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Ustedes recordarán que había otros cinco o seis hombres a los que consideré posibles inspiradores del personaje de Dupin, antes de eliminarlos en favor de Duponte.

Un tal barón Claude Dupin fue uno de ellos, un abogado francés de quien se decía que nunca había perdido un solo caso, y que se enorgullecía de un distante linaje regio del cual derivaba el dudoso título de «barón». Se había contado entre los más prominentes juristas de París durante muchos años, y era tenido por un héroe debido a su defensa de muchos acusados malhechores pero simpáticos. En un momento dado incluso fue candidato al Tribunal Supremo, y a punto estuvo de ser nombrado diputado por su distrito durante una de las crisis de gobierno francesas. Algunos le atribuían el empleo de tácticas dudosas, y no tardó en abandonar por completo su trabajo para dedicar el tiempo a otras empresas en Londres. Durante su estancia allí, fue nombrado agente especial coincidiendo con un período en el que se temía un levantamiento, y se desempeñó con tal valor que conservó aquel título con carácter honorario.

Toda esta información la había yo reunido pieza a pieza a lo largo de mis cuidadosas investigaciones en las publicaciones francesas. Lo hice un tiempo antes de ir a París, cuando estaba completamente seguro de que Claude Dupin era la inspiración de C. Auguste Dupin, y envié varias cartas al barón solicitándole más detalles sobre su historia y describiendo la apremiante situación allí, en Baltimore. Pero no tardé en tropezar con los artículos relativos a Auguste Duponte y cambié mi teoría. Cuando Claude Dupin me contestó, yo ya le había remitido una carta con mis excusas y explicándole mi equivocación.

Una de las publicaciones francesas que vi incluía un retrato del barón Dupin, que estudié con atención. Por eso reconocí al hombre que estrechaba mi mano como si hubiéramos sido viejos amigos. Fue entonces cuando, alarmado y atónito, exclamé:

—¡Dupin…! ¡Es usted Claude Dupin!

—Por favor —dijo magnánimamente—, ¡llámeme barón!

Aparté bruscamente la mano y busqué mi mejor oportunidad para una escapatoria inmediata. El carruaje que me había transportado aguardaba ahora en un paso improvisado, abierto en el muro, pero pensé que no sería capaz de conducirlo, y mi primer captor había regresado al vehículo y esperaba allí.

La trinchera formaba parte de la impenetrable fortificación levantada para prevenir futuros asaltos a la ciudad. Una muralla continua rodeaba las afueras de París, con sus taludes para la artillería y fosos y trincheras alrededor.

En este intimidatorio escenario, Dupin me daba ahora garantías de que estaba completamente a salvo, y comenzó a explicarme que su colega Hartwick —que ése era el nombre de mi raptor, quien me había atrapado en Versalles y montado en su carruaje— tan sólo quiso asegurar mi presencia para aquella entrevista.

—Hartwick puede ser peor que Satanás, y una vez casi le arrancó un brazo a un hombre de un mordisco, pero aun así es de buena pasta. Perdónelo.

—¿Perdonarlo? ¿Perdonar su agresión? ¡Me temo, Dupin, que no me es posible! —exclamé.

—¿Sabe? Me causa un gran alivio conocerlo —dijo Claude Dupin—. Después de una estancia tan prolongada en Londres, ¡hacía tiempo que nadie había pronunciado correctamente mi nombre, como un francés!

—Escuche, monsieur —le recriminé, aunque me agradó el infrecuente cumplido hacia mi francés—, no me dé coba. Si deseaba hablar conmigo, ¿por qué no escoger algún lugar civilizado en la ciudad?

—Me hubiera causado un gran placer compartir con usted una demi-tasse de café, monsieur Clark, se lo aseguro. Pero ¿puedo llamarlo Quentin?

Hablaba con fogosidad, muy apasionadamente.

—¡No!

—Cálmese, cálmese. Permítame explicarme mejor, mi buen Quentin. ¿Sabe usted? En este mundo hay dos tipos de conocidos; amigos y enemigos. En París yo tengo ambos, y me temo que uno de esos grupos querría verme con una cabeza menos de estatura. Digamos que me vi envuelto en ciertos asuntos impropios hace algunos años, y que prometí ciertas cantidades de dinero que, tras una concienzuda y rigurosa evaluación matemática, resultó que no poseía. Era pobre como una rata. Por suerte, y aunque estaba metido en un feo asunto, tengo suficiente protección en Londres para evitar líos cuando estoy allí. Ya ve a qué me veo obligado para tener un encuentro cuando quiero visitar París —añadió, abarcando con un ademán las fortificaciones—. Creo, amigo Quentin, que tiene usted la suerte de poseer fortuna propia. ¿Negocios? ¿O es usted rico de nacimiento? No importa, supongo.

Era sorprendente y un tanto inquietante ver a Dupin sacar mis cartas de su abrigo. En este punto, si les describiera el aspecto físico del barón, ustedes apreciarían lo difícil que me resultaba negarle conversación, pese a lo inexcusable del tratamiento que recibí y del que él era responsable. Vestía ropa cara: un vistoso traje blanco, casi se diría que propio de un dandi; guantes ostentosos, una flor en el ojal y muy bien peinado, con un mostacho cuidado. Lucía brillantes en la pechera de la camisa, en la cadena del reloj y en los dos o tres anillos que llevaba en los dedos, pero hay que decir en su honor que no parecía tomarse la molestia de ser ostentoso. Las botas estaban abrillantadas con tal esmero que parecían absorber toda la luz del sol. Era espectacular y seductor; en suma, como salido de una revista.

Por encima de todo, sus maneras revelaban un exceso de civilidad y filantropía, y entiendo por filantropía la cualidad de quien redimiría prostitutas quitándolas de la calle, llevándose una o dos a su casa. Aunque me había secuestrado, conduciéndome a una fortaleza desierta, me di cuenta de que me esforzaba en no mostrarme rudo en su presencia. Le pregunté en tono tranquilo cómo me había encontrado en París.

—Entre quienes aún puedo considerar mis amigos en París, hay varios miembros de la policía que vigilan a los visitantes extranjeros muy de cerca. Su última carta mencionaba que andaba buscando a Auguste Duponte… y no pude por menos de suponer que vendría a buscarlo. Bonjour confirmó que, en efecto, estaba usted aquí.

Dirigió una sonrisa a la hermosa ninfa, que ahora fumaba un cigarrillo. Me había seguido al Café Belge la noche de la arriesgada partida de billar de Duponte.

—¿Por qué se llama Bonjour? —pregunté en voz baja, como para evitar que ella me oyera.

Confieso que la pregunta me ayudó a evadirme de lo que me rodeaba. Sin embargo, en aquel momento ella me ignoraba. Me pregunto si fue precisamente el nombre lo que me fascinó. No, no lo creo. Era muy hermosa, dentro de la inexpresividad de su boca pequeña y sus ojos grandes. No manifestaba especial interés por mí ni por nuestra situación, pero esto no disminuía mi fascinación.

—Tengo plena confianza en que ahora podamos cerrar nuestro acuerdo, amigo Quentin —dijo el barón, sacándome de mi trance.

Desdobló mis cartas y me las mostró.

—¿Acuerdo?

Me reprendió con un fruncimiento de decepción.

—Monsieur. El acuerdo en virtud del cual ¡resolveremos juntos la muerte de Edgar Poe!

La contundencia de su afirmación casi me hizo olvidar por qué aquello no era posible.

—Hay una equivocación —dije—. Me temo que en realidad no es usted el modelo de los relatos de Poe sobre Dupin, como yo imaginé en algún momento. He encontrado al verdadero, a Auguste Duponte. ¿Lo leyó en mi última carta?

—¿Era eso lo que quería decir? Yo creí que sólo era una broma suya lo de hablar con Duponte. ¿Debo suponer que monsieur Duponte ha comenzado el análisis del sorprendente e injusto fin del querido Poe? ¿Está decidido a llevar las pesquisas hasta las últimas consecuencias?

—Bien… Hemos entrado a fondo en investigaciones reservadas. Más no le puedo decir.

Giré en redondo con renovada incomodidad, pero seguía sin haber dónde ir. Admito que, perversamente, no deseaba del todo escapar del apuro. Ansiaba oír a alguien hablar desapasionadamente sobre la muerte de Poe. Había pasado mucho tiempo hablándole de ella a Duponte, sin reciprocidad alguna.

—Puedo decirle, monsieur Quentin, que se ha colocado en una posición embarazosa —dijo Dupin. Juntó las manos, como si rezara, y luego las cerró, dejando visible un puño doble—. Porque el verdadero Dupin soy yo; yo soy el que usted ha estado buscando todo este tiempo.

—¡Eso lo dice usted!

—Ah, ¿sí? Para los ingleses soy un agente especial. ¿Qué significa eso sino defensor de la verdad? Como abogado jamás perdí un solo caso…, y eso es tan inamovible como si fuera de hierro. ¿Qué es un abogado sino un heraldo de la verdad? ¿Quién es el Dupin real sino un protector de la verdad? Usted y yo somos abogados, monsieur Clark; el entero mundo de la justicia es nuestro territorio. Si hubiéramos vivido en la época en que Eneas descendió a los infiernos, le habríamos acompañado a las entrañas de la tierra sólo para estar presentes en una audiencia de Minos, ¿no es así?

—Supongo —dije—. Aunque yo suelo dedicarme a hipotecas y cosas así.

—Es el momento de tratar de las condiciones económicas que usted sugería en su carta como retribución por mis servicios. Ambos nos beneficiaremos de ello.

—No voy a hacer nada de eso. Ya se lo he dicho: mantengo mi lealtad a Auguste Duponte. Es a él a quien creo.

Bonjour me dirigió una rápida mirada de advertencia. Dupin suspiró y cruzó los brazos.

—Duponte hace tiempo que está acabado. Padece la enfermedad aguda que podríamos llamar precisión, y descarga un peso muerto en todo lo que hace. Es como el viejo pintor moribundo que sólo en su mente pretende ser el artista que fue antaño. Una marioneta de su propio cerebro.

—Supongo que está usted interesado en esto por el dinero, a fin de poder pagar sus deudas —repliqué indignado—. Auguste Duponte es el «Dupin» original, monsieur barón, por mucho que se atreva usted a rebajarlo con insultos. Tiene usted suerte de que no esté aquí presente.

El barón se me acercó, y vertió lentamente las palabras que siguieron.

—¿Y qué haría su Duponte si estuviera aquí ahora?

Quise decirle que Duponte le partiría el cráneo en dos, pero ni pude recordar la manera de decirlo en francés, ni convencerme a mí mismo de la veracidad del asunto. Claude Dupin, con el mostacho y las joyas reluciendo por igual, hizo una mueca mientras ordenaba a Bonjour que me llevara al carruaje.

Me tomó del brazo con una presa tan sorprendentemente fuerte como si se tratara de Hartwick, y me condujo a través de la trinchera. En París los hombres apenas son necesarios para que la sociedad funcione. A este respecto yo había visto a mujeres, sin ayuda alguna de hombres, ejercer de sombrereras, conductoras de carros grandes, carniceras, lecheras, chanchulleros, cambistas e incluso camareras en los establecimientos de baños. Una vez oí a un orador que defendía los derechos femeninos argumentar que si las mujeres desempeñaran las ocupaciones de los hombres, serían más virtuosas. Y he aquí una joven que sería feliz discrepando de eso.

Nos habíamos alejado lo suficiente del barón para que no pudiera oírnos, y me volví hacia Bonjour.

—¿Por qué acata usted sus órdenes?

—¿Le han dicho que hable?

Me maravilló oír eso de una dama que parecía tener unos pocos años menos que Hattie, y con una voz ronca como la de un anciano extenuado y extrañamente hipnótica.

—Supongo que no, pero, Bonjour… señorita… mademoiselle. Mademoiselle Bonjour, debería usted mantenerse a salvo de ese hombre.

—Usted sólo quiere salvar el pellejo.

Supongo que eso hubiera sido más inteligente, pero el instinto de conservación no fue mi prioridad. En el brillo de sus ojos se percibía una manifiesta independencia de espíritu, que al instante me atrajo. La única imperfección de la piel suave de su rostro era una cicatriz —o, propiamente hablando, más que una hendidura— que discurría verticalmente encima de sus labios, ensanchándose arriba y debajo de aquéllos y formando una más bien encantadora cruz con su sonrisa.

—¡Vienen a toda prisa! —gritó una voz desde arriba en francés.

Hartwick corría hacia su amo con un catalejo desplegado en la mano.

—¡Nos han encontrado! —exclamó Dupin—. ¡Vamos al coche!

Al parecer, algunos de los amigos menos dispuestos a dar la bienvenida al barón acudían en su busca. Todos mis acompañantes echaron a correr hacia el carruaje.

—¡Date prisa, burro, inmundicia! —dijo Dupin al rebasarme.

Vi a Hartwick, en pie junto al carruaje, caer coincidiendo con una detonación y golpeando desmañadamente las rocas. Había empezado a gritar «Dupin», pero la palabra se perdió. Cuando uno de los otros le dio la vuelta y lo puso de lado, exangüe, pudo verse que su oreja había desaparecido, reemplazada por un círculo rojo oscuro.

Mientras mi mirada captaba el horror de la escena y el sendero hasta el carruaje se tornaba más empinado, tropecé y volví a caer en la trinchera. Supongo que eso pudo considerarse una estrategia, porque así me aparté de mis raptores. De hecho, fue la visión de la pistola que empuñaba el barón Dupin lo que hizo que mis pies perdieran el equilibrio. Bonjour se desvió y vino por mí.

—¡Déjalo! —ordenó Dupin. Y luego, dirigiéndose a mí—: ¡Quizá la próxima vez nos encontremos en algún lugar más adecuado para nuestros mutuos intereses, sin estas perturbaciones! Mientras tanto, ¡vaya en busca de la gloria, amigo Quentin!

Sí, soy consciente de que parecerá fantástico a los lectores que ésas fueran las palabras de Dupin, mientras le disparaban y cuando acababan de matar al jefe de sus secuaces y él trepaba por aquella trinchera, pero yo me limito a contarlo tal como sucedió.

Alcé la cabeza para observar. De pronto, sentí que me agarraban y me empujaban rudamente hacia abajo. Me desplomé hecho un ovillo, levanté la vista y descubrí que Bonjour se me había echado encima. Me tenía cogido por un brazo. Al imaginar que Hattie me observaba, y atormentado por un sentimiento de culpabilidad y tentación, traté de zafarme de debajo de ella, pero no pude. Tampoco logré evitar un estremecimiento ante la ligereza de su cuerpo y, al mismo tiempo, lo inamovible que resultaba.

—Quédese aquí —dijo en inglés— aunque yo me vaya. ¿Entendido?

Asentí.

Se dio impulso y se puso de pie. Siguió al barón y montó en su carruaje sin volver a dirigirme una mirada. Sus caballos emprendieron una carrera por el sendero que atravesaba las fortificaciones, y al cabo de unos minutos el ruido de los cascos y de las ruedas de otro vehículo atronó el recinto. Siguieron otros disparos en la dirección del carruaje del barón, que se alejaba. Me cubrí la cabeza con los brazos y no me moví pese a que llovían fragmentos de roca desde todas direcciones.

Mi liberación se manifestó en forma de carruaje alquilado por unos visitantes alemanes que habían acudido a ver las fortificaciones, los cuales me permitieron amablemente regresar a París con ellos.

Desde luego que una parte de mí ansiaba acudir corriendo junto a Duponte y contarle todo lo sucedido. Pero eso no serviría de nada. Si mi encuentro con Claude Dupin me permitió llegar a alguna conclusión, ésta fue que estaba confuso. El verdadero analista no colaboraba a ningún precio, y un charlatán como aquel «barón» se mostraba demasiado dispuesto a hacerlo por un poco de dinero. Yo haría todo lo posible por no volver a ver a Auguste Duponte.

Resultó que el guía de Versalles tuvo razón al advertirme de que los agentes de policía vigilaban mi estancia en París. Poco después de aquel episodio, mis fondos mermaron y me mudé a una pensión más barata. Nada más llegar, encontré a dos policías aguardando muy educadamente para tomar nota de mis nuevas señas.

Sólo dos días más tarde, mi decisión de eludir a Duponte cambió, mientras permanecía sentado y me limpiaban las botas. Con la característica cortesía francesa, el dueño del establecimiento se encorvó ligeramente y me advirtió que mis botas estaban cubiertas de polvo. Yo había tomado un periódico. Había un gran espejo situado detrás mismo del banco, de modo que el limpiabotas podía ver el periódico mientras sacaba lustre al calzado de su clientela. He oído que cierta especie de limpiabotas parisiense ha aprendido, con los años, a leer las noticias de la prensa al revés para matar el aburrimiento. Yo no creía que alguien pudiera desarrollar la habilidad de desentrañar palabras tan retorcidas. No lo creí hasta ese día.

Ojeaba un periódico a toda prisa, pero fui interrumpido por el limpiabotas.

—¿Me hace el favor de volver la página, monsieur? ¿Está Claude Dupin otra vez en París? Aquí lo buscan con más saña que a un animal en el bosque. Eso es lo que se dice.

Al oír esto, volví las páginas para atrás hasta llegar a un texto sorprendente, un aviso pagado:

El renombrado abogado y procurador Claude Dupin, quien en toda su carrera jamás perdió un caso, ha sido contratado por algunos ciudadanos prominentes de América [supongo que eso se refería a mí] para resolver el misterio que rodea la muerte del más apreciado y brillante genio del país, cultivador de diversos géneros literarios: Edgar A. Poe. La persona y el nombre de Dupin inspiraron, por cierto, el famoso personaje de «Dupin», que aparece en los cuentos del señor Poe, entre ellos «Les Crimes de la Rue Morgue», un relato ampliamente difundido en inglés y en francés. Obligado a hacer honor a este vínculo, Claude Dupin ha partido hacia Estados Unidos, y exactamente dentro de dos meses a partir de este día del año 1851, habrá resuelto las enigmáticas circunstancias de la muerte de Poe completamente y a todos los efectos. Monsieur Dupin regresará a París, su ciudad natal, después de haber sido generosamente proclamado nuevo héroe del Nuevo Mundo y recompensado como tal…

Sentí un nudo en la garganta. Debía volver a ver a Duponte inmediatamente.

Yo no podía abandonar el continente mientras Duponte creyera que lo había traicionado contratando a Claude Dupin, como sin duda creería si leía aquella noticia. Desde luego que no dejaría de relacionar el asunto conmigo. Incluso algo del lenguaje empleado en el periódico era mío, saqueado por el barón directamente de mis cartas. Mi única esperanza era que Duponte no hubiera visto aquello. Di a un cochero su dirección y me precipité por la puerta principal, pasando ante el cuarto del portero.

—¡Alto ahí! ¡Usted!

El portero quiso atraparme, pero no lo consiguió. Subí las escaleras de dos en dos y encontré la puerta de Duponte abierta, pero a nadie dentro.

La lámpara de gas sobre su cama olía como si hiciera poco que estuvo encendida, y allí, en el centro de la cama, había un periódico. Era La Presse, distinto del que yo leí en el limpiabotas, pero estaba abierto por la página donde traía la misma noticia. Otros objetos, periódicos y artículos habían sido empujados a los pies de la cama. Imaginé que Duponte se había sentado despacio, despejando con una mano la siempre atestada superficie de la colcha, apretando el artículo con la otra y, mientras leía acerca del contrato con el barón Dupin, con los ojos llenos de… ¿Qué pudo haber sido al ver aquello? ¿Rabia? ¿Amargura? Ya me había condenado por mi traición.

—¡Monsieur! —me recriminó el portero, que ya había aparecido en la puerta.

—¡Usted! ¡No quiero saber nada de usted! —exclamé, aguijoneado por la ira que sentía hacia el barón Dupin—. Me voy de París hoy, pero, primero, debo encontrar a Auguste Duponte y lo encontraré. ¡Usted me dirá ahora mismo adónde ha ido o se las verá conmigo!

Negó con la cabeza y yo estuve a punto de proyectar mi puño contra su barbilla antes de que se explicara.

—No está aquí —respondió jadeando—. ¡Dentro, quiero decir! Monsieur Duponte se ha marchado y se ha llevado su equipaje.

Tras varias preguntas más, supe que el portero había ayudado a Duponte, sólo unos minutos antes, a bajar su equipaje al patio. Esto después de que Duponte estudiara la ponzoñosa noticia insertada en el periódico por el tortuoso barón. La deslealtad que sin duda Duponte me atribuyó lo había hundido en una melancolía tan abrumadora que ya no podía continuar en aquel lugar. Antes de irme, miré por las ventanas del piso en busca de algún signo de su presencia.

Alejándose del edificio de apartamentos iba un carruaje que, según pude distinguir, llevaba equipaje en la baca. Grité infructuosamente para que regresara, pero hube de limitarme a levantar los brazos débilmente mientras avanzaba por la calle. Me produjo sorpresa no hallar rastro de mi propio coche ni del cochero, al que había mandado esperar. Abochornado por este insulto final, me irritó comprobar que el coche de Duponte regresaba, y que resultaba que no era precisamente el coche de Duponte. Bien, él iba sentado en su interior, y su equipaje se bamboleaba en el techo, pero el coche no era el suyo, sino el que había sido mío, con su cochero.

Los caballos entrechocaron los casos y se detuvieron ante mí.

—Yo sólo quería cambiar de sentido los caballos para salir luego más fácilmente, monsieur —me dijo el cochero—. Así no perdíamos tiempo.

Bajó de un salto y me abrió la portezuela del lado opuesto al que ocupaba Duponte. Pero primero yo tenía que verlo. Di la vuelta y abrí su portezuela. El analista permanecía sentado con una mirada fija. Las engañosas afirmaciones del barón Dupin sobre el personaje de C. Auguste Dupin ¿habían acabado por afectarle de una manera que no lo habían conseguido los alicientes y recompensas que yo le ofrecía?

—Monsieur Duponte, ¿esto significa… que usted…?

—¡Llegarán tarde! —gritó el cochero—. ¡El tren que lleva hasta su barco, messieurs! Perderán su pasaje. ¡Suba, suba!

Duponte hizo un gesto de asentimiento dirigido a mí.

—Ahora es el momento —dijo.