Casualmente, Clemperer se había afeitado cuando se levantó al mediodía. En consecuencia, no tenía demasiado aspecto de vagabundo cuando llegó al Karpenkario, el local griego de la ribera, a las nueve de la noche.
Clemperer no conocía a nadie en el Karpenkario. En ello residía su atractivo para él. Estaba solo en el mundo y no lo ignoraba. Odiaba los bares ahítos de falsa amistad, donde conocidos que apenas te habían visto media docena de veces en toda la vida te palmeaban la espalda y exclamaban: «Vaya, compadre, hace la tira que no te veo: ¿tomamos un trago?». De igual manera, Clemperer odiaba la soledad. Pero, al menos, la soledad era limpia y honorable.
Pidió en la barra un whisky doble. Ya se había zampado cuatro en otro sitio. En vez de beber donde los demás, cogió su vaso, se abrió paso entre el gentío, marineros principalmente, y se dirigió al tranquilo restaurante que había detrás del bar. El aire era más claro allí y le recordó su rancia cuchufleta personal sobre la incapacidad de mirar salvo a través de una atmósfera llena de humo de tabaco.
Sólo una de las mesas del restaurante estaba ocupada. Un hombre y una mujer, extraños para Clemperer, se hallaban sentados frente a ella.
Y éste fue el comienzo de todo. Clemperer hizo lo que jamás hiciera antes: se sentó con el hombre y la mujer en lugar de ir a una mesa vacía.
—Puede echar una ojeada al menú —dijo el hombre con una sonrisa, al tiempo que le tendía una hoja de papel mecanografiada—. Por fortuna, la comida es mejor que la tipografía.
De entrada aquello no encajó en Clemperer porque estaba un poco borracho, pero la sensación que tuvo fue la de haber llegado a casa. Lo cual ya era extraño, pues Clemperer no tenía casa. Cuatro años antes, al cumplir los cuarenta, había abandonado el piso de soltero que llamaba su casa y el trabajo en Investigación de Motivaciones con que pagaba el alquiler, y se había ido a recorrer mundo, vagabundeando de ciudad en ciudad, en busca de lo que, en privado, llamaba su destino.
Alzó el whisky, se detuvo, lo bajó y lo colocó sobre la mesa con particular cuidado.
—Su café suena bien —dijo a la chica—. Debería tomar una taza. Me ayudará a aclararme la cabeza.
Había querido decir «huele bien» y no «suena bien». Era una especie de equívoco verbal en el que a menudo incidía y que le producía bastante fastidio. En aquella ocasión, implicaba sin tiento que la chica hacía ruido al beber; sin embargo, por la sonrisa de la muchacha, pareció que ésta había captado el significado verdadero. Es muy raro encontrarse gente así, reflexionó Clemperer.
Pidió una cafetera entera de café y ofreció una taza a la pareja; ellos aceptaron.
Mientras tanto los observó con atención. Nada había en ellos que resultara extraordinario. Parecían normalmente infelices. El uno sentado a un lado de la mesa, la otra en el otro, juntas sus manos sobre el pulido roble. El hombre era de la edad de Clemperer, aunque mejor conservado, lo que evidenciaba una vida más próspera. Parecía como capaz de albergar esperanzas todavía. Detrás de sus gafas, sus ojos grises estaban saturados de camaradería.
La chica resaltaba más. No era guapa, pero tenía un algo que la hacía atractiva. A primera vista parecía tener veintiún años. Su oscuro cabello era corto, sin rizos; en su rostro alargado tenía los ojos más negros y tristes con que jamás se había encontrado Clemperer. Había en ella una aflicción imposible de concretar, como una niebla indecisa: y, sin embargo, ahora estaba contenta.
Por entonces, o quizás más tarde, se enteró de que sus nombres eran Spring y Alice.
Pensó que podría ofrecer alguna clase de disculpa por haberse sentado a su mesa sin haber sido invitado, pero decidió hacerlo en la mínima medida en que una disculpa parecía ser necesaria. Cuando comenzó a hablar, su apocada lengua volvió a traicionarle.
—No he tenido intención de inmiscuirme —dijo—. Sé muy bien que tres forman una nube.
Lo acogieron como una trouvaille[1].
—Ahí está la cuestión —dijo Alice—. ¿Qué más homogéneo que una nube?
—Cf[2]. una nube de desconocimiento —dijo Spring— flotando en dirección a un misterio.
—Realmente quise decir «nube» —dijo Clemperer, cometiendo un nuevo desliz. Entonces se levantó. Quizá la parte oscura de su mente conociera mejor las cosas; quizá tuviera realmente la intención de decir «nube».
Pidió al camarero griego un plato de xuftides arábigos con espaguetis y salsa de ají. No era lo que acostumbraba Clemperer; raramente comía pasadas las doce: teniendo una cochina úlcera era malgastar la comida. Su teoría más seguida era intentar anegarla en alcohol.
Eso le recordó el whisky intacto; llamó al camarero e hizo que lo retirasen.
—Perdónenme si huelo a whisky —dijo—. Una vez te pones a beber whisky rezumas ese olor por todas partes. Pronto recuperaré la serenidad.
—No hay prisa —dijo Spring.
Spring no hablaba mucho. Tampoco comía mucho, aunque, de vez en cuando metía el tenedor en el plato que tenía delante. Alice estaba aplastando su colilla en el puré de patatas de su plato. De vez en cuando se secaba la frente con un pañuelo de papel. Ambos parecían estar… esperando.
«Gente extraña», pensó Clemperer, experimentando una vez más la cálida sensación de estar en casa. Había sido consciente de su propia rareza durante mucho tiempo.
—Beber es sólo una forma de pretender sumergirse bajo la normal y áspera superficie del amor —dijo a modo de excusa. Había querido decir de la «vida», no del «amor», pero nuevamente pareció que los otros captaban el significado auténtico—. Ciertas personas sólo conocen ese modo de hacerlo. Lo que quiero decir es que se puede ir a través de la vida sin llegar a intimar seriamente con otra persona, sin que llegue a entrar en contacto auténtico la identidad del uno con la del otro, la verdadera identidad. Cuando uno se sumerge en la bebida, al menos nada en la propia identidad y ya no se necesita demasiado a nadie.
Y pensó sobrecogido: «¿Por qué diablos estoy diciendo estas cosas? Nunca había hablado así a nadie, nunca a nadie que fuera completamente…» Pero no pudo llegar a elaborar el vocablo «extraño». Fuesen lo que fueren, no eran extraños, por lo menos en ese momento, en que compartía su mesa.
—Cuando se está borracho o muerto no se necesita a nadie —dijo Alice, y parecía que la mitad de sus palabras eran emitidas por sus ojos—. Pero, por otro lado, el problema está en que ninguno de nosotros posee una verdadera identidad hasta que no encuentra alguien con quien compartirla: alguien capaz de compartirla.
—Si la gente fuera tan sólo capaz de darse cuenta de esto —dijo Spring—, todo el mundo se pasaría la vida buscando la persona justa.
—La búsqueda es siempre difícil —prosiguió la chica, mirando a Spring—. La compensación estriba en encontrar esa clase de persona, y eso lo sabes muy bien. Nadie necesita decir nada. Sólo sentir.
—Realmente me estoy entrometiendo en verdades ajenas —protestó Clemperer, sin sentirlo verdaderamente. Su lengua había transformado «problemas» en «verdades».
—Usted sabe que no —dijeron Spring y Alice al unísono—. ¿No confía en sus respuestas instintivas?
—Tengo cuarenta y cuatro años —dijo Clemperer sonriendo débilmente—; no estoy habituado a ello.
Ligeramente horrorizado, se puso a contarles la historia de su vida entera. Fue un cuento bastante ordinario, por lo menos hasta el momento revolucionario en que cumplió los cuarenta y cambió por completo su viejo estilo de vida: un cuento de continuo descontento interior. Clemperer no pudo detenerse: se desbordó enteramente mientras el de ojos grises y la de ojos negros escuchaban cada palabra con sumo cuidado.
Por último, llegó al fin de la narración. Los restos de su comida estaban ya fríos; el vaso de Alice estaba totalmente lleno de pañuelos de papel. Clemperer hizo un gesto de autodeprecación.
—No sé por qué les cuento todo esto —murmuró.
—Porque ahora, cuando nos lo cuenta —dijo Alice— lo ve bajo una luz distinta. Ahora puede darse cuenta de que su vida no ha transcurrido tal y como usted lo deseó en su momento.
—¡Tiene razón! —exclamó Clemperer—. Todo mi pasado ha estado dirigido hacia este momento, este momento de revelación… lo que le presta un significado que…
Mucho deseaba hablar, pero no pudo dar con las palabras apropiadas. Las veía como icebergs flotando en un mar inmenso; el mar era… ser, poseer, conocer; y debajo de toda su nueva felicidad corría un río que lo conectaba con ellas. Le sobrevino una feroz intranquilidad. Quiso correr, cantar, agitar las manos. Se trataba por lo menos de un momento que celebrar y estar vivo con todas las células.
—Vayamos fuera —sugirió Spring—. Cada vez siento más deseos de airearme.
—Justamente lo que yo iba a decir —exclamó Clemperer.
—Claro —dijo riendo Spring—. Es magnífico tener a alguien que haga esas pequeñeces por uno, ¿eh?
Salieron y penetraron en la noche exterior. Un caldeado viento de verano soplaba a lo largo de la ribera. Embarcaciones de todo tipo se mecían animadamente en el muelle. Por toda la longitud del puerto, el mar arrojaba su espuma contra la base de las blancas farolas.
Clemperer pareció no darse cuenta de la noche ni del viento. Alice se había colocado entre los dos hombres como un catalizador, ocultando entre las sombras su joven rostro de india. Estaba asustada porque algo le roía el corazón y Clemperer ya formaba parte de ese corazón.
—¡Ya lo tengo! —exclamó él repentinamente—. ¡Es una gestalt[3]! ¡Somos una gestalt! Ustedes saben a lo que me refiero: el todo que representamos es algo más grande que la suma de nuestras partes. Nos hemos mezclado y algo ha ocurrido por encima de nosotros.
Lo miraron con curiosidad. Por vez primera los había sorprendido y había enclavado la admiración en sus semblantes. Los tres eran conscientes que podían decir muchas cosas en silencio.
—Nosotros, Alice y yo, pensábamos que éramos completos hasta que usted llegó —dijo gravemente Spring—. Justo al llegar usted, nos dimos cuenta de que aquello no era como habíamos creído. Usted es una parte vital de esto, sea lo que fuere. Sería beneficioso que explicara y probase su contribución.
¡Se sentía tan feliz! No era sólo el compañero que permitían que los acompañara. Al contrario, los tres eran iguales: su compañía era un tercio del todo.
—Primero, permítanme decir algo —comenzó—, aunque por tratarse de ustedes puede no ser necesaria semejante declaración. Por lo común (de hecho hasta esta noche) no soy la clase de persona que ahora están viendo. La gente se comporta de modo inusual cuando se reúne con diversidad de personas. Generalmente odio a la gente: cuando un hombre o una mujer se convierten en amigos míos, lo hacen de la forma más difícil, las barreras han de bajarse una a una y hay muchas barreras. De algún modo, ustedes dos las han sobrepasado todas de golpe. Y otra cosa: en este momento de la noche, la aguda y agridulce sensación de vivir se recrudece en mi alma.
—Aquí todos somos Noctámbulos —interrumpió amablemente Alice.
—… de modo que, en general, me las arreglo para estar bien saturado, para mantener alejadas las voces. Usualmente tengo una rara dificultad en el habla, una especie de desliz freudiano, que ahora me ha abandonado por completo, como si la rueda dentada de mi veterano cerebro hubiera recuperado sus dientes. He dejado de decir palabras equivocadas: he dado con las cerraduras que mis llaves deseaban. Por otro lado, desconfío abiertamente del misticismo, de las emociones o de cualquier cháchara que saque, saquemos, a la palestra. Pero repentinamente deja de ser charlatanería; y estar caminando junto a ustedes se convierte en una cosa real desconocida hasta ahora.
—Por supuesto que está usted sorprendido —dijo Spring—. Como que es sorprendente. ¡Es desconcertante! Cuando al principio nos ocurrió a Alice y a mí pensamos que se trata sólo de amor. (¿Por qué ese «sólo»?) Su venida nos demuestra que es algo más frecuente.
—Tal y como ya habíamos empezado a sospechar —concluyó Alice. La forma de complementarse que tenían las significaciones era cosa de sueño—. Háblenos sobre la forma. Exponga y expándase.
—Nunca estuve contento porque hasta ahora no había tropezado con vosotros —dijo Clemperer—. Quizá todas las personas descontentas que hay en el mundo están esperando su Momento de Encuentro… Puedo sentir, puedo sentir que conformamos un algo grande, más grande que un conjunto de tres personas; de algún modo estamos a mucha distancia del tiempo y del espacio. Como antes dijisteis, este encuentro ha tenido el poder de alterar mi pasado; probablemente pueda alterar también nuestro futuro. Esto jamás ha sido descrito. No es telepatía, aunque al experimentar paralelamente obviamente deberíamos pensar de manera similar. No es un ménage à trois, o lo que se suele implicar en esta expresión, aunque la sexualidad básica puede proveer algo de la fuerza que permanece ligada. Si ha sido conocido antes, los conocedores lo han mantenido bien oculto. Estamos siguiendo un nuevo sendero, un camino no hollado. No podremos saber adonde conduce… hasta que lleguemos.
Continuó hablando, dilucidando por los tres, transportado por su visión. Mientras caminaban a lo largo del muelle, las luces que tenían sobre sí parecían flotar como soles, derramando su luminosidad astral sobre sus rostros.
Al cabo, Clemperer se interrumpió.
—Es muy tarde —dijo, excusándose brusca y repentinamente—. ¿Sabéis? Es impresionante lo que al parecer sé de cuantas cosas importantes anidan en vosotros dos, aunque nada conozco de aquellos asuntos triviales a los que todo el mundo concede excesiva importancia. ¿No queréis ir a casa, o a cualquier otro lugar ahora?
—Sire, no somos sino pobres veraneantes —dijo Spring con afectada comicidad—. Nuestras casas están muy lejos.
Señaló hacia el oscuro mar, en el que un yate permanecía anclado y meciendo sus luces al vaivén de las olas.
—¿Ves el yate? Allí están nuestros camarotes. Alice y yo nos conocimos porque un amigo común, el propietario del yate, nos invitó a hacer un crucero por toda la costa en compañía de otras personas. Creo que permaneceremos en tierra esta noche; pero podemos subir a bordo por la mañana; allí no se preocupan mucho de nosotros y cualquiera de los embarcados podrá ocuparse de mi mujer.
Las últimas palabras pronunciadas informaron a Clemperer de todo lo que necesitaba saber acerca del aura de tristeza que bordeaba los ojos de Alice; el tema no volvió a surgir entre ellos.
—El Karpenkario permanece abierto toda la noche —dijo Clemperer.
Desandaron el camino en silencio un elocuente silencio que pesaba mucho más que todo lo hablado. De vez en cuando, Alice echaría mano de algún que otro papel de seda para secarse la frente; luego lo dejaría escapar de entre sus dedos y lo vería flotar inclementemente a merced del fuerte viento: agitándose, dando vueltas hacia arriba, por encima de las techumbres de las miserables casas que daban al mar.
En el Karpenkario se las arreglaron para conseguir un pequeño reservado en la parte trasera. Contenía una mesa de juego, sillas, y desordenados montones de papeles desparramados por el suelo; no obstante, para Clemperer era mejor que volver a su habitación. Deliberadamente no había sugerido esto último. El recuerdo de su cama deshecha, las vacías botellas de whisky encima del aparador, las ropas desperdigadas por el suelo, un pastel de manteca medio derretido en la palangana, todo ello afloró a su conciencia y sólo le produjo una leve sonrisa de tristeza. Todo aquello pertenecía a un pasado carente de objeto. Habría llevado a Alice y a Spring a aquel lugar igual que la culebra cambia la piel.
Pidieron café y reanudaron la conversación. Conversación interminable, como si un torrente rápido y seguro de sí correteara bajo la superficie.
La gestalt devino más intensa a medida que la noche alcanzaba su núcleo, hasta parecer que los envolvía como una cúpula derrumbada, casi ahogándolos. Afuera, el viento aullaba, se colaba por los callejones, hacía sonar pequeños utensilios, batía puertas mal ajustadas y gemía por encima de los techos de los edificios. Y crecía hasta simbolizar para ellos el nuevo poder, que acechaba un poco más allá del umbral de sus conciencias hasta dar la sensación de que en el interior de los tres podía coexistir una fuerza capaz de arrancar el autodominio y arrebatarlo como una brizna de paja… para siempre.
Entonces conocieron el miedo. Pero, curiosamente, lo experimentaron porque en un momento dejaron de saber lo que representaban, y su ancestral seguridad en sí mismos parecía haberlos abandonado en medio de lo eterno en el curso de la marea de la medianoche.
—La forma —dijo Alice, en un momento dado—, ¿qué creéis que podemos hacer con ella?
—¿O qué es capaz de hacer con nosotros? —agregó Spring.
—¿Es una fuerza perteneciente al bien o al mal? —preguntó Clemperer.
—Creo que está más allá del bien y del mal —dijo la muchacha, adentrando su mirada en las profundidades de algún bienestar inimaginable—. Lo que quiera que pueda ser, está más allá de todas las leyes y normas. Lo que comúnmente se denomina… sobrenatural…
Parecían haberse petrificado. Cansados, helados, viciados, estrecharon más el círculo en torno a la mesa, aunque no más que el paciente caimán que aguarda su presa. Parecían hatos de ropas viejas.
—Hay algo que nosotros, o la forma, podemos hacer —dijo Clemperer—. Soy capaz de sentirlo, aunque no de darle definición.
—Lo que nos une es siempre la función —dijo Spring, casi cortante—, función capaz de sostenernos allí donde nos encontramos, ocurra lo que ocurra. ¿Y qué podría ser más valioso?
—Somos los Noctámbulos —murmuró la chica—. Por lo menos podemos sufrir siempre juntos.
Entonces dejaron de hablar y el viento siguió ululando sin provocarles el menor estremecimiento, gritando, gimiendo, chillando más allá de los muros, más allá del reservado, más allá de su unidad conjunta. Clemperer dormía y no dormía: en un extremo de su mente escuchaba las últimas palabras repetidas una y otra vez: aquellas palabras que más tarde se mostrarían tan cargadas de significado: «Podemos sufrir siempre juntos… Su función es siempre la de unirnos… Donde quiera que estemos, ocurra lo que ocurra… sujetarnos para siempre… juntos».
Los tres individualmente se desvanecieron en una porción del mismo trance, en tanto la aurora aparecía enfermiza fingiéndose claro de luna.
Ella permanecía junto a Spring en un extremo del embarcadero y gastaba su último papel de seda. Tenían que regresar al yate; el propietario los esperaba: hoy tenía que emprender rumbo a la isla de Jedder, hiciese el tiempo que hiciera. Regresarían a la caída de la noche; entonces volverían a verse. Tras ellos, un marinero les esperaba para conducirlos por las ondulantes aguas hasta el yate.
En la tensión del momento, Clemperer se sorprendió utilizando las frases convencionales de despedida. No importaba. Lo que él o ellos hicieran no tenía importancia éstos o aquél comprenderían siempre; su fe no conocía limites; las últimas barreras habían sido vencidas por la noche.
Clemperer rozó las mejillas de los otros con las suyas, grasientas, grisáceas y sin afeitar. El contacto con ellos casi lo sofocó. Los amaba infinitamente. Eran personas amables, inteligentes, capaces de aceptar las cosas, enteramente abiertas a las heridas del mundo.
Subieron al bote. El saludable aire de la mañana aureolaba la oscura cabeza de Alice. No hubo amargura en la partida; no era una partida verdadera. Sin embargo, Clemperer se sentía fracasado. Había dicho:
—En cierto modo estamos lejos del tiempo y del espacio —y ahora, aquello parecía obviamente falso. Ignorarlo todo: en eso consistía la existencia. Clemperer se volvió y se encaminó cansadamente hacia su habitación.
Y durmió.
A las cinco de la tarde se despertó gritando. Un vidrio de su ventana había saltado en pedazos. Se incorporó en la cama, incapaz de orientarse. Al principio creyó que se ahogaba. Las aguas habían saltado hacia él, azotando su rostro. Sus pulmones estaban inundados de espuma.
Clemperer se levantó aturdido, y se alejó de la cama tambaleándose.
El viento había roto la ventana. Aunque agonizaba al romper el día, el ventarrón había cobrado fuerzas y se había convertido en una impresionante tormenta que se elevaba desde el mar hacia la ciudad.
Algo más resultaba equívoco, algo que sentía dentro de sí. Clemperer estaba vestido del todo, incluso llevaba puesto el abrigo. Bebió un poco de agua, se enjuagó la boca con ella y salió precipitadamente de la casa. Era extraño no haber despertado con resaca, era extraño haber despertado con un propósito definido. Spring y Alice estaban en apuros, el peligro se había cernido sobre ellos.
Bajó rápidamente por las estrechas calles hasta llegar al puerto. Entonces vio a la gente apelotonada en el muelle; era cierto, lo había sabido con anterioridad. Todos miraban hacia alta mar, la mayoría en silencio, unos cuantos gritando y señalando. Mientras se cruzaba corriendo con algunos, alcanzó a escuchar algunas palabras: un yate estaba en dificultades, había sido echado el bote salvavidas, la corriente Jedder dificultaba el rescate.
Corrió por las colinas hacia el punto más alto de los acantilados, corría como no había corrido en años, corría como un poseso.
Desde la cima, la isla Jedder era una oscura mota sobre el horizonte. Las negras nubes la semiborraban con sus vientres chorreantes. Mientras oteaba, la lluvia barría el mar, azotaba la costa, inundaba las rompientes y golpeaba su rostro con rachas de gotas tan duras como guijarros. En un momento quedó calado hasta los huesos.
Pero, en su atenta observación, Clemperer había divisado el yate: lo vio deslizarse bajo la agitada superficie. El bote salvavidas no estaba en sus alrededores, delimitados por una furiosa estela de espuma verde que señalaba la corriente Jedder. Para cualquiera que aún permaneciese a bordo del yate no había la menor esperanza de supervivencia; el yate se había hundido de golpe.
—¡Clemperer! —Oyó en sus oídos el hiriente grito de ellos mientras el navío seguía hundiéndose, hundiéndolos consigo.
En su interior habitaba ahora la muerte; estaban anestesiadas todas sus sensaciones. La tormenta bramaba en su rostro, silbaba en sus oídos, pero en su interior sólo habitaba el silencio cuando emprendió cansadamente el camino colina abajo, resbalando y dando tropiezos sin advertirlo. Caminaba en medio de un sueño y se abrió paso a empujones a través de la sombría muchedumbre todavía apelotonada y expectante en el puerto. Nebulosamente consciente del rumbo que tomaba, Clemperer cruzó la carretera y caminó pesadamente hacia el Karpenkario.
Alice y Spring estaban sentados alrededor de la mesa ya conocida y le estaban esperando. Estaban más mojados que él, pero sonreían.