia dejó de ser la diferencia entre la gracia y la naturaleza para convertirse en la diferencia entre el arte y la realidad. Es una idea de envergadura, ¿no, Squeezer[10]?
Julio bajó las manos. Estaba interesado. Pude ver cómo se interrogaba acerca de la continuación. A duras penas la sabía yo mismo.
—Luego, los cacharros mecánicos, televisión, ordenadores, exploradores de todo tipo, abolieron lo literario —dije—. Para llenar el vacío dejado, vinieron las cronopantallas, si es que puedo hablar con esquemas. Nuestras mitologías son ahora históricas: la tragedia se ha convertido sencillamente en un fracaso para ver el futuro.
Me incliné hacia él e hice una reverencia, sin dejar que supiera que yo estaba más allá de la tragedia. Se limito a quedarse sentado. Nada dijo. A veces cae sobre mí tal aburrimiento, que difícilmente puedo luchar contra él.
—¿Te suena mi razonamiento? —pregunté. (Dos mujeres echaron un vistazo a la sala, me vieron y se largaron corriendo. Deben haber sentido de alguna manera que no las deseo, de otro modo se habrían acercado hasta donde estoy; soy joven y guapo: aún no he cumplido los treinta y tres.)
—Tus razonamientos nunca están del todo mal —dijo Marco Aurelio Marconi—, lo que pasa es que nunca conducen a ninguna parte. Y, por Dios, estoy tan cansado.
—Este breve razonamiento lleva a una parte. Te ruego que me creas, Santo Romano —dije, cayendo de rodillas ante él—. Lo que te he venido explicando es la filosofía del estado Solite. Ahí tienes por qué, pese a prescribir pena de muerte para los delitos serios, como matar a un bastardo llamado Parowen Scryban, se retrocede en el tiempo al día siguiente y se suspende la ejecución. Es creencia establecida que debes morir por tu crimen, ¿no? Pues aún se cree con mayor profundidad que todo hombre debe afrontar su destino. Ellos, nosotros hemos visto demasiadas muertes prematuras en las cronopantallas. Romanos, celtas, incas, ingleses, israelitas. Todas las razas. Los individuos: muertos demasiado pronto, fracasando en su empeño por cumplir…
Oh, lo admito, estaba llorando en sus rodillas en aquel momento, aunque disimulándolo bravamente con ladridos caninos: un perro danés. Hamlet. No en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos. (He observado la firma W. S. bajo esa frase.)
También lloraba porque pensaba en que la policía vendría puntualmente la semana siguiente para liquidarme y resucitarme nuevamente, según lo previsto por la sentencia. Estaba recordando a qué me supo la última vez. Lo recordaba siempre. Hicieron que durase mucho.
Hicieron que durase mucho. Aunque luchaba, no podía moverme; los policías sabían cómo sujetar a un hombre. Mi tráquea fue bloqueada, según exigía la sentencia de la corte. No más oxígeno para mí, ningún O para A. A. Ybo.
Luego, al parecer, comenzaron a venir los recuadros. Los primeros fueron menudos, más grandes los sucesivos. Eran recuadros negros, todos negros. Me penetraban y circundaban más y más rápido. ¡Te estoy diciendo lo que sentí, por Dios! Y bloqueaban el universo entero y total, negro y rojo, rojo sobre negro. Con los pulmones atascados, rígidos por aquellos recuadros… me alejé del mundo. ¡Muerto!
Penetré en el limbo y descendí a los infiernos.
No digo que no ocurrió nada, pero el caso es que no podía aprehender lo que allí sucedía, porque era incapaz de participar en ello. Luego estuve vivo otra vez.
Una vez más, abruptamente, se trataba del día anterior al estrangulamiento: el agente del gobierno había retrocedido en el tiempo para rescatarme, de modo que, desde cierto punto de vista, yo no había sido estrangulado. Pero seguía recordando cómo ocurría: los recuadros, el limbo. No me vengas ahora con paradojas. El gobierno gastó varios billones de megavoltios enviando a morir a aquel tipo por mí y esos megavoltios valen lo que todas las paradojas del mundo. Estuve muerto y luego nuevamente vivo.
Sentenciado una vez más. No me maravilla que haya pocos delitos hoy en día: la amenaza de tan horrible experiencia echa atrás a muchos criminales. Pero yo tenía que matar a Parowen Scryban; nada más se desplazaban al pasado y me resucitaban después de perpetrado mi asesinato, yo me sentía impulsado a buscar a mi víctima y acabar con ella nuevamente. Llámalo obligación moral. Nadie me comprende. Es como si estuviera viviendo en un mundo hecho con mi propia sustancia.
—¡Álzate, álzate! ¡Me estás fastidiando los tobillos!
¿Dónde había oído antes aquella voz? Por lo menos no podía ignorarla por mucho tiempo. Siempre que intentaba recordar, las voces se interrumpían. Dejé de masticar lo que estuviera masticando, abrí los ojos y me incorporé. Estaba en una habitación: ya había ocupado antes otras habitaciones. Un hombre estaba inclinado hacia mí; no lo reconocí. Era simplemente un hombre.
—Pareces haber envejecido —le dije.
—Gracias a Dios, no vivo eternamente —dijo—. Ahora levántate y vamos a casa. Tienes que meterte en la cama.
—¿A qué casa? —pregunté—. ¿Qué cama? En el gentil nombre de quien sea, ¿quién puedes ser tú?
Parecía enfermo.
—Llámame Adán —me dijo morbosamente.
Entonces le reconocí y fui con él. Habíamos estado en una especie de club; nunca me dijo por qué. Todavía ignoro por qué fuimos a aquel club.
La casa a la que me condujo estaba conformada como una colmena cabeza abajo y penetré en ella como un borracho. Un borracho patizambo.
El maravilloso extraño me condujo hasta un ascensor y luego hasta una mullida cama. Me desnudó y me introdujo en aquella mullida cama tan amablemente como si se hubiera tratado de su hijo. Realmente estoy impresionado por la amabilidad que los extraños me manifiestan; magnetismo personal, supongo.
Yací en la cama de la colmena invertida todo el tiempo que pude. Luego, las tinieblas fueron haciéndose densas y compactas y pude imaginar todos los gruesos y veloces cuerpos alados de las abejas en las celdas. Un minuto más y me lanzaría de cabeza contra ellas. Tenazmente, luché por resistir, pero un hombre no puede aguantar eternamente.
Sobre manos y rodillas me lancé fuera de la cama y fuera de la habitación. Rápida, suavemente, cerré la puerta a mis espaldas; no escapó ni una abeja.
Había gente que hablaba en una habitación iluminada al otro lado del pasillo. Gateé hasta el umbral, miré y escuché. El maravilloso extraño hablaba con la mujer maravillosa; llevaba un vestido de noche y una mano vendada.
Decía ella:
—Tendrás que ver mañana a las autoridades y hacerles la petición.
Decía él:
—No comportará ningún beneficio. No puedo hacer que cambien las leyes. Tú sabes eso. Es desesperanzador.
Yo me limitaba a escuchar.
Dejándose caer en la cama, el hombre enterró la cara entre las manos para alzarla luego y decir:
—La ley insiste en la responsabilidad personal. Tenemos que hacernos cargo de Alex. Lo que vivimos es un reflejo del tiempo; gracias a las cronopantallas hemos conseguido, nos guste o no, perspectivas históricas. Hemos llegado a ver que toda la locura del pasado se debía a fracasos de responsabilidad personal. Nuestras leyes, naturalmente, tienen miedo de enmendar ese aspecto y como resultado la negligencia redunda en perjuicio nuestro.
Suspiró y añadió:
—Lo triste es que incluso Alex se da cuenta. Me ha hablado en el club con mucho sentimiento sobre la imposible evasión al futuro.
—Lo que más me apena es cuando se pone sentimental —dijo la mujer doblemente maravillosa—. Hace que te des cuenta de que aún es capaz de sufrir.
El hombre tomó la mano vendada de la mujer casi como si se resintieran de un dolor y esperasen verlo aliviado por el simple hecho de compartirlo.
—Por la mañana iré a ver a las autoridades —prometió él— y les pediré que permitan que la ejecución sea final: que no siga suspendiéndose indefinidamente.
Pero aquello no pareció satisfacerla.
Quizá, como yo, se sentía incapaz de decir sobre qué estaban hablando. Negó con la cabeza misericordemente.
—Si no hubiera sido por su pie torcido —dijo—. Si no hubiera sido por eso, podría haber hecho saltar la enfermedad fuera de sí.
Su rostro hacía más y más muecas.
Fue suficiente. Más.
—Reíd y engordad —sugerí. Grazné, porque mi garganta estaba seca. Mis glándulas están siempre como balas. Aquello me recordó una rana, de modo que salté espontáneamente al interior de la habitación. No se movieron; me senté con ellos en la cama.
—Juntos de nuevo —dije.
No se movieron.
—Vuelve a la cama, Alex —dijo la de las maravillas, con voz suave.
Me estaban mirando; el cielo sabe qué querían que dijera o hiciese. Permanecí donde estaba. Un pequeño reloj verde sobre un anaquel verde marcaba las nueve en punto.
—¡Oh, cielo santo! —exclamó el doble yo—. ¿Qué nos deparará el futuro?
—Doble mentón para ti, doble ego para mí —bromeé. El reloj verde marcaba las nueve y un minuto. Me sentía como si la manecilla de las horas fuera lenta, lentamente desentrañándome.
Si esperaba lo suficiente sabía que pensaría en algo. Me hablaron mientras pensaba y esperaba; lo bueno es que imaginaban que lo que estaban haciendo se me escapaba, pero no iba a hacerles daño. Representaban el bien. Son las mejores personas del mundo. Lo que no quiere decir que tenga que hacerles caso.
El pensamiento sobre el reloj llegó por fin. Divina revelación.
—El baile será ahora mismo —dije, enderezándome como un cortaplumas.
—¡No! —exclamó el Marido.
—¡No! —exclamó Perdita.
—Parecéis más viejos —les dije. Es la frase favorita de todo mi repertorio.
Corrí hacia fuera de la habitación, cerré la puerta tras de mí, corrí renqueando por el pasillo y me metí en el ascensor. Con demora infinitesimal apreté el botón justo y me hundí hasta llegar al nivel del suelo. Allí dejé abierta la puerta de rejas trabándola con una silla, lo que dejó el ascensor fuera de funcionamiento.
La gente de la calle no se preocupó de mí. Los imbéciles no advertían quién era yo. Nadie me dirigió la palabra mientras corría, de manera que, obvio, repliqué con la misma moneda.
Así, llegué al área del baile.
Toda comunidad posee su área de danza. En Unión hay tres. Piensa en lo que, cosas como el drama, la contienda de gladiadores, la declamación y el deporte, han significado en el pasado. Todo esto ha convergido, en nuestros días, en el baile, inevitablemente, pues sólo a través del baile —nuestra clase de baile— puede ser interpretada la historia. Y la interpretación de la historia constituye nuestro ser, porque a través de las cronopantallas observamos que la historia es la vida. Vive rodeándonos y así bailamos nosotros. A menos que tengamos los pies cojo-cojo-cojidoblidoblados.
Se estaban practicando muchos bailes en los treinta campos permanentes. Estos campos estaban separados unos de otros al azar, de manera que espectadores y danzantes podían ir de uno a otro y captar el sentido de conjunto, que es el sentido que te transmiten las cronopantallas.
Esto es, de la historia, cosa que amo con locura. No pertenece al pasado: prosigue eternamente. Cleopatra yace por siempre entre los acaramelados brazos de Antonio, Sócrates bebe continuamente su cicuta. Sólo tienes que mirar la pantalla adecuada o la adecuada danza.
La mayoría de los bailarines eran aficionados, aunque este término significa poco donde todo el mundo baila según sus reglas siempre que puede. Estaba yo en medio de una aglomeración y observaba. Los movimientos más vivos poseen un efecto vertiginoso; me excitan. A un costado mío, Marco Polo camina exultante a través de Catay hasta Kublai Kan. Más allá, cuatro niños que representan los satélites de Júpiter se desplazan para encontrar la sombría figura de Galileo Galilei Al otro costado, el poeta persa Firdusi parte para su exilio de Bagdad y Suryavarman construye el hermoso palacio de la anciana Angkor. Más allá aún, alcanzo a ver un retazo de Heyerdahl volviéndose hacia el temporal.
Y cruzan por mis ojos balsa, telescopio, pagoda, palacio, palma, todo confundido y mezclado. ¡Ése es el sentido! ¡Si pudiera bailarlo tan sólo!
No puedo quedarme quieto. He aquí mi intranquilidad nuevamente, mi única compañía. Me muevo, los ojos en blanco. Rodeo los campos de baile o los cruzo y me mezclo entre los bailarines. Algo me empuja, algo que no puedo recordar. Ahora ya no puedo recordar quién soy. He ido más allá de la mera identidad.
Por todas partes, el baile es frenético, acompasa el ritmo de mi corazón. No haré daño a nadie, excepto a una persona que me hirió para siempre. Es a él a quien debo encontrar. ¿Por qué bailan tan rápido? Los movimientos me hacen dar tumbos.
Ahora corro a un espejo. Está instalado sobre un campo lleno de gente. Lucho con la criatura que ha sido apresada por el espejo creyendo que es auténtica. Comprendo entonces que es sólo un espejo. Sacudiendo la cabeza, me aclaro la sangre que hay tras mis ojos y me contemplo. Sí, soy inconfundiblemente yo. Y recuerdo quién pensaba ser.
La primera vez que descubrí quién me creía ser fue cuando, de niño, asistí a uno de los dramas más impresionantes. ¡Y estaba allí, capturado por las cronopantallas! Llegaban soldados y centuriones y con ellos una multitud jactanciosa. El cielo se estaba oscureciendo mientras tres cruces eran plantadas en tierra. Y cuando vi al hombre que crucificaban en la cruz central supe que yo tenía su rostro. Supe que yo era él.
Y aquí está ahora, el mismo rostro sublime, mirándome con dolor y piedad desde el cristal. Nadie me cree; ya no he de decirles nunca más quién creo ser. Pero hay una cosa que tengo que hacer. Y debo hacerla.
De manera que me lanzo otra vez a la carrera cojeante sabiendo con exactitud qué es lo que busco. Mirando, rodeo los grandes campos, los pilares, los paneles de cemento y plástico.
Helo aquí. Los profesionales bailan este drama, mi drama, tan difícil, intrincado y triste. Pilato de gris paloma, María Magdalena se mueve en verde, azul es la túnica de Pedro. Hordas de bailarines me rodean representando las turbas indiferentes. ¡Yo no estoy indiferente! Mis ojos arden en medio de ellos, buscando. Entonces descubro al hombre que busco.
Acaba de salir de la pista para descansar hasta que suene la señal de su último baile. Lo sigo cuidándome de no ser visto, como un cangrejo en la espesura.
¡Sí! ¡Es igual que yo! Es mi viva imagen y en consecuencia reproduce la cara de aquel otro. No obstante ahora está cubierta de maquillaje, rosado y cera, de modo que, cuando le da la luz, tiene el aspecto de un cadáver.
Me acerco lo suficiente para comprobar la espesa suciedad de su piel, con tiznes y regueros provocados por el sudor y los movimientos. Bajo esa piel, el verdadero rostro se me aparece con claridad; pese al maquillaje plástico representa a Judas.
¡Poseer el rostro del otro y hacer el papel de Judas! Es la más terrible de las infamias. Pues éste es Parowen Scryban, muerto dos veces a mis manos por representar esta blasfemia. Consuela un poco saber que, pese a las incursiones del gobierno en el pasado para salvarlo dos veces, debe recordar muy bien sus dos muertes y sin duda las recordará siempre. Ahora debo matarlo de nuevo.
Mientras se desplaza hacia una sala de descanso, lo atrapo. Ah, mis dedos resbalan sobre la viscosa capa rosada, pero debajo la piel es firme. Es un hombre pequeño, esmirriado, cansado por la agitación de la danza. Cae de bruces y yo caigo con él.
Ya lo he matado, aunque dentro de pocas horas vendrán, irán por él y lo rescatarán, y todo quedará como si nada hubiera ocurrido. No importan los gritos: sólo apretar. ¡Apretar, amado Dios!
No me preocupo cuando los golpes llueven sobre mi cabeza. Scryban ya estará muerto, el muy traidor. Me aparto de él y dejo que muchas manos me introduzcan en una camisa de fuerza.
Hay muchas luces sobre mis ojos. Muchas voces hablan. Yo me limito a estar allí, pensando en que he reconocido dos de las voces, una de hombre, la otra de mujer.
Dice el hombre:
—Sí, Inspector, sé que ante la ley los padres son responsables de la conducta de los hijos. Buscamos frenéticamente a Alex, pero ocurre que está loco. ¡Es un retrasado! Yo… por Dios, Inspector, odio ese engendro.
—¡No digas eso! —grita la mujer—. Haga lo que haga, es nuestro hijo.
Lo dicen con voz demasiado aguda para ser cierto No creo en aquello por lo que se arma semejante barullo. Así que abro los ojos y los miro. Ella es una mujer maravillosa, pero no la reconozco, como tampoco reconozco al hombre; no me interesan. A Scryban sí lo reconozco.
Está frotándose la garganta. Parece un verdadero embrollo con sus dos rostros mezclados, como un Picasso. Puesto que respira, sé que han ido por él y lo han vuelto a salvar. No importa: lo recordará, lo recordará siempre.
El hombre al que llaman Inspector (¿y quién, pregunto, querría un nombre así?) se dispone a hablar a Scryban.
—Tu padre dice que eres el hermano de este loco —dice a Scryban. Judas tiene gacha la cabeza debido a los continuos masajes que prodiga a su cuello.
—Sí —dice. Está tan tranquilo como la mujer que chillaba; de qué manera tan extraña cambia la gente—. Alex y yo somos hermanos gemelos. Hace años cambié de nombre… la publicidad, ¿sabe? perjudica mi profesión.
Qué terriblemente hastiado y aburrido me siento.
¿Quién es hermano de ese hermano, me pregunto, y quién hijo de esa madre? Tengo suerte: no estoy emparentado con nadie. Triste compañía esas personas. La más triste del universo.
—Tienes pinta de haber envejecido —exclamo repentinamente.
Esto hace que el Inspector se me aproxime, cosa que me disgusta. Posee rodillas situadas en mitad de sus piernas. Me las arreglo para parecer uno de los tritones de un salero de Benvenuto Cellini: entonces, el tipo da media vuelta y habla con el Marido.
—Muy bien —dice—. Puedo entender que se trata de una de esas cosas de las que nadie es responsable. Haré que la suspensión temporal reciba contraorden. Esta vez, cuando el diablo muera, muerto quedará.
El Marido abraza a Scryban. La mujer maravillosa se echa a llorar. ¡Puñado de traidores! Comienzo a reír y hago mis carcajadas tan ásperas, estruendosas y horribles, que me asustan incluso a mí.
Lo que ninguno de ellos entiende es esto: resucitaré nuevamente por tercera vez.