El tercer día después de mi descubrimiento de la revista Graham’s de diez años atrás, Edwin pudo apreciar que me encontraba espiritualmente hundido. Me sentía más envenenado que cuando Neilson Poe me encontró frente al 3 de la calle Amity. Ahora se trataba de mi alma, de mi corazón, que había sido más infectado que mi sangre.
Edwin trató de hablarme, de prestarme ayuda para encontrar a Duponte. Pero yo ya no conocía a Duponte. ¿Quién era, qué era? Quizá, pensé, Poe ni siquiera oyó hablar de mi Duponte. Toda la verdad se había trastocado. Quizá era Duponte quien, deliberada y meticulosamente, había copiado en parte al personaje, en la medida en que era capaz, a partir de los cuentos de Poe, y no viceversa. Ahora se ocultaba porque reconocía que no estaba a la altura del papel que había imaginado. Durante todo el tiempo que pasé con Duponte nunca se me ocurrió que lo suyo fuera una reacción enfermiza a la literatura, en lugar de una fuente de inspiración para ella. Supongo que la satisfacción de haber contribuido a sacar a Duponte de su aislamiento en París me indujo a desechar cualquier conato de duda. Eso carecía ahora de relevancia; era como polvo en la balanza. Yo estaba solo.
Las aguas se retiraron de los alrededores del almacén de embalaje, y como había más gente rondando por las calles adyacentes, Edwin me aconsejó que encontrara otro refugio. Se procuró una habitación en una apartada casa de huéspedes en el distrito oriental de la ciudad. Convinimos en una hora para encontrarnos y que él me condujera a mi nuevo escondite en un carro cubierto con pilas de los periódicos que debía repartir. Al final, llegué tarde, tan desorientado estaba por la pérdida de Duponte.
Había pedido a Edwin que me proporcionara más cuentos de Poe, y leí los tres de Dupin una y otra vez, siempre que la luz del almacén de embalaje era suficiente. Si no había ningún Dupin verdadero, ninguna persona cuyo genio hubiera tomado prestado Poe para su personaje, ¿por qué creí en ello con tanto fervor? Al principio me dediqué a copiar frases de Dupin que aparecían en los cuentos, de una manera dispersa; y luego, sin ningún objetivo en concreto, escribí los cuentos completos, palabra por palabra, como si los tradujera a algún lenguaje útil.
Poe no descubrió a Dupin en las informaciones periodísticas de París. Lo descubrió en el alma de la humanidad. No sé cuál es la mejor forma de compartir ahora lo que ocurrió en medio de aquel trastorno mental mío. Volvía a oír una y otra vez lo que dijo Neilson Poe: que el significado de Edgar Poe no estaba en su vida, ni en el mundo exterior, sino en sus palabras, en sus verdades. Dupin, pues, existía. Existió en sus cuentos y, quizá, la verdad de Dupin estaba en todas nuestras aptitudes. Dupin no estaba entre nosotros, sino en nosotros, como otra parte de nosotros, como otro yo de nosotros mismos, más fuerte que cualquier persona que pudiera parecerse aun ligeramente a Dupin por su nombre o sus rasgos. Pensé de nuevo en aquella frase de «Los crímenes de la calle Morgue». Sólo vivíamos para nosotros…
Encontré a Edwin esperándome.
—Está a salvo —dijo, tomándome de la mano—. Estaba a punto de recorrer la ciudad en su busca. Deme ese abrigo y póngase este otro. —Me alargó un viejo abrigo blanco y negro—. Venga, deje ahora el sombrero y el bastón. Me han prestado un carro para llevarlo a la casa de huéspedes. No nos entretengamos.
—Gracias. Pero no puedo, amigo —repliqué, tomándole la mano—. Debo ver a alguien ahora mismo.
Edwin frunció el ceño.
—¿Dónde?
—En Washington. Hay un hombre llamado Montor, representante de Francia, quien hace tiempo fue el primero en hablarme de Duponte, y me dio instrucciones para mi visita a París.
Empecé a alejarme, cuando Edwin me tocó el brazo.
—¿Es un hombre en el que puede confiar, señor Clark?
—No.
* * *
Henri Montor, el representante francés en Washington, estaba preocupado. En su país, los republicanos rojos y sus seguidores cada vez elevaban más el tono de sus protestas. Vive la République! se gritaba en las plazas. Los parisienses se mostraban inquietos si transcurrían muchos meses sin luchas políticas, pensó Montor, y por eso ahora estaban volviendo sus mentes contra Luis Napoleón. Los resultados podían ser catastróficos.
No extraigan conclusiones precipitadas. Monsieur Montor no sentía especial afecto por Luis Napoleón —el presidente-príncipe, un producto consentido y arrogante de la fama, que había protagonizado dos intentos fallidos y torpes de hacerse con el poder—, pero a Montor le agradaba su actual posición y no sentía ningún deseo de que se viera alterada. Lo que le gustaba no era Washington, con su comida fría incluso en el comedor de los mejores hoteles (¡incluso los pasteles de maíz estaban calientes sólo a medias!), sino el hecho de ser representante en otro país.
Montor leía todos los periódicos franceses que podían encontrarse en Washington (fue durante esta actividad, recuérdenlo, cuando tiempo atrás, su interés se vio atraído por un baltimorense que leía artículos acerca de un tal Auguste Duponte). Montor observó más tarde que un mayor número de periódicos franceses criticaba al presidente-príncipe. En tono menor, pero no menos evidente. Ahora Napoleón había ordenado al prefecto y a la policía cerrar los periódicos desafectos. ¿Qué les provocaba ansiedad, realmente, a Napoleón y sus consejeros? ¿Qué esperaban que hicieran los revolucionarios? ¿Qué gran plan podían urdir ahora? ¡Francia ya era una república! Podían elegir a alguien que no fuera Luis Napoleón. Pero tal vez se proponían debilitar primero la posición de Napoleón como para que un enemigo del exterior tomara ventaja… No, monsieur Montor no adivinaba más que otros el verdadero plan. Pero constantemente se inquietaba por los acontecimientos en torno a los Campos Elíseos.
También tenía preocupaciones menores; preocupaciones locales. Había un francés al que habían tiroteado en Baltimore. Decían algunos que era aquel infame abogado bribón, el fatuo «barón» Claude Dupin, que había estado viviendo en Londres. Era barón ¿de qué? Daba igual; aquel bobo se había metido, sin duda, en algún asunto turbio. Pero era francés, y el jefe de policía de Baltimore escribió al respecto a monsieur Montor.
El suceso se había producido semanas antes, y ya ni siquiera ocupaba la mente de Montor aquella noche. Sólo pensaba en dormir. Disfrutaba de dos grandes placeres en la vida, y en su favor hay que decir que ninguno guardaba relación con superficiales inquietudes de riqueza o poder. Eso era lo que lo diferenciaba de hombres como los ministros del príncipe. A Montor le gustaba más conversar y ser admirado por los extranjeros, a lo que ya aludimos, y además le gustaba dormir muchas horas seguidas.
Fue en uno de los encuentros de Montor con aquel joven baltimorense en la sala de lectura, estudiando artículos sobre Auguste Duponte. Montor habló con respeto de Duponte. No podía recordar la última vez que oyó hablar de una de las magníficas hazañas de Duponte, pero no importaba. Aquel joven estaba tan absorbido, que Montor no quiso apartarle de su estudio. Fue hace algún tiempo, casi seis meses antes, y Montor, que tenía mala memoria, apenas recordaba al joven caballero y sus numerosas conversaciones. Hasta aquella noche, cuando Montor iba camino de su casa. Le costó un rato llegar a la conclusión de que era extraño que en su chimenea estuviera ya rugiendo el fuego, y otro momento más para advertir que alguien estaba sentado a su mesa.
—¿Quién…? ¿Qué es…? —Montor no podía creer sus propias palabras—. ¿Quién le ha dado permiso para entrar, señor, y qué pretende?
No hubo respuesta.
—Yo llamaría a esto allanamiento… —advirtió Montor—. Dígame su nombre —le exigió.
—¿No me conoce? —fue la respuesta en elegante francés.
Montor bizqueó. En su descargo hay que precisar que la luz era débil y el aspecto de su visitante, más bien horrible y macilento.
—Sí, sí —dijo, pero no podía recordar el nombre—. Aquel joven de Baltimore…, pero ¿cómo ha entrado aquí?
—Hablé con su criado en francés y le dije que íbamos a mantener una importante reunión oficial que debía desarrollarse en privado. Le ordené que regresara dentro de dos horas y le pagué por las molestias.
—Usted no tenía derecho… —¡Sí! Ahora Montor recordó su rostro—. Lo recuerdo. Lo conocí en la sala de lectura, estudiando los periódicos franceses. Lo ayudé con el francés y lo llevé a algún sitio, Quentin, ¿verdad? Andaba buscando al verdadero Dup…
—Quentin Hobson Clark. Sí, lo recuerda.
—Muy bien, monsieur… Clark. —La maquinaria mental de Montor ahora se ponía en marcha—. Debo pedirle que abandone mi casa inmediatamente.
Montor estaba alarmado por tener a un intruso en su vivienda, aunque se tratara de quien previamente fue un conocido suyo y pareciera del todo inofensivo. También se alarmó al oír el nombre, Quentin Clark. Casi no había retenido el nombre en la sala de lectura, pero más tarde ese mismo nombre significó algo más para él. Montor necesitó unos momentos para ser capaz de emitir un sonido, y le salió como un simple aliento:
—¡Asesino! ¡Asesino!
* * *
—Monsieur Montor —dije cuando finalmente se hubo calmado—, creo que usted lo sabe todo acerca del barón Dupin.
—Usted… —empezó—. Pero usted…
Finalmente Montor fue capaz de explicar que el nombre de Clark le había sido telegrafiado como el sospechoso del intento de asesinato de un francés.
—Sí. Soy yo. Pero yo no le disparé a nadie. Creo, por otra parte, que usted sabe algo para ayudarme a determinar quién lo hizo.
Ahora Montor pareció menos proclive a las exclamaciones.
—¿Ayudarlo? ¿Después de que ha invadido mi casa y ha sobornado a mi sirviente? ¿Por qué está haciendo esto?
—Sencillamente, por la verdad. Me he visto obligado a buscarla a pecho descubierto, y la encontraré.
—¡Me dijeron que estaba usted en la cárcel!
—¿Eso le dijeron? ¿Le dijeron también que me estaban administrando veneno para manipularme y arrancarme una confesión?
Montor balbució:
—¡No sé qué quiere usted que diga, monsieur Clark! ¡No tengo nada que ver con ese juego sucio y jamás he conocido a ese… a ese… supuesto barón!
—Los hombres que lo perseguían eran un par de matones franceses. Creo que estaban al mando de alguien…, de una persona de gran inteligencia y capacidad de previsión. —Desde que Bonjour me dijo que no podían haber trabajado para los acreedores del barón, y dado que los propios sicarios hablaron de «órdenes», me di cuenta de que eran algo más que unos simples bribones—. Sin duda usted está al tanto de los franceses que entran y salen de esta zona.
—¡Yo no me pongo en el puerto a atisbar por los ojos de buey de los barcos, monsieur Clark! Usted sabe que la policía lo estará buscando por esta… esta transgresión dolosa. —Frunció el ceño, recordando que ya me andaban buscando por otra transgresión muchísimo peor—. Parece usted muy distinto de cuando nos conocimos, monsieur.
Me puse en pie y lo miré fríamente.
—Creo que usted sabe dónde se esconderían unos hombres como ellos y quién les daría asilo. Usted conoce a todos los ciudadanos franceses importantes que residen en la región de Baltimore. Quizá algunos personajes peligrosos como esos matones incluso acudirían a usted.
—Monsieur Clark, yo trabajo directamente para Luis Napoleón desde que ha alcanzado la presidencia. Si aquí hubiera franceses fuera de la ley y quisieran esconderse de sus autoridades y de las nuestras, no acudirían a mí. Lo entiende, ¿verdad? Piense en ello. —Se dio cuenta de que prestaba mucha atención a este punto, y ahora trató de desviarse a otros temas para ganarse mis simpatías—. ¿Acaso no lo ayudé en su investigación sobre Auguste Duponte, el verdadero monsieur Dupin? Sí; ¿y qué hay de eso? ¿Lo encontró en París?
—Esto no tiene nada que ver con Auguste Duponte —dije.
No hice ningún movimiento amenazador, ningún gesto brusco hacia él. Pero se encogió. El que me considerase un salvaje y un violento casi me impulsó a mostrarle que estaba en lo cierto. Ni siquiera fue necesario pedirle que me contara cuanto sabía.
—¡Los Bonaparte! —balbució de repente.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, incomodado.
—En Baltimore —continuó—. Monsieur Jérôme Bonaparte.
—Usted me presentó a algunos Bonaparte en aquel baile de disfraces al que me llevó antes de mi salida hacia París. Jérôme Bonaparte y su madre. Pero ¿qué tendría que ver alguien como Jérôme Bonaparte con aquellos matones? Son parientes de Napoleón, ¿verdad?
—No. Sí. Quiero decir que no los que Napoleón reconoció. ¿Sabe? Cuando el hermano de Napoleón (o sea el verdadero Napoleón, el emperador)… Cuando su hermano viajaba por América como soldado, a los diecinueve años, cortejó a una joven americana, rica, y se casó con ella: Elizabeth Patterson. Usted la conoció en el baile… La «reina». Tuvieron un hijo, llamado Jérôme como su padre, al que conoció usted con ella, el hombre disfrazado de guardia turco. Cuando sólo era un bebé, el emperador Napoleón ordenó a su hermano que abandonara a su pobre mujer y, tras una breve resistencia, el hermano acabó obedeciendo. Elizabeth Patterson, abandonada, regresó con su hijo a Baltimore, y esta familia nunca fue reconocida por el emperador. Desde entonces ha permanecido apartada de su altanero tronco familiar.
—Comprendo —dije—. Haga el favor de continuar, monsieur Montor.
—Esos malhechores no me buscarían a mí, un funcionario del gobierno a cuyo frente está ahora Luis Napoleón, pero sí podrían anclar tras aquellos que fueron privados de llevar el nombre de Napoleón. Sí. —Abrió la boca y le embargó la emoción al comprender que ahora ésa era también su misión—. ¡Podrían, monsieur!
—¿Tiene usted la guía de Baltimore? —pregunté.
Señaló una estantería en el corredor. Sus ojos se desplazaron desde mi persona hacia la ventana y la puerta. Momentáneamente mis preguntas habían captado su atención, pero pude ver que estaba preparando en su mente un indignado informe para la policía.
No importaba. Detuve mi dedo índice en la página adecuada y la arranqué. Todavía podía llegar a tiempo a la estación del tren antes de que los informes de Montor llegaran a oídos de la policía de Washington.
* * *
El revisor del tren no pareció preocuparse lo más mínimo por mí cuando monté. Como precaución, me senté en el último vagón de pasajeros, y para observar mejor abrí la ventanilla junto a mi asiento lo que provocó miradas de censura cuando se precipitaron al interior ráfagas de aire frío. Un tipo escupió su tabaco junto a mis botas con toda intención, pero yo me limité a apartar las piernas.
Buscaba señales de algo inusual, y me impuse no mantener los ojos cerrados más de unos pocos segundos. En un momento dado cuando el tren tomaba una curva, vi a un chico correr a lo largo del frente del convoy y agarrarse temerariamente al rastrillo —el dispositivo situado delante y que obligaba a apartarse a los animales como ovejas, vacas y cerdos, que vagaban por las vías— y, encaramándose a él, consiguió colarse en el primer vagón. Me sobresalté pero me dije que se trataba de un simple polizón. Pronto olvidé al muchacho, que se bamboleaba en la parte delantera, y eché una cabezada.
Me despertó una sacudida cuando el tren chocó, con un violento estremecimiento, y a continuación empezó a dar sacudidas y a reducir la velocidad, conforme se aproximaba a un puente sobre un barranco. Me puse en pie de un salto, y me disponía a preguntar qué había ocurrido cuando oí que otro hombre preguntaba lo mismo al revisor y al ingeniero. El revisor le dirigió una mirada atolondrada como si estuviera asustado incluso de sí mismo.
—El tren se ha echado encima de una calesa con su caballo —dijo fríamente el ingeniero—. Dos señoras han salido despedidas y han quedado destrozadas. De la calesa sólo quedan pedazos.
El revisor dejó atrás al ingeniero y se deslizó al siguiente vagón.
—¡Santo Dios! —exclamó otro pasajero, mirándome en busca de una reacción igual.
Di varios pasos atrás y comprobé a través de la puerta que el vagón de carga iba enganchado al final del tren. La puerta estaba cerrada con llave.
Mis ojos se fijaron en el rostro del ingeniero. Traté de pensar si había oído algún choque, y me maldije por haberme quedado dormido. El ingeniero parecía anormalmente tranquilo, habida cuenta de que acababa de presenciar un terrible accidente, tal vez con dos mujeres muertas.
—De la calesa sólo han quedado pedazos —dijo el ingeniero, y luego pareció aturdido al advertir que eso ya lo había dicho.
Yo observé como de pasada:
—No he oído el choque.
Claro, me había quedado dormido, pero pensé que era un detalle para tenerlo en cuenta. ¿Podrían estar mintiendo? ¿Habían reducido la velocidad para que la policía subiera al tren?
—Tiene gracia, señor —murmuró el molesto pasajero que tenía delante—. Yo tampoco he oído ningún choque, ¡y todo el mundo dice que tengo el oído más fino de Washington!
Esto me decidió. Me lancé a la puerta mientras la máquina continuaba frenando.
—¡Eh, usted! ¡Alto! ¿Qué está haciendo?
El ingeniero gritó estas palabras mientras me agarraba del brazo, pero yo le di un fuerte empujón y tropezó con un bulto de equipaje. El pasajero que había hablado, en medio de una gran confusión trató de agarrarme, pero se detuvo cuando vio por la expresión de mi rostro que no iba a conseguirlo.
Forcé la puerta, salté a la franja de hierba que discurría a lo largo de la vía, y rodé hasta un lado del talud de forma abruptamente arqueada.