¿Había sido todo aquello un tremendo error, el producto de un impulso delirante de intervenir en algo ajeno a mi habitual ámbito de responsabilidades? ¡Si me hubiera conformado con el afecto y la integridad de Hattie y Peter! ¿No hubo acaso un tiempo, en la infancia, en que yo no necesitaba más que los remolinos que se formaban en la chimenea de Glen Eliza y a los compañeros en quienes confiaba? ¿Por qué poner mi corazón y mis planes en manos de un hombre como Duponte, encerrado a solas en una prisión moral, tan lejos de mi propio hogar?
Decidí combatir mi ánimo sombrío y ocuparme en visitar los lugares que, según el consejo de mi guía de París, «debe ver el extranjero».
En primer lugar fui a ver el palacio de los Campos Elíseos, donde Luis Napoleón, presidente de la República, vivía en medio del más rico esplendor. En el gran vestíbulo, un robusto sirviente con librea con cordones aceptó mi sombrero y me ofreció una ficha de madera en su lugar.
En una de las estancias del primer conjunto de ellas, a las que se permitía el acceso del público, se tenía la oportunidad de ver a Luis Napoleón en persona, al príncipe Napoleón. No era la primera vez que yo había visto al presidente de la República y sobrino del otrora gran emperador Napoleón, quien seguía siendo para la gente el símbolo favorito de Francia. Pocas semanas antes, Luis Napoleón cabalgaba por las calles inmediatas a la avenue Marigny, revistando a sus soldados ataviados de escarlata. Duponte observó la escena con interés y (como por entonces aún toleraba mi compañía) yo iba con él.
La multitud que ocupaba la calle lanzaba vítores, y los que vestían ropas más caras exclamaban apasionadamente: «Vive Napoleón!». En esos momentos, cuando la figura del presidente casi no se distinguía, a caballo y rodeada de sus guardias, resultaba fácil advertir un parecido, aunque borroso, con el otro soberano, Napoleón, desfilando entre aclamaciones cuarenta años antes. Algunos decían que al presidente-príncipe lo habían elegido recientemente tan sólo por su nombre: Luis Napoleón. Se contaba que los obreros analfabetos de las regiones más pobres de Francia creyeron que votaban a favor del Napoleón Bonaparte original (¡que llevaba muerto casi tres décadas!).
Pero también había unos veinte hombres, con los rostros, las manos y los cuellos negros de hollín, que repetían en horribles cánticos: «Vive la République!». Uno de mis vecinos en medio de la multitud dijo que habían sido enviados por el «partido rojo» para protestar. Por qué gritar «viva la República» se consideraba una protesta o un insulto en una República oficial, estaba más allá de mi comprensión de la situación política del momento. Supongo que era su tono lo que hacía amenazadoras sus palabras, y lo que convertía el término «República» en algo temible para los seguidores de aquel presidente, como si en lugar de aquello dijeran: «¡Esto no es una República, porque este hombre es un impostor, pero algún día lo derribaremos y tendremos una verdadera República sin él!».
Aquí, en su palacio, parecía contemplativo, muy pálido, de modales suaves y perfecta caballerosidad. Napoleón se sonrojó de satisfacción ante la multitud en torno a él, en su mayor parte uniformada, muchas de cuyas pecheras relucían con impresionantes condecoraciones doradas. Pero también observé una penosa sensación de torpeza puesta de manifiesto en la reverencia con que el presidente-príncipe era tratado: ahora como monarca, luego como presidente elegido.
En aquel momento, el prefecto de policía Delacourt entró procedente de la estancia contigua y conversó en voz baja con el presidente Napoleón. Me sorprendió observar que el prefecto, muy descortésmente, me dirigía una torva mirada.
Aquella atención indeseada aceleró mi partida del palacio de los Campos Elíseos. Quedaba por ver el palacio de Versalles. Mi gula aconsejaba viajar allí a primera hora de la mañana, pero yo decidí que no era demasiado tarde para disfrutar de una visita completa a los alrededores de la ciudad. Además, Duponte me había animado a acudir a Versalles…, quizá porque sabía que yo hubiera preferido que se mostrara más inclinado a hablar conmigo.
Una vez que el ferrocarril abandona París, la metrópoli desaparece de súbito, y discurre por un vasto y continuo paisaje abierto. Mujeres de todas las edades, tocadas con gorros color clavel, trabajando en los campos, cruzaban brevemente sus miradas con la mía cuando nuestro tren pasaba junto a ellas.
Nos detuvimos en la estación de Versalles. La multitud casi se apoderó de mí y me arrastró a una corriente de sombreros y de gorros calados que concluía bajo las verjas de hierro del gran palacio de Versalles, desde donde se dejaban oír los juegos de agua de las fuentes.
Al evocar aquello, supongo que debió empezar mientras yo me dedicaba a recorrer las estancias del palacio. Sentí el aguijoneo de un malestar general, como si vistiera un gabán demasiado ligero para aquel primer día de invierno. Atribuí mi incomodidad a la aglomeración. Las turbas que expulsaron de entre estos muros a la duquesa de Angulema seguro que no eran tan agresivas como aquel gentío. Mientras mi guía señalaba las batallas representadas en las diversas pinturas, me distraje al sentir un gran número de ojos fijos en mí.
—En esta galería —explicaba mi guía—, Luis XIV desplegó toda la magnificencia de la realeza. La corte era tan espléndida que incluso en esta enorme cámara el rey estaba rodeado por la aglomeración de los cortesanos del día.
Nos hallábamos en la gran galería de Luis XIV, donde diecisiete ventanales de medio punto abiertos a los jardines daban frente a otros tantos espejos. Me preguntaba si la idea de un monarca resultaba ahora más atractiva que la posterior revolución que lo había destronado.
Creo que mi guía, al que contraté por un franco la hora, se había cansado de mi actitud distraída en el transcurso de la tarde. Me temo que me consideró un ignorante incapaz de apreciar los más exquisitos refinamientos de la historia del arte. La verdad era que mi clara sensación de ser observado había ido aumentando, y en aquel salón de los espejos las miradas abundaban por doquier.
Empecé a tomar nota de aquellas personas que se repetían en las diferentes estancias. Convencí a mi guía para que modificáramos nuestro recorrido por el palacio: a todas luces, una idea extraña para él. Por su parte, no contribuyó a mejorar mi inquietud cuando tocó el lema de los extranjeros en París.
—Les gustaría mucho saber cómo pasa usted su tiempo aquí…, dado que es usted un joven lleno de energía —musitó, quizá buscando una manera de vejarme.
—¿A quién le gustaría saber de mí, monsieur?
—A la policía y al gobierno, claro está. En París no pasa nada sin que alguien se entere.
—Pero, monsieur, me temo que yo tengo muy poco de interesante.
—Ellos se informan de todo preguntando a los dueños de su hotel, a los commissionnaires que lo observan partir y regresar, a los cocheros de los fiacres, a los verduleros, a los taberneros. Sí, monsieur, supongo que no hay nada que usted pueda hacer y que ellos no logren descubrir.
Dado el estado de nervios en que me encontraba, ese comentario no me resultó agradable. Le pagué lo que le debía y lo despedí. Sin mi guía podía moverme ahora más aprisa, abriéndome paso entre el gentío que avanzaba lentamente por cada estancia. Advertía tras de mí cierta conmoción: hombres rezongando y mujeres profiriendo exclamaciones por alguna molestia. Parecía que algunos turistas se quejaban de que alguien los estaba empujando con rudeza. Penetré en la siguiente estancia sin aguardar a ver quién era el responsable de la protesta. Esquivé las figuras y los valiosos muebles que se interponían en mi camino, hasta que salí a los inmensos jardines del palacio.
—¡Aquí está! ¡Él es quien iba abriéndose paso por el palacio!
Al tiempo que oía esa voz, una mano aferró mi brazo. Era un guarda.
—¿Yo? —protesté—. ¡Cómo! ¡Yo no estaba empujando a nadie!
Después de que se informara al guarda de que el hombre que se abría paso desconsideradamente había sido visto detrás de nosotros, se me dejó libre en los jardines y me apresuré a poner distancia entre el guarda y mi persona, por si cambiaba de idea. Pronto deseé no haber abandonado la seguridad de permanecer a su lado.
Recordé la advertencia de madame Fouché sobre los barrios peligrosos de París. «Hay hombres y mujeres que le robarán y luego lo tirarán al Sena desde un puente», me dijo. Entre esa gente los revolucionarios de marzo de 1848 reclutaron a la mayoría de sus «soldados» para expulsar al rey Luis Felipe e implantar la República en nombre del pueblo. Un cochero me dijo que durante el levantamiento vio a uno de aquellos villanos, rodeado por la policía y a punto de ser tiroteado, gritar: «Je suis bien vengé!» al tiempo que sacaba de los bolsillos quince o dieciséis lenguas humanas. Las arrojó por los aires antes de morir, y fueron a caer en los hombros y los sombreros de la policía, e incluso en la boca de uno de los agentes, que la mantenía abierta a causa del desagrado ante aquella repugnante visión.
Sucedió en el lujoso santuario de los inmaculados jardines de Versalles, y no en alguno de aquellos arrabales de rebanadores de lenguas. Yo tenía la sensación de que cada paso que daba estaba siendo observado. Los afilados setos y los árboles de los jardines revelaban fragmentos de rostros. Después de pasar ante hileras de estatuas, macetas y fuentes, me detuve ante el Dios del Día, una horrible divinidad que surgía de una fuente con surtidor, con delfines y monstruos marinos. ¡Cuánto más seguro me hubiera encontrado en las estancias del palacio, rodeado de hordas de visitantes y junto a mi entrometido guía! Fue entonces cuando apareció un hombre frente a mí y me agarró del brazo.
* * *
He aquí lo que recuerdo después de aquello. Me hallaba en el interior de un carruaje que circulaba por un camino con piedras. A mi lado estaba el rostro que fue lo último que vi antes de perder la conciencia en los jardines de Versalles: una cara gruesa y rígida, como tallada, con un fruncimiento inexpresivo. Una cara en la que ya había reparado en varias estancias del palacio de Versalles. ¡Había sido como mi sombra! Me lamí los dientes y las encías, y comprobé que seguía allí. La lengua, quiero decir.
¿Lo pensé antes de buscar la portezuela del carruaje? No puedo recordarlo. Me arrojé sobre ella y fui a dar en la calzada. Cuando me puse en pie, otro coche se aproximó a mí a gran velocidad. Se desvió y pasó, dejando un margen estrecho entre mi persona y el vehículo que me había transportado. «Gare!», gruñó el cochero, que a mí me pareció tan sólo un amplio surtido de dientes amarillos, un sombrero flexible y un cuello flojo. Un perro flaco aulló por la ventanilla.
Corrí por los campos que se escalonaban hacia abajo desde la carretera. Más allá se extendía el campo abierto.
Entonces mi captor se apeó del coche y emprendió mi persecución a una velocidad terrible para tratarse de un hombre tan corpulento. Sentí un rápido y decisivo golpe en la cabeza.
Tenía las manos rígidas detrás de la cabeza. Miraba alrededor o, quizá, debería decir arriba. Al despertar, me encontré en una amplia trinchera excavada unos veinte pies en la tierra. Por encima de ella se alzaban unos muros muy altos, que no se parecían en nada a las bajas y bonitas hileras de edificios y casas particulares de cualquier calle de París. Era como si me hubieran transportado a otro mundo, y un monstruoso silencio se extendiera en torno a nosotros como en el más vasto de los desiertos.
—¿Dónde estoy? ¡Quiero saberlo! —grité, aunque no podía ver a quién gritaba.
Oí una voz murmurar algo en francés. Levanté la cabeza pero no pude moverme lo suficiente para ver detrás de mí. Sólo una sombra cayó sobre mí, y creí que se trataba de mi captor inicial.
—¿Dónde estamos, tú, sinvergüenza? —pregunté.
No dio muestras de haberme oído. Se limitó a permanecer de pie, aguardando. Sólo cuando el villano en cuestión se acercó por el otro lado, me di cuenta de que la sombra pertenecía a otra persona.
Por último, la sombra se movió y dio la vuelta para encararse conmigo. Pero no era un hombre.
Allí estaba ella, tocada con un gorro blanco ligero y un vestido sencillo, como si se encontrara en uno de los jardines de París. Se detuvo frente a mi asiento y se inclinó hacia mí con lo que parecía un gesto de protección, mirándome con sus ojos hundidos; de hecho, unos ojos tan hundidos que parecían insertos bajo la frente. Por la edad, parecía una muchacha.
Dejé de chillar.
—¿Quién es usted? —murmuré, ronco de tanto vociferar.
—Bonjour —dijo la muchacha, que se volvió y echó a andar.
Le devolví el saludo, aun considerando que cualquier intento de cordialidad resultaba fuera de lugar en semejantes circunstancias.
—Es usted tonto —me recriminó mi primer captor, como si quisiera que ella no lo oyese, como si le fueran a hacer responsable de mi error—. Es así como se llama. ¡Bonjour!
—¿Bonjour? —repetí. Luego me di cuenta de que la había visto antes, en otra ocasión en que yo estuve en riesgo—. ¡En el Café Belge! ¡La vi allí, sosteniendo un cesto! ¿Por qué estaba usted allí?
—¡Ya estamos aquí! —retumbó una nueva voz en un inglés teñido de acento francés pero, por lo demás, perfectamente fluido—. ¿Tan necesario es que nuestro bienvenido huésped, procedente de los grandes Estados Unidos, permanezca tan inmovilizado?
La respuesta fue lo bastante servil como para identificar al recién llegado como el jefe. Mi captor se le acercó y le habló confidencialmente, como si yo hubiera perdido de pronto la capacidad de oír.
—Se desmayó en Versalles y luego se apeó del coche en marcha, saltando por la portezuela como un loco. Casi se mata…
—No importa. Aquí estamos todos seguros. Por favor, Bonjour.
La muchacha desató ágilmente mis ligaduras y me liberó las muñecas.
Hasta ese momento no fui capaz de ver al recién llegado; tan sólo tuve atisbos de una larga capa blanca y unos pantalones ligeros. Con las manos libres, me puse de pie y me coloqué ante él.
—Mis excusas por llegar a estos extremos, monsieur Clark —dijo, como abarcando con su mano enjoyada cuanto nos rodeaba y dando a entender que todo aquello fue un accidente—. Pero me temo que estas desafortunadas fortalezas se cuentan entre los pocos lugares de los alrededores de París adonde todavía puedo viajar con cierta tranquilidad. Y lo que es más importante…
Lo interrumpí:
—¡Mire esto! Su sicario me ha maltratado y ahora… ¡Pero, en primer lugar, me gustaría saber adónde me ha traído y por qué…!
Se me ahogaron las palabras y me lo quedé mirando mientras se encendía en mí una chispa de súbito reconocimiento.
—Como iba diciendo —continuó en tono afectuoso, con una mueca dibujada en la tez olivácea de su rostro—, lo más importante es que, por fin, nos conocemos personalmente.
Me estrechó la mano, que sentí floja cuando la verdad se me hizo patente.
—¡Dupin! —exclamé, incrédulo.