(Dazzle).
Ella me fascinaba.
Fascinaba a todo el mundo, pero la mayoría de la gente se avergonzaba de ello, en especial las altivas damas que dirigían algunas de las casas más suntuosas del Garden District de Nueva Orleáns, el barrio en que vivían los propietarios de las grandes plantaciones, los armadores, los empresarios del petróleo y los más ricos hombres de carrera. Las únicas personas que no ocultaban su fascinación por la señora Ferguson eran los criados de esas familias del Garden District. Y, por supuesto, algunos niños que eran demasiado jóvenes o inocentes para esconder su interés.
Yo era uno de aquellos niños, un muchacho de ocho años que vivía temporalmente con unos parientes. No obstante, resultó que me guardé la fascinación para mí mismo, porque sentía cierta culpa; yo tenía un secreto, algo que me molestaba, que realmente me preocupaba mucho y que tenía miedo de contárselo a nadie, a nadie; no me imaginaba qué reacción podría provocar, era una cosa tan extraña que me inquietaba, que me venía atormentando desde hacía casi dos años. Nunca había conocido a alguien que tuviera un problema como el que a mí me angustiaba. Por una parte, acaso pareciera idiota; por otra…
Quería revelar mi secreto a la señora Ferguson. No es que quisiera, sino que creía que debía hacerlo. Porque se decía que la señora Ferguson poseía poderes mágicos. Se contaba, y mucha gente seria lo creía, que ella podía enderezar a maridos descarriados, obligar a declararse a novios indecisos, devolver el cabello perdido, recobrar fortunas derrochadas. En resumen, era una bruja que podía convertir los deseos en realidad. Yo tenía un deseo.
La señora Ferguson no parecía entender de magia. Ni siquiera de trucos con la baraja. Era una mujer corriente que podría tener cuarenta años y tal vez treinta; era difícil decirlo, pues su redonda cara irlandesa, con sus esféricos ojos de luna llena, tenía pocas arrugas y menos expresividad. Era lavandera, probablemente la única lavandera blanca de Nueva Orleáns, y una artista en su profesión: las grandes damas de la ciudad mandaban a buscarla cuando sus más bellos encajes, ropa blanca y sedas requerían atención. También la enviaban a buscar por otras razones: para conseguir deseos, un nuevo amante, cierta boda para una hija, la muerte de la querida de un marido, un codicilo testamentario de una madre, una invitación para asistir a la reina de Comus, la mayor gala del Mardi Gras. No sólo se solicitaba a la señora Ferguson como lavandera. La causa de su éxito, y de sus principales ingresos, eran sus pretendidas habilidades para tamizar las arenas del ensueño hasta dejar al descubierto algo sólido, las doradas realidades.
Pero, acerca de ese deseo mío, de la preocupación que me acompañaba desde que me despertaba por la mañana hasta la hora de acostarme: no se trataba de algo que simplemente pudiera preguntarle de sopetón. Exigía un momento adecuado, cuidadosamente preparado. Rara vez iba ella a nuestra casa, pero cuando lo hacía, yo me quedaba muy cerca, simulando contemplar los delicados movimientos de sus dedos gruesos y feos mientras manipulaban las servilletas de encaje, aunque en realidad trataba de atraer su atención. Nunca hablábamos; yo era demasiado nervioso y ella demasiado estúpida. Sí, estúpida. Sencillamente, era algo que yo notaba; con poderes mágicos o no, la señora Ferguson era una mujer estúpida. Pero de cuando en cuando nuestras miradas se encontraban y, a pesar de que era tonta, la intensidad, la fascinación que ella veía en mi actitud, le decía que yo aspiraba a ser cliente. Probablemente pensara que quería una bicicleta o una nueva escopeta de aire; de todos modos, no iba a molestarse por un chico como yo. ¿Qué podía darle yo? Así que encogía los labios finos y volvía a otra parte sus ojos de luna llena.
Por esa época, a principios de diciembre de 1932, llegó mi abuela paterna a hacernos una breve visita. Los inviernos son fríos en Nueva Orleáns: los húmedos vientos helados procedentes del río calan hasta el tuétano de los huesos. Así que mi abuela, que vivía en Florida, donde era maestra de escuela, se había traído prudentemente consigo un abrigo de pieles que le había pedido prestado a una amiga. Estaba hecho de borrego negro de Persia: una prenda de mujer rica, cosa que mi abuela no era. Enviudó joven, quedándose con tres hijos que criar, y no tuvo una vida fácil, pero nunca se quejó. Era una mujer admirable; tenía una mentalidad enérgica y, asimismo, estaba en su sano juicio. Debido a circunstancias familiares, rara vez nos veíamos, pero me escribía con frecuencia y me enviaba pequeños regalos. Ella me quería, y yo deseaba quererla a ella pero hasta que murió, y vivió más de noventa años, guardé las distancias, comportándome con indiferencia. Ella lo notaba, pero nunca averiguó lo que causaba mi aparente frialdad; ni ninguna otra persona, pues la razón era una intrincada culpa, labrada como la deslumbrante piedra amarilla suspendida de la fina cadena de oro de un collar que con frecuencia llevaba. Las perlas le habrían sentado mejor, pero ella atribuía gran valor a aquella chuchería algo teatral que, según tenía entendido, su propio abuelo ganó en una partida de cartas en Colorado.
Por supuesto, el collar no era valioso. Tal como mi abuela siempre explicaba con todo detalle a cualquiera que le preguntase, la piedra, que era del tamaño de la garra de un gato, no era una «gema», no era un diamante de color canario, ni siquiera un topacio, sino un trozo de cristal de roca diestramente tallado y teñido de amarillo oscuro. La señora Ferguson, sin embargo, desconocía el verdadero valor de la baratija, y cuando una tarde, durante el transcurso de la estancia de mi abuela, la rolliza bruja juvenil vino a almidonar la ropa blanca, pareció hechizada por el brillante pedazo de vidrio que se balanceaba en la fina cadena que rodeaba el cuello de mi abuela. Fulguraron sus ignorantes ojos de luna, y eso es un hecho: en verdad destellaron. Ya no tenía yo dificultad para atraer su atención; me estudió con un interés desconocido hasta entonces.
Al marcharse, la seguí al jardín, donde había un centenario emparrado de glicina, un lugar misterioso aun en invierno, cuando la fronda se había marchitado despojando el túnel de hojas de las encubridoras sombras. Avanzó sobre él y me llamó por señas.
—¿Te preocupa algo? —dijo con voz suave.
—Sí.
—¿Algo que quieras ver realizado? ¿Un deseo?
Asentí con la cabeza; ella hizo lo mismo, pero sus ojos se movían nerviosos de un lado a otro: no quería que la vieran hablando conmigo.
—Acudirá mi hijo. El te lo dirá.
—¿Cuándo?
Pero ella dijo que me callara y salió aprisa del jardín. Observé su patoso contoneo hasta que se perdió en la oscuridad. Al pensar que había puesto todas mis esperanzas en aquella mujer estúpida, se me secó la boca. Aquella noche no pude cenar; no me dormí hasta el amanecer. Aparte de lo que me atormentaba, tenía ya todo un cúmulo de nuevas preocupaciones. Si la señora Ferguson hacía lo que yo quería que hiciese, ¿qué pasaría entonces con mi ropa, con mi nombre, adónde iría, qué sería de mí? ¡Santo cielo, era suficiente para volverse loco!, ¿o es que ya estaba loco? Eso formaba parte del problema: debía estar loco para querer que la señora Ferguson hiciera lo que yo deseaba que hiciese. Esa era una de las razones por las que no podía decírselo a nadie: pensarían que estaba loco. O algo peor. No sabía qué podría ser ese algo peor, pero instintivamente sentí que los comentarios de mi familia y sus amigos y de los otros chicos acerca de que yo estuviera loco, serían lo de menos.
Debido al miedo y a la superstición, mezclados con la avaricia, los criados del Garden District, algunas de las más presuntuosas amas y algunos de los más arrogantes sirvientes que jamás pisaran un suelo de parqué, hablaban con respeto de la señora Ferguson. Además, la mencionaban en tonos quedos, y no sólo a causa de sus peculiares dotes, sino en razón de su vida privada, igualmente singular, varios de cuyos detalles fui recogiendo poco a poco al escuchar disimuladamente los chismes de esos elegantes negros y mulatos y criollos que a sí mismos se consideraban la auténtica realeza de Nueva Orleáns y, desde luego, superiores a cualquiera de sus patronos. En cuanto a la señora Ferguson, no era una madame, sino una simple mademoiselle: una mujer soltera con un montón de hijos, por lo menos seis, que llegó del este de Tejas, de uno de esos villorrios de blancos incultos del otro lado de la frontera de Shreveport. A los quince años, su propio padre la ató a un poste de amarre frente al despacho de Correos del pueblo, y la azotó públicamente con un látigo. El motivo de ese tremendo castigo era que había dado a luz a un hijo, un niño de ojos verdes, pero sin duda producto de un padre negro. Con el niño, que se llamaba Skeeter y que ahora tenía catorce años, diciéndose de él que era un diablo, llegó a Nueva Orleáns y encontró trabajo de ama de llaves en casa de un sacerdote católico, irlandés, de quien tuvo un segundo hijo, tras seducirlo y al que abandonó por otro hombre, y a partir de ahí siguió viviendo con una serie de guapos amantes, hombres que sólo podría haber conquistado por medio de pócimas vertidas en el vino porque, en el fondo, sin sus poderes particulares ¿quién era ella? Basura blanca del este de Tejas que tenía relaciones amorosas con negros, madre de seis bastardos, lavandera, criada. Y, con todo, la respetaban; incluso madame Jouet, el ama principal de la familia Vaccaro, que eran dueños de la United Fruit Company, siempre se dirigía a ella con cortesía.
Dos días después de mi conversación con la señora Ferguson, un domingo, acompañé a mi abuela a la iglesia, y cuando íbamos de camino a casa, que estaba a unas cuantas manzanas de distancia, noté que nos seguía alguien: un chico bien parecido de piel de color tabaco y ojos verdes. Al instante supe que se trataba del infame Skeeter, el muchacho cuyo nacimiento había causado la flagelación de su madre, y comprendí que me traía un mensaje. Sentí náuseas, pero también entusiasmo: estaba como achispado, lo suficiente para echarme a reír.
Con alborozo, mi abuela me preguntó:
—¡Ah! ¿Sabes un chiste?
Pensé: «No, pero sé un secreto». En cambio, le contesté:
—Sólo es algo que dijo el pastor.
—¿De veras? Me alegro de que encontraras algo divertido. Me pareció un sermón muy seco. Pero el coro ha estado bien.
Me contuve de hacer el siguiente comentario: «Bueno, si únicamente van a hablar de pecadores y del infierno, cuando no saben lo que es el infierno, deberían pedirme que yo pronunciase el sermón. Podría decirles unas cuantas cosas».
—¿Eres feliz aquí? —me preguntó mi abuela, como si fuera una cuestión que hubiera estado pensando desde su llegada—. Sé que es difícil. El divorcio. Vivir aquí, vivir allá. Quiero ayudarte; pero no sé cómo.
—Estoy muy bien. Todo va a pedir de boca.
Pero deseé que se callara. Lo hizo, frunciendo el ceño. Así que, al menos, había conseguido un deseo. Uno realizado y otro por cumplirse.
Cuando llegamos a casa, mi abuela, diciendo que sentía el comienzo de una jaqueca y que trataría de quitársela con una pastilla y una siesta, me besó y se metió en casa. Corrí por el jardín hasta la vieja pérgola de glicina y me escondí en su interior, como un bandido en una cueva de ladrones esperando a un compinche.
Pronto llegó el hijo de la señora Ferguson. Era alto para su edad, algo menos de seis pies, y tan musculoso como un descargador del muelle. No se parecía a su madre en absoluto. No era sólo por su color oscuro; tenía los rasgos finamente dibujados y la estructura ósea bien dibujada: su padre debió ser un hombre guapo. Y a diferencia de la señora Ferguson, sus ojos de color esmeralda no eran como torpes trazos de tira cómica, sino estrechos y mezquinos, armas, proyectiles amenazadoramente apuntados y prestos a estallar. No me sorprendí cuando, no muchos años después, oí que había cometido un doble asesinato en Houston y que había muerto en la silla eléctrica del penal del estado de Tejas.
Estaba elegante, vestido como los impetuosos rufianes adultos que haraganeaban por los locales de la zona portuaria: sombrero jipijapa, zapatos de dos tonos, un estrecho traje blanco de lino, con manchas, que debía de haberle regalado un hombre más delgado que él. Un cigarro impresionante sobresalía del bolsillo superior de su chaqueta: un Havana Castle Moro, el puro del connoisseur que se servía a los caballeros del Garden District con el ajenjo y la frambuesa de después de la cena. Skeeter Ferguson encendió su puro con la teatralidad de un gángster de película, realizó un impecable anillo de humo y, lanzándomelo directamente a la cara, dijo:
—He venido a buscarte.
—¿Ahora?
—Tan pronto como me traigas el collar de la vieja.
Era inútil dar largas al asunto, pero lo intenté:
—¿Qué collar?
—No malgastes saliva. Ve a buscarlo y luego iremos a un sitio. Si no, no iremos. Y no tendrás otra oportunidad.
—¡Pero lo tiene puesto!
Otro anillo de humo, profesionalmente fabricado, proyectado sin esfuerzo.
—El modo en que lo consigas no es asunto mío. Yo sólo voy a quedarme aquí. Esperando.
—Pero eso puede llevar mucho tiempo. Y suponte que no lo consigo.
—Lo conseguirás. Esperaré hasta que lo logres.
La casa parecía vacía cuando entré por la puerta de la cocina y, salvo por mi abuela, lo estaba; todos los demás se habían ido a visitar a un primo recién casado que vivía al otro lado del río. Tras llamar a mi abuela por su nombre y sentir el silencio, subí de puntillas al piso de arriba y escuché a la puerta de su dormitorio. Debía estar dormida. Asumiendo el riesgo, abrí la puerta unas pulgadas.
Las cortinas estaban echadas y la habitación a oscuras salvo por el cálido resplandor del carbón de encina ardiendo en el interior de una estufa de porcelana. Mi abuela estaba tumbada en la cama con las mantas subidas hasta la barbilla; debió haberse tomado la pildora para el dolor de cabeza, porque su respiración era profunda y tranquila. Sin embargo, retiré la colcha que la cubría en la furtiva y meticulosa forma con que un ladrón gira el disco de la caja fuerte de un banco. Su garganta estaba desnuda; sólo llevaba ropa interior, unas bragas rosas. Encontré el collar en una cómoda; se hallaba frente a una fotografía de sus tres hijos, y uno de ellos era mi padre. Hacía tanto tiempo que no lo veía que había olvidado qué aspecto tenía, y después de aquello, probablemente no volvería a verlo más. O, si lo veía, no me reconocería. Pero no tenía tiempo de pensar en eso. Skeeter Ferguson me estaba esperando, erguido en el interior del enramado de glicina, tamborileando en el suelo con el pie y dando chupadas a su puro de millonario. Sin embargo, vacilé.
Nunca había robado nada; bueno, algunas barras de caramelos Hershey en el mostrador de la confitería del cine, y unos libros que no había devuelto a la biblioteca pública. Pero esto era más importante. Mi abuela me perdonaría si supiera por qué tenía que robar el collar. No, no me perdonaría; nadie me perdonaría si supiera exactamente por qué lo hacia. Pero no tenía elección. Era como Skeeter había dicho: si no lo hacía ahora, su madre no me daría otra oportunidad. Y aquello que me atormentaba seguiría y permanecería, quizá, para siempre jamás. Así que lo cogí. Me lo metí en el bolsillo y salí disparado de la habitación sin cerrar siquiera la puerta. Cuando me reuní con Skeeter, no le enseñé el collar, sólo le dije que lo tenía, y sus ojos se hicieron más verdes, se volvieron más desagradables, soltó uno de sus anillos de humo como si fuera un tipo importante, y me dijo:
—Claro que lo tienes. No eres más que un golfo de nacimiento. Como yo.
Al principio fuimos a pie, luego cogimos un tranvía que pasaba por Canal Street, de ordinario tan animada y llena de gente, pero fantasmal ahora con las tiendas cerradas y la quietud del día de descanso cerniéndose por encima de ella como una sombra fúnebre. En la esquina de Canal y Royal transbordamos a otro tranvía y durante todo el camino fuimos atravesando el Barrio Francés, vecindario popular donde vivían muchas de las familias establecidas desde más antiguo, algunas de linaje más puro que cualquiera de los apellidos del Garden District. Finalmente, echamos de nuevo a andar; caminamos millas. Me hacían daño los rígidos zapatos de ir a la iglesia, que todavía llevaba, y ya no sabía dónde estábamos, pero sea cual fuere aquella parte, no me gustaba. Era inútil preguntar a Skeeter Ferguson, porque si lo hacía, se sonreía y silbaba, o escupía y se sonreía y silbaba. Me pregunto si silbaría al ir a la silla eléctrica.
Realmente no tenía ni idea de dónde estábamos; era una zona de la ciudad que no conocía. Y, sin embargo, no tenía nada de raro, salvo que había menos caras blancas de las que uno estaba acostumbrado a ver y cuanto más caminábamos, más escasas se hacían: un circunstancial residente blanco rodeado de negros y criollos. En cualquier caso, se componía de una ordinaria serie de humildes estructuras de madera, casas de huéspedes con la pintura descascarada, viviendas de familias modestas, pobremente conservadas la mayoría, pero con algunas excepciones. La casa de la señora Ferguson, cuando al fin llegamos a ella, era una de esas excepciones.
Era una construcción vieja, pero se trataba de una casa de verdad, con siete u ocho habitaciones; no parecía que la primera brisa de la bahía fuera a llevársela por el aire. Estaba pintada de un marrón feo, pero al menos la pintura no estaba desprendida ni ahuecada por el sol. Y dentro había un patio bien cuidado que albergaba un grueso árbol de sombra: un lilo de la China con varios neumáticos viejos suspendidos con cuerdas de las ramas; eran columpios para los niños. Y había otras cosas para jugar diseminadas por el patio: un triciclo, cubos y paletas para hacer tortitas de barro, prueba de la progenie sin padre de la señora Ferguson. Un cachorro mestizo, cautivo por una cadena atada a una estaca, empezó a dar saltos y a ladrar en el mismo instante en que avistó a Skeeter.
Skeeter dijo:
—Ya hemos llegado. No tienes más que abrir la puerta y entrar.
—¿Solo?
—Ella te está esperando. Haz lo que te digo. Entra directamente. Y si la pillas en medio de un polvo, abre los ojos: así es como yo me convertí en un follador de primera.
El último comentario, sin sentido para mí, terminó con una risita, pero seguí sus instrucciones, y al avanzar hacia la puerta de entrada, me volví y le lancé una mirada fulgurante. No parecía posible, pero ya había desaparecido, y no volví a verlo más; o, si lo vi, no me acuerdo.
La puerta daba directamente al salón de la señora Ferguson. Al menos estaba amueblado como un salón (un sofá, sillones, dos mecedoras de mimbre, mesas bajas de madera de arce), aunque el suelo estaba cubierto de un linóleo marrón, de cocina, que quizá tuviera la pretensión de hacer juego con el color de la casa. Cuando entré en la habitación, la señora Ferguson se balanceaba de un lado para otro en una mecedora mientras un guapo joven, un criollo no muchos años mayor que Skeeter, se mecía en la otra. Una botella de ron descansaba en una mesa que había entre ellos, y ambos bebían de unos vasos llenos de tal género. El joven, al que no me presentaron, sólo llevaba una camiseta y unos pantalones campana de marinero, un tanto desabotonados. Sin decir palabra, dejó de hamacarse, se levantó y se fue contoneándose por un pasillo, llevándose consigo la botella de ron. La señora Ferguson permaneció atenta hasta que oyó cerrarse una puerta. Luego, lo único que dijo fue:
—¿Dónde lo tienes?
Yo estaba sudando. Mi corazón obraba de forma curiosa. Sentía como si hubiese corrido cien millas y vivido mil años sólo en las últimas horas.
La señora Ferguson inmovilizó su mecedora, y repitió:
—¿Dónde lo tienes?
—Aquí. En el bolsillo.
Alargó una mano gruesa y colorada, con la palma hacia arriba, y dejé caer el collar en ella. El ron había contribuido algo a modificar la ordinaria sosería de sus ojos; la deslumbrante piedra amarilla hizo más. La movió de un lado a otro, mirándola fijamente; yo traté de no hacer lo mismo, intenté pensar en otras cosas y me sorprendí preguntándome si tendría cicatrices en la espalda, marcas de látigo.
—¿Es que tengo que adivinarlo? —preguntó, sin quitar la vista de la joya suspendida de su frágil cadena de oro—. ¿Y bien? ¿Debo decirte yo por qué has venido? ¿Qué es lo que quieres?
Ella no lo sabía, no podía saberlo y, de pronto, yo no quería que lo supiese. Dije:
—Me gusta bailar zapateado.
Por un momento, su atención se distrajo del nuevo juguete destellante.
—Quiero ser bailarín de zapateado. Quiero fugarme. Quiero ir a Hollywood y salir en las películas.
Había algo de verdad en eso; escaparme a Hollywood era un punto principal en la lista de mis fantasías de evasión. Pero de todos modos no era eso lo que había decidido no decirle.
—Bueno —dijo despacio—. Claro que eres lo bastante guapo como para salir en las películas. Más guapo de lo que cualquier otro chico podría serlo.
Así que lo sabía. Me oí gritar a mí mismo:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es!
—¿Eso es qué? Y deja de aullar. No estoy sorda.
—No quiero ser un chico. Quiero ser una chica.
Empezó siendo un ruido raro, un sofocado gorgoteo más abajo de su campanilla que reventó en una carcajada. Sus labios finos se ensancharon y estiraron; una risa de borracha manó de sus labios como una vomitona que se derramara a chorros sobre mí, una risa que sonaba igual que el olor a vómito.
—Por favor, por favor. Señora Ferguson, no me comprende. Estoy muy preocupado. Estoy angustiado todo el tiempo. Hay algo que no va bien. Por favor, tiene que entenderlo.
Siguió columpiándose, riéndose a carcajadas, y su mecedora se balanceaba con ella. Entonces le dije:
—Usted es estúpida. Tonta y estúpida.
Y traté de arrebatarle el collar.
La risa se interrumpió como si le hubiera caído un rayo encima; una tempestad, una furia total se apoderó de su rostro. Pero, cuando habló, su voz era suave, sibilante y serpentina:
—No sabes lo que quieres, muchacho. Te enseñaré lo que quieres. Mírame, muchacho. Mira. Te mostraré lo que quieres.
—Por favor. No quiero nada.
—Abre los ojos, chico.
En alguna parte de la casa lloraba un niño.
—Mírame, muchacho. Mira.
Lo que quería que yo mirase, era la piedra amarilla. La sujetaba por encima de su cabeza, y la movía suavemente. Parecía haber recogido toda la luz de la habitación, acumulando una brillantez devastadora que sumía en la oscuridad a todo lo demás. Gira, baila, deslumhra, deslumhra.
—Oigo llorar a un niño.
—Te oyes a ti mismo.
—Mujer estúpida. Estúpida. Estúpida.
—Mira aquí, muchacho.
Bailadeslumbrabailabailadeslumbradeslumbradeslumbra.
Aún era de día y seguía siendo domingo, y ahí estaba yo, en el Garden District, delante de mi casa. No sé cómo llegué hasta allí. Debió llevarme alguien, pero no sé quién; lo último que recordaba era el ruido que de nuevo producía la risa de la señora Ferguson.
Desde luego, se armó gran revuelo por el collar perdido. No llamaron a la policía, pero toda la casa anduvo revuelta en aquellos días; no se dejó una sola pulgada por registrar. Mi abuela estaba muy contrariada. Pero, aun cuando el collar hubiera sido una joya de gran valor, cuya venta le hubiese proporcionado comodidades para el resto de su vida, yo no habría acusado a la señora Ferguson. Porque, si lo hacía, ella podría revelar lo que yo le había contado, eso que nunca he contado a nadie más. Finalmente, se resolvió que un ladrón había entrado a robar en la casa, llevándose el collar mientras mi abuela dormía. Bueno, ésa era la verdad. Todo el mundo sintió alivio cuando mi abuela concluyó su visita y volvió a Florida. Se esperaba que pronto se olvidase todo el triste asunto del collar perdido.
Pero no se olvidó. Se disiparon cuarenta y cuatro años, y el asunto permanecía en la memoria. Me convertí en un hombre de mediana edad, flagelado por sutilezas y extrañas ideas. Mi abuela murió, conservando aún todo su sano juicio a pesar de la avanzada edad.
Una prima me llamó para informarme de su muerte y para preguntarme cuándo llegaría al entierro; le dije que ya se lo comunicaría. Quedé inconsolable, enfermo de pena; y aquello era absurdo, estaba fuera de toda proporción. Mi abuela no era alguien a quien yo hubiese amado. ¡Cuánto la lloré, sin embargo! Pero no fui al entierro; ni siquiera envié flores. No salí de casa y me bebí una botella de vodka. Estaba muy borracho, pero recuerdo que contesté al teléfono y escuché a mi padre identificarse a sí mismo. Su voz de viejo temblaba por algo más que por el peso de los años; dio rienda suelta a la ira contenida durante toda una vida, y al no responderle, me dijo: «Oye, hijoputa. Ha muerto con tu fotografía en la mano». Yo le contesté: «Lo siento», y colgué. ¿Qué había que decir? ¿Cómo podía explicar que a lo largo de todos aquellos años cualquier mención a mi abuela, cualquier carta suya o cualquier pensamiento sobre ella, evocaba a la señora Ferguson? Su risa, su furia, la piedra amarilla que giraba y bailaba: bailadeslumbradeslumbra.