Los Solites eran poco menos que bárbaros. Sin embargo, construyeron extrañas máquinas, y dieron con una forma de viaje temporal que les permitió regresar a épocas pasadas en busca de flora y fauna con que repoblar su mundo. Éste no es un relato sobre los viajes en el tiempo. Se centra en un anciano llamado Chun Hwa, cargado de años, que había visto demasiados cambios para dar el beneplácito a otros nuevos.

PERFIL NEBLINOSO

Yalleranda estaba en el Valle de los Manzanos contemplando al anciano a caballo. Tenía ocho años y permanecía a caballo de la encumbrada rama del árbol tan graciosamente como el anciano sobre el lomo del blanco semental. Yalleranda acabó espiando; mientras observaba al anciano, insospechadas tensiones añadieron madurez a su rostro; una indefinible, alarmante y compulsiva expresión de vejez se manifestó por entre los rasgos de su belleza infantil. Estaba enamorado de algo que acababa de descubrir; algo que veía en el anciano y que nadie más en el mundo era capaz de ver.

El nombre del anciano era Chun Hwa. Yalleranda había oído decir muchas cosas de este hombre en boca de los habitantes del pueblo. Cualquier otra cosa que supiera sobre él la había aprendido a través de la observación.

El blanco semental había escalado Perfil Neblinoso cada mañana de la semana pasada, siguiendo su sendero por entre pedrejones todavía socarrados por la antigua calcinación devastadora. Ascendía hasta la negra extensión que se perdía a un lado, mientras que por el otro, seno de ola lleno de quietud y dulzura, se divisaba el Valle. Allí se detenía el semental, hundía el hocico en la hierba y permitía que Chun Hwa, encaramado en su gran silla de montar como en lo alto de un púlpito, contemplara los dispares mundos de la buena y la mala tierra.

En aquellas ocasiones, Yalleranda subía a la pendiente más alta y se deslizaba tan silencioso como la luna azul entre los manzanos, hasta llegar al último manzano, cuyos embrionarios frutos, no más crecidos todavía que una amígdala, constituían el orgullo del Valle. Allí se encontraba tan cerca de la anciana figura recortada contra el cielo azul que se destacaba por encima del Perfil, que podía escuchar el rumor de sus ropas agitadas por la brisa. Casi podía oír sus pensamientos.

Los jóvenes piensan en las mujeres que amarán, los viejos en las mujeres que han amado: pero Chun Hwa era más viejo que estos últimos y sus pensamientos estaban encomendados a la Filosofía.

«He vivido noventa años —pensaba— y mis huesos son ahora tan débiles y transparentes como el humo. No obstante, algo queda todavía. Una esencia de mi ser perdura aún en mis entrañas: mi interioridad más recóndita: lo que todavía presenta la forma que tenía cuando era yo un niño. Es extraordinario considerar que tras todas las guerras y cataclismos de mi vida aún sigo siendo yo mismo; una continuidad ha sido preservada. Pero, ¿qué soy yo? ¿Cómo puedo saberlo? Solamente sé que cuando pienso en lo que soy me encuentro muy inquieto e insatisfecho. Si pudiera tan sólo completar mi vida propiamente…»

Miró a su entorno, torciendo sus marchitas mejillas para auxiliar a los torpes músculos de sus ojos.

A su izquierda se extendía el Valle de los Manzanos. Chun Hwa vio el torrente en sus profundidades, formando arroyuelos como estelas de caracol cuesta arriba; un poblado crecía, gorjeaba y dormitaba en la ribera del torrente. Chun Hwa gustaba de considerar aquello como rastro del presente.

A su derecha se extendían las tierras calcinadas, las que consideraba como el pasado. El paisaje, naturalmente fértil, había experimentado la destrucción de su fertilidad irreparablemente, tan irremediablemente como el fondo de una cacerola. Las armas del hombre habían llegado a ser tan destructoras como la Mano de Dios. No quedaba nada con vida, salvo dos gigantescas máquinas que se habían topado en el valle negro; allí yacían ahora, atenazadas y enmohecidas, la una contra la otra, demoliéndose lentamente ya sin odio.

Era ésta la bienaventuranza por la que Chun Hwa cabalgaba hasta situarse sobre el auténtico puente de Perfil Neblinoso: desde él podía contemplar tanto el pasado como el presente. Era como contemplar las dos caras de la naturaleza del hombre, la negra y la verde.

«La existencia se ha convertido en demasiado terrible —pensó—. La parte mala no debe emerger de nuevo. Nunca más.»

Pero no tenía idea de cuánta extensión temporal pudiera abarcar su «nunca más». He aquí por qué deseaba adentrarse en el futuro.

De modo que permaneció allí durante mucho tiempo, preguntándose por la vida y la muerte. El muchacho lo contemplaba, como un pájaro contempla una piedra, y se pregunta por qué es una piedra.

No hay solución al problema del pájaro.

Chun Hwa comía eventualmente algunos alimentos que llevaba en cuencos de porcelana dentro de una caja.

—Vamos ya. Pata de Cuero —exclamaba una vez vueltos a empaquetar los cuencos y el semental emprendía el regreso a casa. El Valle se hundía bajo los elevados riscos. Hombre y caballo trotaban levemente ladera abajo la parte negra de Perfil Neblinoso, trotaban por entre los hervidos pedrejones, por entre los pequeños derrumbes de polvo y cristales, hacia abajo, hasta la árida planicie.

La tierra era como una costra. Ocasionalmente, las pezuñas de Pata de Cuero se introducían en una grieta. Evitando las máquinas atenazadas en batalla congelada, el semental cruzaba aquel yermo de desolación, ascendía una suave pendiente y se internaba entre los árboles. Detrás, involuntariamente y a distancia prudente, Yalleranda los seguía. Era la primera vez que dejaba tan atrás el Valle de los Manzanos.

—Ya estamos cerca de casa. Pata de Cuero —dijo Chun Hwa al salir del bosque.

Frente a él, el terreno era verde: parques tan vividos y acicalados como una sombrilla. Cuando Chun Hwa estuvo cerca, una sección de aquello, que mediría aproximadamente un acre, pareció cambiar. Curiosas ilusiones formáronse en el aire, se delinearon siluetas, se movieron las neblinas. Se elevaron cortinas de moléculas hasta sorprendentes alturas como fuentes de renovado funcionamiento; las moléculas giraron, se hicieron confusas, borrosas: y conformaron espejos enfrentados, interpenetrándose, agitándose, definiendo los aposentos de la casa veraniega de Chun Hwa.

Podía verse reflejado a sí mismo sobre su propio caballo blanco en cincuenta planos, más o menos.

Cuando llegó a la casa, todos los muros eran enteramente opacos, tal y como se habrán presentado a cualquier visitante. Espoleando al semental, Chun Hwa avanzó. Sin detenerse ante sus propias dependencias, se adentró en la mansión para ver a su esposa, Wangust Ilsont.

La mujer estaba ocupada dando instrucciones a dos criados, cuando apareció el hombre. Despidiendo a aquéllos, y mientras se marchaban, la mujer se acercó a su marido. Su leopardo, Enroscado, estaba junto a ella; apoyó en él una mano para mantener el equilibrio. La ancianidad la envolvía toda. Sólo sus ojos no eran grises.

—Esposo, hace una semana que no te veo —dijo ella con gentileza, cogiendo la brida, en tanto Enroscado y Pata de Cuero rozaban sus hocicos—. A nuestra edad es demasiado tiempo. ¿Qué has estado haciendo?

—Pensar, amor mío; exclusivamente pensar y lamentarme. Con este clima es un pasatiempo bastante agradable.

—Hwa, desmonta, por favor —dijo Wangust con ansiedad.

Una vez hubo descendido y quedado de pie junto a ella, ésta dijo:

—Te veo intranquilo contigo mismo. No debiera ser así ahora. No tenemos por qué permitir que ninguna razón, ninguna oportunidad, nos asalte con nada que no sea la paz. Durante diez años hemos gozado de la tranquilidad; déjame hacer algo para poner término a esa alteración que te sobrecoge.

Chun Hwa la condujo hasta un banco, que se adaptó a sus constituciones cuando ellos se sentaron.

—En ninguna época ha habido mujer como tú, Wangust —dijo él, cogiéndole cariñosamente una frágil mano—. Lo que hemos sido el uno para el otro es algo que no puede ser descrito. Ahora te hablo tan desenvueltamente como siempre, porque no hemos de permitir ningún alejamiento sólo por sentir la cercanía de los sabuesos de la muerte.

El hombre no podía imaginar siquiera que aquellas palabras estaban haciendo mella en un escucha oculto: el niño que se había sentido impulsado a seguirlo a través de la llanura.

—Querida, hemos estado demasiado absortos el uno en el otro —dijo gravemente Chun Hwa—. Es pecado demasiado parecido al egoísmo. Ahora me culpo por ello.

—Vivimos en tiempos difíciles; el mundo ya no será tan sencillo y alegre como lo fue en nuestra juventud —replicó su mujer—. Nuestro amor fue siempre nuestra fortaleza, igual que ahora.

—Sí; el hombre ciego no ve el peligro. Me he pasado las últimas mañanas subiendo a Perfil Neblinoso, repasando mi vida. He descubierto que me he refugiado frente a la realidad oculta a mis ojos. Tu vida ha sido una inspiración, una aventura: la mía ha sido un caminar protegido por tu sombra. En tus arrebatos, retrocedías al oscuro período en que nací, rescatabas animales y plantas… y me rescatabas a mí. Verdaderamente, casi salvabas mi vida alejándome de mi terrible presente, maldito por toda la eternidad al haber dado comienzo a la guerra de banderas. Viviste heroicamente, mientras que yo… oculto… oculto frente a la primera obligación del hombre, que es encarar la maldad de su tiempo, mal en el que siempre debe penetrar un tanto.

Ésta ha sido tu época, Hwa —dijo Wangust—. Además, un hombre no tiene más obligación que la de estar acorde con la mejor parte de su naturaleza. ¿Quién habría educado a nuestros diez hijos de no haberlo hecho tú? ¿De dónde habría extraído yo la fuerza necesaria para hacer lo que hice sino de ti? Hemos trabajado juntos, esposo mío, y hemos logrado muchas cosas.

—Si alguna vez tomé parte, fue incidentalmente —dijo Chun Hwa, con una nota de queja en su voz—. No puedes engañarme, Wangust, pese a que amorosamente lo pretendas. Mientras me quede aliento, yo debo emprender mis propias justificaciones. Aunque soy viejo, hay cosas que todavía puedo acometer. Ante mis ojos soy una pobre nada, una minucia, y ése no es el mejor estado para extinguirse.

Quedó ante ella, separadas las piernas, las manos unidas en la espalda. Wangust lo recordó en la misma actitud, cuando su cabello, muchos años atrás, era aún negro. Tal actitud, pensaba ella, expresaba algo resuelto en él; deseaba decirle: «Eres Chun Hwa: no tienes nada que hacer sino limitarte a existir», pero sabía que en su actual estado de humor rechazaría la idea disgustado. Los hombres podían ser más difíciles de manejar que los leopardos.

Se levantó.

—Ven conmigo —dijo ella con sencillez, apoyando una mano en el brazo del hombre.

Ordenando a Enroscado que permaneciera donde estaba, condujo a Chun Hwa a través de la casa hasta la máquina voladora. Lo invitó a entrar.

—Vamos a volar —dijo ella, toda sonrisas—. ¿No es un día para volar?

Él negó con la cabeza, impaciente, aún petulante.

—Sabes que prefiero hablar, querida. Ni siquiera te he dicho lo que tengo pensado hacer. Tengo pensado adentrarme en el futuro.

Ella suspiró.

—Sólo se puede retroceder al pasado y regresar luego al presente. No hay futuro; es algo no hecho, un puente no construido. El mañana no existirá hasta mañana. Esto ha sido demostrado.

Apretó sus labios. Los Solites, tribu en la que había contraído matrimonio, acostumbraban a ser tozudos. Pero también él podía serlo; era, descubrió, una de las pocas habilidades que no desaparecían con los años.

—Visitaré el futuro —repitió.

Wangust rió.

—Volemos un poco antes de emprender la marcha.

La aseveración de Chun Hwa había producido un efecto diferente en Yalleranda, que escuchaba. Se deslizó hacia el exterior discreta aunque excitadamente. Ahora sabía cómo alcanzar al maravilloso anciano la próxima vez que cabalgase hasta Perfil Neblinoso. Mientras se alejaba, la máquina voladora se alzó silenciosa en el aire.

Ascendió en sentido vertical.

Mientras Wangust y Chun Hwa observaban, la gran mansión desapareció bajo ellos, empotrándose en el reino de lo invisible. El paisaje visible dilató su horizonte, como si se estuviera desenrollando a sus pies. En un momento alcanzaron la altura de cinco millas. A un lado, el cuadrilátero verde estaba delimitado por la negra zona de tierras calcinadas, pero al otro se extendía una infinitud de tierra fértil.

Wangust señaló el paisaje fértil.

—Ésa es nuestra obra —dijo con calma—. Cuando llegamos aquí, esa tierra estaba prácticamente muerta. ¿La recuerdas, negra como el desierto, poblada sólo de cactos? Trajimos semillas, insectos, pájaros, mamíferos. Poco a poco, ese verde fue extendiéndose más y más. La muerte se ha transformado en vida. Nosotros la transformamos, Hwa. Un día cercano, aquella franja verde de allá se unirá con la franja verde de la costa, donde la nueva ciudad linda con el mar en la Bahía de la Unión. Viendo todo esto, ¿cómo puedes decir que no hemos logrado nada? ¿Podíamos haber logrado algo mejor?

Él no respondió. Repentinamente se sintió cansado e irritado.

Conociéndolo lo bastante como para no presionarle, Wangust siguió adelante con un suspiro. En seguida, como había anticipado, él se volvió hacia ella para pedirle disculpas por su rudeza.

—No permitamos que quepa entre nosotros el menor malentendido —dijo Wangust—. Mira, una nave zarpa de la costa, rumbo al cielo.

Miraron con sus ojos, que ya no eran perspicaces, y contemplaron el oblongo esferoide que crecía en las alturas. Les lanzó una señal de reconocimiento, acometió un cambio de rumbo y cayó en picado dejando tras sí una larga estela de vapor blanco que inundó el límpido aire y luego, el esferoide quedó inmóvil.

Un segundo después, Cobalt Illa salió proyectada quedando frente a sus abuelos. Éstos apenas estaban irritados por sus acrobacias como piloto.

—Iba a visitaros —declaró Cobalt, besando el más alto frunce de la frente de Chun Hwa.

—Entonces, ¿por qué no usas con decencia el transmutador de materia en vez de recrearte con esas acrobacias? —preguntó Chun Hwa.

—¡Venga, no seas de la época del tupé! Volar está de moda en toda la Unión, abuelo —dijo airosamente Cobalt.

Tenía treinta años. Era hermosa, pero con el imperdonable aspecto de la actriz que ha interpretado a Cleopatra demasiado a menudo.

—¿Cómo van los planes de la ciudad? —preguntó Wangust, reverente.

—Deberías venir y verlo por ti misma —replicó Cobalt, y añadió—: porque va a ser espeluznante; será la ciudad más grande del mundo. Ha sido planeada sin descanso, de modo que va a durar una eternidad. Las vacas flacas han dejado de existir. Los Solites pueden ir dejando de pensar en ellos mismos como salvajes: para cuando acabe la temporada estarán funcionando las primeras escuelas que enseñen a leer.

Chun Hwa se apartó con tristeza. Le parecía que se había pasado la vida haciendo estos apartes, pero ahora se sentía asustado por las confidencias y estrepitosas manifestaciones de su nieta.

—Leer es un arma de dos filos —murmuró.

—Nuestro pueblo debe aprender a leer —dijo Cobalt—. El porcentaje de la población que sabe leer y escribir es inferior al uno por ciento.

—Una población semi-ilustrada es presa fácil de cualquier dictadorcillo que se alce —dijo Chun Hwa.

—Una población analfabeta es presa más fácil todavía —dijo Cobalt.

La joven permaneció dándole la cara, las piernas separadas, las manos unidas a la espalda, imitación inconsciente de una actitud típica de su abuelo. «Puede impresionar a cualquiera que no la conozca», pensó el anciano. De todas sus nietas era ésta la más irritante: por algo era la que había heredado más espíritu del abuelo.

—No haces más que vomitar demagogia parda —dijo él—. Los Solites son un pueblo feliz, Cobalt. No se necesita información cuando se tiene sabiduría. Su habilidad con animales y máquinas es mejor que todo el aprendizaje libresco. Te engañas si crees que las ciudades crean la felicidad.

—Unión será una ciudad feliz, creativamente feliz. Somos bárbaros que hemos heredado máquinas; ¿vamos a contentarnos con eso? —Se volvió a su abuela para buscar su consentimiento—. ¿Qué dices tú? ¿No hemos vegetado ya bastante tiempo? Alguien tiene que reconstruir el mundo.

—Querida, no me metas en esto —dijo Wangust—. El futuro es cosa de tu generación. Debes decidir tú.

—Ya hemos decidido. El poder ha sido de los indolentes durante demasiado tiempo. En Unión todo el mundo podrá vivir, aprender, ¡y bailar! Tengo que informaros sobre nuestros maravillosos cursos de danza histórica; son verdaderamente revolucionarios.

—Vamos a casa y no discutamos —dijo Wangust—, pero ahórrame lo de la danza histórica.

Fueron a casa, aunque discutieron. Era época de transición. Entre las generaciones se abrían golfos de perspectiva, debido a la edad. La vieja pensaba que la joven era atolondrada, y la joven creía que la vieja era dogmática. La misma contienda había aparecido en pasadas edades. Ningún acuerdo hacíase posible, sólo la tregua; el cambio estaba en el aire, manifestándose como un disgusto.

—Pero yo lo entiendo mientras que la joven Cobalt no —se dijo Chun Hwa aquella noche—. Wangust me trajo de la época que precedió a la catástrofe, así que tengo bases para comparar. ¡Sé lo equivocados que están esos niños! Sé que nada hay tan precioso como la paz, esa paz en la que un hombre puede atender sus propios asuntos.

Durmió poco esa noche, y despertó malhumorado. Con el alba, comió apresurado y solitario un poco de carne y luego fue al encuentro de Pata de Cuero para ensillarlo con la alta silla. Como un fantasma, cabalgó adentrándose en las nubladas arboledas, sin el menor deseo de cruzar palabras con nadie; sospechaba que las ideas de Cobalt eran de segunda mano, lo que la incapacitaba para cualquier razonamiento. Era demasiado viejo para vibrar por nada que no fuera la excitante canción de cuna del jinete.

Siguiendo impensadamente la ya conocida dirección, se adentró en las tierras calcinadas. Una máquina en ruinas atenazaba todavía con dura delicadeza el cadáver de otra. Al cabo de pocos minutos, el blanco semental ascendía ya las pendientes de Perfil Neblinoso. A medida que se aproximaban a la cumbre iban apareciendo las primeras hojas verdes de los manzanos por encima de la cordillera. Por fin, llegaron al punto más alto, el que cruzaba la línea fronteriza entre las tierras verdes y las tierras negras.

Yalleranda, encaramado, como de costumbre, en la cabaña de su madre, lo vio. Tan delgadas y apacibles como veloces, sus piernas lo condujeron pendiente arriba, saltando, apoyándose y escalando los manzanos. Yalleranda era la serpiente que repta hacia su víctima, el seductor que se aproxima, la espada que cae, mientras se deslizaba por entre los macizos de hierbas que llegaban hasta la rodilla.

A unas cuantas yardas del anciano, sin ser visto, se detuvo. Era magnífico. Lo veía como nadie más podría verlo: semejante a un muñeco de nieve listo para derretirse y convertirse en el agua de la que procediera. Para Yalleranda brotaba de él un efluvio semejante a una brisa: y el efluvio comunicaba el deseo de la muerte. Yalleranda lo saboreó. Se intoxicó. Era tan real como melado.

Chun Hwa permanecía sentado en la silla, asintiendo, asintiendo al ritmo del trotecillo del semental, sin ver nada en la tierra mala de la izquierda ni en la tierra buena de la derecha.

Pensaba que si pudiera adentrarse en el futuro encontraría en él las pruebas necesarias para demostrar que la política de Cobalt y la política de su generación sólo acarrearían frutos de maldad. Pero, por supuesto, nunca iría allí; era el necio sueño de un viejo necio. Aun y cuando no podía entender por qué la visita al futuro era imposible, sabía que los matemáticos y los científicos habían demostrado, tiempo atrás, su imposibilidad. Acerca de eso, nada podía hacer él. Su único bagaje eran los ensueños, ensueños tan débiles como la piel que se arrugaba sobre sus huesos desnudos. Estaba maduro para la muerte.

Amedrentado, Chun Hwa negó con la cabeza y se enderezó en su silla, tocado por sus propios pensamientos.

Un muchacho, pequeño, de ojos oscuros y salvajes cabellos más desordenados que la melena de un león, permanecía frente al caballo sujetando las bridas.

—Estabas a punto de dormirte —dijo el chico.

—Estaba soñando —dijo el viejo, considerando lo hermoso y salvaje que era el muchacho. Ésta era una generación incluso posterior a la de Cobalt.

—Estabas soñando con una visita al futuro —dijo el chico.

Chun Hwa se sorprendía muy a duras penas. Recordó las locales habladurías sobre gentes salvajes con inteligencia rudimentaria, gente de sangre contaminada, habilidades extrañas y deseos no naturales, meros ejercicios y efectos secundarios de la guerra de alta radiación. Wangust le había precavido acerca de estas cosas y él se había echado a reír. Rió de nuevo, resoplando, sin saber por qué.

—Un hombre sueña con muchas cosas —dijo—. ¿Con qué sueñas tú, hombrecito?

—Me llamo Yalleranda y sueño con… oh, con la luz del sol que resbala por mi cuerpo mientras como los gusanos de las manzanas, o con las duras piedras que habitan en medio de las nubes.

—¿Dónde vives? —preguntó el viejo rudamente, disgustado por la respuesta del mancebo.

En vez de replicar, el muchacho, salvajemente, dio la vuelta a Pata de Cuero yendo hasta el estribo opuesto y aferrando a Chun Hwa por la bota. El cabello mostaza de Yalleranda rozó la bata blanca.

—Sé dónde hay una máquina que podrá enviarte al futuro —dijo, y sus ojos oscurecieron al mirar al anciano.

Mientras Chun Hwa seguía la pequeña silueta cordillera abajo, Perfil Neblinoso abajo, no experimentó ningún encantamiento. Su mano era ya vieja y aceptaba todas las rarezas del mundo. Todo cuanto hizo fue sujetarse al pomo de la silla y dejar que el muchacho condujera al semental. En medio de una lluvia de guijarros que las pezuñas desprendían llegaron a una cueva instalada en lo alto de la desolada pendiente, y cuya boca daba a la desolación que se abría más abajo.

—Está aquí —dijo Yalleranda, deteniéndose en la entrada.

—Bien, ¿y por qué no? —se dijo Chun Hwa ensoñadoramente, sin moverse, sin desmontar—. Durante la terrible guerra, la tecnología llegó a su punto culminante. Muchas armas eran secretas… Puede haber quedado aquí, olvidada… encontrada por este niño. ¿Por qué no?

Mientras él permanecía fuera, aún sobre el caballo, Yalleranda se adentró en la penumbra de la cueva. La había encontrado abandonada; nadie más lo sabía: salvo la otra gente que había conocido su poderoso rayo y que ya no estaba en condiciones de decir nada.

Haciéndose a un lado con velocidad, vivaz como cola de poney, presionó hacia abajo un interruptor pequeño y rojo. Un murmullo comenzó a oírse para amortiguarse a continuación. Por la boca de la cueva emergió un rayo semejante a una niebla gris, semejante al haz del reflector que traspasa una fina nube. Era el rayo desintegrador que había calcinado las tierras de abajo.

Yalleranda rodeó sus bordes y se deslizó fuera de la cueva. Pata de Cuero coceó el suelo, observando intranquilo la niebla.

—¡Aquí lo tienes! —exclamó Yalleranda alzando sus brazos—. Cabalga en ese rayo, anciano, y serás transportado al futuro. Vamos, espolea tu caballo.

Chun Hwa estaba desconcertado. Pero los ojos del muchacho emitían una extraña orden. Habló al semental. Pata de Cuero enderezó su cabeza y marchó hacia delante con presteza.

Arrugado el rostro, como si el deseo fuera tan picante como el jugo del endrino, Yalleranda contempló a su vieja presa introducirse en medio del rayo desintegrador. Su superficie era suave, calmo como un mar interior. Tragó avaramente caballo y jinete; aquel mar cruel los absorbió átomo a átomo, aniquilándolos por completo. Como hombre que cabalga bajo masa de agua, Chun Hwa penetró sin un grito ni una mirada atrás… en el futuro infinito.