Pronto llegó el día de comparecer en el estrado de los testigos y explicar toda la «verdad» sobre la muerte de Poe. La finalidad era aportar pruebas convincentes de que las acciones alegadas como ilusorias y fantásticas fueron, en realidad, fructíferas, racionales y eminentemente normales por mi parte. Peter trabajó incansablemente para ayudarme a lo largo del proceso, en particular en lo tocante a aquellos puntos, y al final estuvimos de acuerdo incluso con nuestros adversarios legales en que prevalecería el juicio del pueblo. El abogado de la parte contraria tenía una voz leonina que rugía al jurado como para someterlo. Peter dijo que mi presentación de la muerte de Poe sería necesaria para conseguir la victoria.
Hattie, su tía y miembros adicionales de la familia Blum llegaban todos los días a la sala. Estaban perplejos ante la insistencia de Peter en trabajar en mi defensa («¡y eso después del comportamiento del joven Clark!»), pero apoyaron respetuosamente al hombre que esperaban se casara con su Hattie. Yo pensaba que acudían también para contemplar mi deshonra y mi hundimiento financiero. Hattie y yo pudimos intercambiar unas palabras en privado a intervalos, pero nunca por mucho rato. Cada vez, el ojo de su tía nos encontraba, y cada vez ella ideaba nuevas técnicas para impedir toda relación.
El testimonio de aquella mañana despertó gran expectativa entre nuestra sociedad. La sala de audiencia estaba mucho más concurrida que de costumbre. En concreto, yo iba a demostrar que todo aquello fue un intento de buscar respuestas a un misterio relativo a la muerte de Poe, mostrando la realidad de esta pretensión: responder a los propios misterios. Algunas noches soñaba con ello. En los sueños, pensaba que podía ver la figura literaria de C. Auguste Dupin —que presentaba un parecido muy preciso, aunque no de manera uniforme, con Auguste Duponte— y podía oírle dictar cada detalle. Pero cuando desperté no conseguí llegar a conclusión alguna, no logré recrear ninguna raciocinación, y tan sólo pude hallar fragmentos contradictorios de ideas y frases, y me sentí inerme y frustrado. Entonces el barón reaparecía en mi mente, y yo le daba las gracias porque disponía de sus firmes respuestas, sus respuestas fiables y dramáticas, respuestas que satisfarían toda demanda del público.
Meras palabras que salvarían todas mis posesiones.
Estaban las miradas fijas de los espectadores, la misma especie de miradas que saludaron al barón en el escenario del liceo. Miradas voraces, signos de un pacto entre quien habla y quienes escuchan para llegar a lo más bajo de las almas de uno y de otros. Muchos de los espectadores que habían suspirado por oír al barón a propósito de Poe estaban allí. Yo iba a revelar cómo murió Poe, se decía por toda la ciudad. Pude ver a Neilson Poe y a John Benson entrar en la sala, dos hombres que, de distintas maneras, habían necesitado esas respuestas, cualesquiera respuestas. Vi a Hattie, por quien iba a salvar una vida que podríamos compartir, conservando para nosotros un hogar en Glen Eliza, precisamente lamiéndome los labios con la miel de la persuasión del barón. Tan sólo por contar una historia.
El juez me llamó por mi nombre y yo bajé la mirada hacia las líneas que había escrito. Tomé aire.
—Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida. Por más cosas que me hayan sido arrebatadas, me queda una última posesión: esta historia.
¿Podría insistir, como el barón lo hizo, en que lo que parecía verdad debía ser verdad? Sí, sí, ¿por qué no? ¿Acaso no era yo abogado? ¿No era ése mi papel, mi trabajo?
—En nuestra ciudad algunos siguen tratando de evitar que trascienda. Otros, aquí sentados entre ustedes, continúan considerándome un delincuente, un embustero, un paria, un asesino astuto y vil. A mí, Quentin Hobson Clark, señoría, ciudadano de Baltimore, miembro del colegio de abogados y apasionado de la lectura.
»Pero esta historia no versa sobre mí… —En este punto miré mis notas y seguí adelante, leyendo casi para mí mismo—. La historia trataba de algo más grande que yo, más grande que todos nosotros; de un hombre gracias al cual la posteridad guardará memoria de nosotros aunque ustedes ya lo hubieran olvidado antes de que lo enterraran. Alguien tenía que recordarlo. No podíamos permanecer indiferentes. Yo no podía…
Abrí la boca para seguir hablando, pero no pude. Había otra elección aquí, según me di cuenta. Yo podía contar la historia de lo que había fracasado. De encontrar a Duponte, de traerlo aquí, de los hombres de los Bonaparte dándole caza, del asesinato por error del barón. Mis palabras sobre este tema llegarían a la prensa, los Bonaparte se verían envueltos en un escándalo, de nuevo se seguiría la pista de Duponte hasta el lugar del mundo al que hubiese escapado, quizá esta vez su existencia acabara de verdad. Podía terminar completamente aquello que había empezado y dejárselo todo a la historia.
Agarré mi bastón de Malaca con ambas manos y casi sentí que estaba a punto de abrirse de nuevo. Entonces sonó un disparo.
Pareció tan próximo como para haberse hecho dentro de la sala, y la conmoción se desató al instante. Hubo inmediatamente sugerencias y rumores de que el palacio de justicia estaba sitiado por un loco. El juez ordenó al secretario que investigara, y dispuso que todos los presentes abandonaran la sala hasta que se recobrara la calma. Nos dijo que regresáramos al cabo de cuarenta minutos. Para entonces había cundido el griterío y un par de oficiales de policía empezó a organizar la salida.
Al cabo de unos momentos, yo era el único que permanecía en la sala… o eso creí. Entonces descubrí a mi tía abuela. Se colocaba sobre el cabello su gorro oscuro y alisaba la parte alta. Era la primera vez desde el comienzo del juicio que nos quedábamos solos.
—Tía abuela —le rogué—, tal vez aún me quieras, pues sabes que soy el hijo de mi padre. Por favor, reconsidera esto. No impugnes el testamento ni pongas en duda mi capacidad.
Su rostro parecía rígido, seco a causa del desagrado.
—Has perdido a tu Hattie Blum, has perdido Glen Eliza, lo has perdido todo, Quentin, por la idea de que eras alguna clase de poeta en lugar de abogado. Es la vieja historia, ya sabes. Tú pensarás que has hecho algo valiente, pero era una necedad. Pobre Quentin. Puedes ir a quejarte todos los días a las hermanas de la caridad, a su asilo, después de esto, y ya no estarás nunca más en condiciones de afligir a los demás con tribulaciones e inquietudes.
No repliqué, y ella continuó:
—Puedes creer que obro por despecho, pero te aseguro que no actúo por lástima hacia ti y por la memoria de tus padres. Todo Baltimore comprenderá que a mi avanzada edad éste es el último acto de compasión que puedo llevar a cabo, para evitar que te conviertas en el más peligroso de los monstruos: el haragán que no sabe estarse quieto. Ojalá que la locura del pasado te sirva de penitencia para el futuro.
Permanecí en el estrado de los testigos y me sentí de algún modo aliviado y entristecido cuando la sala quedó en absoluto silencio. Aun así, me comunicó una peculiar sensación, pues una sala de audiencia era uno de esos lugares, como una sala de banquetes, que nunca se notaba vacía aunque lo estuviera. Me repantigué en la silla.
Incluso cuando oí abrirse de nuevo la puerta y oí a mi tía abuela murmurar «perdón», en cierto tono ofendido, cuando se iba, al encontrarse con alguien que entraba, me encontraba demasiado ensimismado para pasear la vista alrededor. Si el loco que había hecho los disparos en el exterior había entrado, podía tenerme a su merced. Sólo cuando oí cerrar la puerta desde dentro volví en mí.
Auguste Duponte, vestido con una de sus capas más elegantes dio unos pasos por la sala.
—¡Monsieur Duponte! —exclamé—. ¿Es que no ha oído que hay un loco suelto en el palacio de justicia?
—Qué va; era yo, monsieur —dijo Duponte. Y haciendo un gesto hacia el exterior—: Yo lo que quería era que esa muchedumbre no estuviera aquí. Pagué a un vagabundo para que pegara unos inofensivos tiros al aire con la pistola que usted me trajo, para que la gente tuviera algún sitio adonde mirar.
—¿Lo hizo usted? ¿Y utilizó un cómplice, un ayudante? —pregunté, asombrado.
—Sí.
—¿Y por qué no abandonó Baltimore el otro día, tal como tenía planeado? No puede permanecer aquí mientras ellos pueden estar buscándolo. Tal vez se propongan atacarlo.
—Tenía razón, monsieur Clark, en algo que dijo en mi hotel. Viajé a América sin la menor intención de resolver su misterio, que parecía tan probable que tuviera solución como que no la tuviera. Vine aquí para hacer una comprobación, para acabar con la convicción de que yo podía hacer tales cosas; la convicción que por tanto tiempo me impidió vivir de una manera normal. La convicción que atemorizaba a la gente, incluso al presidente de una república, de que yo era capaz de conocer lo que ellos deseaban que permaneciera desconocido. Pero la gente creía enteramente en esa idea, la gente lo deseaba y lo temía, pese a que yo ya no volví a salir de mi piso. Supongo que no recuerdo si creía en todo eso antes que ellos lo creyeran o si alguien fue el primero en creerlo.
—Usted deseaba mantenerme ocupado mientras maquinaba una escapatoria de sus perseguidores, y planeaba una serie de hechos que dejaran atrás su identidad como el verdadero Dupin. Ésa era la naturaleza de su investigación para usted: una maniobra de distracción.
—Sí —admitió con toda franqueza—. Al principio supongo que sí. Creo que estaba cansado: cansado de no vivir pero de haber vivido. Pero usted insistía. Usted estaba seguro de que nos encontrábamos aquí para resolver algo; no sólo que podíamos, sino que debíamos. ¿Les ha referido la versión del barón? A esa masa de ahí, la que está fuera del palacio de justicia, quiero decir.
—Estaba a punto de hacerlo —respondí con una carcajada desprovista de humor, mirando hacia mi cuaderno, donde había transcrito la conferencia entera del barón, tal como la memoricé.
Duponte me pidió verlo. Yo lo observaba mientras examinaba las páginas.
—Voy a destruir eso —dije, cuando volvió a dejar el cuaderno en la mesa—. Lo he decidido. No mentiré acerca de la muerte de un hombre que iba con la verdad por delante. Esto nunca se repetirá.
—Se repetirá, monsieur Clark —dijo Duponte en tono triste—. Probablemente muchas veces.
—¡No le he contado a nadie la versión del barón! —insistí—. No creo que él pudiera contársela a Bonjour o alguien más antes de morir. Se proponía alcanzar la gloria hablando frente a la multitud. El documento original está destruido, monsieur; le aseguro que este cuaderno es lo único que hay.
—Da igual que él informara o no a alguien de sus conclusiones. Ya ve usted que el barón se diferencia de la mayoría sólo en sus cualidades de diligencia y en su falta de delicadeza, así como en cierta tenacidad de perro de presa no distinta de la de usted. Pero sus ideas no tienen nada de originales. Eso nos lleva al error que usted comete. Tanto si su discurso se quema en la estufa de la prisión como en el gran, incendio de Roma, sus ideas se convertirán en lugar común en el pensamiento de otros que investiguen la muerte de Poe.
—Pero no hay ninguna investigación…
—La habrá. Desde luego que la habrá. Otros investigadores, pistas, cientos de ellas. Pueden pasar muchos años, pero las conclusiones del barón retornarán, y también otras no menos terrible en sus yerros pero igualmente atractivas por su humanidad. No parirán mientras se recuerde a Poe.
—Bien, entonces empezaré por eliminar ésta —dije, y arranqué la primera página en la que había escrito el texto del barón.
—Déjelo —dijo, adelantando la mano.
—¿Monsieur?
—A ellos no hay que detenerlos. ¿Recuerda lo que dije sobre el barón?
—Debemos ver cuáles son sus errores —dije, con una grande y súbita esperanza renaciendo en mí— para averiguar la verdad.
—Sí. Un ejemplo. Veo en su cuaderno que el barón creía equivocadamente que Poe llegó a Baltimore después de haber sido acosado cuando se dirigía a Nueva York. El barón llegó a esa conclusión tan sólo porque en los periódicos se dijo que Poe se dirigía a Nueva York para arreglarle las cosas a Muddy, madre de su difunta esposa, a fin de que se trasladara a vivir a Virginia con él y su nueva prometida, Elmira Shelton, de Richmond. El barón creyó aquello porque Poe no tomó el tren hacia Nueva York inmediatamente, o sea que había surgido un problema. El barón demuestra la habitual confusión entre un plan que se ha echado a perder y uno que se ha reconsiderado. Prosigamos.
—¿Proseguir?
Mi corazón batía más aprisa que las palabras de Duponte.
Duponte adoptó una expresión grave.
—Porque usted me encontró, monsieur Clark.
—¿Qué?
—Usted pregunta por qué me he arriesgado viniendo hoy en lugar de ponerme a salvo. Porque usted me encontró. Estaban buscándome, pero usted me encontró. ¡Buen hombre, hágame el favor!
A esta llamada, entró un mozo con el uniforme del Barnum empujando uno de los baúles para viajes transatlánticos de Duponte, con tan gran esfuerzo que podía haber contenido un cadáver. Era el mismo baúl del que, muy aturdido, saqué el bastón de Malaca. Duponte depositó unas monedas en la mano de aquel hombre por su trabajo y lo despidió, cerrando la puerta de la sala tras él.
—Ahora, por lo que se refiere al barón… ¿Seguimos?
—Monsieur Duponte, quiere usted decir… ¡Hace un momento confesaba que en realidad no vino aquí para resolver los detalles de la muerte de Poe!
—¡Ingenuo! Las intenciones son irrelevantes para los resultados. Yo nunca dije que no lo hubiéramos resuelto, ¿verdad, monsieur Clark? ¿Listo?
—Listo.
—El barón imagina que los rufianes del puerto persiguieron a Poe hasta que el poeta escapó hacia la casa del doctor N. C. Brooks, donde los mismos villanos provocaron un incendio que casi consumió el edificio. La natural cadena de errores del barón empieza suponiendo que la parada de Poe en Baltimore, como no estaba prevista, no era voluntaria, o sea que no obedecía a un propósito… y así, tan sólo una acción violenta podía explicar la prolongación de su estancia. En realidad, de la prueba del primer destino de Poe, la casa de Brooks, podemos extraer una conclusión enteramente distinta.
Duponte ya había tratado conmigo anteriormente sobre esto.
—Brooks es un conocido redactor y editor —añadí—. Poe buscaba apoyo para su revista, The Stylus, que elevaría el nivel de todas las publicaciones periódicas que siguieran.
—Está usted en lo cierto, aunque se muestra un tanto iluso acerca de sus potenciales efectos. De todos modos, si Poe estaba realmente en peligro en este punto, y lo bastante consciente de ello como para huir, tal como el barón quiso hacernos creer, podía habérselo dicho a un miembro de su familia, por más detestable que le resultara, o incluso a la policía. En lugar de eso, ¡Poe va en busca de un influyente editor de revistas! Ahora podemos borrar a esos rufianes imaginarios de nuestro cuadro y, en lugar de eso, acompañar a Poe a casa del doctor Brooks, a la que acude por propia voluntad. Vamos.
Volví a tomar asiento a la mesa de los testigos.