II.- Hola, desconocido

(Hello, Stranger).

Época: diciembre de 1977.

Lugar: un restaurante de Nueva York, The Tour Seasons.

El hombre que me había invitado a almorzar, George Claxton, me sugirió que nos encontráramos a mediodía y no se disculpó por fijar una hora tan temprana. Pero pronto descubrí la razón; desde el año o más que no lo veía, George Claxton, hasta entonces hombre moderadamente abstemio, se había convertido en un bebedor empedernido. Nada más sentarnos, ordenó un Wild Turkey doble («Seco, por favor; sin hielo»), y al cabo de quince minutos pidió otro más.

Yo estaba sorprendido, y no sólo por la urgencia de su sed. Había engordado por lo menos treinta libras; los botones de su chaleco de rayas finas parecían a punto de estallar, y el color de su piel, normalmente rubicunda de correr o jugar al tenis, tenía una extraña palidez, como si acabara de salir de presidio. Además, llevaba gafas oscuras, y pensé: ¡qué teatral! ¡Imagínate al viejo y vulgar George Claxton, un tipo sólidamente arraigado en Wall Street, que vive en Greenwich, en Westport o en donde sea, con tres, cuatro o cinco hijos, imagínate a ese tipo bebiendo dobles de Wild Turkey y llevando gafas oscuras!

Apenas pude contenerme de hacerle una pregunta directa: Bueno, ¿qué demonios te ha pasado? Pero le dije: «¿Qué tal estás, George?».

George: Muy bien. Muy bien. Navidad. ¡Jesús! Sencillamente, no lo puedo soportar. Este año no esperes una tarjeta mía. No voy a enviar ninguna.

TC: ¿De veras? Tus tarjetas eran como una tradición. Esas cosas familiares, con perros. ¿Y cómo está tu familia?

George: Aumentando. Mi hija mayor acaba de tener su segundo hijo. Una niña.

TC: Enhorabuena.

George: Bueno, queríamos un chico. Si hubiera sido niño, le habrían llamado como yo.

TC: (pensando: ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué estoy almorzando con este pelmazo? Me aburre, siempre me ha aburrido): ¿Y Alice? ¿Cómo está Alice?

George: ¿Alice?

TC: Quiero decir Gertrude.

George: (frunciendo el ceño, irritado): Está pintando. Ya sabes que nuestra casa está justo en el Sound. Tenemos nuestra playita. Se queda encerrada todo el día en su habitación, pintando lo que ve desde la ventana Barcas.

TC: Eso es bonito.

George: Yo no estoy tan seguro. Era una chica de Filosofía; licenciada en Arte. Antes de que nos casáramos pintó un poco. Luego se le olvidó. Así pareció. Ahora pinta constantemente. Todo el tiempo. Se queda encerrada en su habitación. Camarero, ¿puede enviarnos al jefe de comedor con un menú? Y tráigame otro de éstos. Sin hielo.

TC: Eso es muy británico, ¿no? Whisky puro sin hielo.

George: Tengo un raigón al descubierto. Cualquier cosa fría me hace daño a los dientes. ¿Sabes de quién he recibido una tarjeta de Navidad? De Mickey Manolo. Aquel chaval rico de Caracas. Estaba en nuestra clase.

(Claro que no me acordaba de Mickey Manolo, pero asentí y simulé que sí, sí. Ni tampoco me acordaría de George Claxton si no me hubiera seguido cuidadosamente la pista durante cuarenta y tantos años, desde que estudiamos juntos en una escuela preparatoria especialmente infernal. Era un chico atlético y honrado, de una familia de clase media alta de Pensilvania; no teníamos nada en común, pero establecimos una alianza accidental porque, a cambio de copiar mis comentarios de texto y composiciones de inglés, él me hacía la tarea de álgebra y en los exámenes me soplaba las respuestas. Como resultado, durante cuatro décadas me había impuesto una «amistad» que requería una comida obligatoria cada año o dos).

TC: Muy raramente se ven mujeres en este restaurante.

George: Eso es lo que me gusta de él. Que no hay un montón de tías parloteando. Tiene un pulcro aspecto masculino. No creo que pida nada de comer, ¿sabes? Los dientes. Me duelen mucho al masticar.

TC: ¿Huevos escalfados?

George: Hay algo que me gustaría contarte. Quizá pudieras darme un pequeño consejo.

TC: La gente que sigue mis consejos suele lamentarlo. De todos modos…

George: Esto empezó en junio pasado. Justo después de que se licenciara Jeffrey: mi hijo pequeño. Era un sábado y Jeff y yo estábamos en nuestra playita pintando una barca. Jeff subió a casa para traer unas cervezas y algunos bocadillos, y mientras estaba ausente me desnudé y fui a nadar un poco. El agua aún estaba demasiado fría. En realidad, en el Sound no se puede nadar mucho antes de julio. Pero me apetecía.

Nadé durante un buen trecho y me puse a flotar, tumbado de espaldas, mirando a mi casa. Es una casa realmente grande: un garaje para seis coches, piscina, pistas de tenis; es una lástima que nunca hayamos conseguido que vengas. De cualquier modo, estaba flotando de espaldas, sintiéndome muy satisfecho de la vida, cuando vi esa botella meneándose en el agua.

Era una botella de vidrio transparente que había contenido alguna clase de refresco. Alguien la había tapado con un corcho, cerrándola con cinta adhesiva. Pero vi que en su interior había un trozo de papel, una nota. Me hizo reír; de niño, yo solía hacer eso: meter mensajes en botellas y arrojarlas al agua. ¡Socorro! ¡Hombre desaparecido en el mar!

Así que agarré la botella y nadé hasta la playa. Tenía curiosidad por ver lo que había dentro. Bueno, era una nota fechada un mes antes, y la había escrito una niña que vivía en Larchmont. Decía: «Hola, desconocido. Me llamo Linda Reilly y tengo doce años. Si encuentras esta carta, por favor, escribe y comunícame dónde y cuándo la has encontrado. Si lo haces, te enviaré una caja de dulces de chocolate».

El caso es que, cuando Jeff volvió con nuestros bocadillos, no mencioné la botella. No sé por qué, pero no lo hice. Ojalá lo hubiera hecho. De ese modo, quizá no hubiese ocurrido nada. Pero era como un pequeño secreto que quería guardar para mí mismo. Una broma.

TC: ¿Estás seguro de que no tienes hambre? Yo sólo voy a tomar una tortilla.

George: Muy bien. Una tortilla. Muy suave.

TC: ¿De modo que escribiste a esa damita, miss Reilly?

George: (titubeando): Sí. La escribí, sí.

TC: ¿Qué le dijiste?

George: El lunes, al volver a la oficina, empecé a inspeccionar la cartera y encontré la nota. Digo «encontré» porque no me acordaba de haberla puesto ahí. En forma vaga, se me había pasado por la cabeza escribirle una tarjeta a aquella niña; nada más que un gesto amable, ¿comprendes? Pero aquel día almorcé con un cliente a quien le gustaban los martinis. Yo no solía beber en el almuerzo, ni tampoco mucho a cualquier otra hora. Sin embargo, me bebí dos martinis y volví a la oficina sintiendo que la cabeza me daba vueltas. De modo que escribí a esa chiquilla una carta bastante larga; no la dicté, la escribí a mano, contándole dónde vivía y cómo había encontrado la botella; le deseé suerte y dije alguna tontería, como que, a pesar de que era un desconocido, le enviaba cariñosos recuerdos de amigo.

TC: Una misiva de dos martinis. Pero ¿dónde está lo malo?

George: Balas de plata. Así es como llaman a los martinis. Balas de plata.

TC: ¿Qué pasa con esa tortilla? ¿Ni siquiera vas a probarla?

George: ¡Oh, Dios! Me duelen los dientes.

TC: Está bastante buena. Para ser una tortilla de restaurante.

George: Cosa de una semana después, llegó un enorme paquete de dulces. De chocolate con nueces. Los pasé por la oficina y le dije a todo el mundo que los había hecho mi hija. Uno de los muchachos comentó: «¿Ah, sí? Apuesto a que el viejo George tiene una amiga secreta».

TC: ¿Y te envió una carta junto con los dulces?

George: No, pero le escribí una nota dándole las gracias. Muy breve. ¿Tienes un cigarrillo?

TC: Dejé de fumar hace años.

George: Pues yo acabo de empezar. Aunque todavía no los compro. Sólo pido uno de gorra de vez en cuando. Camarero, ¿podría traerme un paquete de cigarrillos? No importa de qué marca, con tal que sean mentolados. ¿Y otro Wild Turkey, por favor?

TC: A mí me apetecería café.

George: Pero recibí respuesta a mi nota de agradecimiento. Una carta larga. Realmente me dejó de piedra. Adjuntaba una fotografía de ella. En color, de una Polaroid. Llevaba un traje de baño y estaba de pie en la playa. Quizá tuviera doce años, pero aparentaba dieciséis. Una chica preciosa, morena, de pelo corto y rizado, y unos ojos muy azules.

TC: Sombras de Humbert Humbert[6].

George: ¿Quién?

TC: Nadie. Un personaje de una novela.

George: Nunca leo novelas. Odio la lectura.

TC: Sí, lo sé. Después de todo, yo solía hacerte los comentarios de texto. Bueno, ¿qué contaba miss Linda Reilly?

George: (después de hacer una pausa de cinco segundos completos): Era muy triste. Conmovedor. Decía que no hacía mucho tiempo que vivía en Larchmont, que no tenía amigos y que había arrojado docenas de botellas al agua, pero que yo era la única persona que había encontrado una y había contestado. Que era de Wisconsin, pero que su padre había muerto y su madre se había casado con un hombre que tenía tres hijas, y que ella no le gustaba a ninguna. Era una carta de diez páginas, sin faltas de ortografía. Decía un montón de cosas inteligentes. Pero parecía realmente desgraciada. Añadía que confiaba en que yo volviera a escribir y que tal vez pudiera acercarme a Larchmont para encontrarnos en algún sitio. ¿Te molesta escuchar todo esto? Si es así…

TC: Por favor. Continúa.

George: Guardé la fotografía. En realidad, la puse en mi billetera. Junto con fotos de mis chicos. No podía quitarme la carta de la cabeza. Y aquella noche, cuando tomé el tren para casa, hice algo que sólo he hecho muy pocas veces. Fui al vagón restaurante, pedí un par de copas fuertes y leí la carta una y otra vez. Prácticamente, me la aprendí de memoria. Luego, al llegar a casa, le dije a mi mujer que tenía que hacer un trabajo de la oficina. Me encerré en mi madriguera y empecé una carta para Linda. Escribí hasta medianoche.

TC: ¿Estuviste bebiendo durante todo ese tiempo?

George: (sorprendido): ¿Por qué?

TC: Podría haber dado cierta orientación a lo que escribiste.

George: Sí, estuve bebiendo, y supongo que fue una carta muy emocional. Pero me sentía muy inquieto por esa niña. Quería ayudarla verdaderamente. Le escribí acerca de algunos problemas que habían tenido mis propios hijos. Del acné de Harriet y de que nunca había tenido un solo novio. Hasta que le hicieron una operación de piel. Le conté la mala época que pasé cuando yo estaba creciendo.

TC: ¿Eh? Creía que disfrutaste de la vida ideal de un típico joven americano.

George: Dejé que la gente viera lo que yo quería que viese. Por dentro era una historia diferente.

TC: Me dejas perplejo.

George: A eso de medianoche, mi mujer llamó a la puerta. Quería saber si algo iba mal, y yo le dije que se volviera a la cama, que tenía que acabar una carta urgente y que, cuando la terminase, iría a llevarla al despacho de Correos. Ella me dijo que por qué no podía esperar hasta por la mañana, que eran más de las doce. Perdí los estribos. Treinta años casados, y con los dedos de las manos podía contar las veces que me había enfadado con ella. Gertrude es una mujer maravillosa, maravillosa. La quiero en cuerpo y alma. ¡Sí, maldita sea! Pero le grité: «No, no puede esperar. Tiene que enviarse esta noche. Es muy importante».

(Un camarero le entregó a George un paquete de cigarrillos, ya abierto. Se puso uno en los labios, y el camarero se lo encendió, lo que no estaba de más, pues sus dedos temblaban demasiado para sujetar sin peligro una cerilla).

¡Y, por Dios, era importante! Porque sabía que si no enviaba la carta aquella noche, jamás lo haría. Sobrio, tal vez hubiera pensado que era demasiado personal o algo parecido. Y ahí estaba esa solitaria e infeliz muchacha que me había mostrado su corazón: ¿cómo se sentiría si nunca oyese una sola palabra de mí? No. Subí al coche y fui al despacho de Correos, y tan pronto como envié la carta, en cuanto la dejé caer por la ranura, me sentí demasiado cansado para conducir hasta casa. Me quedé dormido en el coche. Me desperté al amanecer, pero mi mujer dormía y no se enteró de cuándo llegué.

Apenas tuve tiempo para afeitarme y cambiarme de ropa antes de salir precipitadamente para coger el tren. Mientras me estaba afeitando, Gertrude entró en el cuarto de baño. Sonrió; no mencionó mi pequeña rabieta. Pero tenía mi billetera en la mano, y dijo: «George, voy a hacer una ampliación para tu madre de la fotografía de licenciatura de Jeff», y empezó a revolver todas las fotografías de la cartera. No me acordé de nada hasta que, de repente, preguntó: «¿Quién es esta chica?».

TC: Y era la damita de Larchmont.

George: Debería haberle contado toda la historia en aquel mismo momento. Pero… En cualquier caso, le aseguré que era la hija de un viajero amigo mío. Dije que se la estuvo enseñando a algunos compañeros en el tren y que se le había olvidado en el bar. Así que yo me la guardé en la billetera para devolvérsela la próxima vez que lo viera.

Gargon, un autre Wild Turkey, s’il vous plait.

TC: (al camarero): Que sea sencillo.

George: (con un tono desagradablemente amable): ¿Me estás diciendo que he bebido demasiado?

TC: Si tienes que volver a la oficina, sí.

George: Pero no voy a volver a la oficina. No he ido por allá desde primeros de noviembre. Se entiende que he tenido una depresión nerviosa. Exceso de trabajo. Agotamiento. Se supone que estoy descansando tranquilamente en casa, bajo los tiernos cuidados de mi adorada esposa. Que está encerrada en su habitación, pintando cuadros de barcas. Una barca. La misma maldita barca una y otra vez.

TC: George, tengo que ir a orinar.

George: ¿No tratarás de darme esquinazo? ¿Dé perder de vista a un antiguo compañero de escuela que te pasaba todas las respuestas de álgebra?

TC: ¡Y, aun así, me suspendieron!

(No tenía ganas de orinar; necesitaba ordenar mis pensamientos. No tenía valor para escabullirme fuera de allí y esconderme en algún cine tranquilo, pero estaba completamente seguro de que no quería volver a la mesa. Me lavé las manos y me peiné. Entraron dos hombres y se pararon en los urinarios. Uno dijo: «Ese tipo está muy cargado. Por un instante, pensé que era alguien a quien conocía». Su amigo contestó: «Pues no es un completo desconocido. Es George Claxton». «¡Estás de broma!». «Por fuerza lo sé. Fue mi jefe en otro tiempo». «¡Pero, Dios mío! ¿Qué le ha ocurrido?». «Hay distintas historias». Luego, quizás a causa de mi presencia, los dos hombres guardaron silencio. Volví al comedor).

George: ¿Así que no te has largado?

(En realidad, parecía más tranquilo, menos borracho. Podía rascar una cerilla y encender un cigarrillo con mediana habilidad).

¿Estás dispuesto a oír el resto de la historia?

TC: (Silencio, pero con una seña alentadora).

George: Mi mujer no dijo nada, sólo volvió a meter la fotografía en la billetera. Seguí afeitándome, pero me corté dos veces. Hacía tanto tiempo que no tenía resaca, que me había olvidado de cómo era. El sudor; el estómago: parecía que iba a cagar cuchillas de afeitar. Metí una botella de bourbon en el maletín, y nada más subir al tren fui derecho al lavabo. Lo primero que hice fue romper la fotografía y tirarla al retrete. Después me senté en la taza y abrí la botella. Al principio me dio náuseas. Y allí hacía un calor del demonio. Como en el Hades. Pero al cabo del rato empecé a tranquilizarme y a pensar: bueno, ¿por qué tengo tanta ansiedad? No he hecho nada malo. Pero, al levantarme, vi que los pedazos de la fotografía Polaroid aún flotaban en la taza del retrete. Tiré de la cadena, y los trozos de la instantánea, su cabeza, sus piernas y sus brazos, empezaron a removerse y me quedé aturdido: me sentía como un asesino que la hubiera descuartizado con un cuchillo.

Cuando llegamos a la Estación Central, sabía que no estaba en condiciones de soportar la oficina, así que me acerqué al Yale Club y pedí una habitación. Llamé a mi secretaria y le dije que debía ir a Washington y que no aparecería por allí hasta el día siguiente. Luego, llamé a casa y le dije a mi mujer que había surgido algo, un asunto de negocios, y que me quedaría en el club a pasar la noche. Después me metí en la cama, pensando: dormiré todo el día, tomaré un buen trago para relajarme, para quitarme los nervios, y a dormir. Pero no pude… hasta que vacié toda la botella. ¡Chico, cómo dormí entonces! Hasta eso de las diez del día siguiente.

TC: Unas veinte horas.

George: Más o menos. Pero me sentí perfectamente al levantarme. En el Yale Club tienen un masajista magnífico, un alemán, con unas manos tan fuertes como las de un gorila. Ese tipo puede arreglarte de verdad. De modo que tomé una sauna, un masaje como de tropas de asalto, y quince minutos de ducha helada. No salí y comí en el club. Nada de bebida, pero chico, devoré como un lobo. Cuatro tajadas de cordero, dos patatas asadas, espinacas a la crema, una mazorca tierna de maíz, una botella de leche, dos tartas de arándanos tan grandes como una fuente.

TC: Me gustaría que comieras algo ahora.

George: (un bramido cortante, sorprendentemente rudo): ¡Cállate!

TC: (Silencio).

George: Lo siento. Quiero decir que era como si hablase conmigo mismo. Como si hubiera olvidado que estabas aquí. Y tu voz…

TC: Entiendo. De cualquier modo, te habías dado una buena comida y te sentías bien.

George: Ya lo creo. Ya lo creo. El condenado comió un suculento almuerzo. ¿Un cigarrillo?

TC: No fumo.

George: Eso es bueno. No fumar. Yo no fumaba desde hacía años. TC: Toma, te daré fuego.

George: Soy perfectamente capaz de vérmelas con una cerilla sin quemar el local, gracias.

Bueno, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí! El condenado iba de camino a su oficina, tranquilo y reluciente.

Era viernes, la segunda semana de julio, un día de mucho calor. Me hallaba solo en el despacho cuando mi secretaria llamó y dijo que una tal miss Reilly estaba al teléfono. No caí inmediatamente en la cuenta, y le pregunté: «¿Quién? ¿Qué es lo que quiere?». Y mi secretaria contestó: «Dice que es personal». Cayó la moneda. Dije: «¡Ah, sí!, póngala».

Y oí: «Míster Claxton, soy Linda Reilly. He recibido su carta. Es la carta más bonita que he recibido nunca. Noto que es usted un verdadero amigo, y por eso he decidido correr la suerte de llamarlo. Esperaba que pudiera auxiliarme. Porque ha ocurrido algo y no sé qué haré si usted no me ayuda». Tenía una suave voz de jovencita, pero estaba tan sin aliento, tan apurada, que le pedí que hablase más despacio. «No tengo mucho tiempo, míster Claxton. Estoy llamando desde el piso de arriba y mi madre puede coger el teléfono abajo en cualquier momento. El caso es que tengo un perro, Jimmy. Tiene seis años, pero es muy juguetón. Lo tengo desde que era pequeña, y es lo único que poseo. Es muy bueno, el perrito más lindo que haya visto nunca. Pero mi madre va a hacer que lo maten. ¡Me moriré! Sencillamente, me moriré. Míster Claxton, por favor, ¿puede usted venir a Larchmont y encontrarse conmigo frente al paso de la autopista? Llevaré a Jimmy conmigo, y usted podría llevárselo. Ocultarlo hasta que pensemos lo que hacer. No puedo hablar más. Mi madre está subiendo las escaleras. Lo llamaré a la primera oportunidad que tenga mañana por la mañana y para fijar una cita…».

TC: ¿Qué dijiste tú?

George: Nada. Colgó.

TC: Pero ¿qué hubieras dicho?

George: Pues tan pronto como colgó, decidí que, cuando volviese a llamar, contestaría que sí. Sí, ayudaría a esa pobre chica a salvar a su perro. Eso no significaba que fuera a llevármelo a casa conmigo. Podía meterlo en una perrera o algo así. Y si las cosas hubieran ido de distinta manera, eso es lo que habría hecho.

TC: Ya veo. Pero no volvió a llamar.

George: Camarero, tomaré otra de esas cosas oscuras. Y un vaso de Perrier, por favor. Sí, llamó. Y lo que dijo fue muy breve: «Míster Claxton, lo siento; me he escapado a llamar a casa de un vecino, y tengo que darme prisa. Mi madre encontró sus cartas anoche, las cartas que me ha escrito usted. Está enloquecida, y su marido también. Piensan toda clase de cosas horribles, y lo primero que ha hecho esta mañana ha sido llevarse a Jimmy. Ahora no puedo hablar más; trataré de llamar después».

Pero no volví a saber de ella; al menos, no personalmente. Mi mujer me telefoneó unas horas más tarde; diría que eran sobre las tres de la tarde. Dijo: «Querido, ven tan pronto como puedas», y su voz era tan tranquila que yo sabía que estaba extraordinariamente angustiada; incluso sabía a medias por qué, aunque simulé sorpresa cuando añadió: «Han venido dos policías. Uno de Larchmont y otro del pueblo. Quieren hablar contigo. No quieren decirme por qué».

No me molesté en tomar el tren. Alquilé un turismo. Uno de esos turismos que tienen un bar instalado. No hay mucho camino, sólo alrededor de una hora, pero logré apurar unas cuantas balas de plata. No me ayudaron mucho; estaba asustado de verdad.

TC: ¡Por amor de Dios! ¿Por qué? ¿Qué habías hecho? Representar a míster Buena Persona, a míster Amigo Corresponsal.

George: Ojalá hubiera sido así de claro. Así de adecuado. En cualquier forma, cuando llegué a casa los polis se hallaban sentados en la sala de estar viendo la televisión. Mi mujer les estaba sirviendo café. Cuando ella se ofreció a salir de la habitación, dije que no: quiero que te quedes y oigas esto, sea lo que sea. Los dos polis eran muy jóvenes y se sentían muy molestos. Después de todo, yo era un hombre rico, un ciudadano prominente, que iba a la iglesia, padre de cinco hijos. No tenía miedo de ellos. Pero sí de Gertrude.

El poli de Larchmont resumió la situación. Su comisaría había recibido una denuncia del señor y la señora Henry Wilson acerca de que «su hija de doce años, Linda Reilly, había recibido cartas de “índole sospechosa”, de un hombre de cincuenta y dos años, es decir, de mí, y los Wilson tenían intención de presentar cargos si yo no podía dar una explicación satisfactoria».

Me eché a reír. ¡Ah! Yo estuve tan jovial como Santa Claus. Conté toda la historia. Lo de encontrar la botella. Dije que únicamente contesté porque me gustaban los dulces de chocolate. Les hice sonreír, presentar disculpas, arrastrar sus grandes pies, y decir, bueno, ya sabe qué ideas tan tontas se les ocurre ahora a los padres. La única que no lo tomó como una broma tonta fue Gertrude. En realidad, sin que me diera cuenta, había salido de la habitación antes de que yo terminase de hablar.

Después de que los polis se marcharan, yo sabía dónde encontrarla. En esa habitación, donde pinta sus cuadros. Estaba a oscuras y ella se había sentado en una silla de respaldo recto, mirando afuera, a la oscuridad. Dijo: «Por favor, George. No tienes que mentir. Nunca tendrás que volver a mentir».

Y aquella noche durmió en esa habitación, y todas las noches a partir de entonces. Allí se queda encerrada pintando barcas. Una barca.

TC: Quizá te comportaras de manera algo imprudente. Pero no entiendo por qué debe ser tan inflexible.

George: Te diré por qué. Aquella no fue la primera visita que nos hizo la policía. Hace siete años tuvimos una repentina y fuerte tormenta de nieve. Yo iba conduciendo el coche y aun cuando no estaba lejos de casa, me perdí varias veces. Pregunté el camino a un montón de gente. Una era una niña, una chica joven. Pocos días después, la policía se presentó en casa. Yo no estaba, pero hablaron con Gertrude. Le dijeron que, durante la última nevada, un hombre que respondía a mi descripción y que conducía un Buick con mi matrícula, bajó del coche y se exhibió delante de ella. Diciéndole palabras lascivas. La chica dijo que había copiado el número de matrícula en la nieve, bajo un árbol, pero cuando la tormenta cesó, era indescifrable. Indudablemente, se trataba de mi número de matrícula, pero la historia no era cierta. Convencí a Gertrude, y también a la policía, de que la chica mentía o se había confundido respecto a la matrícula. Pero luego la policía se presentó por segunda vez. Acerca de otra jovencita. Y de ese modo mi mujer se queda en su habitación. Pintando. Porque no me cree. Cree que la chica que escribió el número en la nieve dijo la verdad. Sí. Soy inocente. Ante Dios, sobre las cabezas de mis hijos, juro que soy inocente. Pero mi mujer cierra su puerta y mira por la ventana. No me cree. ¿Y tú?

(George se quitó las gafas oscuras y las limpió con una servilleta. Entonces entendí por qué las llevaba. No era por la esclerótica amarillenta, tallada con rojas e hinchadas venas, sino porque sus ojos eran como un par de prismas hechos pedazos Nunca he visto un dolor, un sufrimiento implantado de modo tan permanente, como si un descuido del cuchillo del cirujano lo hubiera desfigurado para siempre. Era insoportable, y mientras me miraba fijamente, mis ojos se apartaron temerosos).

¿Tú me crees?

TC: (inclinándose a lo largo de la mesa y cogiendo su mano, apretándosela como si fuera a salvarle la vida): Claro que sí, George. Claro que te creo.