7

Llegué a mi primera cita en París por la vía del secuestro.

En nuestras ciudades americanas al extranjero se le abandona sencillamente a su suerte, con gran crueldad y cortesía, en calles que no le resultan familiares; pero en París el extranjero tiene un constante sentimiento de ser empujado y dirigido por ciudadanos y funcionarios. Si uno se pierde, el francés correrá media milla a gran velocidad para señalarle a uno su destino, y no aceptará ni las gracias. Quizá el rapto sea la inevitable culminación de esta amabilidad agresiva.

Viajé a París alrededor de año y medio después de que sacara del fuego aquel libro. Mi primera sorpresa al llegar la tuve en la estación término, donde los commissionnaires proclamaban a gritos las excelencias de uno u otro hotel. Procuré evitar sus ofrecimientos.

Me detuve ante un hombre que ladraba las excelencias del hotel Corneille, bautizado con el nombre del gran dramaturgo francés. Yo había leído sobre ese hotel en una novela de Balzac (pues adquirí algunos libros suyos y de la novelista George Sand para entretenerme y estudiar durante el viaje), y tenía fama de ser un establecimiento que acogía a quienes cultivaban las diversas ramas de las humanidades. Y yo consideraba que mi objetivo tenía cierto carácter literario.

—¿Quiere usted alojarse en el Corneille, monsieur?

Ante mi asentimiento, que se produjo tras un momento de duda, resopló, como si agradeciera a los cielos por poder dejar de dar voces.

—¡Por aquí, si me hace el favor!

Me condujo a su carruaje, donde maniobró para asegurar mi equipaje en la baca, haciendo pausas ocasionales para examinarme con un aire de exultante felicidad por llevar como pasajero a un visitante procedente del Nuevo Mundo.

—¿Viene usted por negocios, caballero?

Medité una respuesta.

—Creo que no exactamente. En mi lugar de origen soy abogado, monsieur. No hace mucho abandoné mi actividad profesional porque me estoy dedicando a un tipo de trabajo distinto… Por decirlo suavemente, y dado que ya noto que puedo confiar en usted, estoy aquí en busca de ayuda para alguien que la estará esperando.

—¡Ah! —exclamó, sin tomar en cuenta mis palabras—. ¿Conoce usted a Cooper?

—¿Qué?

—¡Cooper!

Después de repetir el intercambio de palabras, resultó claro que se refería al autor James Fenimore Cooper. Yo había descubierto que los franceses pensaban que en América convivían estrechamente a todos los efectos dos clases de personas, que no podían dejar de conocerse: una, el habitante de regiones salvajes, y la otra, el especulador de Wall Street. Las novelas de aventuras de Cooper eran inexplicablemente populares incluso en los más selectos círculos de París (¡tráigase usted un ejemplar americano y será considerado todo un héroe!), y se creía que todos nosotros vivíamos, como en esos relatos, entre indios salvajes y nobles. Le dije que no conocía personalmente a Cooper.

—Bien, pues el Corneille satisfará todas sus necesidades, ¡palabra de honor! Ha escogido usted bien. Usted sube por la escalera, monsieur, y yo me ocuparé del resto de su equipaje una vez que lo haya recogido el mozo.

Al menos no había errado en mi primera elección de transporte en la ciudad. El coche era más amplio que los de su clase en América, y desde luego la habitabilidad resultaba muy cómoda. Era el lujo que más agradecía yo en aquel momento: hundirme en los cojines de un carruaje, sin apenas notar el movimiento de ruedas y caballos, a los que el cochero mantenía a un trote corto mientras nos acercábamos a mi futuro alojamiento. Este recorrido, recuerden, seguía a dos semanas en el mar, tras zarpar precipitadamente del puerto de Baltimore, hacer escala en Dover y pernoctar allí antes de volver a embarcar para Francia, donde un tren me condujo a París en seis horas. Así que la idea de dormir en una cama ¡me cautivaba! Ignoraba que en breve iba a ser despojado de mi recién recuperada comodidad y amenazado con una espada.

Mi tranquilidad se vio sacudida cuando el carruaje se inclinó de repente en una curva cerrada y luego un traqueteo, antes de detenerse bruscamente. El commissionnaire profirió un juramento y se apeó del pescante.

—¡Vaya, un socavón! —me dijo, aliviado—. ¡Creí que se había soltado una rueda! Entonces estaríamos…

Pude ver por la ventanilla los rasgos de su cara, súbitamente pálida, como si hubiera caído en un silencio sumamente respetuoso. Aquella expresión se mezcló con otra de miedo antes de que se escabullera lejos de su carruaje.

—¡Eh, venga aquí, cochero! —grité—. ¿Adónde ha ido usted, monsieur?

Asomándome a la ventanilla, mis ojos se posaron en un hombre rechoncho, con un ondeante gabán azul brillante abotonado hasta el cuello. Llevaba un ancho bigote y una barba exquisitamente peinada y recortada. Pensé apearme y preguntar al desconocido si había visto qué camino había tomado el commissionnaire huido. En vez de eso, aquel hombre abrió la portezuela y montó con gestos de gran cortesía.

Decía algo en francés, pero yo estaba demasiado aturdido para recurrir a mi rudimentaria comprensión de esa lengua. Mi primer pensamiento fue deslizarme por el otro lado. Me moví en esa dirección, sólo para encontrar, al abrir la portezuela, mi camino cortado por otro hombre ataviado con el mismo gabán de una sola hilera de botones. Se echó atrás el faldón para mostrar un sable que pendía perpendicularmente de su brillante cinto negro. Quedé hipnotizado ante la vista del arma, que relucía al sol. Su mano tropezó como de pasada con la empuñadura, a la que dio unos golpecitos al tiempo que asentía con la cabeza dirigiéndose a mí.

Allons donc!

—¡Policía! —exclamé, volviéndome hacia el hombre sentado junto a mí, y sintiéndome a medias aliviado y atemorizado—. ¿Ustedes son de la policía, monsieur?

—Sí —respondió, alargando la mano—. Su pasaporte, por favor, monsieur.

Accedí y, confuso, aguardé mientras lo leía.

—Pero ¿a quién buscan ustedes, agente?

Una breve sonrisa.

—A usted, monsieur.

Más adelante se me explicó que el ojo vigilante de la policía parisiense consideraba a todos los americanos que entraban en su ciudad solos y que fueran jóvenes —en especial hombres jóvenes y solteros— posibles «radicales» llegados con la intención de derrocar el gobierno. Considerando que recientemente el gobierno había sido derrocado, aquel temor de radicalismo inminente parecía misterioso para quien no estuviera bien versado en la política francesa. ¿Les preocupaba que las turbas, después de imponer su legislativo y, en su momento, haber elegido presidente, ahora, aburridas del republicanismo, instigaran a la revuelta para que volvieran sus reyes?

Los oficiales que interceptaron mi carruaje se limitaron a explicarme que el prefecto de policía decidió que me presentara a él antes de comenzar mi estancia en la ciudad. Atraído, extrañamente cautivado por los sables y los elegantes uniformes, les seguí de buen grado. Un coche diferente, con caballos más rápidos, nos condujo directamente a la rue de Jerusalén, donde radicaba la prefectura.

El prefecto, un hombre jovial y atolondrado llamado Delacourt, se sentó junto a mí en su despacho, como su funcionario se había sentado en el carruaje, y representó el mismo ritual de leer mi pasaporte. Había sido extendido debidamente por el representante francés en la ciudad de Washington, monsieur Montor, que también aportaba una carta atestiguando mi respetabilidad. Pero el prefecto parecía tener escaso interés en cualquier prueba escrita de mis inofensivas intenciones.

¿Estaba allí por «negocios», «turismo», «cultura»? Respondí negativamente a todas estas preguntas.

—Si no es así, ¿para qué ha venido usted a París este verano?

—Pues verá, señor prefecto, me propongo conocer a un habitante de su ciudad a propósito de un importante asunto de allá, de Estados Unidos.

—¿Y de quién se trata? —inquirió, disimulando su interés con una sonrisa distraída.

Cuando se lo dije mantuvo la calma, pero luego intercambió una mirada con el agente que se sentaba con nosotros en el despacho.

—¿Quién? —preguntó al cabo de unos instantes el prefecto como si hubiese quedado totalmente anonadado.

—Auguste Duponte —repetí—. Entonces, ¿lo conoce usted, señor prefecto? He mantenido correspondencia con él los últimos meses…

—¿Duponte? ¿Que Duponte le ha escrito a usted? —terció con aspereza el otro agente, un anciano bajo y obeso.

—No, desde luego que no, oficial Gunner —dijo el prefecto.

—No —concedí, aunque me sentía irritado por la intempestiva suposición del prefecto—. Escribí a Duponte, pero nunca me contestó. Por eso he venido. Estoy aquí para explicarle algo de viva voz antes de que sea demasiado tarde.

—Eso le va a resultar difícil —murmuró Gunner con la misma aspereza de antes.

—¿Es que… ya no vive? —pregunté, boquiabierto.

Creo que el prefecto replicó «casi», pero se tragó las palabras y retomó sin transición su personalidad, más jovial y distendida. (Yo no advertí una merma de su jovialidad hasta que la hubo recobrado).

—No se preocupe por esto —dijo, refiriéndose a mi pasaporte, que tendió a su colega para que lo sellara con una serie de jeroglíficos en apariencia desprovistos de significado.

—Una herramienta de la próxima Inquisición, ¿no?

Desechó con brusquedad el tema de Duponte, me dio la bienvenida a París y me aseguró que podía contar con él siempre que necesitara ayuda durante mi estancia. Cuando me iba, varios sergents de ville me dirigieron torvas miradas de sospecha, por lo que tuve una gran sensación de alivio una vez que me hallé en el anonimato de la concurrida calle.

La misma tarde aboné a madame Fouché, propietaria del hotel Corneille, el importe de una semana, aunque preveía que mis asuntos quedarían resueltos antes de ese plazo.

Pero supongo que hubo indicios que yo debí haber advertido. Por ejemplo, la actitud del portero de la suntuosa mansión parisiense a la que yo había dirigido las cartas destinadas a Duponte. Cuando le pregunté, el portero frunció el ceño, negó con la cabeza y habló:

—¿Duponte? ¿Para qué desea verlo?

Dada su estatura, no me pareció inconcebible que el portero disuadiera a los visitantes ocasionales.

—Preciso de sus conocimientos para cierto asunto —fue mi respuesta, a la que siguió un extraño silbido por parte de mi interlocutor, y que resultó ser una carcajada.

Me informó de que Duponte ya no vivía allí, de que no había dejado seña alguna y de que ahora era probable que ni el mismo Colón pudiera encontrarlo. Cuando ya me marchaba pensé en el «Dupin» al que yo conocía bien. Quiero decir a través de los cuentos de Poe. Era un personaje que me había franqueado el acceso a aquel autor y me había convencido de que lo inexplicable debe llegar a comprenderse. Poe se refería a «mi héroe francés» en una de las cartas que me escribió. ¡Si sólo se me hubiera ocurrido preguntarle sobre la identidad del Dupin real, si sólo yo hubiera manifestado más curiosidad… me habría ahorrado el año largo que dediqué a seguir el rastro de aquel hombre singular en París!

En sus cuentos, Poe nunca describió físicamente al personaje de Dupin. No me di cuenta de ello hasta que, no hace mucho, revisé con aquella idea en la mente los tres peculiares cuentos detectivescos. Si con anterioridad me hubiera preguntado al respecto, habría podido responder, como si me dirigiera a un perfecto zoquete: «Por descontado que Poe describe a uno de sus personajes más importantes, el personaje que encierra en sí a la perfección el conjunto de sus escritos, ¡y por añadidura con gran detalle!». Pero la realidad es que el aspecto de Dupin queda sorprendentemente explícito…, pero sólo para el lector cuidadoso y atento que se introduce en el relato con todo su corazón.

Menciono aquí, como ilustración de lo anterior, un cuento más bien frívolo de Poe titulado «El hombre que se gastó». Trata de un celebrado general del ejército cuya fornida apariencia física es objeto de gran admiración. Pero el general tiene un desdichado secreto: todas las noches se deshace físicamente a causa de sus viejas heridas de guerra, y los fragmentos de su cuerpo deben ser recompuestos de nuevo por su ordenanza negro antes del desayuno. Creo que fue la réplica de Poe a esos escritores menores, meras manchas en las profundas sombras de su genio, que consideraban que la descripción de los rasgos era la clave para dar vida a sus personajes. Por eso, tan sólo a partir de la inefable alma de C. Auguste Dupin, y no de su elección de chaleco, desde hacía tiempo el personaje había penetrado en mi conciencia.

Cuando el empleado del ateneo de Baltimore me remitió el recorte que mencionaba al Dupin real, consideré infructuosos todos mis intentos de averiguar su verdadero nombre a partir del periódico de Nueva York donde apareció la columna. Pero apenas transcurridas unas semanas dedicadas a investigar en publicaciones y guías francesas, reuní una impresionante lista de individuos que habrían podido servir de modelo para el personaje de Poe.

De un modo u otro, todas sus historias personales se adecuaban a las dos fuentes: la descripción contenida en el recorte y los rasgos del personaje de Poe. Descubrí otras tantas posibilidades en un parisiense célebre dedicado a las matemáticas, autor de libros de texto utilizados para resolver toda clase de problemas científicos; en un abogado, llamado en ocasiones el Barón, quien lograba exculpar a acusados de los más escandalosos delitos y que se había trasladado a Londres; o en un tercero, un antiguo delincuente que actuaba como agente secreto de la policía parisiense antes de dirigir una fábrica de papel en Bruselas. Cada una de estas y otras posibilidades fueron consideradas desapasionada y objetivamente, con la esperanza de que una de ellas destacara sobre las demás como la fuente que condujera a Dupin.

Pero transcurrió otro año y medio desde el inicio de la investigación. La abundante correspondencia a través del Atlántico demostró ser lenta y estéril. Los candidatos prometedores se multiplicaban con rapidez, pero, gradualmente, uno tras otro se precipitaban en un pozo de dudas después de someterlos a indagaciones e intercambiar información.

Hasta un claro día de primavera de 1851. Fue entonces cuando descubrí en la revista francesa L’______ el nombre de Auguste Duponte. Naturalmente, me llamó la atención, pero no sólo porque sonaba igual que el C. Auguste Dupin de Poe. Ese sujeto, Auguste Duponte, había ganado fama en Francia a raíz del sensacional caso de monsieur Lafarge, un caballero de robusta constitución y alguna importancia local hallado muerto en su casa en misteriosas circunstancias. Tras algunas pesquisas infructuosas, un policía invitó a un conocido suyo, el joven preceptor Duponte, a traducir los comentarios de un visitante español testigo del caso (aunque esta contribución acabó demostrándose irrelevante).

Diez o doce minutos después de escuchar la narración de los hechos efectuada por el policía, se dijo que Duponte demostró de forma concluyente que el muerto había sido envenenado por madame Lafarge durante una comida. Madame L. fue condenada por el asesinato de su marido y más tarde liberada de la muerte por funcionarios compasivos.

(Preguntado luego Duponte por el periódico francés La Presse qué pensaba de la conmutación de la sentencia que pesaba sobre la asesina, respondió: «Nada. El castigo guarda escasa relación con el hecho en sí del delito, y menos aún con el análisis del delito»).

La noticia del logro de Auguste Duponte se extendió ampliamente por Francia. Los funcionarios del gobierno, la policía y los ciudadanos de París solicitaron sus análisis de otros sucesos. Su rápido reconocimiento público —que yo descubrí con inmensa satisfacción— se había producido unos años antes de la aparición de «Los crímenes de la calle Morgue», en un número de 1841 de una revista americana. La descripción que Poe hacía, en el segundo de los cuentos, de la elevación de Dupin a la fama podía aplicarse con igual propiedad para resumir la verdadera historia de Auguste Duponte: Fue así como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía, y en no pocos casos la prefectura trató de contratar sus servicios.

Mi confianza en que había identificado al hombre adecuado se vio reforzada cuando conocí a un bien informado francés que llevaba residiendo en América unos años, desde el destronamiento del rey Luis Felipe, y que formaba parte del cuerpo diplomático de la nueva República francesa. Su nombre era Henri Montor. Me encontraba en la ciudad de Washington buscando a Auguste Duponte en las bibliotecas, cuando Montor advirtió que me esforzaba en la lectura de algunos periódicos franceses. Le expliqué lo que me proponía y le pregunté si había conocido a Duponte.

—Siempre que se perpetraba un delito de gran resonancia —dijo animadamente monsieur Montor—, llamaban a Duponte… y el criminal maldecía el día en que Duponte vino al mundo. Duponte es un tesoro de París, monsieur Clark.

En el transcurso de mis subsiguientes visitas, Henri Montor, mientras cenábamos, también me instruyó en la lengua francesa, y me habló durante largas horas comparando los gobiernos francés y americano y los respectivos pueblos. Encontraba la ciudad de Washington más bien desolada en comparación con París, y el clima lo consideraba decididamente sofocante e incluso perjudicial para la salud. Pero sabía que su actual misión era importante. Las relaciones entre América y Francia siempre habían sido vitales, y ahora más que nunca, desde que Francia era una república.

Por entonces, cuando conocí a monsieur Montor, ya había escrito al propio monsieur Duponte. Describí a grandes rasgos los hechos que rodearon la muerte de Poe, e insistí en la urgente necesidad de resolver el caso antes de que la ya maltrecha reputación de Poe empeorase. Transcurrió otra semana y escribí otras dos cartas, ambas franqueadas como urgentes, en las que incluía añadidos y más detalles sobre la historia no escrita de Poe.

Aunque nos conocíamos desde hacía poco tiempo, Montor me invitó a un baile de disfraces, al que asistían centenares de invitados en una soberbia mansión próxima a la ciudad de Washington, donde tuve ocasión de encontrarme con un gran número de damas y caballeros franceses. La mayoría ostentaba un título u otro, y alguno me hizo la merced de acomodarse a mi rudimentario francés, que yo trataba de perfeccionar todo lo posible. Allí estaba Jérôme Bonaparte, sobrino de Napoleón Bonaparte, nacido de una americana a la que el hermano menor de Napoleón, también llamado Jérôme, conoció casi cincuenta años atrás, durante un viaje a Estados Unidos. Aquel regio vástago se encontraba hora ante mí, vestido con un llamativo atuendo turco y armado con dos alfanjes que entrechocaban colgados de su cinto. Después de ser presentado, dirigí un cumplido a su disfraz.

—En cualquier caso prescindamos del tratamiento de monsieur, señor Clark; estamos en América —dijo Jérôme Bonaparte, con una chispa de buen humor en sus ojos oscuros. Henri Montor se inquietó un tanto por estas palabras. Bonaparte prosiguió, con un suspiro—: En cuanto a esta monstruosidad, fue idea de mi mujer. Está en algún lugar en el salón contiguo.

—Oh, creo que nos hemos conocido. ¿No va disfrazada de avestruz?

Bonaparte se echó a reír.

—Lleva plumas encima. ¡A usted le toca adivinar de qué animal va!

—Nuestro amigo americano —dijo Montor tomándome del brazo— está tratando de practicar nuestra lengua materna para mejor efectuar sus particulares investigaciones. ¿Ha regresado usted a París últimamente, mi querido Bonaparte?

—Mi padre trataba de convencerme para que me fuera a vivir allí, ¿sabe? Ni por un momento considero la posibilidad de instalarme fuera de América, Montor, pues me siento demasiado apegado y acostumbrado a ella para encontrar placer en Europa.

Dio unos golpecitos en una cajita de oro, con complicada decoración, y nos ofreció rapé.

Desfiló ante nosotros una mujer procedente del lugar donde el anfitrión tocaba el violín acompañado por una orquesta. Llamó a Bonaparte con un diminutivo y, por un momento, pensé que era su esposa adornada con plumas de avestruz, pero mirándola bien observé que llevaba ropajes flotantes y joyas propias de una reina. Montor me susurró:

—Es Elizabeth Patterson, la madre de Jérôme.

El susurro fue tan discreto que estaba claro que yo debía prestar atención a la dama.

—Querida madre —dijo Jérôme cortésmente—, te presento a Quentin Clark, un baltimorense que se dedica a algo…

—¡Vaya! —exclamó aquella reina disfrazada que, sin ser ni mucho menos de elevada estatura, parecía sobrepasar la de todos nosotros.

—Señora Patterson —la cumplimenté, haciendo una inclinación.

—Madame Bonaparte —me corrigió en ambos términos, y me ofreció la mano.

Aunque parecía haber envejecido unas décadas desde que se había acercado, procedente del lugar donde tocaba la orquesta al rincón de la sala en que nos encontrábamos, había una belleza irreductible, casi trágica, en su rostro y en sus prístinos ojos. Me pareció que uno no podía evitar enamorarse de ella. Se me quedó mirando con manifiesta desaprobación.

—No va usted disfrazado, joven.

Montor, vestido de pescador napolitano, me justificó aduciendo que había sido invitado en el último momento.

—Estudia las costumbres francesas, ¿saben?

Los ojos de madame Bonaparte me fulminaron.

—Pues esfuércese.

Una vez que hube llegado a París me di cuenta de que aquel disfraz de reina era el adecuado, de acuerdo con lo que yo capté de las costumbres francesas. Por añadidura, mientras observaba a mi alrededor, en el extraordinario salón, los rostros enmascarados y ocultos, me di cuenta de que eso era lo que, en algún sentido, deseaban Peter y la tía Blum. Allí había algo, algo que iba más allá de los sirvientes de librea y de los arriates de flores brillando con lámparas dispuestas en su interior, algo poderoso que tenía muy poco que ver con el dinero y que Baltimore siempre quiso añadir a sus triunfos comerciales.

Por entonces, tras el episodio del libro quemado, regresé a mi despacho de abogado para completar cierto trabajo inacabado. Peter apenas se dio por enterado de mi presencia. Silbaba toda la escala musical mientras subía y bajaba la escalera, sin ocultar su decepción. Sólo me hablaba cuando era inevitable, y otras veces me enviaba mensajes por medio de nuestros pasantes. En ocasiones yo hubiera deseado, simplemente, que volviera a gritarme; entonces, a modo de réplica, al menos habría podido detallarle mis progresos.

Hattie parecía seguir el ejemplo de Peter, eludiéndome cada vez más, pero se tomó mucho trabajo para convencer a su tía y a su familia de que tuvieran paciencia respecto a nuestro compromiso y me concedieran tiempo. Hice lo posible por dar seguridades a Hattie, pero empecé a sentir que debía mostrarme cauteloso y no hablar demasiado; empecé a percatarme de que incluso la pura devoción de Hattie formaba parte del arsenal de quienes me rodeaban, de que se trataba de otro instrumento para anular el propósito que yo me había hecho, incluso su rostro comenzó a antojárseme parecido al de su entrometida tía. Ella formaba parte de un Baltimore que no atribuía la menor importancia a esclarecer la verdad sobre la muerte de un gran hombre. Hattie, ¿por qué no confié en que podía verme, como de costumbre, con más claridad que un espejo?

Unas semanas después del baile de disfraces, yo seguía sin recibir cartas de Duponte en contestación a las mías. El correo podía haber sido robado o destruido por accidente o negligencia. Yo ya había descubierto la identidad del Dupin real, ¡probablemente la única persona en todo el mundo conocido capaz de descifrar el espacio en blanco de los últimos días de Poe! Yo estaba entregado al servicio de Poe, tal como le prometí a él. Había llegado lejos y no iba a ceder. No esperaría a que todo estuviera perdido. E hice planes para trasladarme a París.

Aquí me encontraba en un mundo diferente. Incluso las casas parecían construidas con materiales y colores totalmente distintos, y dispuestas de otra manera en las amplias calles, con las entradas principales a los lados de esas calles. París infundía una sensación de secretismo, aunque todo permanecía abierto, y la existencia en París parecía transcurrir por entero en el exterior.

En las últimas guías de la ciudad que encontré a mi llegada no figuraba ningún Duponte, y me di cuenta de que las que había consultado en la ciudad de Washington tenían algunos años de antigüedad. Tampoco decían una palabra las columnas de los periódicos recientes, los mismos que con anterioridad tanto habían hablado del personaje.

En París, la oficina de correos entregaba las cartas directamente a domicilio —una práctica que justamente comenzaba en algunas ciudades americanas, previo acuerdo—, pero en París, se decía, la comodidad de los ciudadanos era menos importante que la vigilancia a que los sometía el gobierno. Yo abrigaba la esperanza de que los funcionarios de correos no siguieran llevando las cartas dirigidas a Duponte a una dirección equivocada. En aplicación de otra peculiaridad de los reglamentos parisienses, se me negó (firme y cortésmente, como todo lo francés) el acceso a los administradores de la oficina de correos, donde me proponía preguntar por la dirección actual de Duponte. Necesitaba solicitar permiso por escrito al ministerio correspondiente. Asesorado para redactar la carta por madame Fouché, la propietaria de mi hotel, la mandé por correo (en cumplimiento de otra disposición, ¡aunque el ministerio se hallaba a menos de tres calles de distancia!).

Seguro que recibe usted una carta con el permiso mañana o pasado. Claro que podría ser mucho más tarde —dijo la hotelera en tono pensativo— si algún funcionario comete un error, lo que es tremendamente común.

Mientras aguardaba algún signo de avance en mi búsqueda de la dirección de Duponte, empecé a escribir cartas a Hattie. Recordando el dolor que me causaba verla triste, yo sentí una profunda congoja porque la dilación de aquella singular empresa le produjera pesar. En mis cartas a Baltimore le prometía que el aplazamiento de nuestros planes sería lo más breve posible y le rogaba que viniera a París mientras tanto, aunque la estancia fuera corta y pesada debido a la dedicación que pudiera exigirme mi actual tarea. Hattie me escribió diciendo que nada la complacería más que ese viaje, pero que se veía obligada a cuidar de dos niños que recientemente se habían sumado a los hogares de sus hermanas.

En cuanto a Peter, me escribió una carta de despedida en la que me decía que yo había arruinado mi vida, y que a punto estuve de arruinar la suya por sucumbir a la decadencia y la indecencia de Europa.

¡Qué habrían estado imaginando! ¡Si tan sólo hubieran podido apreciar cuan diferente de lo que pensaban era la realidad!

Las alegrías nocturnas del verano parisiense se me colaban, juguetonas, por la ventana, con las orquestas al aire libre, los bailes y los centenares de teatros que acogían a espectadores felices. Yo, por contraste, abría y cerraba los cajones de mis dos cómodas y miraba fijamente el reloj sobre la repisa de mi habitación…, aguardando.

Un día, madame Fouché entró en mi cuarto y se ofreció a coserme un brazalete negro de crespón en la manga. Sacudida mi indolencia por la interrupción, consentí.

—Mis sinceras condolencias —dijo.

—Gracias. ¿Y por qué? —pregunté, alarmado de repente.

—¿No se le ha muerto alguien? —inquirió, suspirando, en tono solemne, como si sus reservas de compasión fueran escasas y yo las hubiera agotado—. De no ser así, ¿por qué ha caído usted en semejante estado de melancolía?

Dudé, estremeciéndome ante la tela negra adherida a mi gabán.

—Sí, madame, alguien ha muerto. Pero no es la causa inmediata de mi agitación —le expliqué—. Es la dirección, ¡esa maldita dirección! Perdone mi lenguaje, madame Fouché. Debo encontrar pronto la residencia de monsieur Auguste Duponte o abandonar París con las manos vacías, con lo que mis iniciativas serán consideradas aún más fantasiosas por quienes han sido mis amigos. Por esa razón deseo visitar la oficina de correos.

Se me quedó mirando, atónita.

Al día siguiente, madame Fouché me trajo personalmente el desayuno en lugar del camarero habitual. Apenas podía ocultar una sonrisa, y me tendió un papel con algo escrito en él.

—¿Qué es esto, madame?

—¿Qué va a ser? La dirección de Auguste Duponte, naturalmente.

—¡Se lo agradezco infinitamente, madame! ¡Qué maravilla!

Al instante estaba levantado y dispuesto para salir. Me sentía demasiado emocionado para detenerme a satisfacer mi curiosidad sobre cómo madame había conseguido las señas. El lugar, a menos de quince minutos, era un edificio en otro tiempo amarillo comunicado con una casa escarlata y azul en torno a un patio. Un buen ejemplo de la ostentosa moda parisiense en materia de arquitectura y colores. En los alrededores había menos cafés y tiendas que en los de la primera residencia que visité; una tranquilidad acorde con las demandas de la raciocinación, supuse. El portero, un hombre grueso con un horroroso mostacho, me dio instrucciones para subir al alojamiento de Duponte. Me detuve en el arranque de la escalera y regresé al cuarto del portero.

—Usted perdone, monsieur. ¿No preferiría monsieur Dupont que se me anunciara?

Lo tomó como una ofensa, como si la sugerencia pusiera en duda su profesionalidad, o porque la idea de anunciar a un visitante rebajara sus funciones a las de un doméstico; no lo sé. La mujer del portero se encogió de hombros, con un matiz de condescendencia, y dirigió una mirada a lo alto, ya fuera a Dios o al techo.

—¡Cualquiera diría que recibe tantas visitas! —comentó.

El extraño intercambio de palabras sin duda acentuó mi intermitente nerviosismo cuando conocí al genio en persona en la puerta de su alojamiento. El despliegue de sus habilidades era aún más peculiar e insólito de lo que yo había imaginado. A juzgar por el comentario de la mujer del portero, ¡los parisienses ni siquiera consideraban que mereciera la pena intentar procurarse su ayuda!

Cuando Duponte abrió la puerta de sus habitaciones, hice mi presentación.

—Verá, monsieur, yo le escribí algunas cartas, tres, desde Estados Unidos, y le mandé un telegrama a su anterior dirección. Las cartas se referían al escritor americano Edgar A. Poe. Es esencial que las circunstancias de su muerte sean investigadas. Por eso he venido.

—Entiendo —dijo Duponte, contrayendo el rostro en una mueca y señalando detrás de mí—. Esa lámpara del vestíbulo está apagada. La han cambiado muchas veces, pero la llama se apaga.

—¿El qué? ¿La lámpara?

Así es como se inició nuestra conversación. Una vez dentro, referí de nuevo los acontecimientos narrados en mis cartas, le urgí a que nos pusiéramos a la tarea en seguida, y le expresé mi esperanza de que quisiera acompañarme a América en cuanto le viniera bien.

Las habitaciones eran muy corrientes y extrañamente desprovistas de todo, aparte de unos pocos libros irrelevantes. Reinaba allí un frío insólito, pese a que estábamos en verano. Duponte se recostó en su sillón. De pronto, como si hasta el momento no se hubiera dado cuenta de que yo me dirigía a él y no a la pared desnuda que tenía detrás, preguntó:

—¿Por qué me cuenta todo eso a mí, monsieur?

—Monsieur Duponte —respondí, asombrado—, es usted un célebre genio de la raciocinación. ¡Es usted la única persona que yo conozco, quizá la única del mundo, capaz de resolver este misterio!

—Se equivoca usted de plano —rechazó—. Está usted loco —aventuró.

—¿Yo? ¿No es usted Auguste Duponte? —repliqué acusadoramente.

—Está usted pensando en algo que sucedió hace muchos años. La policía me pidió que revisara de vez en cuando sus papeles. Me temo que los periódicos de París se entusiasmaron con las ideas que ellos mismos pusieron en circulación y, en algunos casos, me atribuyeron ciertas cualidades para satisfacer las apetencias de la imaginación del público. Circularon ciertos relatos…

(¿Hubo un destello de algo parecido al orgullo en sus ojos cuando dijo esto?). Sin un pestañeo ni un suspiro, echó abajo, sin más, mis expectativas.

—Lo que usted debería saber, si me permite decirlo, es que hay muchos alicientes en París, en verano. Puede asistir a un concierto en los jardines de Luxemburgo. Podría decirle dónde ver las flores más hermosas. ¿Ha estado usted en el palacio de Versalles? Le gustaría…

—¿El palacio de Versalles? ¿Versalles, dice usted? ¡Por favor, Duponte! ¡Esto es enormemente importante! Yo no soy un visitante ocioso. ¡He recorrido casi medio mundo para encontrarlo!

Me dirigió una mirada compasiva y dijo:

—Entonces, sin duda, debería dormir.

A la mañana siguiente me desperté tras un profundo e incómodo sueño propio del mes de julio. Había regresado al Corneille en un estado de total confusión tras el recibimiento de que me hizo objeto Duponte. Pero por la mañana mi decepción fue a menos al pensar que quizá mi propia fatiga había ensombrecido la primera conversación con Duponte. No había sido sensato ni adecuado irrumpir en casa de Duponte de aquella manera, cansado y ansioso, desgreñado y sin aportar siquiera una carta de presentación.

Esta vez tomé a placer el desayuno, que en París es como una comida excepto por la sopa, pero incluso empieza con ostras. (Sin embargo, el mismísimo Cuvier no hubiera logrado clasificar como verdaderas ostras aquellos objetos acuáticos, pequeños y azules, incapaces de satisfacer un apetito nacido en la bahía de Chesapeake). Al llegar al domicilio de Duponte, me demoré en el cuarto del portero, y me satisfizo comprobar que libraba. Su esposa, más comunicativa, y su regordeta hija estaban sentadas remendando una alfombra.

La mayor de ambas mujeres me ofreció una silla. Se ruborizaba fácilmente ante mi sonrisa, y por eso traté de sonreír con frecuencia durante las pausas entre mis palabras, para inducirla a colaborar.

—Ayer, madame, mencionó usted que Duponte no recibe muchas visitas. ¿No tiene visitas de carácter profesional?

—En los años que lleva viviendo aquí, no.

—¿Había oído hablar con anterioridad de Auguste Duponte?

—¡Desde luego! —respondió, como si le hubiera preguntado si estaba en sus cabales—. Pero no creía que pudiera ser el mismo. Dicen que aquel hombre era importante para la policía, pero nuestro inquilino es un tipo inofensivo, que se pasa gran parte del tiempo alelado; una especie de muerto en vida. Supongo que el otro era un hermano o algún pariente lejano. No, me consta que no vienen a visitarle muchos conocidos.

—Ni amigas —murmuró la aburrida hija, y fue lo único que escuché de la muchacha en los dos meses que pasé en París.

—Comprendo —dije, di las gracias a ambas mujeres, que se ruborizaron de nuevo cuando les dirigí una inclinación, subí por la escalera y me situé ante la puerta de Duponte.

Aquella misma mañana, temprano, había estado pensando en los cuentos de Poe acerca de C. Auguste Dupin. En el primero, Dupin, brusca e inesperadamente, anuncia su disposición a investigar los horribles asesinatos perpetrados en una casa de la rue Morgue. La encuesta nos servirá de entretenimiento —le dice a su sorprendido amigo—. Iremos a estudiar el terreno con nuestros propios ojos. Buscaba entretenimiento. El día anterior le informé casi de corrido de todos los detalles de la muerte de Poe, pero ni una sola vez aduje una razón convincente para que Duponte dirigiera su genio a la resolución del caso. Tal vez en los últimos años, cuando Duponte parecía haberse vuelto inactivo, no se le había presentado ningún caso que mereciese su interés, y como resultado de ello se había instalado en lo que parecía una desidia carente de todo propósito.

Duponte no me despidió cuando llamé a su puerta, sino que me invitó a dar una vuelta. Caminé junto a él por el atestado y caluroso Barrio Latino. Digo «junto a él» aunque sus andares eran anormalmente pausados y lentos: a cada paso un pie precedía al otro como con dificultad. Yo me esforzaba por mantenerme a su altura, y en ocasiones me sentía como si estuviera danzando en semicírculo. Al igual que el día anterior, habló de asuntos triviales. Esta vez yo también me referí a temas irrelevantes, antes de lanzarme a mi último intento de persuasión.

—¿No siente el deseo de ocuparse en actividades más emocionantes, monsieur Duponte? Mientras yo me he dedicado a reunir todos los detalles relativos a la muerte del señor Poe, otros han utilizado el confuso conocimiento público del asunto para escupir sobre su tumba. Yo diría que una investigación sobre una materia tan difícil y oportuna como ésta le brindaría a usted gran entretenimiento

Repetí esto último, pues la primera vez que lo dije pasó atronando un impertinente carro pesado. Como respuesta, mi acompañante no hizo un solo movimiento. Estaba claro que no creía necesitar mayores entretenimientos, y de nuevo me encontré retrocediendo.

En la siguiente visita, hallé a Duponte en su habitación, fumando acostado en la cama. Parecía utilizar la cama para fumar y escribir. Dijo que detestaba escribir cualquier cosa, pues le impedía, con perturbadora regularidad, pensar; pero, claro está, había veces en que se veía obligado a redactar cartas o a responder a las recibidas. Para esta visita yo había estado releyendo y reflexionando sobre la «proposición generosa» ofrecida a C. Auguste Dupin por la policía en el cuento de Poe, continuación del anterior, «El misterio de Marie Rogêt». Se le pedía que desvelara el enigma de una joven dependienta de comercio hallada muerta flotando en el río. Aunque en mis cartas a Duponte había mencionado, desde luego, una compensación adecuada, ahora le aseguré expresamente, en homenaje a las propias palabras de Poe en el cuento, que le retribuiría con «una recompensa por su plena dedicación al asunto de la muerte de Poe, empezando inmediatamente». Arranqué un cheque y tomé una pluma. Le sugerí una cantidad considerablemente elevada, y luego la aumenté en algunas cifras.

Sin éxito. Parecía que el dinero no lo atraía en absoluto, pese a que su vida no se desenvolvía precisamente en medio del lujo. Ante ése, como ante los demás intentos de dirigir su atención a mis propios designios, se limitaba a tomarme del codo y a señalarme algún edificio, o bien ponderaba prolijamente los veranos parisienses por su benignidad aun en los días más calurosos, o manifestaba su desinterés por responderme dejando que sus ojos se cerraran lentamente, con un parpadeo que expresaba desolación. En ocasiones, Duponte casi parecía imbécil, con su mirada plácida mientras pasábamos ante las tiendas o las flores y árboles de un jardín —«¡los castaños de Indias!», decía de repente— o, quizá, se trataba de una mirada de tristeza.

Una noche, concluida otra entrevista con Duponte, que terminó sin mayores progresos, pasé ante un grupo de agentes de policía sentados en la terraza de un atestado café, tomándose unos helados. Componían una formidable mancha de gabanes azules con una sola hilera de botones; de bigotes y de barbitas en punta.

Monsieur! Monsieur Clark, bonjour!

Era el joven y rechoncho policía que se había adueñado de mi carruaje a mi llegada a París. Atribuí su entusiasmo al verme a la alegría compartida de la reunión.

Todos los agentes se levantaron para saludarme.

—¡Este caballero y erudito ha venido de América para ver a Auguste Duponte!

Tras un momento de silencio interesado, todos los policías rompieron a reír.

Me sentí confuso ante esta reacción al nombre de Duponte. Me senté, mientras el primero de los agentes continuaba:

—Se cuentan muchas historias sobre Duponte. Era un genio. Dicen que sabía que un ladrón iba a robar unas joyas antes de que lo hiciera.

—¿Dice usted que era un genio? —comenté.

—Oh, sí. Hace tiempo.

—Mi padre era policía cuando los prefectos requerían los servicios de monsieur Duponte —dijo otro agente, quien exhibía un ceño fruncido que acaso era permanente—. Según él, Duponte era un joven inteligente que se limitaba a crear dificultades, pero conseguía aparentar que las resolvía.

—¿De qué forma? —pregunté, alarmado.

Se rascó el cuello enérgicamente con unas uñas más bien crecidas: el lado del cuello aparecía enrojecido e inflamado a causa de aquella costumbre.

—Eso es lo que él oyó —murmuró el Rascador.

El oficial más amistoso prosiguió:

—Se dice que Duponte podía juzgar la moralidad de todos los hombres con absoluta precisión con sólo mirarlos. Una vez se ofreció a recorrer las calles un día de fiesta y señalar a la policía a todos los elementos peligrosos susceptibles de causar alborotos.

—¿Y lo hizo? —preguntó otro.

—No. De habérselo permitido, la policía se habría quedado sin trabajo.

—Pero ¿qué le ocurrió? —pregunté—. ¿Qué investigaciones lleva a cabo en la actualidad?

Uno de los agentes que había permanecido observando, pensativamente y más tranquilo que los demás mientras éstos hablaban, rompió su silencio:

—Dicen que el señor Duponte se equivocó, y que la mujer a la que amaba fue ahorcada por asesinato. Su capacidad de análisis no logró salvarla. Y ya no pudo llevar a cabo más investigaciones…

—¡Investigaciones! —le contradijo el Rascador—. Por supuesto que no puede efectuar ninguna. A menos que consiga emprenderlas como un fantasma. Lo mató un ex presidiario que había jurado vengarse de Duponte porque gracias a él lo detuvieron.

Abrí la boca dispuesto a corregirlo, pero lo pensé mejor: había una profunda inquina en el tono de voz de aquel hombre, por lo que me pareció mejor permanecer callado.

—No, no —replicó otro, disconforme—. Duponte no ha muerto. Algunos dicen que ahora vive en Viena. Se cansó de tanta ingratitud. ¡Menudas historias podría yo contarle! En todo caso, actualmente no hay nadie como él en París.

—Al prefecto Delacourt no le gustaría oír eso —añadió el agente rechoncho, y los demás profirieron unas risitas roncas.

* * *

He aquí una anécdota relatada por uno de los agentes.

Años atrás, una noche, Duponte se hallaba en un cabinet o reservado de un café de París, sentado frente a un presidiario que sólo tres días antes había degollado a un guardián de la prisión y se había fugado. Todos los agentes de la policía parisiense andaban tras él, incluidos algunos de los que se sentaban conmigo en el café. Duponte echó mano de sus variados recursos y supo en qué lugar de la ciudad era probable que estuviera el delincuente, creyendo hallarse a salvo en su escondite. Así pues, acabaron sentados el uno frente al otro en el cabinet.

—La policía no me detendrá —le confió el indeseable—. Puedo correr más que cualquier agente, y puedo vencerlo en un intercambio de disparos, si se da el caso. Estoy a salvo, a menos que tropiece con ese miserable de Duponte. Él es el verdadero criminal de París.

—Yo pensaba que lo conocerías en cuanto lo vieras —comentó Duponte.

El otro se echó a reír.

—¿Conocerlo? ¡Santo Dios! —Vació la botella de vino de un trago—. Nunca has tenido tratos con ese bribón de Duponte, ¿verdad? No se le ve dos veces con el mismo atuendo. Por la mañana parece ser una persona como tú, supongamos. Luego, una hora más tarde, ha cambiado tanto que su propia madre no lo reconocería, y por la noche ¡ni hombre ni demonio recordaría siquiera haberlo visto antes! Sabe dónde estás ¡y puede prever dónde vas a estar después!

Cuando aquel mal sujeto hubo bebido más de lo que probablemente se proponía, Duponte bajó por otra botella de vino y luego regresó al cabinet perfectamente tranquilo. Le dijo al presidiario que la camarera le había contado que había visto a Auguste Duponte inspeccionando los reservados. El malhechor estalló en un acceso de furia salvaje ante la noticia, y Duponte le sugirió que se escondiera en el retrete, de modo que pudiera salir y matar al investigador cuando entrase. Entonces Duponte lo dejó encerrado en el retrete y avisó a la policía.

Ése fue Duponte en otro tiempo. Ése era el Duponte que yo debía llevarme a América. De mi limitada relación con él no había podido deducir ninguno de sus talentos. Una tarde, durante una de nuestras caminatas, empezó a llover y convencí a Duponte para que compartiera conmigo un coche. Al cabo de un rato de circular por París en silencio, señaló un cementerio a través de la ventanilla de nuestro vehículo.

—Ahí —dijo—, al otro lado de la tapia, está el pequeño lugar de enterramiento de los suyos, señor Clark.

Observé una inscripción en francés según la cual aquél era un cementerio judío.

—Sí, es muy pequeño… —Hice una pausa, dejando en el aire mi afirmación. Pensé en lo que acababa de decirme y me volví hacia él, atónito—. ¡Monsieur Duponte!

—¿Sí?

—¿Qué acaba de decir? Sobre ese cementerio.

—Que en él reposa la gente de su fe o, quizá, parcialmente de su fe.

—Pero, monsieur, ¿qué le ha inducido a creer que yo soy judío? Nunca se lo he dicho.

—Ah, ¿no? —preguntó Duponte sorprendido.

—Bien, pues mi madre era judía —respondí sin aliento—. Mi padre, protestante, también falleció. Pero ¿cómo ha pensado eso?

Duponte advirtió que yo seguiría insistiendo en mi pregunta, y explicó:

—Cuando, hace unos días, pasamos cerca de una casa de vecindad en Montmartre, usted recordó que en ese lugar, según los periódicos, habían asesinado brutalmente a una muchacha. —En efecto, los artículos sobre el horrendo suceso habían abundado en los periódicos parisienses, que yo utilizaba para mejorar mi dominio del idioma. Duponte continuó—: Considerando que el sitio tenía algo de sagrado, por haber sido escenario de una muerte reciente, usted se llevó la mano al sombrero. Pero en lugar de descubrirse, como hace automáticamente un cristiano cuando entra en la iglesia, usted se aseguró de llevarlo bien encasquetado, como el judío en su sinagoga. Luego, en otro momento, lo manoseó, manifestando con ello sus tendencias contradictorias al respecto: si destocarse o calárselo más. Esto me hizo considerar que unas veces había acudido a los oficios en la iglesia y otras, en la sinagoga.

Había acertado. Mi madre no renunció a su herencia judía al casarse, pese a las presiones de toda mi familia paterna, y cuando estuvo terminada la sinagoga de la calle Lloyd, en Baltimore, me llevó allí.

Duponte volvió a caer en su acostumbrado silencio, y yo no exterioricé mi emoción. Había empezado a derribar las murallas de Duponte.

* * *

Traté de sonsacar a Duponte episodios de su pasado, pero en cada ocasión su rostro se ponía tenso. Desarrollamos una amistosa rutina. Todas las mañanas yo llamaba a su puerta. Si lo encontraba tendido en la cama leyendo el periódico, me invitaba a tomar café. Por lo general, Duponte no tardaba en anunciar que salía a dar un paseo, y yo le pedía permiso para acompañarlo, a lo cual asentía, pero como ignorando mi pregunta.

Hacía gala de una impenetrabilidad, de una invisibilidad moral, que despertaba mi curiosidad sobre cómo se comportaría en todas las posibles facetas de la vida: enamorado, en un duelo, qué alimento escogería en un establecimiento determinado… Ardía en deseos de conocer sus pensamientos y aspiraba a que él quisiera saber más de mí.

En ocasiones yo llevaba la conversación a un tema relacionado con mi propósito original, con la esperanza de despertar su interés. Por ejemplo, encontré una guía de Baltimore en uno de los puestos de libros de París y se la mostré.

—Como ve, dentro hay un mapa plegado, y aquí es donde Edgar Poe vivió en Baltimore cuando ganó su primer premio periodístico por un cuento titulado «Manuscrito hallado en una botella». Aquí es donde fue descubierto en estado de inconsciencia. Mire aquí, monsieur, ¡éste es, el lugar donde está enterrado!

—Monsieur Clark —dijo—. Me temo que estas cosas son de escaso interés para mí, como puede imaginar.

Ya ven cómo sucedió. Intenté todas las formas de aproximación para sacarlo de su inactivo letargo y de su insana vacuidad. Por ejemplo, un día caluroso en que Duponte y yo paseábamos por un puente que cruza el Sena, decidimos pagar doce sous cada uno en uno de los establecimientos flotantes del río para tomar un baño bajo un toldo. Nos zambullimos en el agua fría uno frente al otro. Duponte cerró los ojos y echó la cabeza atrás, y yo seguí su ejemplo. Nuestros cuerpos se mecían arriba y abajo con el alegre chapoteo de niños y jóvenes.

QUENTIN: Monsieur, sin duda usted conoce la importancia de los cuentos de Poe protagonizados por C. Auguste Dupin. Ha oído hablar de ellos. Se publicaron en revistas francesas.

DUPONTE (distraídamente, ¿pregunta o afirmación?): Sí, se publicaron.

Q.: Los logros de usted en materia de análisis se ajustan a las habilidades de ese personaje. ¡Eso debería decirle algo! Tales proezas implican los más intrincados triunfos de la razón, hasta el punto de parecer imposibles y milagrosos.

D.: Creo que no he leído nada de eso.

Q.: ¿Es que en su vida no lee literatura? ¿Cómo puede ser?

D.: Imagino que tiene poco interés para mí, monsieur.

¿Debería llevar este último comentario un signo de exclamación? Quizá un gramático podría responder a eso. Fue enunciado muy secamente, pero sin levantar la voz más de lo que lo haría el camarero de un restaurante repitiendo el encargo de su cliente.

Pocos días después se produjo un giro importante en mi relación con Duponte. Había estado paseando con él por el Jardin des Plantes, donde no solamente las plantas y árboles más hermosos lucían sus galas veraniegas, sino que alberga una de las mejores colecciones zoológicas de París. Después de que un túnel de nubes oscureciera los árboles, empezamos a caminar hacia la salida cuando un hombre corrió tras de nosotros. En tono de gran consternación, dijo, jadeando:

—Amables messieurs, ¿han visto a alguien con mi pastel?

—¿Pastel? —pregunté—. ¿Qué quiere usted decir, monsieur?

Explicó que había adquirido un pastel de semillas aromáticas a un vendedor callejero, un gusto que se permitía raramente, para gozar con él de un hermoso día soleado antes de que empezara a llover. El sujeto colocó amorosamente su pastel en el banco, junto a él, hasta que sintiera que su comida anterior ya había sido debidamente digerida. Sólo le dio la espalda un instante, para asegurarse de que su paraguas estaba allí, en el suelo, al darse cuenta de que venía una tormenta. Pero cuando se volvió, dispuesto a saborear por fin el dulce lujo que se había dado, éste se había desvanecido, ¡y no había un alma en los alrededores!

—Quizá se lo quitó un pájaro, monsieur —sugerí, en tono impaciente, mientras tiraba del brazo de Duponte—. Vámonos, monsieur Duponte, que está empezando a llover y no tenemos paraguas.

Nos alejamos de nuestro amigo que se había quedado sin su pastel, pero tras recorrer unos pasos Duponte se detuvo y llamó a aquel hombre desanimado.

—Monsieur —le dijo—, quédese donde está y es probable que su pastel vuelva a usted en un lapso de dos a siete minutos.

La voz de Duponte no revelaba alegría ni un particular interés en la materia.

—¡No me diga! —exclamó el interpelado, divertido.

—Sí, así lo creo —dijo Duponte, y echó a andar de nuevo.

—Pero… ¿cómo? —alcanzó a preguntar ahora el hombre.

También yo estaba pasmado ante la respuesta de Duponte, y él lo advirtió.

—¡Imbéciles! —dijo para sí.

—¿Qué? —replicó el hombre, ofendido.

Pardon, monsieur! —protesté también yo por el insulto.

Duponte lo ignoró.

—Demostraré mi conclusión —dijo.

Aguardamos. El hombre del pastel y yo, expectantes; Duponte, indiferente. Transcurridos unos tres minutos y medio, una regular sucesión de apresurados ruidos se dejó oír en las inmediaciones y —debo reconocerlo— desde la esquina llegó un pastel flotando en el aire ¡y pasó ante las mismísimas narices de su legítimo dueño!

—¡El pastel! —exclamé.

El dulce iba atado a una cuerda corta de la que tiraban dos niños que corrían a toda prisa por los jardines. El hombre dio caza al chico y rescató el pastel que le había robado. Luego se reunió con nosotros, corriendo.

—¡Es usted notable, monsieur! ¡Vaya, estaba completamente en lo cierto! Pero ¿cómo ha conseguido que yo recuperara mi pastel?

Por un momento, el hombre se quedó mirando a Duponte con aire de sospecha, como si hubiera estado envuelto en alguna conspiración. Agarró a mi compañero del brazo, y Duponte, comprendiendo que no lo dejaríamos en paz sin una explicación, no tardó en ofrecernos esta sencilla descripción de lo acontecido.

Entre los atractivos más populares de las colecciones naturales del Jardin des Plantes, había una exhibición de osos. Antes de que se nos acercara el hombre que perdió su pastel, Duponte había advertido que se acercaba la hora en que los osos despertaban de su sueño. Eso lo sabían también muchos aficionados a esos animales, y constituía un entretenimiento diario tratar de conseguir que los osos hicieran diversas bufonadas y treparan al palo dispuesto para ellos, empleando a menudo la estrategia de suspender algún trozo de comida mediante un cordel o una cuerda. Los vendedores situados a las puertas de los jardines vendían tanta cantidad de su mercancía para esa diversión como para alimento humano. Pero puesto que entre los amantes de los osos, y que se desplazaban desde muchos kilómetros de distancia para practicar aquel juego, había muchos niños, y dado que en su mayoría estos gamins no llevaban sous en sus bolsillos para adquirir aquellas exquisiteces, Duponte razonó que en cuanto el hombre se volvió para echar mano de su paraguas ante la inminencia de la lluvia, uno de aquellos muchachos había arramblado con el pastel cuando se dirigía a ver los osos. Como el banco era lo suficientemente alto de respaldo y el chico, bajo, cuando el hombre miró alrededor no vio a nadie en las inmediaciones, por lo que pensó que el origen del robo era algo fantástico.

—Muy bien. Pero ¿cómo supo usted que el pastel regresaría y precisamente a este lugar? —preguntó el hombre.

—Usted mismo pudo advertir —prosiguió Duponte, al parecer hablando más para sí que para cualquiera de nosotros dos— que al entrar en los jardines había un grupo de guardas más numeroso de lo habitual cerca de las atracciones zoológicas. Tal vez recuerde haber leído acerca de uno de los osos, Martin, que recientemente devoró a un soldado que se asomó demasiado y cayó en su recinto.

—¡Es verdad! Lo recuerdo —dijo el hombre.

—Sin duda esos guardas estaban apostados para evitar que los jóvenes y los niños se encaramen a los parapetos para acercarse más a esos monstruos.

—¡Sí! ¡Está usted en lo cierto, monsieur! —reconoció el hombre, boquiabierto.

—Entonces, había que deducir que si, en efecto, un chico se apoderó de su pastel, desistiría de su plan ante la presencia de aquellos guardas a los pocos minutos de despertarse los osos, y el ladronzuelo volvería atrás siguiendo el camino más directo, un camino que cruza el terreno donde nos hallamos ahora. Quiero decir en dirección a la jaula de los monos, a los que si se les ofrece un pedazo de tejido brillante o un trozo de comida, se dedican a perseguirse unos a otros de una forma, cabe presumir, casi tan divertida como ver a los osos trepar por el palo. Ninguna otra atracción popular, como los lobos o los papagayos, brindaría una actuación parecida por un pastel.

Tan encantado por esta explicación como si la hubiera dado él mismo, el hombre, agradecido, nos ofreció ahora, con gesto magnánimo, compartir su pastel, pese a haber pasado por las mugrientas manos del muchacho y haber quedado un poco chafado a causa de la lluvia. Decliné cortésmente el ofrecimiento, pero Duponte, tras un momento de duda, aceptó, se sentó con el hombre en un banco, y se puso a comer mientras el otro lo protegía con su paraguas.

Por la noche me reuní con aquel hombre en un atestado café cerca de mi hotel. Las luces brillantes del interior producían un efecto deslumbrador. Estaba jugando al dominó con un amigo, del que se despidió al verme entrar.

—Bien hecho, monsieur —dije, en tono alegre—. ¡Muy bien hecho!

Conocí a aquel hombre el día anterior en el mismo Jardin des Plantes. Era uno de los chiffonniers de París, cuya ocupación consistía en rebuscar entre los residuos domésticos. Utilizaban palos y cestos con gran habilidad para recuperar algo que remotamente pudiera tener algún valor. «Huesos, trozos de papel, de ropa blanca y de tejidos en general, fragmentos de hierro, cristales y loza, corchos de botellas de vino…», explicó. Aquellos hombres no eran vagabundos, sino que estaban registrados en la policía para ejercer su actividad.

Pregunté al individuo cuánto recogían cada día.

—Bajo el rey Felipe —dijo, refiriéndose al anterior monarca—, treinta sous al día. Pero ahora, con la República, sólo quince. —En un tono triste que rezumaba nostalgia de la monarquía, me explicó—. ¡Ahora la gente tira menos huesos y papel! Cuando no hay lujo, nosotros, los pobres, no podemos hacer nada.

Yo habría de recordar muy bien sus palabras en los meses siguientes.

Dado que, legalmente, sólo podía ejercer su oficio entre cinco y diez de la mañana y necesitaba dinero, pensé que podría avenirse al plan que yo había concebido. Le di instrucciones para que, cuando me viera paseando con mi compañero la tarde siguiente, se lamentara, de forma que pudiéramos oírlo, de la pérdida de algún objeto de valor y solicitara ayuda a Duponte. El cual podría ser inducido de este modo a tomar alguna pequeña iniciativa.

Ahora, en el café donde habíamos acordado encontrarnos, y como mi parte del trato, informé al camarero de que pagaría la comida que mi cómplice eligiera. ¡Y vaya comida! Pidió el tout ensemble de la casa: ¡poulet en fricassée, ragoût, coliflor, dulces, melones y queso cremoso! Como se usaba en Francia, cada nuevo plato aportaba su propio sabor, pues los franceses aborrecían la práctica americana de mezclar sabores: por ejemplo, verdura y salsas de carne en un solo plato. Yo gocé observando su festín, pues su actuación en los jardines me había complacido grandemente.

—Al principio no creí que lo del pastel sirviera —admití, dirigiéndome a él—. ¡Pensé que era una elección extraña! Pero se desempeñó usted muy bien con aquel chico.

—¡No, no, monsieur! —objetó—. Yo no tuve nada que ver con el chico. ¡El pastel me lo robaron de verdad!

—¿Qué quiere usted decir?

El chiffonnier contó que había previsto esconder su paraguas en algún lugar y decirle a Duponte que lo había perdido, a fin de cumplir nuestro acuerdo. Mientras andaba buscando un escondite para el paraguas cerca del banco, desapareció el pastel.

—¿Cómo supo él lo que había sucedido? —preguntó—. ¿Le dijo usted a su amigo que me vigilara todo el tiempo?

—¡Desde luego que no! —repliqué negando con la cabeza—. Quería comprobar si resolvía el misterio, y eso hubiera estropeado el experimento, ¿no es así?

El episodio sin duda lo impresionó.

—Es un tipo extraño. Bien, supongo que, como tenía hambre, obró en consecuencia.

Reflexioné sobre eso último antes de separarme de aquel hombre. Me había sentido demasiado emocionado por la prometedora actuación de Duponte para considerar por qué llevó a cabo su trabajo de análisis. Quizá a Duponte, que se había saltado la comida, desde el principio el pastel le despertó el hambre y por eso aprovechó la invitación.

Difícilmente podían acabar aquí mis intentos de provocar a Duponte para que renovara sus habilidades. Yo había traído de América las Obras en prosa de Edgar A. Poe. Señalé la primera página de «Los crímenes de la calle Morgue» y se lo dejé a Duponte con la esperanza de que captara su interés. Me alegré cuando pareció que todas mis tácticas estaban dando resultado. El primer indicio fiable del extraordinario cambio que yo iba apreciando en Duponte se manifestó una noche en que lo acompañé al Café Belge. Dos o tres veces por semana se sentaba en un banco, ignorando las partidas de billar y las charlas, cómodamente perdido entre el poco grato bullicio y los alborotos que lo rodeaban. Su mirada ya se había vuelto algo menos vacía.

Lo perdí de vista una vez dentro del pequeño y estrecho café de la rue Dauphine. Los espejos que se alineaban en las paredes exageraban la confusión del público. Allí era donde se congregaban para sus partidas los mejores jugadores de la ciudad. Había un pícaro de quien se decía que aventajaba a los demás jugadores. Todo él era intensamente rojo: el pelo, las cejas y la piel irritada y pecosa. Casi siempre jugaba solo, supongo que debido a su gran superioridad sobre los demás, que sólo acudían a pasar el rato y a divertirse. Se animaba a sí mismo dando gritos cada vez que lograba una buena jugada, y blasfemaba como un desalmado cuando la fallaba.

En la ciudad, el Café Belge era el único con billares que permitía jugar a las mujeres, aunque —y esto sorprenderá a muchos que no hayan visitado París— no era el único que permitía fumar cigarrillos a las damas. La verdad es que el americano no avisado podría palidecer con sólo pasar frente a muchas de las ilustraciones exhibidas en los escaparates de las tiendas de grabados; o tras presenciar escenas de actividades maternales, que normalmente quedan confinadas al cuarto de los niños, desplegadas ante la vista de todos en mitad de los jardines de las Tullerías.

Mientras yo buscaba a Duponte, una señorita colocó su mano sobre la mía.

—Monsieur, ¿desea usted jugar al billar con nosotras?

—¿Mademoiselle?

Señaló a las otras tres ninfas sentadas a su mesa.

—Supongo que desea jugar. Venga, aquí tiene un taco. ¿Es usted inglés?

Me empujó hasta la mesa.

—No se inquiete. Nadie juega por dinero en París, ¡sólo por la bebida!

—Como ve, no estoy casado —le dije lo más quedo posible, inclinándome.

Me había enterado de que en Francia las mujeres solteras no debían ser vistas en compañía de hombres también solteros sin que su reputación corriera grave riesgo. Como contrapartida, las casadas podían mostrarse haciendo lo que les viniera en gana.

—Ah, pues muy bien —me tranquilizó la damisela en un tono más alto que un susurro y expulsando humo—. Yo también, ¿sabe?

Ella y sus compañeras se echaron a reír, y su francés se hizo demasiado rápido para que yo pudiera seguirlo. Luché por abrirme paso y cruzar la sala, tropezando con los codos de algunos hombres que rodeaban las mesas de billar.

Al cabo de unos momentos, me fijé en otra joven que permanecía de pie, apartada de las demás. Aunque parecía de la misma clase modesta, poseía una elegancia de la que carecían sus iguales en aquel café. Y desconocida, en tal sentido, para las «bellezas sin rival» que desfilaban por la calle Baltimore. Más baja que yo, sus ojos hundidos casi parecían prever mi recorrido por el café. Llevaba un cesto con flores y se mantenía tranquilamente de pie. Un hombre levantó la mano, ella se acercó, y el hombre depositó una o dos monedas de cobre en el cesto.

Mientras yo rebuscaba en mis bolsillos una moneda para aportarla a aquella encantadora visión, choqué con la mesa próxima, empujando a un jugador en el momento en que golpeaba la bola.

—¿Qué demonios…?

Era el pícaro pelirrojo. El mejor jugador del café o, quizá, de París, según quien lo dijera. De pie cerca de él había una hermosa mujer pálida que lo consolaba acariciándole el brazo.

Las ninfas de antes me señalaron y emitieron unas risitas forzadas.

—¡Monsieur es inglés! —repetían.

—Ha echado a perder mi jugada —dijo el pelirrojo—. ¡Le voy a partir el cráneo! Vuélvase a Inglaterra.

—En realidad yo vengo de América, monsieur. Acepte mis excusas.

—O sea que es un yanqui. ¿Cree acaso que está en territorio salvaje, con los indios? ¿A qué ha venido aquí a molestar?

Me dio varios empujones que casi me hicieron caer hacia atrás, pero logré recuperar el equilibrio no sin dificultades. En algún lugar en medio de aquel desafío —allí o en momentos posteriores más calamitosos— desapareció mi sombrero. Vino otro empujón, perdí el equilibrio, di contra la mesa y me vi caer al suelo en los espejos del café.

En mi siguiente fragmento de memoria, yo estaba tendido en el suelo. Pensé que era mejor permanecer en posición baja, mirando hacia arriba, donde el humo viejo de los cigarrillos se recogía apaciblemente y se multiplicaba hasta el infinito en los espejos, como una niebla rolando sobre el océano.

Un par de brazos surgió de entre la cubierta de humo y me alzó hasta ponerme de pie. La sala parecía más calurosa, ruidosa y reducida que antes. Las voces y las carcajadas flotaban al fondo, aunque parte de la estridencia iba dirigida a una de las ninfas, que ahora estaba subida a una mesa y producía con sus ágiles movimientos un efecto fantástico de luz; pero aquellas voces aún envalentonaron más al Pícaro Pelirrojo. Su húmeda boca compuso una empalagosa sonrisa dirigida a mi rostro.

Su respiración era jadeante.

—La mejor partida de mi vida —dijo en tono amenazador.

O, al menos, cualquier cosa que estuviera diciendo delataba un tono amenazador, aunque no puedo estar seguro de las palabras que empleó, pues, naturalmente, hablaba en francés y, por el momento, esa lengua casi era un recuerdo para mí. Esperaba que la elegante muchacha que fumaba en el rincón no estuviera mirando.

Entonces una voz llegó desde detrás de mí.

—Monsieur, por favor.

El pícaro levantó la vista.

—Le desafío a una partida de billar, monsieur —dijo la misma voz a mi espalda—. Y apostamos la cantidad que usted fije.

El Pícaro Pelirrojo pareció olvidarme por completo y apartó a su chica, que miraba ansiosamente en derredor y le daba en el codo.

—¿En mi mesa? —preguntó el pícaro, señalando la mesa de billar donde habíamos chocado.

—Ninguna otra sería tan adecuada —replicó Duponte, al tiempo que hacía una impecable inclinación.

Se fijó una cantidad de dinero. La escena atrajo con rapidez una concurrencia, no sólo porque un jugador desconocido había osado medirse con el campeón, sino porque había dinero de por medio, no las acostumbradas bebidas, y en una cantidad significativa.

Por si aquél era un segundo Duponte, miré a mi alrededor para asegurarme de que no se trataba de otro. Aunque muy aliviado porque de pronto me había librado de resultar herido, al instante comprendí el error de Duponte. En primer lugar, por mis observaciones, sabía que Duponte no tenía dinero. En segundo lugar, estaba la cuestión del talento de aquel sujeto para jugar al billar. Como para recordarme esto último, uno de los asistentes que se hallaban detrás de mí le susurró a su amigo: «El Pícaro Pelirrojo es uno de los mejores jugadores de París». Sólo que utilizó el verdadero nombre del personaje, el cual, debido a la confusión, ya no recuerdo.

El Pícaro Pelirrojo arrojó su dinero en una silla. Duponte estaba ocupado eligiendo su taco.

—¿Monsieur? —le urgió el pícaro, golpeando tres veces la silla.

—El dinero es mi recompensa —aclaró Duponte—. No la suya.

—Y entonces, ¿qué pasará si gano? —dijo a gritos su oponente, cuyo rostro sonrosado se estaba poniendo escarlata.

Duponte alargó una mano hacia mí.

—Si gana usted nuestra partida sin ningún contratiempo, puede reanudar libremente su asunto pendiente con este caballero.

Para mi desesperación, el pícaro se volvió hacia mí y pareció saborear la bárbara licencia que le aportaría una victoria. Incluso brindó a Duponte el honor de iniciar la partida. Traté desesperadamente de pensar si en los cuentos de Poe se mencionaba la habilidad del héroe analista como jugador de billar. Pero sucedía al revés: Dupin sentía desagrado por los juegos matemáticos como el ajedrez, y se pronunciaba por la superioridad de pasatiempos sencillos para poner de manifiesto sus auténticas habilidades de raciocinación.

Duponte abrió la partida con un golpe pésimo que arrancó risas a varios de los presentes.

El Pícaro Pelirrojo permaneció perfectamente serio, incluso mantuvo un gesto elegante, mientras golpeaba la bola con facilidad una y otra vez. Si yo había echado a perder su mejor partida, sin duda aquélla era la segunda mejor. Mantuve la esperanza de que Duponte no tardaría en mejorar de un momento a otro su habilidad, o bien revelar que su ineptitud era un truco. Pero no fue así: empeoró. Y sólo le quedaban al Pícaro Pelirrojo tres o tal vez cuatro turnos antes de que la partida concluyera con ventaja para él. Yo rebuscaba en mis bolsillos, con la idea de aportar mi parte de la apuesta en efectivo, pero sólo llevaba conmigo unos pocos francos.

Lo más notable era que, en aquella situación, Duponte no perdía en absoluto la compostura. Con cada jugada malograda, su expresión permanecía perfectamente tranquila y confiada. Esto fue alterando cada vez más a su oponente, aunque ello no afectó en lo más mínimo su excelente juego. Una de las recompensas del triunfo consiste en presenciar la desmoralización del vencido. Y Duponte se negaba a adecuarse a eso. Creo que el Pícaro Pelirrojo llegó a refrenar su propia victoria a fin de provocar la esperada humillación.

Por último, el villano retornó a la mesa con rapidez renovada y dirigió a Duponte un relámpago de ira en la mirada.

—Y esto es el fin —dijo, y a continuación me dedicó a mí una mirada en la que bullía el odio.

—¿Sí? Pues muy bien —replicó Duponte, para mi horror, encogiéndose de hombros.

Embargado por el temor, al principio ni siquiera oí la conmoción que se produjo en la puerta de la calle. De hecho, no atrajo mi atención hasta que varias personas señalaron hacia allí. Acto seguido irrumpió un hombre con una híspida barba roja y que, aparte de esa barba y una estatura muy superior, se asemejaba al Pícaro Pelirrojo. Vi que el rostro codicioso y rubicundo del pícaro palidecía patéticamente y comprendí que algo iba mal. Había recuperado lo suficiente mi francés como para enterarme de que el Pícaro Pelirrojo, según el furibundo recién llegado, había hecho objeto de su pasión romántica a la amante de aquel hombre, la muchacha que permanecía de pie, nerviosa, junto a la mesa. Ahora le gritaba al sujeto corpulento que la perdonara, y el Pícaro Pelirrojo huyó a la calle.

Duponte ya había recogido el dinero de la silla y se disponía a marcharse, a la vez que yo recuperaba la compostura.

Si gana usted nuestra partida sin ningún contratiempo… Esas palabras me rondaban la cabeza. Contratiempo. Él sabía —desde el comienzo— cómo iban a desarrollarse los acontecimientos. Seguí a Duponte a la calle.

—¡Monsieur, podían haberme matado! ¡Usted nunca hubiera podido ganar la partida!

—¡Desde luego que no!

—¿Cómo sabía usted que aquel hombre iba a presentarse?

—Yo no lo sabía. La chica que iba del brazo del Pícaro Pelirrojo estaba mirando a cada momento por la ventana, pero, si se la observaba, manteniéndose apartada de la vista de los de fuera. Además, no se limitaba a agarrar del brazo al pelirrojo, sino que se lo estrujaba, como para protegerlo, y tras mi desafío le rogó que se marcharan, y desde luego no porque creyera a alguien capaz de derrotarlo en ese juego infantil. Ella sabía (porque lo encontró antes poseído por la ira, o quizá porque se dejó olvidada una carta del Pícaro Pelirrojo en el tocador) que su otro amante la andaba buscando. Yo me limité a observarla, y conté con que él no tardaría en llegar. Cuando otro ya sabe una cosa, no suele hacer falta descubrirla uno mismo. No había de qué preocuparse.

—Pero ¿qué hubiera pasado en caso de presentarse cuando usted ya hubiera perdido la partida?

—Observo que es usted muy susceptible.

—¿Acaso él no hubiera hecho alguna barbaridad conmigo?

Tras una pausa, Duponte admitió:

—Convengo en que hubiera sido muy penoso para usted, monsieur. Debemos felicitarnos de que se haya evitado.

Una mañana, poco después, mi llamada a la puerta de Duponte no obtuvo respuesta. Accioné el pomo y la encontré abierta. Entré, creyendo que no me había oído, y lo llamé.

—¿Damos hoy un paseo, monsieur?

Me detuve y dirigí una mirada en derredor. Duponte estaba encorvado sobre su cama como si estuviera rezando, con la mano sosteniéndose la frente como un caballete. Al acercarme pude ver que estaba leyendo, sumido en una concentración asombrosa.

—¿Qué ha hecho usted? —me preguntó.

Retrocedí y dije:

—Sólo he venido a verlo, monsieur. Pensé que quizá un paseo junto al Sena hoy resultaría agradable. ¡O a las Tullerías, a ver los castaños de Indias!

Sus ojos se clavaron fijamente en los míos, y el efecto que me produjeron fue turbador.

—Ya le expliqué, monsieur Clark, que no me dedico a esos pasatiempos que usted imagina. No parece haber entendido mis simples declaraciones al respecto. Usted persiste en confundir su literatura con mi realidad. Ahora me hará un favor si me deja solo.

—Pero monsieur Duponte…, por favor…

Sólo entonces pude ver lo que había estado leyendo con tanta atención: «Los crímenes de la calle Morgue». El libro que le había dejado. Luego me tomó del brazo, me empujó al vestíbulo y cerró la puerta. Mi corazón se aceleró.

En el vestíbulo, pegué el ojo al resquicio de la puerta. Duponte estaba sentado en la cama. Su silueta era sorprendentemente expresiva mientras continuaba la lectura. A cada página que volvía, su poesía mejoraba y la sombra de su figura parecía henchirse.

Aguardé unos momentos en un silencio desconcertado. Luego llamé ligeramente y traté de hacerle entrar en razón.

Llamé más fuerte hasta que aporreé la puerta, y a continuación accioné el pomo hasta que apareció el portero y me apartó, amenazándome con llamar a la policía. Monsieur Montor, allá en Washington, me había advertido de que bajo ninguna circunstancia permitiera que la policía me encontrara metido en un alboroto. «Los agentes no son en absoluto como la policía de aquí, de América —dijo—, cuando se ponen en contra de alguien… ¡Bueno!».

Por el momento me rendí, y dejé que el portero me condujera escalera abajo.

* * *

Hablar a través de cerraduras y ventanas, golpear la puerta, empujar notas dentro del apartamento… fueron las actividades de los largos y dolorosos días que siguieron. Seguía a Duponte cuando paseaba por París, pero él me ignoraba. Una vez, cuando seguí sus pasos hasta la puerta de su alojamiento, Duponte se detuvo en el vestíbulo y dijo:

—No vuelvan a permitir la entrada a este joven e impertinente caballero.

Aunque me miraba a mí, se dirigía al portero. Duponte se volvió y siguió su camino escalera arriba.

Averigüé cuándo solía ausentarse el portero, y me enteré de que su mujer aceptaba dejarme pasar sin preguntarme nada a cambio de unos pocos sous. «No hay tiempo que perder», le escribí a Duponte en una de mis notas, que no eran leídas. Las deslizaba bajo su puerta, e invariablemente regresaban al vestíbulo por el mismo camino.

Por este tiempo llegó otra carta de Peter. Su tono había mejorado notablemente, me urgía a regresar de inmediato a Baltimore, y me informaba de que sería bienvenido una vez concluidas mis locas correrías. Incluso enviaba una carta de crédito por una generosa cantidad de dinero contra un banco francés, a fin de que pudiera arreglar mi viaje de vuelta sin dilación. Se la devolví directamente, claro está, y le contesté que llevaría a cabo lo que había venido a hacer. A la larga, tendría éxito en mi propósito de liberar a Poe de aquellos que se propusieron destruirlo, y honraría el nombre de nuestro despacho de abogados cuando cumpliera el compromiso adquirido.

Peter respondió a su vez que ahora estaba considerando muy seriamente viajar a París para dar conmigo y llevarme de regreso, aunque tuviera que arrastrarme con las dos manos.

Yo seguía coleccionando artículos sobre la muerte de Poe, que tomaba de las salas de lectura de los establecimientos que recibían periódicos americanos. En términos generales, las descripciones que de Poe hacía la prensa empeoraban. Los moralistas lo utilizaban como ejemplo para compensar la lenidad mostrada en el pasado hacia hombres de genio a los que se exaltó después de su muerte, pese a sus «vidas disolutas». Se perpetró una nueva vileza cuando un implacable escritorzuelo, un tal Rufus Griswold, con el fin de sacar beneficio de este sentimiento público, publicó una biografía que rebosaba malevolencia, difamación y odio hacia el poeta. La reputación de Poe se hundió hasta quedar completamente enfangada.

De forma ocasional, en medio de la demencial torpeza con que se pretendía diseccionar a Poe, surgía algún detalle que iluminaba sus semanas finales. Por ejemplo, resultaba que había previsto trasladarse a Filadelfia muy poco antes de que fuera descubierto en el hotel Ryan’s de Baltimore. Iba a recibir cien dólares por redactar un libro de poemas para una tal señora St. Leon Loud. Pero esta información no escapaba a la habitual tergiversación de la prensa, de modo que no se sabía si Poe fue o no a Filadelfia.

No menos extraña era la carta mostrada a la prensa por Maria Clemm, la que fuera suegra de Poe, y que él le remitió inmediatamente antes de abandonar Richmond. Le comunicaba sus planes en relación con Filadelfia. Fue la última carta de Poe a su querida protectora. «Sigo sin estar en condiciones de mandarte un solo dólar, pero no te desanimes, pues espero que nuestras tribulaciones acaben pronto —rezaba la tierna carta que Poe le dirigió—. Temo que tu carta no me llegue, así que no pongas mi nombre y dirígela al señor E. S. T. Grey. Que Dios te bendiga y te proteja, querida Muddy». La firmaba «Tuyo, Eddy».

¿El señor E. S. T. Grey? ¿Por qué Poe utilizaba un nombre falso las semanas anteriores a su muerte? ¿Por qué tenía tanto miedo de que la carta de Muddy no le llegara estando él en Filadelfia? ¡E. S. T. Grey! Los periódicos que publicaron la información casi parecían reírse de la aparente locura que aquello revelaba.

Mis investigaciones parecían más urgentes que nunca, pero yo estaba en París y Duponte ni siquiera quería hablarme.