32

Una semana más tarde, mientras permanecía sentado en el sillón más confortable de mi biblioteca, mi mente se volvió hacia Bonjour, a quien no había visto desde que abandoné la casa de los Bonaparte. Aunque la había movido su deseo de vengar la muerte del barón y no había mostrado el menor deseo de ayudarme en mi tribulación, yo no le guardaba rencor. De hecho, tenía pocas dudas de que nunca volvería a verla, y prefería creer que de veras se había preocupado por mí. No había razón alguna para temer por su seguridad, estuviera donde estuviese. Supongo que si yo había sido capaz de sacar algo en limpio sobre ella en todo el asunto, era su completa autosuficiencia para sobrevivir, aunque ella creyera haber dependido del barón desde de que la exoneró de culpa ante el tribunal de París. En definitiva su personalidad era puramente criminal. Tenía a su disposición todos los medios para devolver amenaza por amenaza, muerte por muerte.

Cuando el oficial White me descubrió tras el incidente en la casa de Bonaparte, hubiera caído a sus pies si el otro policía no me hubiera agarrado. Mi cuerpo estaba debilitado. No recordaba cuánto tiempo llevaba sin un verdadero descanso. Desperté en una de las habitaciones del piso alto de la comisaría del Distrito Medio. Cuando me levanté, apareció el policía del registro, que trajo al oficial White.

—¿Sigue todavía mal, señor Clark? —preguntó el primero, solícito.

—Me siento más fuerte. —Pero no estoy seguro de que fuera verdad. Aun así, no deseaba parecer desagradecido por la amabilidad de instalarme en sus cómodas dependencias—. ¿Me han vuelto a detener?

—¡Caballero! —exclamó el oficial White—. Lo hemos estado vigilando varias horas para asegurarnos de su bienestar.

Vi en el suelo una caja con varios objetos procedentes del registro de Glen Eliza.

—¡Escapé de la cárcel! —exclamé.

—Y estábamos bien decididos a volverlo a mandar allí. Sin embargo, en el ínterin se descubrieron testigos que vieron a los asesinos la noche de la conferencia del francés. Vieron a dos hombres, de ellos uno herido y vendado, por lo que quedó grabado en la memoria del testigo. Ambos sacaron las pistolas cuando se hallaban a los lados del liceo. Esto hizo evidente su inocencia, pero fuimos incapaces de encontrar a esos hombres. Hasta ayer.

El policía del registro explicó que se había denunciado el robo de un caballo perteneciente a un destacado tratante de esclavos. Fue localizado por un oficial de policía en la casa de un baltimorense que se hallaba ausente, y allí estaban también, cosa notable, dos hombres que acababan de regresar de algún recado ¡y que se ajustaban exactamente a la descripción de los testigos del asesinato del barón! Aunque los hombres huyeron, y eran sospechosos de abordar una fragata particular junto con un tercer hombre, su proceder demostraba claramente mi inocencia en el asunto.

Supe, además, que Hope Slatter, cohibido ante el reconocimiento de que un hombre de color lo había derribado, manifestó que el asalto de que fue objeto había sido obra de unos alemanes. Como a la policía la nacionalidad alemana le pareció bastante próxima a la francesa, y dado que el caballo se encontró frente a la casa a la que los matones regresaban, la policía tuvo por cierto que el asalto de que fue víctima Slatter lo perpetraron los mismos sujetos que mataron al barón.

—Así pues, ¿no estoy detenido? —pregunté, tras unos instantes de ensimismamiento.

—¡Cielos, señor Clark! —replicó el policía del registro—. ¡Está usted completamente libre! ¿Quiere que lo lleven a su casa?

Otros no me habían olvidado durante mi prolongado período de incriminación. Eso quedó claro en los meses siguientes.

Todo cuanto yo poseía pronto estaría en peligro.

Sentía Glen Eliza vacía y consideraba que no merecía la pena sin Hattie Blum. Ella y Peter iban a casarse y ni remotamente se me hubiera ocurrido tratar de impedirlo. Eran, quizá, mejores personas de lo que yo podría ser; habían tratado de mantenerme apartado de la perturbación y les había unido profundamente lo mismo que a mí me había apartado de ellos. Hattie había arriesgado su reputación con sus visitas a mi celda de la cárcel. Ahora que estaba libre, le escribí una breve carta agradeciéndoselo de todo corazón y deseándole felicidad. Al menos les debía tranquilidad y paz.

En cuanto a mí, carecía de ellas. Mi tía abuela vino a visitarme una vez que hube regresado a Glen Eliza, donde me preguntó repetidas veces sobre los «delirios» e ideas «alucinadas» que tuve, como consecuencia de mi gran desesperación tras la muerte de mis padres y que, en última instancia, me llevaron a la cárcel.

—Yo hice lo que creí justo —repliqué, evocando las palabras que me dirigió Edwin Hawkins cuando estaba escondido en el almacén de embalaje.

Permaneció con los brazos cruzados, con su largo vestido negro, en acusado contraste con su cabello blanco como la nieve.

—Quentin, querido muchacho. ¡Te detuvieron por asesinato! ¡Fuiste un presidiario! Tendrás suerte si alguien en Baltimore sigue relacionándose contigo. Una mujer como Hattie Blum necesita un hombre digno como Peter Stuart. Esta casa se ha convertido en el castillo de la molicie.

Me quedé mirando a mi tía abuela. Había tomado este asunto con más pasión de lo que yo creí.

—Lo que más deseaba era casarme con Hattie Blum —dije, lo que resultaba tanto más impropio a sus ojos cuanto que me refería a una mujer a punto de casarse—. Todo cuanto puedas decir para recriminarme se quedará corto. Me alegro por Peter. Es una buena persona.

—¡Qué diría tu padre! Dios no permita que los errores de los vivos los achaquemos a los muertos, pero tú, querido muchacho, has heredado mucho de la sangre de tu madre —añadió con un apagado murmullo.

Antes de marcharse aquel día, me fulminó con una mirada que, como más tarde comprendí, era una amenaza. Examinó Glen Eliza como si en cualquier momento pudiera derrumbarse a causa de la dilapidación moral que yo había perpetrado.

Poco después fui informado de que mi tía abuela había emprendido acciones judiciales para reclamar la posesión de la mayor parte de lo que yo había heredado de mi padre, de acuerdo con el testamento de éste, incluida Glen Eliza, argumentando irresponsabilidad mental y desequilibrio, puestos de manifiesto con mi conducta a partir de mi irracional renuncia a mi condición de socio del bufete de Peter…, y de mi extrema negligencia en las inversiones y en los intereses mercantiles de la familia Clark, negligencia que se había traducido en graves pérdidas de valor en los últimos dos años…, todo lo cual culminó con mi salvaje y alocada interrupción de la fatal reunión del barón Dupin…, con mi inaudita huida de la cárcel, los rumores de que intenté profanar una tumba y de que allané una vivienda en la calle Amity… Todo esto demostraba mi completa falta de sentido.

Supe después que en todo esto había contado con la ayuda de la tía Blum. Al parecer, había interceptado mi carta de agradecimiento a Hattie. Furiosa al enterarse por esa carta de las visitas de Hattie a la cárcel, la tía Blum se apresuró a llamar a la tía abuela Clark.

La tía abuela me escribió una carta explicándome que estaba luchando por el honor del apellido de mi padre y porque me quería.

Empecé a disponer mi defensa. Trabajé febrilmente, sin apenas abandonar la biblioteca, trayendo a la mente las veces que Duponte se sentaba a la mesa, en ocasiones días enteros sin interrupción.

Preparé lo mejor que pude la defensa de mis acciones. El proceso fue agotador. No sólo para dar respuesta a cada acusación que esgrimiría mi tía abuela, como prueba de que yo había disipado mi fortuna y hecho mal uso de ésta y de mi buen nombre en sociedad, sino para enmarcar esas respuestas en el lenguaje jurídico que creía haber abandonado.

Se decía que la tía Blum había aconsejado que en el caso contra mí se insistiera en mi desconsideración hacia el patrimonio familiar. Calculó que la bien educada Baltimore toleraría la injusticia de semejante ofensa pecuniaria. Ésa era la ley del linchamiento de Baltimore.

Mientras tanto, yo pensaba en los numerosos testigos y amigos a los que podía convocar en mi defensa, pero lamentablemente concluí que muchos —como Peter, por supuesto— ya no hablarían en mi favor. Los periódicos, que hacía poco habían terminado con la noticia sensacional de mi detención, fuga y exoneración, contemplaban felices este proceso porque suponía una interesante continuación de mi caso, y siempre escribían sobre éste con un matiz de sospecha que podía demostrar mi culpabilidad en algún otro y más grave delito.

En ocasiones, estaba convencido de que abandonaría en paz aquella maltrecha casa, Glen Eliza, en cuyo interior yo parecía flotar ahora en lugar de habitarla. Recorría a zancadas los pisos superiores y subía un tramo de escalera y bajaba otro, y aquello parecía confirmar esta sensación, expresada en palabras de mi tía abuela, por supuesto, y que me dejó preguntándome: «¿Cuál es mi lugar en la tierra?» La casa, con todas sus divisiones y subdivisiones irregulares, con sus amplios espacios, parecía poder dar cabida tan sólo a unas pocas partículas de mí mismo.

No sé por qué me detuve ante una peculiar silueta enmarcada. Era una de las pocas en las que apenas había reparado antes. Aunque la reprodujera aquí, resultaría irrelevante para el ojo de mi lector: el perfil de un hombre corriente con un tricornio anticuado. Era mi abuelo, quien se puso furioso al enterarse de que mi padre tenía la intención de casarse con Elizabeth Edes, una judía. Amenazó y se encolerizó y negó a mi padre el dinero de la familia que en derecho le correspondía. No importa, dijo mi padre, pues aquello lo colocaba como un joven de posición no tan distinta de la que ocupaba la familia de mi madre, que se había hecho a sí misma. Con sus almacenes de embalaje —«con mi empresa», como él decía—, mi padre prosperó lo suficiente como para construirse una de las mansiones más exclusivas de Baltimore.

Pero mientras que mi padre hablaba siempre de su Industria y de su Empresa, los rasgos que consideraba opuestos al Genio, me di cuenta, contemplando aquella imagen, que él fue el emprendedor que siempre había manifestado no ser. Pues él y mi madre habían creado aquel mundo de la nada como homenaje a su felicidad… y resultaría difícil precisar cuánta impaciencia e insistencia, cuánto genio implicaba aquello. Mi padre tenía los auténticos afanes del genio contra el que prevenía a los demás. Por eso se esforzó en mantenerme alejado de todo lo que no fueran caminos trillados; no porque los hubiera hecho suyos, sino porque se había desviado y había concluido victorioso pero también herido.

El viejo patriarca de la silueta ni al morir se desdijo de sus objeciones a que la sangre judía de mi madre se ingiriese en el ordenado linaje familiar. Pero aun así mis padres colgaron su silueta en un lugar preferente de Glen Eliza, el lugar erigido para nuestra felicidad, en lugar de esconderla, abandonarla o destruirla. El significado de esto nunca me produjo tanta impresión como en aquel momento. Sentí en un instante que la posesión de aquel lugar y la vinculación a mi familia habían vuelto a mi escritorio y al trabajo que tenía entre manos.

No recibí a ningún visitante hasta la noche en que llegó Peter.

—Según veo no hay ningún criado para abrir la puerta —comentó, y luego frunció el ceño para sí mismo, como si confesara que en ocasiones no podía controlarse la boca—. Glen Eliza sigue magnífica, como cuando éramos niños y jugábamos a los bandidos en las salas. Son algunos de mis momentos más felices.

—Piensa en eso, Peter. ¡Tú, un bandido!

—Quentin, quiero ayudar.

—¿Qué quieres decir, Peter?

Recuperó su jactancia habitual.

—Tú no naciste para ser tan sólo un abogado; eres demasiado excitable. Y quizá yo no nací para tener otro socio que no fueras tú… Por cierto que en los últimos seis meses he tenido a dos hombres. En cualquier caso, necesitas ayuda.

—¿Te refieres al pleito que me ha puesto mi tía abuela?

—¡Te equivocas! —exclamó—. Lo vamos a convertir en tu pleito contra la tía abuela Clark, amigo mío.

Sonrió ampliamente, como un niño. Aquel día di orgullosamente la bienvenida a Peter, quien dedicó al caso cuantas horas pudo todas las noches, una vez concluida su jornada en su despacho. Su ayuda fue de extraordinario valor, y yo empecé a sentirme más optimista sobre mis posibilidades. Además, me parecía que nunca había conocido a nadie tan íntimamente como a mi amigo, y hablábamos como las personas sólo pueden hacerlo ante la luz vacilante de una chimenea.

Pero ambos evitábamos mencionar a Hattie. Hasta que una noche, hallándonos en mangas de camisa trazando nuestra estrategia, Peter dijo:

—En este punto de la defensa llamaremos a la señorita Hattie para que testifique, con el fin de mostrar tu comportamiento honrado y…

Miré a Peter con expresión de alarma, como si acabara de gritar a pleno pulmón.

—No puedo, Peter. Lo que quiero decir… Bueno, ya sabes cómo están las cosas.

Suspiró ansiosamente y bajó la vista hasta su bebida. Estaba tomando el último trago del día de ponche caliente.

—Ella te quiere.

—Sí, como mi tía abuela. Los que me quieren me fallan o yo les fallo a ellos, como en el caso de Hattie.

Peter se levantó de su silla.

—Mi compromiso con Hattie ha terminado, Quentin.

—¿Qué? ¿Cómo?

—Lo he roto yo.

—Peter, ¿cómo pudiste?

—Pude advertirlo cada vez que miraba en mi dirección, como si quisiera mirarte a ti a través de mí. No es que no me quiera; en cierto sentido, me quiere. Pero tú tienes algo más fuerte, y yo no debo interponerme en vuestro camino.

Apenas pude tartamudear una respuesta.

—Peter, no debes…

—Nada de titubeos por tu parte. Es cosa hecha. Y ella se mostró de acuerdo, después de mucho discutirlo. Siempre he pensado que ella te amaba porque eres apuesto, y eso me proporcionaba un atisbo de extraña alegría por haber vencido después de todo. Pero ella creyó en ti cuando no había nada en qué creer y nadie más creía. —Rió amargamente y luego me golpeó en el hombro con su larga mano—. Entonces comprendí que se te parece mucho.

Me puse a hablar apresuradamente sobre qué debía hacer, y si debía dirigirme de inmediato a casa de Hattie… Con un ademán, me invitó a volver a mi asiento.

—No es tan sencillo, Quentin. Queda su familia, que le tiene prohibido comunicarse contigo, en particular ahora que corres el riesgo de perder todas tus posesiones, incluida la misma Glen Eliza. En primer lugar, debes vencer, y de nuevo Hattie será tuya. Hasta entonces, es mejor que crean que Hattie y yo nos vamos a casar. Incluso si la ves en la calle, toma otro camino… No deben veros juntos.

Me sentía exultante, y me vi empujado a un nuevo frenesí de actividad, más decidido que nunca a vencer los nuevos obstáculos interpuestos por el pleito de mi tía abuela.

Pero Peter pronto se vio desbordado por sus tareas en el despacho, que acortaron en gran medida su tiempo disponible para ayudarme. Además, una vez iniciado el juicio, el asunto se volvería cada vez más intrincado y torvo. La inteligente estrategia de presentar a la tía abuela Clark como hipócrita y taimada, chocó con el gran apoyo de que gozaba entre la buena sociedad de Baltimore, en especial entre los amigos de la familia de Hattie. Por añadidura, había sencillamente demasiados puntos que no pudieron aclararse lo bastante ante la opinión pública.

—Está todo el episodio del espionaje a ese barón que su abogado ha mencionado —dijo Peter una noche, durante el juicio.

—¡Pero eso puede explicarse! Para llegar a las conclusiones correctas de la muerte de Poe…

—Todo puede explicarse…, pero ¿puede entenderse? Incluso Hattie, con todo lo que te quiere, se esfuerza por entender eso, y se lamenta de no conseguirlo. Tú hablas de buscar las conclusiones sobre la muerte de Poe, pero ¿cuáles son? Ahí radica la diferencia entre el éxito y la insania. Para ganar el caso, debes adaptar tu argumento a la comprensión del hombre más lerdo de los doce del jurado.

A la larga, conforme el pleito contra mí empeoraba, quedó claro que Peter estaba en lo cierto. Yo no podía vencer. Por más duramente que trabajara, no podría salvar Glen Eliza. No podría ganarme de nuevo a Hattie. No podría conseguir nada sin una solución a la muerte de Poe…, sin mostrar que en todo aquello había encontrado la verdad que durante tanto tiempo anduve buscando.

Sabía lo que debía hacer. Utilizaría la única versión convincente de la muerte de Poe que había resultado de aquel desafío: la del barón Dupin. Era mi última esperanza. La conservaba en mi memoria y ahora la escribí, palabra por palabra, en forma de un alegato ante el tribunal…

Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida…

Inmediatamente pude percatarme de que aquello podía servir. Desde luego, cuanto más leía lo que había garabateado en mi cuaderno, más plausible…, luego probable…, ¡verosímil!, me parecía la historia del barón. Sabía que no era fiable, que había sido manipulada y conformada para el oído y la satisfacción del público; también sabía que ahora sería creída. Todo cuando sigue será la pura verdad. Hablaría de ficciones, de fábulas y más fábulas, probablemente de mentiras. Pero sería creído de nuevo, respetado de nuevo, como mi padre hubiera querido. Y debo puntualizarlo porque soy el más próximo a la verdad. (Duponte, ¡si Duponte estuviera aquí!) O, mejor dicho, el único que… sigue con vida.