4

Esto era lo que yo había imaginado: conversación con Brooks, tal vez un té. Él me hablaría de la visita de Poe a Baltimore y me detallaría los propósitos y los planes del poeta. Me revelaría el interés de Poe por encontrar a un tal señor Reynolds para alguna finalidad urgente. Quizá, incluso, Poe me habría mencionado a mí, el abogado que accedió a proteger la nueva revista. Brooks me ofrecería todos los detalles del fallecimiento de Poe que yo, ingenuamente, había sabido que Neilson Poe iba a proporcionarle. Yo comunicaría el relato de Brooks a los periódicos, cuyos reporteros corregirían a regañadientes la displicente información publicada tras su muerte…

Aquél era el encuentro para el que me había preparado desde que por primera vez oí el nombre de Brooks.

En lugar de todo eso, en el número 270 de Fayette la única persona a la vista era un negro libre, solitario y decidido, desmontando una pieza carbonizada y rota de la armadura de madera de la casa…

Me detuve ante la dirección del doctor Brooks y quise de nuevo que aquél fuera el número equivocado. Debí haber llevado conmigo la guía de la ciudad para asegurarme de que se trataba del lugar adecuado, aunque había escrito la dirección en dos trocitos de papel ahora en bolsillos distintos del chaleco. Busqué en un bolsillo…

Dr. Nathan C. Brooks. Calle Fayette, 270.

Luego saqué del bolsillo el otro:

Dr. N. C. Brooks, Fayette, 270.

Aquélla había sido la casa. Sin duda.

El persistente olor de la madera quemada y húmeda me provocó un acceso de tos. El suelo del interior parecía enteramente cubierto de fragmentos de vajilla y de jirones chamuscados de tapicerías. Era como si se hubiera abierto una sima y hubiera engullido toda vida que se encontrara allí.

—¿Qué ha pasado aquí? —pregunté, cuando recuperé el aliento.

—¡Hay que ver! —repetía para sí el carpintero, que me dijo luego—: Gracias a Dios, los bomberos evitaron que fuera a más. Si el señor Brooks no hubiera contratado a un hombre incompetente y sin el chaparrón que cayó, la reconstrucción estaría concluida hace tiempo, y espléndidamente.

El operario me contó que el incendio se había producido unas tres semanas antes. Me apresuré a comparar mentalmente las fechas y me di cuenta, con sorpresa, de lo que significaba aquello. El fuego se había declarado precisamente alrededor de los días… de los mismos días en que Edgar Poe llegó a Baltimore y buscó la casa del doctor Brooks.

—¿De qué quiere usted informar?

—Ya le he preguntado si podría usted llamar al oficial. A él le daré todos los detalles.

Me encontraba de pie, en la comisaría de policía del Distrito Medio.

Tras diversos intercambios de palabras similares a ése, el policía del registro volvió de la estancia contigua con un oficial de mirada sagaz. Toda mi urgencia de que se hiciera algo había renacido con fuerza, pero en un sentido por completo diferente. Mientras permanecía frente al oficial de policía y narraba los acontecimientos de las últimas semanas, sentí una oleada de alivio. Después de lo que había visto en casa de Brooks, después de respirar los últimos vestigios de la destrucción, contemplar las ventanas ahora vacías y sin vida, y los troncos chamuscados de alrededor, supe que aquello me había superado.

El oficial examinaba con expresión ambivalente los recortes de periódico que le alargué, mientras le explicaba los datos que la prensa había confundido o malinterpretado.

—Señor Clark, no sé qué puede hacerse. Si hubiera alguna razón para creer que en relación con esto se ha cometido algún acto punible…

Presioné el hombro del oficial como si acabara de encontrar a un amigo perdido.

—¿Así lo cree?

Echó otro breve vistazo.

—Si se cometió un acto punible —dije, repitiendo sus palabras— precisamente la pregunta para la que usted debería hallar una respuesta, mi buen oficial. ¡Precisamente eso! Escúcheme. Lo encontraron vistiendo ropas que no le iban. Gritaba llamando a un tal Reynolds. No sé de quién podría tratarse. La casa a la que se dirigía cuando llegó quedó destruida por un incendio, quizá a la misma hora de su llegada. Y creo que un hombre, al que nunca había visto antes, trató de asustarme para que desistiera de investigar estos asuntos. ¡Oficial, este misterio no debe quedar un minuto más sin resolverse!

—Este artículo —dijo, volviendo al recorte de periódico— dice que Poe era escritor.

¡Aquello era un principio!

—Es mi autor favorito. De hecho, si es usted lector de revistas, apostaría a que conoce su obra literaria.

Enumeré algunas de las colaboraciones más conocidas de Poe en revistas: «Los crímenes de la calle Morgue», «El misterio de Marie Rogêt», «La carta robada», «Tú eres el hombre», «El escarabajo de oro»… Pensé que el argumento de estos relatos de misterio, que tratan de delitos y asesinatos, podría tener especial interés para un oficial de policía.

—¿Ése era su nombre? —El policía del registro que me había saludado al entrar me interrumpió mientras yo recitaba mi lista—. ¿Poe?

Poe —confirmé, probablemente con excesiva aspereza.

El fenómeno siempre me había molestado. Muchos de los relatos y poemas de Poe alcanzaron gran fama, pero consiguieron privar al escritor de celebridad personal, oscureciéndolo a él. ¿A cuántas personas había conocido yo que podían recitar orgullosamente «El cuervo» entero, más algunos de los versos populares que lo parodiaban («El pavo», por ejemplo), pero eran incapaces de nombrar al autor? Poe atraía lectores que disfrutaban de él pero se negaban a admirarlo; era como si sus obras lo hubieran engullido por completo.

El policía del registro repetía la palabra «Poe», riendo como si el mismo nombre encerrara un gran chiste subido de tono.

—Usted ha leído algo de eso, oficial White. Aquella historia —dijo, dirigiéndose en tono de camaradería a su superior— en la que los cadáveres se encuentran ensangrentados y mutilados en una habitación cerrada, la torpe policía de París no puede sacar nada en claro y, ¡lo que menos se imagina, la cosa acaba con que el autor es un maldito mono que se le ha escapado a un marino! ¡Imagínese!

Como si fuera parte de la propia narración, el policía del registro adoptaba ahora la postura de un simio, con los brazos colgantes.

El oficial White frunció el ceño.

—Hay un tipo gracioso, un francés —continuó el otro policía—, que considera las cosas con toda la racionalidad de su magín, y que averigua en seguida toda la verdad.

—¡Sí, monsieur Dupin! —precisé.

—Ahora recuerdo la historia —dijo White—. Le diré una cosa, señor Clark. Usted no puede basarse en el lenguaje confuso de esas historias ni para atrapar al más vulgar de los ladrones de Baltimore.

El oficial White remató su comentario con una risotada vulgar. El policía del registro, al principio indeciso, imitó el ejemplo de su jefe en un tono más elevado, de modo que había allí dos hombres riéndose ante mí, que permanecía en pie y era el instigador de todo aquello, sombrío como un sepulturero en plena guerra.

Yo abrigaba escasas dudas de que había un número infinito de iniciativas que aquellos policías podían haber aprendido, o tratado de aprender, de los cuentos de Poe. Por supuesto, el prefecto de policía a quien Dupin deja en evidencia en los relatos tenía más aptitudes que mis ocasionales compañeros para comprender aquello que se clasifica como misterioso, inexplicable e inconfesable.

—¿Coinciden con usted los periódicos en que hay algo más que averiguar?

—Todavía no. He presionado a los redactores y continuaré utilizando mi influencia en ese sentido —prometí.

El oficial White me formuló más preguntas sobre cómo se me había hecho la advertencia. Sus ojos vagaron escépticamente mientras yo entraba en más detalles. Pero él seguía rumiando sobre nuestra conversación y, para mi sorpresa, convino en que era un asunto que la policía debía investigar. Me aconsejó que, mientras tanto, yo lo olvidara y no hablara de ello con nadie más.

Después de este episodio, durante varios días no ocurrió nada de particular. Peter y yo prosperamos gracias a algunos clientes importantes que recientemente habían recurrido a nuestros servicios. Vi a Hattie en una cena o en la calle Baltimore, dando un paseo del brazo de su tía, intercambiamos noticias y yo me sentí beatíficamente perdido en su serena voz. Un buen día recibí un mensaje del oficial White, pidiéndome que fuera a verlo cuando me viniera bien. De inmediato volvió a invadirme la inquietud. Me apresuré a la comisaría a decirle siquiera a Peter que me ausentaba.

El oficial White me saludó en seguida. De su mueca crispada deduje que parecía ansioso por decirme algo. Le pregunté si había hecho progresos.

—Oh, sí, muchos. ¡Sí, yo diría que «progresos»!

Buscó en un cajón y me alargó los recortes de periódico que yo le había dejado.

—Pero, oficial, usted podría necesitar ese material para su investigación.

—No habrá tal investigación, señor Clark —dijo en tono concluyente, mientras se acomodaba en su silla, echando fuego por los ojos.

Sólo entonces me di cuenta de que otro hombre se hallaba de pie a poca distancia, recogiendo su sombrero y su bastón de una mesa. Me daba la espalda, pero luego se volvió.

—Señor Clark —me saludó el hombre tranquilamente, tras un lento parpadeo, como si hiciera un esfuerzo por recordar mi nombre.

—He llamado al primo del señor Poe en relación con este asunto —dijo el oficial White, dirigiendo un gesto obsequioso a su invitado—. Le conocemos a través de la policía judicial y lo tenemos por uno de nuestros ciudadanos mejor considerados. Era primo del difunto. Ustedes, caballeros, parece que ya se conocían. El señor Poe ha tenido la amabilidad de tratar conmigo de sus preocupaciones, señor Clark. —Cuando el oficial White continuó, yo ya sabía qué iba a venir después—. El señor Poe cree innecesaria una investigación. Se muestra completamente conforme con lo que se sabe acerca de la prematura muerte de su primo.

—¡Pero, señor Poe —repliqué—, usted mismo dijo que no era capaz de averiguar qué le había ocurrido a Edgar Poe en sus últimos días! ¡Reconozca que eso encierra un gran misterio!

Neilson Poe estaba ocupado cubriéndose con una capa. Mientras lo miraba, pensé con gran claridad en todo aquello de lo que yo había sido testigo en relación con él, en su comportamiento y en su trato con su primo. «Me temo que no puedo decir nada más sobre el final», me dijo en su despacho. Pero ahora, consideraba yo, ¿daba a entender que no sabía nada más o que no me diría nada más?

Me incliné para acercarme a donde se sentaba el oficial White, para confiarme a él.

—Oficial, usted no puede… ¡Neilson cree que Edgar Poe está mejor muerto que vivo!

Pero el oficial White me cortó en seco.

—Y el señor Herring también está de acuerdo con el señor Poe. Quizá usted lo conozca…, el comerciante de maderas de construcción. Es otro de los primos del señor Poe, y fue el primer pariente que se presentó en el colegio electoral del Distrito Cuarto, instalado en el hotel Ryan’s, el día en que el señor Poe fue encontrado allí en estado de delirio.

Henry Herring se hallaba en la puerta de la comisaría, aguardando a Neilson Poe. A la mención de su temprana presencia cuando Edgar Poe fue descubierto, Herring respondió bajando la mirada. Herring era de complexión más robusta y de estatura más aventajada que Neilson, y ofrecía una expresión severa. Me estrechó la mano con gesto ceremonioso, pero sin el más mínimo interés por mí. Lo reconocí en seguida como otro de los cuatro asistentes al mínimamente concurrido entierro de Poe.

—Dejemos reposar a los muertos —me dijo Neilson Poe—. Su interés me sorprende, lo encuentro… algo peculiar, señor Clark, y también morboso. Quizá usted se parezca a mi primo en algo más que en la caligrafía.

Neilson Poe nos dirigió unas tranquilas buenas tardes y salió con paso vivo.

—Paz para sus cenizas —dijo Henry Herring en tono solemne, y luego se reunió con Neilson frente al edificio.

—En todo caso ya tenemos bastantes problemas que nos preocupan, señor Clark —empezó a decir el oficial White una vez se hubieron marchado los parientes de Poe—. Están los vagabundos, los noctámbulos y los extranjeros que merodean, corrompen, roban nuestros almacenes y desmoralizan a los buenos chicos cada vez más a medida que la ciudad crece. No tenemos tiempo para asuntos menores.

El discurso del oficial continuó, y mientras hablaba interminablemente, dirigí una mirada nerviosa por la ventana. Mis ojos siguieron a Neilson Poe y a Henry Herring hasta un carruaje. Cuando se abrió la portezuela, vi a una mujer pequeña pero proporcionada aguardando en el interior. Neilson Poe montó y se colocó al lado de pila. Sólo necesité un momento para advertir que su aspecto me resultaba misteriosamente familiar. En otro momento, recordé, con un escalofrío que me llegó a los huesos, dónde la había visto o, más bien, dónde había visto a una mujer parecida a ella. Era casi una doble, una gemela del joven amor fenecido de Edgar Poe, Virginia. Por lo que a mí respecta, ella era Virginia, ¡la querida Sissy de Poe!

Recordando el semblante de Sissy Poe, captado a las pocas horas días su muerte, se grabaron en mi mente algunos versos del propio Edgar Poe.

Ella, la bella y bien plantada, que ahora yace profundamente,

con la vida en la dorada cabellera, pero no en los ojos.

La vida todavía allí, en la cabellera; la muerte en los ojos.

Pero ¡alto! No puedo creerlo. En la descripción de la hermosa muchacha llamada Lenore en su lecho de muerte —«que ahora yace profundamente»—, Poe emplea las mismas dos palabras finales de advertencia del fantasma. No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propalando ruines mentiras. ¡Después de todo, la advertencia había tenido que ver con Poe! ¡Ruines mentiras[4]!

Me asomé a la ventana y observé cómo el carruaje desaparecía sin más.

El oficial White suspiró.

—Admita usted, señor Clark, que aquí no hay nada más que hacer. ¡Le ruego que olvide esas preocupaciones! Al parecer se siente usted inclinado a atribuir algo especial a sucesos de lo más corriente. ¿Está usted casado, señor Clark?

Ante esta pregunta mi atención volvió a centrarse en el oficial. Dudé.

—Me casaré pronto.

Rompió a reír, como quien sabe de qué va el asunto.

—Bueno. Tendrá mucho de qué ocuparse sin necesidad de pensar en este desdichado caso; de lo contrario, su enamorada acabará rompiendo el compromiso.

Si la página en blanco que tenía ante mí reflejara cabalmente mis sentimientos, describiría el desaliento que se apoderó de mí tras aquel episodio. Permanecía sentado ante la ventana empañada por la niebla, observando el ordenado éxodo del personal que salía de las oficinas situadas alrededor de la nuestra. Continué allí cuando Peter ya se había ido. Debía haberme sentido a gusto. Hice cuanto pude. Incluso hablar con la policía. No me quedaba más por intentar. Un manto de rutina parecía extenderse ante mí.

Los días transcurrían así. Caí en un estado de ennui, extremo hasta la desesperación que ninguna de las amenidades sociales era capaz de aliviar. Entonces llamaron a la puerta y me entregaron una carta. Se trataba de un mensajero enviado por el ateneo, donde el empleado de la sala de lectura, al no verme durante algún tiempo, decidió mandarme unos recortes de periódicos que habían llegado a sus manos. Recortes de varios años antes, entre los que destacaban algunos que aludían a Poe, y el empleado, recordando sin duda mis indagaciones, pensó remitírmelos acompañados de una carta.

Uno de los recortes reclamó toda mi atención.

Piensen en ello.

Había estado allí todo el tiempo.