33

En diciembre se asistió a algo nuevo y familiar en Francia. Luis Napoleón, presidente de la República, decidió reemplazar a su prefecto de policía, monsieur Delacourt, por Charlemagne de Maupas, el cual le serviría como un aliado más firme. «Necesito algunos hombres que me ayuden a cruzar este foso —cuentan que le dijo Luis Napoleón a De Maupas—. ¿Será usted uno de ellos?».

Fue una señal.

El presidente Luis Napoleón organizó un equipo para llevar a cabo su golpe. El día primero de mes, entregó a cada miembro medio millón de francos. A primera hora de la mañana siguiente, De Maupas, el prefecto, y su policía detuvieron a los ochenta diputados de los que Luis Napoleón temía que se opusieran de manera más efectiva. Fueron enviados a la prisión de Mazas. Nunca más serían diputados, en cualquier caso, pues lo que hizo a continuación Luis Napoleón fue disolver la asamblea, secuestrar mientras tanto las imprentas y enviar su ejército a que matara a los dirigentes de los republicanos rojos en cuanto salieran a la calle. Otros opositores, la mayoría de las viejas familias francesas de alcurnia, fueron inmediatamente enviados al exilio.

Todo sucedió con rapidez.

Luis Napoleón declaró que Francia era un imperio. Se decía que Luis Napoleón, siendo un muchacho, abogó ante su tío, el primer emperador de Francia, por no retirarse de Waterloo, y que el emperador comentó: «Será una buena alma, y quizá la esperanza de mi raza».

En mi recorrido al palacio de justicia todas las mañanas, leía más noticias sobre los asuntos políticos en Francia. Se decía que Jérôme Bonaparte de Baltimore (llamado «Bo»), primo del nuevo emperador —el hombre al que conocí portando dos alfanjes de utilería; el hombre nunca reconocido por su difunto tío Napoleón Bonaparte debido a su madre americana—, se disponía a viajar a París para reunirse con el emperador Napoleón III y reparar el largo desencuentro.

Los americanos estaban encantados con esas historias de París, quizá porque el golpe parecía tan diferente de cualquier levantamiento que pudiera producirse aquí. Mi interés era ligeramente más concreto o, mejor dicho, más pertinente.

Escribí varias tarjetas a otras tantas casas Bonaparte, esperando averiguar si Jérôme Napoleón Bonaparte aún no había partido hacia París y si hablaría conmigo, aunque imaginaba que no recordaría nuestro breve encuentro en el baile de disfraces con monsieur Montor. Tenía preguntas que hacerle. Aunque no pudieran reportarme ningún bien en concreto, de todos modos deseaba conocer la respuesta.

Mientras tanto, acudían a las sesiones del tribunal muchos espectadores que deseaban presenciar la continuación de mis anteriores humillaciones. Supongo que les pareció desafortunado que mis previas apariciones en la prensa no hubieran resultado concluyente y que no hubieran alcanzado la tensión apropiada. Por fortuna, muchos espectadores acabaron marchándose a causa del tedio que les producían las materias técnicas que llenaron la mayor parte de las tensiones iniciales del proceso. Fue por entonces cuando me sorprendió recibir una nota con el sello de los Bonaparte, señalándome una hora de cita en una de sus residencias.

Era una casa mayor que aquella en la que vi a los sicarios. Estaba más apartada, rodeada de árboles y de colinas cubiertas de hierba, unos y otras sin cuidar. Me franqueó la entrada un sirviente muy obsequioso, y en la gran escalera (una larga escalera) se le reunieron al menos otros dos, que compartían el rasgo de su nerviosismo al realizar las distintas tareas. La mansión era grande y de ningún modo contenida o tímida en su grandeza, pues mostraba las arañas y los tapices bordados en oro más maravillosos, que en todo momento atraían la vista.

Me sorprendió encontrar, ocupando una enorme silla con incrustaciones de plata, no a Jérôme Napoleón Bonaparte —el jefe varón de la rama baltimorense de la familia—, sino a su madre, Elizabeth Patterson Bonaparte. De jovencita había cautivado el corazón del hermano de Napoleón, y se casó con él dos años antes de que el emperador, que reclamó del papa la anulación del matrimonio, pusiera fin a la relación. Aunque no iba vestida como una reina, como cuando la conocí, mantenía la actitud regia.

Esa matrona, ahora sexagenaria, exhibía en sus brazos desnudos los brazaletes más rutilantes, demasiados para contarlos, que ascendían a partir de las muñecas. Se tocaba con un gorro de terciopelo negro del que surgían unas plumas color naranja que le conferían un aspecto temible y salvaje. La rodeaban varías mesas con joyas y prendas deslumbrantes. Al otro lado de la habitación, una muchacha que me pareció una criada se mecía en una silla como si estuviera inválida.

—Madame Bonaparte —la saludé inclinándome, sintiendo por un momento que debería hincar la rodilla—. Tal vez recuerde que nos conocimos; fue en un baile en el que usted iba disfrazada de reina y yo no llevaba disfraz.

—Tiene razón, joven. No recuerdo haberle conocido. Pero fui yo quien respondió a su tarjeta.

—¿Y monsieur Bonaparte, su hijo…?

—Bo ya está de camino para reunirse con el nuevo emperador de Francia —dijo, como si aquélla fuera la razón más prosaica para hacer turismo al extranjero.

—Comprendo. He leído en los periódicos las perspectivas de ese viaje. Desearía que tuvieran la amabilidad de informar a monsieur de que me complacería mantener una entrevista con él a su regreso.

Asintió pero pareció olvidar la petición apenas formulada.

—No quisiera entrar en discusión con un abogado —dijo—, pero me pregunto cómo le queda tiempo para estar aquí cuando está tan ocupado todos los días en el tribunal, señor Clark.

Me sorprendió que lo supiera todo acerca de mi situación, aunque recordé el interés que se había tomado la prensa. Pese a que tanto mi salud mental como la fortuna de mi vida pendían de un hilo, para una mujer cuyo hijo viajaba, según los periódicos, para reunirse con un emperador, mis tribulaciones habían de parecerle un asunto más bien insignificante. Me senté en el sillón que me fue asignado. Observé el resto de la estancia y descubrí una sombrilla roja brillante, que relucía tanto como las joyas, apoyada contra un gran cofre. Debajo había un charco casi seco de agua, lo que indicaba un uso reciente. Evoqué de nuevo la escena de la sala donde se iba a desarrollar la fatal conferencia del barón, y la borrosa dama bajo una costosa sombrilla roja.

¿Era ella?

Con un súbito escalofrío, me di cuenta de por qué aquella mujer asistió a la conferencia. Como testigo no de las revelaciones del barón sobre la muerte de Poe, sino de la revelación de una nueva muerte.

Creí haber entendido la mayor parte de la secuencia de acontecimientos cuando leí en los periódicos los recientes relatos de poder y muerte en París. Cuando a Luis Napoleón lo informaron de la reaparición de Duponte en París, reaparición que yo había estimulado, recordó las leyendas sobre las habilidades del analista. Él y los dirigentes de su plan secreto para dar un golpe debieron creer que Duponte podría malograrlo, podría «raciocinar» y exponer con demasiada antelación sus propósitos golpistas. Napoleón dio orden de que Duponte fuera eliminado cuando nos disponíamos a partir hacia Baltimore. Se consideró que sería una tarea fácil para uno de los hombres que la policía empleaba para trabajos sucios, y con los que en ocasiones llegaba a acuerdos mutuamente ventajosos.

Perdieron su oportunidad mientras Duponte seguía en París, que pronto abandonó para acompañarme. Muchos años más tarde me enteré de que habían asaltado y registrado el piso de Duponte mientras íbamos de camino al puerto. Frenéticos, planearon su eliminación en el mar, sólo para encontrarse con que expulsaron al que iba a asesinarlo, el polizón, uno de cuyos alias era Rollin. Nos perdieron el rastro hacia América.

Pero en Baltimore había miembros de la familia Bonaparte. Por supuesto, Jérôme Napoleón Bonaparte, a quien se habían negado sus derechos de nacimiento. Bo había estado esperando toda su vida reintegrarse en la rama de su familia en Francia, y pertenecer a la realeza. Ahora tenía la oportunidad de demostrar sus méritos ante el heredero del poder de su antepasado, ante quien pronto iba a ser emperador. Los hombres que siguieron al barón Dupin, los hombres que lo mataron siguiendo las instrucciones del polizón original, no habían ido en absoluto tras él. Rollin se había escondido en Baltimore porque sabía que Duponte sería capaz de reconocerlo tras el incidente a bordo del barco. Yo lo vi desde mi celda, entre las nieblas inducidas por el veneno, porque lo encarcelaron brevemente por cierta complicación con un delincuente local. El polizón Rollin —y sus dos satélites— vinieron aquí para matar a Duponte. Por el futuro de Francia.

Sólo que el barón cometió el error de disfrazarse como su rival. Y lo mataron en su lugar.

Así es como llegué a comprender los acontecimientos a partir del encuentro con el polizón Rollin en casa de los Bonaparte. Pero ahora, al reunirme con esta mujer, debía preguntarme: ¿qué tenía que ver ella en todo esto?

Volví la vista desde la sombrilla hasta su dueña.

—¿Estaba usted al corriente de la parte de la conjura que su hijo planeaba?

—¿Bo? —Dejó escapar una risa divertida, como un gorjeo—. Está demasiado ocupado con su jardín y sus libros para meterse en esas cosas. Pertenece al colegio de abogados aunque nunca se consideró apto para ejercer. Es un auténtico hombre de mundo. Cierto que aspira a ocupar el puesto que le corresponde y recobrar nuestras propiedades y nuestros derechos como miembros de la familia Bonaparte, pero carece de la fortaleza de espíritu para ser un líder.

—Entonces, ¿quién? —pregunté—. ¿Quién decidió que irían a la caza de Duponte para ganarse el favor de Napoleón?

—Nunca hubiera esperado esa falta de cortesía en mi propia casa por parte de un caballero tan apuesto como usted. —Pero su reprimenda parecía ligera. Me observaba a placer, recorriendo con la mirada mi cuerpo de arriba abajo, lo que me produjo incomodidad. No había dejado de sonreír, pero ahora su rostro se tornó inexpresivo y serio mientras hablaba de su hijo—. Bo… Me esforcé por inculcar a mi hijo la idea de que por su alto nacimiento no debería casarse con una americana. Pero echó a perder su vida al hacerlo. Yo deseaba, en su juventud, que pidiera la mano de Charlotte Bonaparte, una prima suya, para devolvernos a nuestra posición influyente, pero se negó.

—También usted, cuando era una muchacha, contrarió los deseos de sus padres —observé.

—¡Lo hice para acogerme bajo las alas de un águila! —replicó apasionadamente—. Sí, el emperador tuvo un comportamiento rudo conmigo, pero hace tiempo que lo perdoné. ¿Qué le dijo de mí al mariscal Bertrand antes de morir? «Aquéllos a quienes perjudiqué me han perdonado, y aquéllos con los que fui amable me han abandonado». ¡Ah, Napoleón! ¡No he permitido que mis nietos olviden que su tío abuelo fue el Gran Emperador!

Alzó las manos y ahora pude observar más de cerca un vestido colgado detrás de ella. Era el traje de novia que lució en 1803 en la ceremonia, celebrada en Baltimore, que había llenado de consternación al mundo, y tras la cual se enviaron emisarios de América al otro lado del océano para tratar de apaciguar la furia del mandatario francés. Yo había leído recientemente algo sobre ese vestido, cuando me estaba informando acerca del desarrollo de esos episodios. Era de muselina de la India y de encaje, y había provocado cierto escándalo, pues debajo llevaba una única prenda interior. «Toda la ropa que vestía la novia cabía en mi bolsillo», informó un francés en una carta a París.

Colgaba de la pared con aspecto perfectamente fosilizado. Si uno no se acercaba lo bastante para ver los estragos del tiempo en el tejido, parecía completamente nuevo, como para acudir con él a la iglesia en cualquier momento.

De pronto se dejó oír el llanto quebrado y frágil de un bebé que fue aumentando de volumen. Sobresaltado, miré en derredor buscando el origen, como si se tratara de un acontecimiento celestial, y descubrí que la joven sirvienta que se mecía en el rincón estaba sosteniendo un niño de no más de ocho meses. Era, según se me explicó, Charles Joseph Napoleón, el hijo menor de Bo y de su esposa Susan. Madame Bonaparte cuidaba de su nuevo nieto mientras Bo y su esposa americana viajaban a París para rogar al emperador que se restauraran sus largamente esperados derechos para los miembros baltimorenses de la familia.

La mujer tomó el bebé de brazos de la niñera y cerró con fuerza sus dedos en torno a él.

—Aquí tiene a una de las esperanzas de nuestra raza. ¿Ha visto usted a mi otro nieto? Estudió en Harvard y ahora lo hace en West Point. Es todo lo que mi marido no fue. Alto, distinguido, pronto será un soldado de primer orden. —Madame Bonaparte arrulló a la criatura y añadió—: Daría un tipo muy presentable como emperador de los franceses.

—Sólo si Luis Napoleón consiente en volver a situar a sus descendientes en la línea de sucesión, madame —puntualicé.

—El nuevo emperador, Luis Napoleón, es un hombre más bien obtuso, del tipo de George Washington. Necesitará contar con un talento más fuerte para que el imperio sobreviva.

—¿Quiere usted decir que se lo aportaría su familia?

Ahora el bebé había empezado a berrear, y madame Bonaparte se lo devolvió a la niñera.

—Soy demasiado mayor para coquetear, lo cual fue en otra época mi único estímulo. Estoy cansada de matar el tiempo, señor Clark. De llevar una existencia adormilada. Años atrás lo tuve todo menos dinero. Ahora no tengo nada salvo dinero. No permitiré que los hombres de mi sangre se queden en simples colonos americanos, que es en lo que, equivocadamente, se ha convertido mi hijo.

—O sea que usted lo hizo. Usted se avino a eliminar a un hombre, a un genio, porque Luis Napoleón se inquietaba ante la posibilidad de que previera su conspiración para derrocar la República.

Se encogió levemente de hombros.

—Hemos proporcionado dinero y comodidades a unos viajeros procedentes de Francia, por indicación mía, en efecto, si eso es lo que usted quiere decir. Sus órdenes procedían de otra parte, no de mí.

—¿Y llevaron a cabo lo que se les encomendó?

Hizo salir de la habitación a la niñera y frunció el ceño.

—¡Mentecatos! Se confundieron de hombre. Según entiendo, la policía de París les dijo que esperaba la presencia de usted en torno a ese Duponte tras el que andaban, y lo vieron rondar por los hoteles de ese otro, de ese falso barón, del falso Duponte. No importa, porque lo que se necesitaba hacer se ha hecho: nadie obstruyó los planes de Luis Napoleón, y ahora ha ascendido.

Me examinó nuevamente de cerca, y pude sentir que se intensificaba el afilado juicio que reflejaban sus ojos.

—Dígame. Por lo que hemos entendido, usted trajo a esos dos hombres de genio con el propósito de encontrar a un poeta al que usted admira. He oído hablar de ese Poe. América ha ignorado su talento.

—No por mucho tiempo.

Se echó a reír.

—Tiene usted fe. Quizá le interese saber que, según me han dicho, hay numerosos jóvenes poetas y escritores en París que están leyendo a su Poe. Parece que era como monsieur Balzac: brillante pero sin suerte, destinado a convertirse en una marioneta del destino. Será asimilado por el espíritu europeo, como las mejores mentes americanas. Pero eso no basta para el culto que usted le profesa a Poe, ¿no es así, señor Clark? Mi hijo no es muy distinto de como debe de ser usted; cree que los libros han sido escritos, ante todo, para que los lea él.

—Madame Bonaparte, mis motivos no importan. No vengo a tratar de mí.

—¡Qué dice! Piense en ello, querido señor Clark. Usted nos ha ayudado al proporcionarnos una importante tarea que realizar, la cual nos ha permitido demostrar nuestra lealtad a Francia. Así hemos contribuido a la causa de un nuevo emperador, quien creará un imperio en el que mi familia podrá sobrevivir para siempre. He esperado toda una vida para verlo, para que mis hijos tengan su herencia, y ahora daría mi vida por eso. ¿Y qué hay con usted? No es más que una crisálida, y cometió el error de renunciar a lo que su familia puso en sus manos. Dígame: ¿qué es lo que encontró?

Me levanté sin contestar.

—Sólo me queda otra pregunta por hacerle, madame Bonaparte. Si se enteraron de que asesinaron al hombre equivocado en el liceo aquella noche, ¿localizaron después al adecuado? ¿También Duponte ha sido asesinado?

—Ya le he dicho —replicó, hablando despacio— que yo sólo les di acogida. Les proporcioné un lugar para empezar, podríamos decir; un lugar del que nacieran planes nobles. Otros deben decidir el resto por sí mismos.

He escrito y desechado todo un cuaderno de cartas dirigidas a Auguste Duponte. Le detallaba no sólo la cruda realidad: que al parecer Poe no modeló su personaje C. Auguste Dupin a partir de una persona real, sino tan sólo de su imaginación, lo que no deja de ser notable. No me limité a incluir eso, sino que detallé los pasos que, mentalmente, me condujeron a esa conclusión, sabiendo que tendría interés en conocer la línea de razonamiento. Pero si Duponte seguía vivo y había escapado, yo ignoraba adonde dirigir las cartas. No estaría en París, en el Tercer Imperio de Luis Napoleón, donde su genio era considerado un enemigo de las ilimitadas ambiciones del emperador.

Advertí ansiedad en la expresión de madame Bonaparte al término de nuestra entrevista, cuando le pregunté si Rollin y sus sicarios habían localizado a Duponte, y por eso decidí que probablemente él estaba más cerca de lo que yo había creído. Habría estado esperando pacientemente; no a mí en concreto, pero sería a mí a quien quisiera ver.

Un día, cruzando entre el bullicio de mozos y huéspedes del gran hotel Barnum, esos distintos pensamientos se concretaron en una idea. De regreso en Glen Eliza, consideré que me quedaba poco tiempo para actuar. Emprendí el camino de regreso al Barnum, pero no sin antes ir al gabinete y echar mano de la vieja pistola que la policía me había devuelto junto con mis otras pertenencias. Esta vez comprobé, antes de deslizarla en mi bolsillo, que su edad y falta de uso no habían dejado el percutor completamente inmóvil.

—¿Señor?

Un empleado canoso, con pobladas patillas, me miró con aire de sospecha y aguardó a que dijera algo.

—Monsieur —dije con brusquedad y, como esperaba, levantó una ceja con interés al oír la palabra en francés—. Actualmente reside en su hotel un miembro de la nobleza francesa.

Asintió, con plena conciencia de su responsabilidad.

—En efecto, señor. Ha ocupado la misma habitación en la que se alojó el barón que visitó Baltimore este mismo año. Es su hermano. El duque. —Se inclinó para susurrar su última frase en tono confidencial—. El noble linaje es evidentísimo en ambos.

—El duque. —Sonreí—. Sí. Pero ¿cuándo empezó su estancia nuestro duque imperial?

—Oh, en cuanto se fue su hermano, quiero decir el noble barón. Su actual presencia es de lo más discreta, por todo lo que está pasando en Francia, ¿sabe?

Asentí, divertido por la facilidad con que había descubierto su secreto. Como si adivinara mi pensamiento, el empleado decía ahora que no podía darme el número de la habitación del regio huésped.

—No tiene por qué, señor —respondí, e intercambiamos una señal de confidencialidad.

Por supuesto que yo conocía la habitación. Espié al barón cuando se alojó allí. Subí por la escalera con la expectativa bulléndome en la sangre.

Ahora recuerdo a Duponte con un semblante más bien pálido y ojeroso durante nuestro encuentro, como si se hubiera consumido completamente desde que nos conocimos, o al menos se hubiera consumido a medias. Cuando entré, estaba sentado, muy sereno, en la antigua habitación del barón Dupin. No pareció decepcionado porque yo lo hubiera descubierto. Supongo que imaginé que perdería su notable compostura ante mi aparición por sorpresa, que me dirigiría palabras airadas y que me amenazaría si yo me mostraba dispuesto a decirle cuanto sabía ahora de su paradero y sus hazañas. Supo que al barón lo iban a matar en su lugar y no hizo nada para evitarlo.

Me ofreció cortésmente una silla. La verdad es que no había perdido en nada la compostura. Luego tiró de la campanilla para llamar al mozo del hotel y le mandó que se llevara su baúl.

—Hace tiempo que lo ando buscando —dije.

—Es hora de marcharme —replicó.

—¿Quiere decir ahora que he venido? —pregunté.

Se me quedó mirando.

—Ya ha leído en los periódicos todo lo que ha ocurrido en París.

Me saqué la pistola del abrigo, la estudié como si nunca la hubiera visto antes, y la coloqué cerca de él, en una mesa.

—Pueden haberme seguido… si es que aún lo andan buscando, quiero decir. No tengo el menor deseo de ponerlo en peligro, monsieur Duponte, pese a que yo sí he corrido peligro por usted. Tenga esto a mano.

—No sé si continúan buscándome, pero si es así no persistirán mucho tiempo.

Lo comprendí. Los Bonaparte de Baltimore viajaron a París con la esperanza de ser recompensados por su lealtad al nuevo emperador. Si tenían éxito, carecerían ya de motivos para continuar con la búsqueda de Duponte, pese a que madame Bonaparte y sus sicarios sabían ahora que habían fracasado en su intento de asesinar al sujeto adecuado.

—El barón ha muerto. Usted supo que iban a matarlo en su lugar y lo permitió. El asesino ha sido usted, monsieur.

El estruendoso batir de un gong recorrió el hotel.

—¿Almorzamos? —propuso Duponte—. Llevo encerrado en mis habitaciones demasiado tiempo. Por una buena comida bien puedo correr el riesgo de ser visto en público.

El amplio comedor albergaba aproximadamente a quinientas personas sentadas ante sus platos de sábalo de la bahía de Chesapeake. Un mayordomo de color le daba a un gong con cada servicio, y los camareros, colocados ante cada mesa, levantaban simultáneamente las tapaderas de los platos siguientes.

Miré en torno en busca de un asesino al acecho o quizá de una persona que hubiera conocido al barón Dupin y creyera que estaba viendo a un espectro. Pero el cansado semblante de mi compañero presentaba tan escaso parecido con la vívida imitación de Duponte por el barón como con el antiguo Duponte mismo.

—No, no soy el asesino. —Duponte respondía ahora tranquilamente a mi anterior comentario—. No lo soy, pero quizá usted sí, usted y el barón, si lo prefiere. El barón quiso disfrazarse como si fuera yo. ¿Podía yo controlar eso? Yo traté de evitarlo. Me hubiera quedado en mi piso de París. Pero usted necesitaba a «Dupin» para sus propios fines, monsieur Clark. El barón necesitaba a «Dupin» para él. Luis Napoleón necesitaba un «Dupin» al que temer. Su llegada a París y su insistencia me llevaron a aceptar que, si bien yo había permanecido fuera de circulación mucho tiempo, la idea de «Dupin», no. Como usted dijo, era algo así como inmortal.

«¡Ah, pero usted no es Dupin! ¡Nunca lo fue!».

Lo tuve en la punta de la lengua. Estaba dispuesto a dominar la conversación y llevarla a mi terreno. Pero mis pensamientos aún estaban bullendo con preguntas.

—¿Cuándo lo supo? ¿Cuándo supo que venían por usted? Que aquellos hombres, apoyados por los Bonaparte, se proponían matarlo.

Duponte negó con la cabeza como si ignorara la respuesta.

—Pero en el Humboldt supo que había un polizón a bordo, ese villano de Rollin. Entonces empezó. ¡Yo fui testigo de todo, monsieur!

—No, yo no sabía que había un polizón. En lugar de eso, sabía que si lo había era que iban por mí.

—¡Yo suponía que lo adivinó! —exclamé.

Duponte insinuó una sonrisa y asintió.

Creo que aquel día sentí el dolor interior de Duponte, que lo había convertido en el que descubrí en París, llevando una vida indolente; solo, apático. Todos creyeron que poseía extraordinarios poderes tras haber desentrañado el caso de envenenamiento Lafarge. El joven Duponte era un hombre insólitamente seguro, y él mismo empezó a creer que sus dotes eran casi sobrenaturales, tal como otros escribían en los periódicos. Las historias sobre él ponderaban su genio, quizá incluso lo consideraron como tal al principio. Pero no podría precisar si el genio fue creado por la fe del mundo exterior. Los lectores sienten a menudo que el Dupin de los cuentos de Poe encuentra la verdad porque es un genio. Léanlos otra vez. Eso sólo es una parte. Él encuentra la verdad porque alguien tiene fe a toda prueba en él… Sin su amigo, no habría C. Auguste Dupin.

—Cada vez que veía a Luis Napoleón pasar revista a sus tropas —dijo Duponte—, podía ver no el futuro, como los bobos supersticiosos podrían creer de mí, sino el presente: él no estaba satisfecho con ser elegido presidente. Supongo que el prefecto Delacourt le avisó sobre mí después de que sus espías me vieran por París con usted.

—El barón me contó lo sucedido con Catherine Gautier. ¿Advirtió el prefecto Delacourt a Luis Napoleón de que usted estaba en contra de él en aquel caso? ¿Piensa usted vengarse después de haber escapado de él?

—Las acciones del prefecto estaban motivadas porque él me había perjudicado, no porque yo lo hubiera perjudicado. Nuestra perversidad en el pasado, no la de otros, nos coloca en contra de alguien para toda la vida. El prefecto Delacourt fue cesado a favor del nuevo prefecto por muchas razones, estoy seguro; y una de ellas puede haber sido su fracaso al no encontrarme antes de que usted y yo abandonáramos París. De Maupas no es tan astuto como Delacourt, pero es mucho más competente, pues no hay nexo que una esos dos rasgos… Y, como para divertirse, De Maupas es absolutamente implacable.

—¿Cree que se han enterado de que mataron al barón en lugar de usted?

Duponte cortaba un trozo de jamón de Maryland, el segundo plato servido por el camarero.

—Tal vez. ¡Ciertamente usted proclamó en voz bastante alta ante la policía cuál era la identidad del barón, monsieur Clark! Nunca estuvo clara para el público y es probable que siga sin estarlo para los interesados de París. Hay posibilidades de que los sicarios que mataron al barón se enteren aquí de la verdad. Por su propio interés, es probable que mantengan el hecho en secreto ante sus superiores de París. En cambio su jefe (aquel polizón enviado aquí para encargarse de la misión) se ha dedicado con tranquilidad a cazarme. Sin embargo, yo sabía que éste sería el único lugar de Baltimore en el que no me buscarían: en las últimas habitaciones que ocupó el barón en esta ciudad. Me instalé durante la conferencia del barón y sólo me he dejado ver en la calle de vez en cuando y de noche. He venido para el duelo de mi «hermano», el noble barón, que en paz descanse, que me ha dejado solo. Ahora que Luis Napoleón ha sorprendido a París convirtiéndolo en imperio, y ha sido respaldado por una no menos exitosa votación, seguro que el polizón está empezando a creer que su error respecto a mí y al barón ha dejado de tener importancia. Si el hijo americano de Bonaparte triunfa en su misión, el polizón puede recibir de Francia la recompensa que se le debe, antes de que se produzcan más cambios políticos. Él y los Bonaparte americanos no dirán nada de sus errores, puede usted estar seguro. Para París yo estaré irremediablemente muerto.

Pensé en las sencillas habitaciones de su hotel, en el piso alto, e imaginé cómo habría sido la vida de Duponte en los meses posteriores al asesinato del barón, escondiéndose a plena vista. Tenía libros; de hecho, el lugar estaba atestado de volúmenes, como si una biblioteca se hubiera hundido y desparramado su contenido. Todos los títulos parecían guardar relación con sedimentos, minerales y características generales de las rocas. En la oscuridad y la claridad de esas semanas, se había dedicado a las obras de geología. Aquella tumba de libros y piedras me chocó como algo terriblemente innoble e inútil, y yo me mostraba irritable, ahora que él me hacía una implícita demanda de compasión.

—¿Sabe usted los aprietos en que se ha visto metida mi vida desde que empezamos nuestra aventura, monsieur Duponte? Fui el presunto culpable de matar al barón Dupin hasta que la policía recuperó la sensatez. Ahora debo luchar para no perder mis propiedad, incluida Glen Eliza, y todo cuanto poseo.

Le conté, durante el postre de sandía, lo que me había ocurrido en la cárcel, mi huida y mi descubrimiento de Bonjour y de los sicarios. Una vez concluido nuestro largo almuerzo, subimos por la escalera de regreso a sus habitaciones.

—Debo relatar toda la historia de la muerte de Poe ante el tribunal —le dije—, en un último intento de demostrar que en todo este asunto actué con arreglo a la razón y no guiándome por quimeras.

Duponte se me quedó mirando con interés.

—¿Qué quiere usted decir, monsieur?

—Usted nunca intentó resolver la muerte de Poe, ¿verdad? —pregunté tristemente—. Usted la utilizó como una maniobra de distracción, sabiendo que pronto atraería suficientes miradas del mundo para que lo mataran aquí. Se le ocurrió, cuando leyó el anuncio del barón en el periódico de París, que él mismo se colocaría su propia trampa, que lo apartaría a usted de los planes de los otros. Por eso a usted le encantó la idea de que a aquel Van Dantker lo hubiera mandado a Glen Eliza el barón; de este modo su imitación podría perfeccionarse. Usted sólo salía de casa de noche para asegurarse de que la charada del barón tendría éxito. Simplemente deseaba matar la idea, de una vez por todas, de que usted era el verdadero «Dupin».

Duponte asintió a esta última afirmación, pero no me miró directamente.

—Cuando lo conocí, monsieur Clark, me producía enfado su insistencia en verme a esa luz, como «Dupin». Me di cuenta entonces de que sólo estudiando los cuentos de Poe y estudiándolo a usted comprendería qué andaban buscando continuamente usted y tantos otros en ese personaje. Ya no hay un verdadero Dupin y nunca lo habrá.

Había una extraña mezcla de alivio y horror en su tono. Alivio por no seguir llevando la carga de ser el maestro «raciocinador», o de ser el verdadero Dupin. Horror por tener que ser alguien más.

Hubiera querido decirle la cruda verdad: «¡Usted no es Dupin! Nunca lo fue. Nunca ha existido ese hombre como ser vivo; Dupin fue una invención». Después de todo, quizá por esa razón anduve buscándolo con tanto empeño para reencontrarme con él. Para hacerle sentir conmigo la comezón de lo perdido. Para arrebatarle algo y luego dejarlo más solo.

Pero no lo dije.

Pensé acerca de lo que Benson me dijo sobre los peligros que la imaginación susceptible corría con la lectura de Poe. Creer que uno estaba en los escritos de Poe. Quizá, en esa misma línea, Duponte creyó vivir en un mundo mental creado por Poe; pensó que estaba en los cuentos de Dupin. Pero estaba más presente en un mundo como el imaginado por Poe que la mayoría de nosotros, ¿y quién diría que no encarnaba realmente el personaje al que conocí en una página de la revista Graham’s? ¿Importaba si él era la causa o el efecto?

—¿Adónde? —pregunté a Duponte—. ¿Adónde va a ir?

En lugar de responder, dijo pensativo:

—Hay mucho que admirar en usted, monsieur.

No sé por qué, pero aquella afirmación me dejó atónito y levantó mi espíritu. Le pedí que se explicara mejor.

—Usted sabe que muchas personas no pueden dejar de ser lo que son. No podrían pasar inadvertidas aunque se lo propusieran. Yo no lo he conseguido hasta ahora, ni aquí ni en París, y monsieur Poe tampoco, hasta que murió. Usted no hubiera tenido que pasar por todo esto, y sin embargo pasó. —Guardó silencio—. ¿Qué dirá en el juicio?

—Les daré las respuestas. Les contaré la historia del barón Dupin sobre la muerte de Poe. La gente la creerá.

—Sí, lo creerá. ¿Ganará el caso si actúa así? —preguntó Duponte.

—Ganaré. Para ellos ésa será la verdad y ninguna otra. Es el único camino.

—¿Y en lo que respecta a Poe?

—Quizá éste sea un final tan bueno como cualquier otro —dije tranquilamente.

—Muy propio del abogado que es usted, después de todo —replicó Duponte con una sonrisa distraída.

Al cabo de un rato se presentó el mozo para cargar con las pertenencias del duque. Duponte le dio varias instrucciones. Fui en busca de mi sombrero y le deseé buenas noches. Mis pasos se hicieron un poco más lentos al salir al vestíbulo, pero deseando tener una última visión de Duponte para el recuerdo, sólo lo vi pugnando por colocar algunos pesados instrumentos geológicos para su transporte. Deseé que se volviera y me recordara que no estaba viendo a un hombre corriente. Se dejó oír un insulto, quizá «¡mentecato!». O «¡zoquete!».

Le tuve en gran estima, duque, murmuré para mí, y le dediqué una inclinación.