Más tarde, aprendí más acerca de los Bonaparte y su tranquila residencia en Baltimore durante décadas. Ahora solamente deseaba encontrarlos. Podía recordar vagamente a mis padres hablar del escándalo desencadenado muchos años antes —mucho antes de mi nacimiento— cuando el hermano de Napoleón Bonaparte se casó con la belleza más rica de Baltimore, Elizabeth Patterson. Ese hermano hacía tiempo que había retornado al lujo de Europa. Yo debía enfrentarme a los descendientes americanos del frívolo hermano de Napoleón —el Jérôme Bonaparte al que conocí disfrazado y a sus familiares y aliados— para averiguar si conocían a aquellos sicarios cuya existencia demostraría mi inocencia.
Pero de momento no me preocupaba particularmente la historia o las ambiciones de la familia Bonaparte. En ese momento la cuestión de mi supervivencia era demasiado real.
Aquellos Bonaparte americanos y su descendencia se habían multiplicado, estaban extendidos por toda la ciudad y mantenían muchas casas en Baltimore gracias a su riqueza, procedente de la familia Patterson y a la pensión que la esposa abandonada recibía de Napoleón. La primera dirección a la que acudí ya no les pertenecía, pero la doméstica que me atendió, una irlandesa metida en carnes, había recibido tantas visitas equivocadas como para saber adónde encaminarme. Aun así, recorrí distintos barrios y conocí a personas de lo más variado, antes de encontrar la residencia más prometedora: una de las casas de los nietos del hermano de Napoleón, sobrinos nietos no reconocidos del legendario Napoleón y, según mis cálculos apresurados, primos del actual presidente francés.
Prosiguiendo con el incidente del tren, estaba convencido de que eludí a la policía de Washington, pero continué el viaje despacio y melódicamente, lo que resultaba exasperante en un asunto tan urgente. No era seguro salir a plena luz del día. Tras mi huida del tren, aguardé hasta la noche en una zanja pasando frío, hasta que pude regresar a salvo a Baltimore en un carro, situándome entre la paja, al fondo del vehículo, con unos sirvientes y un buhonero húngaro quien, al parecer por causa de la agitación que le provocaba un sueño, me golpeó repetidamente en el estómago con una bota claveteada. El cochero condujo toda la noche por pedregales y trochas a una velocidad similar a la de un tren.
Aguardé otro día y, sin tomar precauciones, acudí a la siguiente dirección de un Bonaparte. La casa estaba vacía o, más bien, no había servicio y nadie respondió a mi llamada a la puerta. Pero advertí que la puerta de la cochera estaba abierta y, mientras me hallaba fuera, pude distinguir formas humanas a través de una ventana y creí oír a unos hombres hablando en francés.
Cuando se abrió la puerta, pude ver con más claridad a dos de las figuras que había en el interior. Reconocí a una como el sicario que casi me mata en la fábrica de carruajes, y la segunda debía de corresponder a su compañero. El primer individuo llevaba un vendaje en el brazo, donde le había caído encima el carruaje, después de haberlo estoqueado yo.
Otro hombre, el que se hallaba más próximo a la puerta de la calle, estaba entregando dinero a los dos matones, que asintieron y a continuación partieron en el coche de la casa. Ese tercer hombre tenía el aspecto de ser el jefe. Esperé a que los otros se alejaran y llamé.
El hombre regresó a la puerta. Era aún más corpulento que los dos matones. No es que los aventajara en tamaño exactamente, pero sí mejor constituido, como para inspirar respeto más que temor, con hombros perfectamente cuadrados. Por un momento permaneció paralizado mientras esperaba que yo dijera una palabra. Volvió a mirarme mientras yo lo miraba a él, con una vaga expresión de reconocimiento.
—Señor Bonaparte —dije finalmente, ahogando un suspiro—. ¿Es usted monsieur Bonaparte?
Negó con la cabeza.
—Mi nombre es Rollin. El joven monsieur Bonaparte está ausente, en West Point. ¿Desea dejarle algún recado?
Me lo imponía más que pedírmelo, pero lo rechacé. Había algo en su tono…
Le prometí volver otro día y me apresuré a retirarme, aterrorizado porque uno de los matones pudiera regresar y verme en la puerta. Pero aún temía más al tercer hombre, el que se presentó como Rollin. Se levantó lentamente el sombrero para darme las buenas noches, y antes de que regresara adentro supe exactamente dónde lo vi por primera vez. Había sido un encuentro muy breve, mucho tiempo atrás y a medio mundo de distancia.
Recordando la primera visión que tuve de él, fui comprendiendo gradualmente, conforme caminaba por la calle, cómo había ocurrido todo, cómo había estado relacionado con París hasta ahora. Cómo los Bonaparte, estaban complicados en el asunto. Que en un intento de asesinato en Baltimore radicaba, sin duda, el futuro de Francia…
A medida que estos pensamientos se iban organizando, caminaba rápidamente, pero hasta cierto punto despreocupado, hacia otra pensión que Edwin me había buscado tras mi regreso de Washington. De repente, sentí que un dolor punzante me recorría la espalda. Caí hacia delante y luego rodé hasta quedar boca arriba. Encima de mí vi destellos de un caballo blanco levantándose hacia el cielo, y a un hombre alto y poderoso montándolo. Desenrolló su látigo y esta vez me agarró el brazo.
—El abogado señor Clark, ¿no es así? Vaya cosa ver a un hombre de buena familia buscado por asesinato.
Era Slatter, el traficante de esclavos, cabalgando un perfecto espécimen del mayor de los caballos de Pensilvania. Traté de ponerme en pie, pero me dio un puntapié con la bota en un lado de la cabeza Me retorcí de dolor en el suelo, tosí y escupí sangre.
Slatter saltó del caballo y me mantuvo tumbado con su bastón de caoba oscura mientras me ponía grilletes en los tobillos y las muñecas.
—¡Se le ha caído el pelo, amigo mío! Me he sacado dos mil dólares el mes pasado, pero esto lo voy a disfrutar aún más.
—¡Yo no le disparé a nadie! ¡Y no tengo nada que ver con usted! —exclamé.
—Pero sí tuvo que ver conmigo la otra semana, ¿verdad? Con aquel joven cabeza de lana amigo suyo. No, conmigo no tiene que ver, sino con la ciudad. Siempre es un placer servir a la policía de Baltimore. —Los principales traficantes de esclavos a menudo recibían las listas de hombres y mujeres en busca y captura, pues muchos de éstos eran esclavos fugitivos—. Quizá le gustaría pasar una noche en mi corral, con la remesa que estoy a punto de embarcar, antes de entregarlo a la policía. Estoy seguro de que ellos estarán ansiosos por volverlo a ver… Sabemos que es usted un amante declarado de los de su clase. A lo mejor incluso habla su lengua de nigger.
Las esposas eran inamovibles, y no tuve otra elección que caminar hacia su corral de esclavos, arrastrado por una larga cadena desde su caballo. Slatter parecía regodearse en el paso lento, como si tuviera haciéndome desfilar ante miles de espectadores, por más que, de hecho, las calles inundadas y oscuras estaban vacías. Él se volvía a menudo para disfrutar viéndome.
Yo mantenía la mirada baja, desesperado, cuando oí el rumor de unos pasos. Levanté la vista y supongo que él debió encontrarse con mis ojos muy abiertos por la sorpresa. Volviéndose rápidamente vio lo que yo ya había visto: a un hombre que surgía del suelo con un grito y lo golpeaba. La cabeza de Slatter chocó contra el terreno. Levantó brevemente la barbilla y luego sus ojos se cerraron al tiempo que emitía un gruñido. Edwin Hawkins se acercó y rebuscó en el abrigo las llaves de mis grilletes.
—¡Santo Dios! —exclamé—. ¡Qué alegría verlo, Edwin!
Una vez halladas las llaves, me devolvió la libertad de movimientos.
—Señor Clark —dijo interrumpiendo mis exclamaciones de gratitud—, debo irme.
Se volvió para mirar a Slatter.
—No se preocupe. Está inconsciente. Aún tardará en despertarse.
—Debo abandonar Baltimore. Ahora, señor Clark. Me conoce de joven.
Entonces comprendí. Si Slatter había visto a Edwin y reconocía al atacante como un hombre al que él había vendido años antes, o le había vislumbrado lo bastante como para recordar su rostro… Edwin no sólo sería condenado, sino que sería devuelto a la esclavitud.
—¿Le ha visto?
—No lo sé, señor Clark. Pero no puedo arriesgarme a averiguarlo. Siento no estar en disposición de seguir ayudándole. Sé que encontrará la prueba que necesita.
—Edwin. —Lo tomé del brazo—. ¡Si yo no hubiera puesto cara de sorpresa! Entonces él no se habría vuelto y usted no habría corrido el riesgo de que lo viera. ¡Usted ha hecho esto por Poe!
—No. Esto lo he hecho por usted. —Me tomó la mano, con una cálida sonrisa—. Usted rehabilitará su nombre, y ésa será la recompensa por esto. Por mí tiene que seguir adelante. Con la ayuda del cielo.
Asentí.
—Váyase a toda prisa, amigo mío —dije en un susurro— y guarde silencio por el camino.
Desapareció por las calles. Le puse a Slatter grilletes en las muñecas, pero le dejé los pies libres para que pudiera conseguir ayuda cuando volviera en sí. No parecía tan alto como montado a caballo; en realidad era un viejo decrépito que yacía allí con expresión vacía y aspecto desaliñado. Apenas podía moverme del lugar. Sin Edwin, me sentía inconsolablemente solo, y recordé con nostalgia cómo me reconfortaron las visitas de Hattie a la cárcel, y la aparición allí de Bonjour, y la inyección de moral que recibí de unas y otra.
Un súbito pensamiento me devolvió a la realidad. «Bonjour», murmuré para mí. Oí a Slatter recuperar el sentido con una serie de gruñidos, pero no me detuve para volverme y mirarlo. Monté su caballo y partí en la dirección de la que provenía.
—¡Mi caballo! —exclamó Slatter—. ¡Usted! ¡Devuélvame mi caballo!
Mis temores se hicieron realidad cuando vi que la puerta de la casa Bonaparte que acababa de abandonar estaba abierta de par en par. Até el caballo del traficante de esclavos a un poste del exterior y atravesé con suspicacia el vestíbulo principal. Todo permanecía en calma salvo por el sonido, que podía oírse con claridad, de una respiración trabajosa. De haberse producido otros ruidos, es improbable que la hubiera percibido. Hubiera quedado arrinconada en lo profundo de mi mente, junto con el aspecto del mobiliario. Yo estaba paralizado.
En la estancia estaba claro que se había sostenido una lucha minutos, quizá segundos antes de mi llegada. Sillas, lámparas, cortinas y papeles aparecían desparramados por el suelo. La araña aún se bamboleaba a causa de la violencia. El vencedor estaba claro. Bonjour permanecía de pie por encima de la figura de Rollin, que sudaba lamentablemente. Del desarreglo de una ventana próxima cabía deducir que él intentó saltar por allí. Aunque Bonjour abultaba quizá la mitad que su adversario, lo mantenía en el suelo, con una daga apoyada en su garganta.
Los ojos de Rollin encontraron los míos y me pregunté: ¿También me ha reconocido él ahora?
Había abandonado París con Auguste Duponte para iniciar nuestra investigación sobre la muerte de Poe. Al subir a bordo del barco, Duponte me anunció que había un polizón. Recuérdenlo.
«Le pido, monsieur Clark —me dijo—, que el mozo informe al capitán de que a bordo de nuestro barco va un polizón».
«¡Ustedes querrán saber lo que sé yo!», exclamó aquel polizón, Rollin, cuando fue descubierto y acusado de tratar de robar el correo que transportaba el barco. Había algo en su tono que podía haberme refrescado la memoria cuando el mismo hombre preguntó, con una voz mucho más agresiva: «¿Desea dejarle algún recado?», en la puerta de la mansión Bonaparte. Pero más que eso, fue cuando se levantó el sombrero, revelando su calvicie total, que descubrió involuntariamente aquel día en el mar, después de que lo arrojaran por la borda. Fue esa visión lo que me hizo recordar dónde lo había visto primera vez.
Para cuando descubrí allí a Bonjour, las implicaciones de la presencia de aquel hombre en el Humboldt quedaron afirmadas en mi imaginación. Pero si he de responderme a mi anterior pregunta, la respuesta es no; no creo que me hubiese reconocido. Aquel día, en el mar, había estado mirando a otra persona.
Ahora me miraba directamente a mí. Los ojos de Rollin ardían de horrorizado interés, y sus piernas aparecían mojadas y con pétalos de flores desparramados, debido a que un florero se había volcado y hecho añicos sobre la alfombra.
Bonjour miró en torno. Sonrió ligeramente, como excusándose, dirigiéndose a mí. Casi pude sentir de nuevo toda la pasión y la presión de su beso mientras la miraba a la cara.
—Lo siento, monsieur Clark.
Lo dijo como si yo fuera el que estaba postrado y rogara por mi vida.
—Usted —dije, enderezando el cuerpo con aquella revelación—. Usted me envenenó. ¡No fueron la policía ni los guardianes de la cárcel! Fue usted. Deslizó el veneno en mi boca cuando nos besamos.
—Una vez que encontré la manera de entrar en la cárcel, vi que las paredes del hospital ya estaban dejando paso a la inundación —dijo—. Pensé que podía escapar a través del alcantarillado, pero necesitaba dar con la forma de que fuera trasladado allí. Puede usted decir que lo ayudé, monsieur.
—No, usted no lo hizo por ayudarme. Usted quería seguirme para que la condujera hasta Duponte, y que él pudiera encontrar a los hombres que dispararon contra el barón, y también a quien dio la orden. Usted creía que Duponte todavía podía ayudar y que yo sabía dónde estaba.
—Yo quería lo mismo que usted, monsieur Clark. Encontrar la verdad.
—Por favor —imploró el hombre que estaba en el suelo.
Bonjour le dio un furioso puntapié en el estómago. Vi cómo el hombre se retorcía de dolor. Di un paso adelante.
—Bonjour, esto no servirá de nada. La policía puede detenerlos ahora.
—Yo no me fío de la policía, monsieur Clark.
El hombre farfullaba otros ruegos y temblaba lamentablemente. Bonjour se agachó, poniendo en posición su daga.
—Váyase —me dijo, señalando la puerta.
—Usted no le debe una venganza al barón, mademoiselle —repliqué—. Ha cumplido con sus obligaciones descubriendo al hombre que ordenó su muerte. Matar a este villano ahora sólo servirá para llevar la desgracia a su vida, para obligarla a huir, como ya le ocurrió antes. Y yo seré el único testigo de este crimen —añadí—. Tendrá que matarme también a mí.
Me sorprendió que Bonjour, después de quedar inmóvil, como en actitud contemplativa, se volviera lentamente hacia mí con una lágrima en el rabillo del ojo. Parecía que en su expresión asomaba un verdadero afecto. Avanzó con precaución como un cervatillo asustado. Parecía estar conteniendo su respiración cuando me echó los brazos al cuello con un leve gemido. Era no tanto un abrazo —algo semejante a cuando nuestros cuerpos se juntaron en las fortificaciones de París— cuanto una necesidad de apoyo, y yo permanecía derecho como un pilar.
—Bonjour, esto se hará como es debido. Nos hemos ayudado mutuamente. Déjeme que la ayude yo.
Me rechazó, como si hubiera sido yo quien la había empujado hacia mí. Casi caí al tropezar con el borde del sofá. Sus ojos reflejaban como una pérdida, y eso me dio a entender que no volvería a verla.
Bonjour dejó caer la daga y, tras una mirada al escenario que había creado, empezó a propinar brutales puntapiés en la cara del hombre, varias veces, en una racha de golpes. Luego salió corriendo de la habitación. Respiré aliviado porque no lo había matado. Pero no fue su monólogo lo que la movió a no hacerlo. Al aproximarme al lugar donde Rollin yacía desplomado como un cadáver, vi lo que Bonjour había visto: uno de los objetos que habían caído al suelo durante su lucha era un periódico de la mañana. En primera plana se informaba de la muerte del misterioso barón francés en el hospital.
El traficante de esclavos no se equivocaba, como yo pensé, cuando dijo que me buscaban por asesinato. Bonjour, por su parte, debió haber considerado que, en algún sentido, su obligación de vengar al barón se había consumido y disipado tras su muerte: quizá para la ladrona que había en ella, la recompensa, el honor del barón, desaparecía una vez pagada la deuda. Quizá para la verdadera mente criminal, el honor no continuaba después de la muerte; nada continuaba después de la muerte; no había cielo ni infierno para las personas que buscaron esos ámbitos aquí. O acaso, en comparación con la pena verdadera, había palidecido todo lo demás. Cualquiera que fuese la razón, ella desistió de su venganza.
Me incliné junto a Rollin y comprobé que estaba sin sentido, pero sólo superficialmente herido. Vendé sus heridas con un jirón de tela de una cortina adornada con flecos. Antes de marcharme, encontré una jofaina y traté de lavarme las manos manchadas con su sangre.
Mi mente daba vueltas y vueltas a lo que había descubierto. Aunque había hecho grandes progresos en la comprensión de lo sucedido, seguía sin tener prueba alguna contra los hombres que mataron al barón. No contaba con nada para convencer a la policía cuanto había descubierto. Si aguardaba el regreso de los dos villanos a la casa Bonaparte, no dudarían en eliminarme. Es más: tal vez eso sería lo primero que les ordenaría Rollin en cuanto recobrara el conocimiento. Puesto que la policía lo único que deseaba era detenerme, carecería de protección si la avisaba.
Y yo quedaría para siempre como el hombre que mató al verdadero Dupin. Eso era lo que la gente creería. Yo estaba destruido. Me ahorcarían por culpas ajenas y, de momento, ni siquiera podía descifrar de quién eran esas culpas, si de aquellos hombres o de Duponte. Lo peor de todo era que había permitido que todo aquel embrollo impidiera para siempre la resolución del misterio de la muerte de Poe.
Con tales pensamientos, caminé por las calles de Baltimore, parándome sólo de vez en cuando para descansar. Anduve hasta primeras horas de la madrugada, y la salida del sol me sorprendió andando todavía.
—¿Clark?
Me volví. Al hacerlo me di cuenta de que no estaba lejos de una de las comisarías de distrito, así que pueden suponer que no estaba del todo preparado para ver lo que vi.
—Oficial White —dije, y a continuación saludé también al agente del registro.
Mientras me agarraban, miré bastante confuso la sangre, cuyas salpicaduras eran como manchas de culpabilidad en las mangas y en los botones de mi raído abrigo.