En el curso de los siglos fueron emprendidas muchas guerras. Ellas hicieron que una fracción de la humanidad se lanzara al universo para escapar. En la tierra, un conflicto concreto diezmó al hombre y dejó casi estériles sus continentes; pero, como siempre, el conflicto más cruel se entabló entre el individuo y su medio.

TODAS LAS LÁGRIMAS DEL MUNDO

Era el último día del verano del último año del siglo octogésimo octavo.

Ronroneando en un punto elevado de la estratosfera, un aspa transportaba a J. Smithlao, psicodinámico, sobre el sector centésimo trigésimo noveno de Ingla Terra. Comenzó a descender en picado. Fue descendiendo hasta estabilizarse y posarse en un punto de la finca de Charles Gunpat sin necesitar de la atención de Smithlao.

Para Smithlao era una comisión de rutina. Había acudido, como psicodinámico de Gunpat, a suministrar una vigorización de odio al anciano. Su rostro oscuro parecía hastiado cuando contemplaba la imagen del exterior en sus telepantallas. Cosa bastante extraña, había captado la fugaz visión de un hombre que se aproximaba a pie a la finca de Gunpat.

—Tal vez sea un salvaje —murmuró para sí.

Bajo su aspa menguante, el paisaje era tan nítido como un cianotipo. Los empobrecidos campos formaban rectángulos impecablemente delimitados. Aquí y allá, éste o aquel robot mantenía la naturaleza a su imagen funcional: ni un guisante cascarillado sin supervisión cibernética; ni un abejorro entre estambres sin comprobar por radar la justeza de su curso. Todas las aves tenían un número y una señal de llamada, mientras que cada tribu de hormigas contaba con el metálico escrutador de hormigas que informaba a la base los secretos del hormiguero. Cuando la lluvia caía, el agua tenía su lugar asignado para posarse. El viejo y confortable mundo de los factores fortuitos había desaparecido bajo la presión del hambre.

Nada viva sin control. La incontable población de los pasados siglos había agotado los recursos del suelo. Sólo la más severa paciencia y la disciplina más despiadada, eran capaces de producir alimento suficiente para la población contemporánea, nada densa. Habían muerto billones por inanición; los cientos que quedaron vivían al borde de la inanición.

En medio de la nitidez estéril del paisaje, la finca de Gunpat parecía un insulto. Abarcando cinco acres era una pequeña isla de desierto. Olmos altos y descuidados marcaban el perímetro invadiendo el césped y la casa. El edificio en sí, la principal del Sector 139, estaba construido a base de grandes bloques de piedra. Había tenido que construirse sobre armazón resistente a fin de soportar el peso de los servomecanismos que, aparte de Gunpat y su demente hija Ployploy, eran sus únicos ocupantes.

Smithlao había divisado la figura humana en el momento de arribar al nivel de los árboles. La figura caminaba pesadamente hacia la finca, pero, por una multitud de razones se trataba de una visión sumamente improbable. La gran riqueza material del mundo estaba repartida entre una cantidad relativamente escasa de gente, y nadie era lo bastante pobre como para tener que ir caminando a ningún lugar. El hombre estaba expoliando con saña a la Naturaleza, inspirado por la idea de que había sido traicionado por ella: semejante odio convertía el desplazamiento a pie en un infierno tal, que sólo era practicado por personas insanas, como Ployploy.

Apartando la figura de su mente, Smithlao condujo el aspa hasta un sendero de piedra enfrente mismo del edificio. Se sentía contento de haber descendido: era un día borrascoso y los macizos cúmulos que había tenido que atravesar no contenían sino turbulencia. La mansión de Gunpat, con sus ventanas desprovistas de vista, sus torres, sus terrazas infinitas, su ornamentación innecesaria, y su porche inmenso, se alzaba ante él como una tarta de bodas abandonada.

Su llegada estimuló en seguida la actividad. Robots con tres ruedas se acercaron al aspa desde lugares diferentes, rotando armas de atómica luz en tanto se le aproximaban.

Nadie, pensó Smithlao, entraría aquí sin ser invitado. Gunpat no era un hombre sociable, ni siquiera a tenor de lo que se entendía en la época por sociabilidad; la desgracia de tener una hija como Ployploy había servido para acentuar el lado más moroso de su temperamento melancólico.

—Diga quién es —exigió la máquina que iba en vanguardia. Era fea y sin brillo, y recordaba vagamente al sapo.

—Soy J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat —replico Smithlao; había pasado por estos protocolos en todas sus visitas. Al hablar, mostraba su rostro a la máquina. Ésta gruñó, llevando a su memoria facciones e información.

—Es usted J. Smithlao —dijo la máquina—, psicodinámico de Charles Gunpat. ¿Qué quiere?

Maldiciendo la monstruosa parsimonia, Smithlao se dirigió al robot:

—Tengo una cita a las diez con Charles Gunpat para vigorización del odio —y esperó mientras la máquina digería lo recién dicho.

—Tiene usted una cita a las diez con Charles Gunpat para una vigorización del odio —confirmó el robot al cabo—. Venga por aquí.

Dio media vuelta con gracia sorprendente y habló a los otros dos robots asegurándoles la información y repitiendo mecánicamente:

—Es J. Smithlao, psicodinámico de Charles Gunpat. Tiene una cita a las diez con Charles Gunpat para una vigorización del odio —por si no hubieran captado los datos.

Entre tanto, Smithlao se dirigía a su aspa. La parte de la cabina que lo contuviera se prolongó y posó las ruedas en el suelo firme convirtiéndose en un automóvil. Transportando a Smithlao, siguió a los robots en dirección a la gran mansión.

Ascendieron unas pantallas automáticas cubriendo las ventanas mientras Smithlao se desplazaba en dirección a los humanos. Ahora sólo podía ver y ser visto a través de las telepantallas. Era tal el odio (y también el miedo) que el hombre sentía hacia su semejante que era incapaz de afrontar su vista directamente.

Siguiéndose la una a la otra, las máquinas ascendieron a las terrazas a través del gran porche, donde quedaron cubiertas por una niebla de desinfectante, y luego a lo largo de un laberinto de pasillos, hasta arribar finalmente a la presencia de Charles Gunpat.

La sombría cara de Gunpat mostraba en la pantalla del automóvil la parte más benévola del disgusto que sentía al ver a su psicodinámico. Normalmente, solía autocontrolarse, lo que desdecía de sus hábitos en las reuniones de negocios, en las que el truco estaba en acobardar a cualquier oponente mediante aparatosas manifestaciones de rabia. Por esa razón siempre se instaba a Smithlao a que administrase una vigorización del odio cuando algo importante aparecía en el horario del día.

La máquina de Smithlao condujo a éste hasta quedar a una yarda de la imagen de su paciente, mucho más cerca de lo que requería la cortesía.

—Llego tarde —comenzó Smithlao, a propósito— porque me resulta imposible permanecer frente a su ofensiva presencia ni un minuto más de lo necesario. Tenía la esperanza de sufrir, en mi tardanza, algún feliz accidente que me librase de esa estúpida nariz suya sita en su (¿cómo bautizarla?) cara. Pero, por el diablo, aún sigue ahí, con sus dos agujeros abiertos en su cráneo como un par de ratoneras. A menudo me he preguntado, Gunpat, si no ha metido alguna vez sus pies planos en esos pozos.

Observando atentamente el rostro de su paciente, Smithlao vio apenas un tímido florecimiento de irritación. Sin ninguna duda, Gunpat era un hombre difícil de provocar. Pero, por fortuna, Smithlao era un experto en su profesión; procedió a ejercer el insulto sutil.

—Aunque, claro, si ello ocurriera nunca se caería usted al suelo, porque es demasiado imbécil para distinguir lo que está arriba de lo que está abajo. Ni siquiera sabe cuántos robots hacen cinco robots. Vaya, como que cuando va a la capital, el Centro de Apareamiento, ni siquiera se da cuenta de que un hombre tiene que salir de su pantalla. El tontorrón de Gunpat se imagina que hay que fornicar por la telepantalla. ¿Cuál es el resultado? Una hija chiflada ¡una hija chiflada, Gunpat! ¿No te hace llorar? Piensa lo que se reirán con eso tus enemigos de la Automoción. Dirán de ti: «Gunpat el del telecondón y su hija la pija». Y añadirán: «No puede controlar que sus genes le resulten tan semejantes».

Las mofas estaban obteniendo los efectos deseados. Una mueca se estaba extendiendo sobre la imagen del rostro de Gunpat.

—Tú mismo dijiste que tu hija no era más que una retrasada mental —le espetó.

La respuesta estaba comenzando a aflorar. Era un buen signo. Su hija era siempre un punto flaco en el conjunto del blindaje.

—¡Retrasada mental! —se burló Smithlao—. ¿Cuánto retraso eres capaz de manifestar tú? ¿Es una chica amable? ¿Me oyes, eh, me oyes a través de las cerdas de tus orejas? ¿Le gusta joder? —cloqueó con una risa irónica—. ¡Cuánta obscenidad, saco de incestos! No puede odiar para salvarse. No es mejor que una salvaje. Es peor que esto: ¡está loca!

—No está loca —dijo Gunpat, asiendo ambos lados de la pantalla. A esta marcha, estaría listo para la conferencia en diez minutos.

—¿Que no está loca? —dijo el psicodinámico, dando a su voz un tono de chanza—. Oh, no, Ployploy no está loca: lo que ocurre es que el Centro de Apareamiento la ha rechazado hasta para parir, eso es lo que pasa. El Gobierno Imperial le ha negado el derecho al televoto, eso es lo que pasa. La Sociedad Educativa la ha relegado a recreos beta, eso es lo que pasa. Está aquí prisionera porque es un genio, ¿no? Estás chiflado, Gunpat, no te das cuenta de que está como un cencerro. Hasta me dirás por esa bocaza de puerco que ni siquiera tiene el rostro pálido.

Gunpat hizo sonidos guturales.

—¡No te atrevas a mencionar eso! —jadeó—. Además, ¿qué pasa si su cara tiene… ese color?

—Haces unas preguntas de majadero, no vale la pena que te molestes así —dijo Smithlao con dulzura—. Tu problema, Gunpat, es que tu cabeza de carnero es blanca porque es una puerca regresión. Nuestros antiguos enemigos eran blancos. Ocuparon esta parte del globo, Ingla Terra y Eu Ropa, hasta que nuestros antepasados se alzaron en el Este y les arrebataron los antiguos privilegios que durante tanto tiempo habían venido gozando a nuestras expensas. Nuestros antepasados se mezclaron con los supervivientes, ¿me equivoco?

»Unas cuantas generaciones después, el linaje blanco fue obliterado, diluido, perdido. No se ha visto una cara blanca sobre la tierra desde antes de la terrible Era de la Superpoblación: para ser generosos, digamos que desde hace mil quinientos años. Pero hete aquí que el recesivo Señor Gunpat lanza una moza tan blanca como la nieve. ¿Qué te dieron en el Centro de Apareamiento, muchacho, una mujer de las cavernas?

Gunpat estalló con furia, agitando su puño ante la pantalla.

—¡Estás despedido, Smithlao! —bramó—. ¡Esta vez has ido demasiado lejos, por muy cochino psicodinámico que seas! ¡Largo! ¡Vamos, lárgate y no vuelvas nunca más! ¡Esta casa te cierra las puertas para siempre!

Abruptamente, gritó a su auto-operador para que le comunicara con la conferencia. Estaba con el humor ideal para negociar con Automoción y sus bandidos.

Cuando la airada imagen de Gunpat se desvaneció de la pantalla, Smithlao suspiró y se relajó. La vigorización del odio había sido un éxito. El supremo logro en su profesión consistía en ser echado a gritos al final de la sesión; Gunpat sería el primero en volver a contratarlo la próxima vez. De lo contrario, Smithlao no sentía el triunfo. En su profesión era necesaria una completa exploración de la psicología humana; tenía que conocer hasta los puntos más recónditos del hombre, los puntos más sensibles. Tanteando esos puntos hábilmente, arrastraría al hombre a la acción.

Sin esos arranques, los hombres, desvalidos, eran presas del letargo, amasijos llevados de aquí para allá por las máquinas. Los antiguos mandos habían desaparecido.

Smithlao permaneció sentado, oteando el pasado y el futuro.

Al agotar el suelo, el hombre se había agotado a sí mismo. La psique y un suelo viciado no podían existir simultáneamente; era así de sencillo y lógico.

Tan sólo las eventuales mareas de odio y rabia concedían al hombre ímpetu suficiente para proseguir. De otro modo, el hombre no era sino una mano muerta en medio de un mundo mecanizado.

—Así se extingue una especie —pensó Smithlao, preguntándose si alguien más lo habría pensado. Quizá el Gobierno Imperial lo supiera todo al respecto, pero era incapaz de hacer nada; a fin de cuentas, ¿qué más podía hacerse aparte de lo ya hecho?

Smithlao era un hombre superficial: dato inevitable en una sociedad endogámica tan debilitada que no podía afrontar su propia debilidad. Tras descubrir el formidable problema, se sentía impelido a olvidarlo para evadir su impacto, y eludir cualquier implicación personal que pudiera albergar. Dio un gruñido a su automóvil, se dio la vuelta y decidió irse a casa.

Puesto que los robots de Gunpat ya se habían marchado, Smithlao recorrió solo el camino de vuelta. Pronto se encontró de regreso al aspa, inmóvil bajo los olmos.

Antes de que el automóvil se incorporase al conjunto del aspa, un movimiento llamó la atención de Smithlao. Medio oculta por una galería, Ployploy permanecía de pie apoyada en una esquina del edificio. Con repentino impulso de curiosidad, Smithlao salió del automóvil. El aire libre, además del movimiento, prodigaba un cúmulo de rosas, nubes y objetos verdes oscurecidos por el presentimiento del otoño. Aquello asustó a Smithlao, pero un impulso aventurero le hizo proseguir.

La chica no miraba hacia él, sino hacia la barrera de árboles que la aislaba del mundo. Mientras Smithlao se acercaba, ella retrocedió hacia la parte trasera de la casa manteniendo todavía la vista fija en el mismo punto. La siguió con precaución y fue ganándole terreno aprovechando la oportunidad que le brindaba una pequeña plantación. Un jardinero metálico, sin advertir su presencia, siguió inclinado con sus tijeras de podar sobre un macizo de hierba.

Ployploy ya se encontraba en la parte trasera de la casa. El viento, al tiempo que agitaba sus ropas, inclinaba las hojas contra ella. El aire suspiraba en el extraño y desolado jardín lo mismo que el espíritu del hado cernido sobre una pila bautismal, arruinando las rosas tardías. Poco después, los émulos de pétalos serían absorbidos por senderos, césped y patio merced al trabajo del acerado jardinero, pero de momento ascendían en diminuta marea alrededor de los pies de la muchacha.

Una extravagante arquitectura volcaba su sombra sobre Ployploy. Una fantasía rococó de la vieja Italia se había confundido con el genio chino para componer un portal y un techo fantásticos. Las balaustradas emergían y descendían, las escalinatas rodeaban arcadas circulares, y los aleros grises y azur se desparramaban casi hasta el suelo. Sin embargo, todo tenía un aspecto triste: las enredaderas, apuntando ya su gloria por venir, se arrastraban en torno a la base de estatuas marmóreas; acumulaciones de pétalos de rosa trababan las escalinatas. Todo aquello conformaba el paisaje de fondo ideal contra el que destacaba la desamparada silueta de Ployploy.

Salvo por el delicado rosa de sus labios, su rostro era enfermizamente pálido. Su cabello era horrendamente negro; pendía recto, ceñido tan sólo en un punto de su nuca, conformando a partir de ahí una cola que alcanzaba su cintura. Parecía verdaderamente loca con aquellos melancólicos ojos mirando hacia los grandes olmos como si éste fuera el límite último de su vista. Smithlao se volvió para ver qué era lo que miraba la muchacha con tanto interés.

El salvaje al que había divisado desde el aire se encontraba, en aquel momento, abriéndose paso por entre los matorrales que crecían junto a los olmos.

Una repentina lluvia cayó entonces, repiqueteando sobre las secas hojas de los arbustos. Semejante a un aguacero primaveral, duró unos instantes; en el intervalo, Ployploy ni siquiera alteró su posición, y el salvaje tampoco. En seguida apareció el sol calcinador derramando las luces y las sombras de los olmos sobre la mansión, transformando cada flor en un enjoyado camafeo de lluvia.

Smithlao volvió a pensar en lo que ya pensara en la estancia de Gunpat, es decir: la inminencia del fin del hombre. Y añadió: cuando el parásito llamado hombre se extinga, para la Naturaleza será muy fácil comenzar de nuevo.

Aguardó en tensión, sabiendo que algo dramático estaba a punto de suceder ante sus ojos. Al otro lado del césped apareció un diminuto objeto con ruedas, se detuvo y desapareció luego tras una arcada. Era un guardián de la barrera y había ido a dar la alarma y a advertir que había un intruso en los alrededores.

Al minuto regresó. Lo acompañaban cuatro grandes robots; uno de ellos fue reconocido por Smithlao como la máquina sapo que había recusado su llegada. Siguieron su camino sin vacilaciones por entre macizos de rosas, como cinco amenazas diferenciadas. El jardinero metálico murmuró algo para sí, abandonó su tarea y se unió a la procesión que marchaba hacia el salvaje.

—Tiene menos escapatoria que un perro —se dijo Smithlao. Aquella frase tenía su significado: todos los perros habían sido exterminados desde hacía tiempo.

El salvaje había atravesado ya la barrera de matorrales y se adentró hasta el borde del césped. Cogió una rama espesa de un arbusto y se la introdujo en la camisa de modo que su rostro quedaba parcialmente oscurecido; arrancó otra rama y se la introdujo en los pantalones. En tanto los robots se aproximaban, alzó los brazos sobre la cabeza sosteniendo una tercera rama en las manos.

Las seis máquinas lo rodearon, zumbando y resoplando.

El robot sapo chasqueó como si estuviera decidiendo qué hacer a continuación.

—Diga quién es —exigió.

—Soy un rosal —dijo el salvaje.

—Los rosales producen rosas. Usted no produce rosas. Usted no es un rosal —dijo el sapo de acero. Su más alto y grande cañón se alzó a la altura del pecho del salvaje.

—Mis rosas han muerto ya —dijo el salvaje—, pero todavía me quedan hojas. Si no sabes lo que son las hojas pregunta al jardinero.

—Este objeto es un objeto con hojas —dijo súbitamente el jardinero con voz profunda.

—Sé lo que son las hojas. No tengo necesidad de preguntar al jardinero. Las hojas son el follaje de los árboles y las plantas, que les prestan su apariencia verde —dijo el sapo.

—Este objeto es un objeto con hojas —repitió el jardinero, añadiendo, para aclarar la proposición—, hojas que le prestan una apariencia verde.

—Sé lo que son los objetos con hojas —dijo el sapo—. No tengo necesidad de preguntarte, jardinero.

Al parecer, un estallido de argumentos limitados iba a desarrollarse entre ambos robots; pero en aquel momento una de las máquinas restantes dijo algo:

—Este rosal puede hablar —declaró.

—Los rosales no pueden hablar —dijo de pronto el sapo. Tras parir semejante perla, quedó en silencio, probablemente considerando la extrañeza de la vida. Al cabo de unos instantes dijo con lentitud—: En consecuencia, o este rosal no es un rosal o este rosal no tiene por qué hablar.

—Este objeto es un objeto con hojas —comenzó el jardinero cansinamente—. Pero no es un rosal. Los rosales tienen estípulas. Este objeto no tiene estípulas. Es un espino negro tronchado. El espino negro se llama también endrino.

Este conocimiento especializado iba más allá del vocabulario del sapo. Se produjo un silencio tenso.

—Soy un espino negro tronchado —dijo el salvaje, que permanecía en la misma posición que al comienzo—. No puedo hablar.

Ante esto, todas las máquinas se pusieron a hablar a la vez, dando vueltas en torno al hombre para obtener una mejor perspectiva, al tiempo que se ladraban las unas a las otras. Por último, la voz del sapo se alzó por encima de la babel metálica.

—Sea lo que fuere esta cosa con hojas, debemos arrancarla de cuajo. Debemos exterminarla —dijo.

—No puedes desenraizarla. Ésa es únicamente tarea de jardineros —dijo el jardinero. Esgrimiendo sus podadoras y enarbolando una impresionante guadaña, el jardinero cargó contra el sapo.

Las armas, empero fueron ineficaces contra el blindaje del sapo. Éste, sin embargo, se dio cuenta de que habían llegado a un punto muerto en sus investigaciones.

—Nos retiraremos para preguntar a Charles Gunpat lo que debemos hacer —dijo—. Hagámoslo así.

—Charles Gunpat está en una conferencia —dijo el robot explorador—. Charles Gunpat no debe ser molestado cuando está en una conferencia. Por lo tanto, no debemos molestar a Charles Gunpat.

—En ese caso, debemos esperar a Charles Gunpat —dijo imperturbable el sapo de metal. Emprendió camino por un área cercana al lugar donde se encontraba Smithlao; uno tras otro, los robots ascendieron los peldaños y desaparecieron en el interior de la mansión en medio de una nube de silogismos.

Smithlao no podía sino maravillarse de la frialdad del salvaje. Era un milagro que todavía permaneciera vivo. De haber pretendido huir, habría sido liquidado en el acto; era una situación para la que los robots estaban preparados. Sin embargo, de haberse enfrentado a un solo robot, su jerga, por muy inspirada que hubiese sido, no le habría salvado: el robot es una criatura de mentalidad única.

En conjunto, sin embargo, sufren un problema que a veces aflige a las colectividades humanas: una tendencia a exhibir su lógica particular a expensas de la materia a tratar.

¡Lógica! He aquí el problema. Era todo cuanto concernía a los robots. El hombre poseía lógica e inteligencia: a la larga superaba a sus robots. No obstante, había perdido la batalla contra la Naturaleza. Y la Naturaleza, como los robots, usaba sólo la lógica. Era una paradoja contra la que el hombre no podía precaverse.

Nada más desaparecer la hilera de máquinas en el interior de la mansión, el salvaje corrió césped adentro y ascendió los primeros tramos de escalones, encaminándose hacia la muchacha inmóvil. Smithlao se deslizó tras un grupo de árboles para estar más cerca de ellos; se sintió como un malhechor al observarles sin pantalla previa, pero no podía marcharse ahora; sintió que todo aquello era como una pequeña charada que señalaba el final de todo lo que el Hombre había sido. El salvaje estaba ya muy cerca de Ployploy, desplazándose a lo largo de la terraza como si estuviera hipnotizado.

Ella habló primero.

—Fue usted ingenioso —le dijo. Sus mejillas se habían sonrosado y contrastaban con el blanco de su rostro.

—He tenido que ser ingenioso durante todo un año para llegar hasta ti —dijo él. Y, con todos sus recursos, por fin frente a frente con ella, quedó inmóvil y desvalido. Era un hombre joven, delgado y nervioso, las ropas raídas, la barba descuidada. Sus ojos no se apartaban de los de Ployploy.

—¿Cómo me encontró? —preguntó Ployploy. Su voz, al contrario que la del salvaje, apenas llegó hasta Smithlao. Una inquieta expresión, vacilante como el otoño, jugueteaba en su rostro.

—Fue una especie de instinto: como si hubiera oído tu llamada —dijo el salvaje—. Todo lo que posiblemente pueda estar torcido en un mundo torcido. Quizá seas tú la única mujer que amo en este mundo; quizá sea yo el único hombre capaz de corresponder con justeza. De modo que he venido. Fue algo natural: no podía valerme por mí mismo.

—Siempre soñé que vendría alguien —dijo ella—. Y durante semanas he sentido… he sabido que estabas a punto de aparecer. Oh, amor mío…

—Debemos obrar con rapidez, corazón —dijo él—. En un tiempo trabajé con robots: tal vez pudiste ver cómo me las entendí con ellos. Para cuando salgamos de aquí, tengo preparado un avión-robot que nos conducirá lejos, a cualquier parte: a una isla, tal vez, donde las cosas no nos desesperen tanto. Pero tenemos que irnos antes de que vuelvan las máquinas de tu padre.

Dio un paso hacia Ployploy.

Ella alzó una mano.

—Aguarda —le imploró—. No es tan sencillo. Debes saber algo… El… el Centro de Apareamiento me rehusó el derecho a criar. No puedes tocarme.

—¡Odio el Centro de Apareamiento! —exclamó el salvaje—. Odio cuanto tenga que ver con el régimen dominante. Nada suyo puede afectarnos ya.

Ployploy juntó sus manos en su espalda. El color había abandonado sus mejillas. Un fresco rocío de pétalos de rosas moribundas cayó sobre sus ropas, mofándose de ella.

—Es tan desalentador —dijo ella—. No entiendes…

El salvajismo del salvaje estaba humillado.

—Lo he dejado todo para venir hasta ti —dijo—. Sólo deseo estrecharte entre mis brazos.

—¿Eso es todo, realmente todo, todo cuanto deseas en el mundo? —preguntó ella.

—Lo juro —replicó él con sencillez.

—Entonces ven y tócame —dijo Ployploy.

En aquel momento vio Smithlao el brillo de una lágrima en los ojos de la chica, reluciente y gruesa como una gota de lluvia.

La mano que el salvaje extendía hacia ella se movió hacia su mejilla. Ella permanecía sin temor en la terraza gris, muy tiesa la cabeza. Y de aquel modo los amorosos dedos del salvaje hicieron estallar la continencia de la mujer. La explosión fue casi instantánea.

Casi. Analizar el roce de otro humano llevó a los nervios de la epidermis de Ployploy apenas una fracción de segundo; entonces, el bloque neurológico implantado por el Centro de Apareamiento para el rechazo de toda copulación y protegerse contra tales contingencias entró en acción. Cada célula del cuerpo de Ployploy desató su energía en un jadeo desesperado. Con tanta fortuna en su cometido, que el salvaje fue también aniquilado por la detonación.

Sólo durante un segundo vivió un nuevo viento entre los vientos de la Tierra.

Sí, pensó Smithlao, alejándose, tienes que admitir que ha sido limpio. Y, otra vez, lógico, positivamente, aristotélico. En un mundo al borde de la inanición, ¿qué otra cosa puede detener a los rechazados para la reproducción? Lógica contra lógica, desmembramiento del hombre contra el de la Naturaleza: eso era lo que causaba todo el llanto del mundo.

Comenzó a alejarse de la plantación, encaminándose hacia el aspa, deseoso de estar lejos antes de que reaparecieran los robots de Gunpat. Las destrozadas figuras de la terraza permanecían inmóviles, medio cubiertas ya de hojas y pétalos. El viento gemía cruelmente, como un inmenso mar triunfante, por entre la cima de los árboles. Era extraño que el salvaje no supiera nada sobre el disparador neurológico: poca gente lo sabía, los psicodinámicos de la curia y los miembros del Consejo de Apareamiento, y, claro, los mismos rechazados. Sí, Ployploy sabía lo que iba a ocurrir. Deliberadamente había escogido morir de aquella manera.

—¡Y se decía que estaba loca! —se dijo Smithlao. Rió por lo bajo mientras saltaba a su máquina, agitando la cabeza.

Sería un dato excelente para irritar a Charles Gunpat la próxima vez que necesitase una vigorización del odio.