3

A la mañana siguiente sólo conseguí despertarme con los ruidos amortiguados de los sirvientes, abajo. Me aseé y me vestí rápidamente, pero a aquella hora no se hallaban carruajes de alquiler en mi calle. Por suerte, di con un ómnibus que resultó accesible.

Hacía tiempo que no tomaba un transporte público, y me sorprendió el gran número de gente de fuera de Baltimore que lo utilizaba. Eso lo deduje por su manera de vestir y de hablar y por el recelo con que miraban a las personas en torno suyo. Esto me llevó a preguntarme… Resultó que yo llevaba entre mis papeles un retrato de Poe que figuraba en un artículo biográfico publicado pocos años atrás. En la siguiente parada me dirigí a la parte trasera del ómnibus. Cuando el cobrador hubo terminado de vender los billetes a los que acababan de montar, le pregunté si el hombre retratado en la revista había sido su pasajero en las últimas semanas de septiembre. Era la época —según estimé a partir de los relatos más fiables de los periódicos— en que Poe llegó a Baltimore. El cobrador me indicó que regresara a mi asiento tras comentar «No me acuerdo» o algo parecido.

Un comentario sin importancia, evidentemente. Nada que emocionara, ¿verdad? Pero sentí como en un relámpago que había acertado. ¡En un instante, y no precisamente por el rechazo del cobrador, tuve la certidumbre de que Poe no había viajado en aquel ómnibus en concreto durante el turno de aquel empleado! Había solicitado una pequeña muestra de la verdad sobre los últimos pasos de Poe en Baltimore, y aquello me dejó satisfecho.

Puesto que de todos modos yo debía desplazarme por la ciudad, podía tomar el ómnibus con más frecuencia y, cuando lo hiciera, formularía preguntas como aquélla.

Sin duda ustedes habrán observado que la estancia de Poe en Baltimore no parecía premeditada. Después de haberse comprometido con Elmira Shelton en Richmond, anunció su intención de trasladarse a Nueva York para dar cima a sus planes. Pero ¿cuál fue el paradero y cuáles los propósitos del poeta aquí, en Baltimore? Baltimore no solía mostrarse tan indiferente ante la pérdida de un hombre, aunque fuera en sus más sórdidos barrios portuarios; al fin y al cabo no era Filadelfia. ¿Por qué no viajó directamente a Nueva York después de haber llegado hasta aquí desde Richmond? ¿Qué ocurrió en el transcurso de los cinco días comprendidos desde que salió de Richmond hasta que fue descubierto en Baltimore? ¿Qué lo condujo a un estado en el que acabó vistiendo las ropas de otro?

Desde mi visita al cementerio, no había dejado de poner en juego todos los recursos de mi inteligencia para contestar a esas preguntas, recursos que, humildemente, sería capaz de medir con los de cualquier hombre, al menos con cualquiera de los que yo había conocido hasta el momento (aunque eso iba a cambiar).

Una tarde, y de la manera más inesperada, el destino quiso aportarme una de esas pruebas. Peter se había entretenido en el palacio de justicia, y a nuestro despacho no había llegado más trabajo. Caminaba yo por el mercado de Hanover y me dirigía a la calle Camden, estorbado el paso por un montón de fardos.

—¿Poe, el poeta?

Al principio lo ignoré. Luego me detuve y me volví despacio, preguntándome si el viento me había hecho tener una ilusión acústica. Así pude haberlo creído de no haber pronunciado aquella voz con toda claridad las palabras «Poe, el poeta». Las dijo exactamente así.

Era el pescadero, el señor Wilson, con quien acababa de tener tratos en el mercado. Era cliente nuestro, en relación, últimamente, con ciertas hipotecas. Aunque él hubiera podido acudir a nuestro despacho, con frecuencia yo prefería reunirme con él aquí, y de paso escoger el mejor pescado para mi cena en Glen Eliza. El cangrejo y las ostras gumbo de Wilson eran los mejores a este lado de Nueva Orleans.

El pescadero me hizo una seña de que lo siguiera de regreso al gran mercado. Había olvidado mi cuaderno de notas en su mostrador. Se secó las manos en su delantal de rayas y me lo tendió. Estaba envuelto en los inequívocos olores de su puesto, como si se hubiera perdido en el mar y luego recuperado.

—No querrá usted olvidar su trabajo. Veo que ha escrito el nombre de Edgar Poe, señor Clark. Aquí, ¿lo ve? —dijo el pescadero señalando una página abierta.

Devolví el cuaderno a mi cartera.

—Sí, gracias, señor Wilson.

—Ah, señor Clark, aquí hay algo. —Desenvolvió con impaciencia un paquete y apareció un pescado horrorosamente feo, amontonado sobre otros congéneres idénticos—. Lo encargaron especialmente del distrito Oeste para una cena. Algunos lo llaman pez perro, ¡pero también se lo conoce como «abogado del lago» por su aspecto feroz y sus hábitos voraces! —Rió entre dientes aunque sonoramente, y vio que yo no le imitaba—. No como usted, por descontado, señor Clark.

—Quizá ése es el problema, amigo mío.

—Sí —dijo en tono de duda, y carraspeó. Ahora se dedicaba a descabezar un pescado tras otro sin mirarse las manos ni tampoco reparar en las cabezas que aquéllas iban desprendiendo—. De todas formas, ese Poe debió de ser un pobre desgraciado. Oí que había muerto en el viejo y decrépito hospital Washington hace unas semanas. El marido de mi hermana conoce a una enfermera allí, que dice que, según otra enfermera que habló con un médico… (ya sabe, señor Clark, que esas mujeres son unas endemoniadas chismosas), dijo que Poe fue hasta el final un auténtico chiflado…, que mientras yacía allí pronunciaba un nombre una y otra vez… Bueno, hasta que… —su voz cambió para convertirse en un susurro, como para denotar gran sensibilidad—, hasta que graznó. Que Dios se apiade de los débiles.

—¿Dice usted que pronunciaba un nombre, señor Wilson?

El pescadero rebuscó la palabra adecuada. Se sentó en su taburete y empezó a sacar ostras no vendidas de un barril, abriéndolas cuidadosamente una por una y fisgando en busca de perlas, antes de desecharlas con filosófica contrariedad.

La ostra representaba al típico nativo de Baltimore, no sólo porque daba lugar a una actividad empresarial y podía ser objeto de comercio, sino porque había la posibilidad de que ocultara en su interior un tesoro más valioso. De pronto el pescadero chasqueó la lengua, exultante.

—¡Reynolds, eso es! ¡Eso mismo, «Reynolds»! Lo sé porque ella me lo dijo durante la cena, y eran los últimos cangrejos de caparazón blando de la temporada.

Le pedí que lo pensara bien hasta estar seguro.

—¡Reynolds, Reynolds, Reynolds! —repitió algo ofendido ante mi duda—. Eso es lo que estuvo diciendo toda la noche. Según la enfermera, ella misma no se lo pudo quitar de la cabeza después de haberlo escuchado. Decrépito, viejo hospital… Yo digo que habría que prenderle fuego. Conocí a un Reynolds en mi juventud, que cada vez que veía a un soldado de infantería le tiraba piedras… Tenía un carácter endemoniado, ya lo creo, señor Clark.

—Pero ¿había mencionado Poe antes, alguna vez, a un Reynolds? —me pregunté en voz alta—. Un miembro de la familia o…

Pareció que el pescadero dejaba de disfrutar de la situación, y me dirigió una mirada excesivamente amable.

—¿Es que ese señor Poe era amigo suyo?

—Un amigo mío —respondí— y un amigo de todos cuantos lo leen.

Di unas apresuradas buenas tardes a mi cliente y le agradecí vivamente el notable servicio que me había prestado. Se me había permitido enterarme de las últimas palabras de Poe en esta tierra (o, en cualquier caso, casi las últimas), y con ellas alguna respuesta, alguna revelación, algún remedio a las críticas e invectivas de la prensa, a la espera de una rehabilitación del personaje. Aquélla era la única palabra a partir de la cual podría encontrarse algo, algún aspecto de la vida de Poe por descubrir.

¡Reynolds!

Pasé incontables horas buscando en las cartas que Poe me había dirigido y en todos sus relatos y versos, para dar con alguna pista de Reynolds. Las entradas para exposiciones y conciertos quedaron sin utilizar. Si Jenny Lind, el Ruiseñor Sueco, hubiera cantado en la ciudad, yo habría continuado igualmente entre mis libros. Casi podía oír a mi padre ordenándome que dejara de lado aquella literatura y volviera a prestar atención a mis textos legales. Habría dicho (así lo imaginaba yo): «Los jóvenes como tú deberían observar que la Industria y la Empresa pueden hacer despacio todo cuanto el Genio hace con impaciencia… y muchas cosas que el Genio no puede hacer. El Genio necesita la Industria tanto como la Industria necesita al Genio». De repente, cada vez que abría un nuevo documento de Poe, sentí como si mantuviera una disputa con mi padre, el cual trataba de arrebatarme los libros de las manos a medida que yo los tomaba del anaquel. No era un sentimiento plenamente negativo; de hecho, creo que en realidad me impulsaba en la misión que me había impuesto. Además, en mi condición de hombre de negocios, había prometido a Poe, un posible cliente, defenderlo. Quizá mi padre me hubiera alabado por ello.

Mientras tanto, Hattie Blum acudía con frecuencia a Glen Eliza, con su tía. Cualquier desaprobación por su parte, desarrollada a partir de mi reciente falta, quedaba atrás o, al menos, pospuesta. Hattie se mostraba atenta y generosa en nuestras conversaciones, como siempre. Su tía, quizá, estaba más vigilante de lo habitual, y parecía haber adoptado la mirada sombría de un agente secreto. Desde luego que mis intensas preocupaciones, junto con mi general tendencia a permanecer callado mientras los demás hablaban, ocasionaba que las mujeres reunidas en mi salón se dirigieran la una a la otra más que a mí.

—No sé cómo lo soporta —dijo Hattie mirando el alto techo abovedado—. Yo no podría sufrir en soledad una casa tan enorme como Glen Eliza, Quentin. Hay que tener coraje para disponer de tanto espacio para usted solo. ¿No lo crees así, tía?

La tía Blum rió dando un resoplido.

—La querida Hattie se siente terriblemente sola en cuanto la dejo una hora, sin más compañía que los sirvientes, que pueden resultar temibles.

Uno de mis domésticos trajo más té para las señoras.

—¡No es así, tía! Pero mis hermanas se fueron —dijo Hattie, deteniéndose y sonrojándose ligeramente, lo que no era propio de ella.

—Porque todas se casaron —replicó su tía en tono tranquilo.

—Claro —dije yo, dándole la razón, tras una prolongada pausa de la que ambas Blum esperaban un comentario por mi parte.

—Sólo que con mis tres hermanas fuera, bien, en ocasiones la casa puede parecerme terriblemente desolada, como si yo tuviera que defenderme de algo, aunque no creo saber de qué. ¿Ha tenido usted alguna vez esa sensación?

—En contrapartida, querida señorita Hattie, se encuentra cierta paz, lejos del alboroto de las calles y de las inquietudes de la demás gente.

—¡Oh, tía! —exclamó, volviéndose jovialmente hacia la otra mujer—. Quizá es que a mí me gusta demasiado el alboroto. ¿Crees que la sangre de nuestra familia es, después de todo, demasiado ardiente para Baltimore, tía?

Una palabra acerca de la mujer a la que se dirigían esas palabras. La tía Blum estaba sentada frente a la chimenea, en un sillón como en un trono, majestuosa, envuelta en un chal como si fuera el manto de un monarca. Sí, una palabra más sobre ella, puesto que su influencia no menguará a medida que nuestra historia se vaya complicando. Pertenecía a esa especie de damas resueltas que parecían fuera de lugar, con sus muy escogidos tocados y vestidos para exhibirse en sociedad, pero que poseían la capacidad de acorralar a su interlocutor y ponerle el dedo en la llaga con el mismo tono despreocupado con el que criticaba la mesa de una anfitriona rival. Por ejemplo, durante la misma visita a mi salón, encontró la ocasión de comentar, como de pasada:

—Quentin, ¿no ha tenido suerte Peter Stuart al encontrar un socio como usted?

—Señora…

—¡Con ese talento para los negocios! Es un hombre con los pies en el suelo, y de eso depende. Usted es el hermano pequeño de la pareja, en sentido figurado, quiero decir, y no tardará en enorgullecerse de ser como él a todos los efectos.

Traté de devolverle la sonrisa.

—Es el mismo caso que nuestra Hattie respecto a sus hermanas. Algún día tendrá tanto éxito en sociedad como ellas… Quiero decir si se casa a su debido tiempo, desde luego —dijo la tía Blum, y tomó un largo trago de aquel té que abrasaba.

Puse la mano en la silla de Hattie, cerca de su mano.

—Cuando llegue ese momento, sus hermanas aprenderán de esta mujer cómo ser verdaderas esposas y madres, se lo aseguro, señora Blum. ¿Más té?

No quería mencionar nada relacionado con Edgar Poe ante ellas, a fin de que la tía Blum no hallara alguna excusa para informar a Peter, o para escribir una preocupada misiva sobre la vida que yo llevaba a mi tía abuela, con la que había sido uña y carne durante años. Así pues, me sentía aliviado cada vez que una entrevista con aquella mujer concluía sin haberle dicho una palabra sobre mis investigaciones. No obstante, esa limitación me inducía a reanudar ansiosamente mi búsqueda en cuanto las Blum se marchaban.

Una de esas veces, cuando montaba en un ómnibus, el cobrador se dirigió a mí como si acabara de escupir jugo de tabaco en el suelo.

—¡Usted!

Había olvidado adquirir mi billete. Un comienzo desafortunado. Una vez subsanado, el cobrador estudió detenidamente el retrato que yo sujetaba ante él, y decidió que aquella cara no le resultaba familiar.

Ese retrato de Poe, publicado tras su muerte, no era el de mejor calidad. Aun así, yo creía que captaba lo esencial. Su mostacho oscuro, más recto y netamente delineado que su cabello rizado. Los ojos, claros y almendrados; ojos con una inquietud casi magnética. La frente despejada y prominente por encima de las sienes, de tal modo que, según desde donde se le mirase, debía de parecer que no tenía pelo. Un hombre que podía ser todo frente.

Cuando las puertas se cerraron y me vi empujado a un asiento por la continua hilera de pasajeros recién llegados, un sujeto bajo y ancho me golpeó el brazo con el extremo de su paraguas.

—¡Usted perdone! —exclamé.

—Oiga, al hombre de esa ilustración creo haberlo visto no hace mucho. En algún momento en septiembre, tal como usted le dijo al cobrador.

—¿De veras, caballero?

Me contó que tomaba el mismo ómnibus casi todos los días, y recordaba a alguien que se parecía al del retrato. Sucedió cuando ambos se apeaban.

—Lo tengo presente porque me pidió ayuda… Quería saber dónde vivía un tal doctor Brooks, si mal no recuerdo. Pero yo soy reparador de paraguas, no una guía de la ciudad.

Me apresuré a darle la razón, aunque no supe si el comentario iba dirigido a mí o a Poe. El nombre de N. C. Brooks me resultaba bastante familiar… y ciertamente lo fue para Edgar Poe. El doctor Brooks era un editor que publicó algunos de los más hermosos relatos y poemas de Poe, y que contribuyó a dar a conocer su obra al público de Baltimore. ¡Por fin una prueba efectiva de que, después de todo, Poe no se había desvanecido enteramente en el aire de Baltimore!

El retumbar de los cascos de los caballos se hizo más lento, y yo salté de mi asiento cuando el vehículo se aproximó a la siguiente parada.

Me apresuré a acudir al despacho, del cual me hallaba más cerca que de Glen Eliza, para consultar la guía de la ciudad en busca de la dirección del doctor. Eran las seis de la tarde, y di por supuesto que Peter ya se habría retirado una vez concluidas sus comparecencias en el palacio de justicia. Pero me equivocaba.

—Mi querido amigo —bramó por encima de mi hombro—. ¡Pareces sobresaltado, como fuera de ti!

—Peter —me detuve, comprendiendo que no sólo estaba sobresaltado, sino sin aliento—. Es sólo… Bueno, creo que vuelvo a ser el de siempre.

—Tengo una sorpresa —dijo, sonriendo y levantando su bastón de paseo como si fuera un cetro.

Me cerró el paso hacia la puerta y me apoyó la mano en el hombro.

—Esta noche, en mi casa, va a haber una fiesta por todo lo alto, con muchos amigos tuyos y míos, Quentin. Se ha planeado muy a última hora, pero es el cumpleaños de alguien que es de lo más…

—Pero precisamente ahora yo… —le interrumpí impaciente, pero me abstuve de darle explicaciones cuando advertí una oscura sombra de sospecha en los ojos de mi socio.

—¿Qué pasa, Quentin? —Peter miró lentamente en derredor, con una fingida expresión confusa—. No hay nada más que hacer esta noche. ¿Acaso debes acudir sin falta a algún lugar? ¿Adónde?

—No —respondí, sintiendo que me sonrojaba ligeramente—, supongo que no es nada.

—Bueno, pues entonces ¡vamos para allá!

En torno a la mesa de Peter abundaban los rostros familiares para celebrar el vigesimotercer cumpleaños de Hattie Blum. ¿Cómo no lo había recordado? Tuve un terrible remordimiento por mi aparente falta de sensibilidad. Yo había tenido en cuenta todos y cada uno de sus cumpleaños anteriores. ¿Me había desviado hasta tal punto de mi camino habitual como para descuidar incluso los asuntos más placenteros de la sociedad y de las amistades íntimas? Bien, creía que con una visita a Brooks mis preocupaciones se disiparían felizmente.

En aquella velada se congregaron las damas y los caballeros más selectos de Baltimore. Salvo en la cámara de los asesinos del museo de madame Tussaud, hubiera preferido estar en cualquier parte antes que verme obligado a mantener corteses y aburridas conversaciones, cuando me estaba tentando una tarea tan trascendental.

—¿Cómo ha sido usted capaz?

La pregunta me la formuló una mujer ancha y de tez rosada que se sentaba frente a mí, cuando ocupamos nuestros lugares ante una refinada cena.

—¿Cómo dice?

—Oh, querido —dijo en un tono jocosamente doliente y abatido—, mirarme a mí, ¡una vieja!, cuando tiene tan cerca a semejante belleza —comentó señalando a Hattie con un gesto.

Desde luego que yo no había estado mirando a la mujer de rostro sonrosado, o si acaso no lo hice intencionadamente. Me di cuenta de que había caído en otro de mis ensimismamientos.

—En efecto, estoy rodeado de auténticas bellezas.

Hattie no se ruborizó al oír el comentario. Me gustaba porque raramente se ruborizaba. Me susurró en tono confidencial:

—No quita usted la vista del reloj y no ha hecho caso de nuestro huésped más fascinante, el pato braseado con apio, Quentin. ¿Ese demonio del señor Stuart no lo va a dejar ni una noche libre de trabajo?

Sonreí.

—Esta vez no es culpa de Peter. Supongo que sólo estoy picando. Tengo poco apetito estos días.

—Puede usted sincerarse conmigo, Quentin —dijo Hattie, y en aquel momento me pareció más dulce que cualquier mujer a la que yo hubiera conocido—. ¿En qué está pensando ahora, con esa expresión preocupada?

—Estoy pensando, señorita Hattie —dudé, y al cabo dije—: en unos versos.

Lo cual era cierto, pues acababa de leerlos aquella mañana.

—Recítemelos, ¿quiere, Quentin?

En mi excesiva distracción, había tomado dos vasos de vino durante la cena sin haber comido adecuadamente para compensar los efectos del alcohol. Así que apenas me hice rogar, y me encontré accediendo a recitar. Mi voz casi no me sonaba familiar a mí mismo; era rotunda, resuelta e incluso resonante. Para estar a tono con el estilo de la presentación, el lector debería situarse en un lugar cualquiera entre los presentes, y aventurarse a pronunciar en tono solemne y áspero algo de lo que sigue. También debe imaginar el lector una mesa alegre en la que se produce esa especie de silencios abruptos y ásperos que acompañan las obligadas interrupciones.

Y de rubíes y de perlas

era la puerta del palacio,

de donde como un río fluían,

fluían centelleando,

los Ecos, de gentil tarea:

la de cantar con altas voces

el genio y el ingenio

de su rey soberano.

Más criaturas malignas invadieron,

vestidas de tristeza, aquel dominio.

(¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más

nacerá otra alborada!)

Y en torno del palacio, la hermosura

que antaño florecía entre rubores,

es sólo una olvidada historia

sepulta en viejos tiempos.

Cuando finalizó el poema, llegó a mis oídos un aplauso levemente discontinuo, ahogado por unas pocas toses débiles, Peter me dirigió una mirada ceñuda, al tiempo que dedicaba otra de compasión a Hattie. Sólo unos pocos invitados que no habían estado escuchando, pero quedaban complacidos por cualquier distracción, parecieron apreciar la intervención. Hattie siguió aplaudiendo después de que los otros dejaran de hacerlo.

—Es la pieza más hermosa jamás recitada en el cumpleaños de una chica.

Poco después, una de las hermanas de Hattie accedió a interpretar una canción acompañada al piano. Mientras tanto, bebí más vino. El ceño de Peter, fruncido durante la recitación, permaneció inmutable cuando, después de que las señoras se excusaran y pasaran a otra habitación y los hombres empezaran a fumar, me llevó a un rincón discreto, donde la enorme chimenea nos aisló.

—Para que lo sepas, Quentin, Hattie estuvo a punto de negarse a celebrar su cumpleaños esta noche, y sólo en el último momento accedió a venir a cenar gracias a mi insistencia.

—¿Y eso por mi causa?

—¿Cómo es posible que alguien convencido de que el mundo depende de él no advierta lo que depende de él? Es el momento de acabar con esto, Quentin. Recuerda las palabras de Salomón: «Por la pereza se cae la techumbre, y por flojedad de manos se llueve la casa».

—No sé adónde quieres llegar —dije en tono irritado.

Me miró fijamente.

—¡Sabes muy bien a qué me estoy refiriendo! Este comportamiento extravagante. En primer lugar, tu extraña preocupación por el entierro de un desconocido. Y tomar ómnibus de acá para allá sin destino concreto…

—Pero ¿quién te ha dicho tal cosa?

Había más, dijo. Me vieron la semana anterior corriendo por las calles, con el traje que se me salía del cuerpo, persiguiendo a alguien, como si fuera un oficial de policía a punto de efectuar una detención. Había continuado derrochando desordenadas cantidades de tiempo en el ateneo.

—Y luego está la idea de unos extraños, fruto de tu imaginación, que le amenazan por las calles por los poemas que lees. ¿Crees que tus lecturas son tan importantes que la gente va a hacerte daño por eso? ¡Y rondas por el cementerio presbiteriano talmente como un «hombre de la resurrección» en busca de cadáveres que robar o como quien camina embrujado!

—Un momento —lo interrumpí, recuperando la compostura—. ¿Cómo sabes eso, Peter? ¿Que yo estuve el otro día en el viejo cementerio? Estoy seguro de que no lo mencioné. —Pensé entonces en el carruaje que se alejaba a toda prisa del camposanto—. ¡Tú! ¡Por qué, Peter! ¡Me seguiste!

Al principio asintió y luego se encogió de hombros.

—Sí, te seguí y te encontré en el cementerio, y confieso abiertamente que he estado muy preocupado por ti. Quería asegurarme de que no andabas metido en algún lío de juego o de que no te habías unido a alguno de esos desquiciados movimientos milleristas[3] cuyos seguidores aguardan por ahí, vestidos con túnicas blancas, a que el Salvador descienda de los cielos dentro de dos martes. El dinero de tu padre no durará siempre. Ser rico e inútil es ser pobre. Si adoptas costumbres extrañas, me temo que vas a encontrar maneras de malgastar tu patrimonio, o que alguna mujer, alguien del bello sexo y de clase inferior a la señorita Blum, hallándote en semejante estado, te eche a perder. ¡Incluso un hombre de la fortaleza de Ulises, recuérdalo, tuvo que atarse al mástil cuando se enfrentó a unas mujeres arteras!

—¿Por qué dejaste aquella flor en su tumba? —le pregunté—. ¿Para burlarte de mí?

—¿Una flor? ¿De qué estás hablando? Cuando te encontré estabas arrodillado ante la tumba, como si le rezaras a algún ídolo. Eso es lo que vi y me bastó. ¡Una flor! ¿Crees acaso que tengo tiempo para esas cosas?

En este punto no pude dejar de creerle, tan sincera sonaba su voz cuando dijo no saber nada de una «flor».

—¿Y fuiste tú quien me mandó a aquel hombre? El de la advertencia de que no me entrometiera, a fin de disuadirme de asuntos ajenos al despacho. ¡Dímelo sin falta!

—¡Eso es absurdo! ¡Quentin, repara en tu falta de sensatez antes de que te coloquen la camisa de fuerza! Todo el mundo comprendió que necesitabas tiempo después de lo sucedido. Tu decaimiento de espíritu era… —Se me quedó mirando un momento—. Pero han pasado seis meses. —En realidad habían transcurrido cinco meses y dos semanas desde que enterramos a mis padres—. Debes pensar en todo eso a partir de ahora o… —No terminó la frase y se limitó a asentir con decisión para dar fuerza a sus palabras—. Tienes que luchar contra ese otro mundo.

—¿Qué «otro mundo», Peter?

—Tú crees que no estoy de acuerdo contigo, pero he tratado de comprenderte todo lo posible, Quentin. He buscado un libro de relatos de ese Poe. He leído la mitad de uno de ellos…, pero no pude continuar. Parecía… —En este punto bajó la voz hasta convertirla en el susurro propio de una confesión—. Parecía como si estuviera leyendo que Dios había muerto para mí, Quentin. Sí, es ese otro mundo el que me preocupa en relación contigo, ese mundo de libros y hombres de libros que invaden las mentes de quienes los leen. Ese mundo imaginario. Pues no; es a éste al que tú perteneces. En él están las gentes serias y sobrias, las de tu clase. Tu sociedad. Pero, aun así, un hombre debe merecer su propio lugar en ella y crearse un futuro con una influencia femenina tan perfecta y virtuosa como Hattie Blum. Tu padre decía que el hombre despreocupado y el melancólico vagarán juntos para siempre en un desierto moral.

—¡Ya sé lo que diría mi padre! —protesté—. ¡Era mi padre, Peter! ¿No crees que conservo de él un recuerdo tan vívido como el tuyo?

Peter desvió la mirada. Pareció cohibido por la pregunta, como si yo estuviera desafiando su propia existencia, aunque sinceramente hubiera querido conocer la respuesta.

—Tú has sido como un hermano para mí —dijo—. Yo sólo pretendo verte satisfecho.

Un caballero nos interrumpió sin proponérselo. Rechacé un ofrecimiento de tabaco, pero di cuenta de un vaso de ponche caliente de manzana. Peter tenía razón. Era indiscutible.

Mis padres me habían legado un lugar en sociedad, pero ahora me tocaba a mí ganarme lo que aquél implicaba de lujos y excelencias. ¡Qué peligrosa inquietud había estado alimentando! Lo que debía hacer era disfrutar de las comodidades y satisfacciones de los círculos selectos a los que tenía acceso por mi ejercicio de la abogacía. Disfrutar de la compañía de una dama como Hattie, que nunca me había defraudado como amiga ni como influencia estabilizadora. Cerré los ojos y escuché los sonidos, los sonidos amistosos de satisfacción, aquella cordialidad que me rodeaba por todas partes y sofocaba mis desordenados pensamientos. Aquí las personas se comprendían unas a otras, no dudaban ni por un momento que entendían a quienes tenían alrededor, y que éstos a su vez las entendían a ellas perfectamente. Ése era el legado que me había sido transmitido.

Cuando Hattie regresó al salón, le hice una seña. Para su sorpresa, y sin más preámbulos, le tomé la mano y se la besé, y luego le besé en la mejilla delante de todo el mundo. Uno tras otro, los invitados guardaron silencio.

Usted lo sabe todo sobre mí —le susurré.

—¡Quentin! ¿Se encuentra mal? Tiene las manos ardiendo.

—Hattie, usted conoce los sentimientos que me inspira, con independencia de los chismes venenosos que hayan vertido sobre mí, ¿no es así? ¿Acaso no me ha conocido siempre, aunque ellos bostecen y sonrían forzadamente? Usted sabe que soy honorable, que la he querido, que la quería ayer lo mismo que hoy.

Me tomó la mano entre las suyas y me recorrió un estremecimiento al verla tan feliz sólo por escuchar unas pocas palabras sinceras de mis labios.

—Usted me quería ayer y me quiere hoy, sí, ya lo sé. Pero ¿y mañana, Quentin?

A las once de aquella noche de su vigesimotercer cumpleaños, Hattie aceptó mi proposición de matrimonio con un sencillo gesto de asentimiento. Estábamos prometidos. El noviazgo fue declarado apropiado por todos los presentes. La sonrisa de Peter era tan ancha como la de todo el mundo, olvidadas por entero las rudas palabras que me había dirigido, y más de una vez se atribuyó luego la iniciativa de aquel compromiso.

Al final de la velada, apenas había vuelto a ver a Hattie, tan abrumados estuvimos ella y yo por los asistentes. Mi cabeza permanecía tan nublada por la bebida, el cansancio y un terrible sentimiento de satisfacción porcino había hecho algo perfectamente adecuado y razonable que Peter tuvo la precaución de meterme en un carruaje y dar al cochero la dirección de Glen Eliza. Pese a mi estado de atontamiento, despedí al cochero, un negro flaco, antes de llegar a casa.

—¿Puede usted venir a recogerme a primera hora de la mañana? —le pregunté.

Le deslicé un águila de plata extra a fin de asegurarme que acudiría.

Al día siguiente, el cochero se encontraba de nuevo allí, en el acceso a mi casa. Estuve a punto de despedirlo porque yo no era el mismo hombre que el día anterior. La noche había impreso en mi ánimo aquello que era real en esta vida. Me casaría. Y desde esa perspectiva me parecía obvio que me había interesado mucho más allá de lo razonable por las horas finales de un hombre al que su propio primo no dedicaba la menor atención. En cuanto al Fantasma, no me parecía menos obvio ahora que Peter tenía toda la razón acerca de él. El hombre debía de ser algún lunático inestable que habría oído mi nombre con anterioridad en una sala de audiencia o en alguna plaza pública, y se limitó a dirigirme aquel parloteo. ¡Nada que ver con Poe! ¡Con mis lecturas particulares! ¿Por qué permití que aquéllas (y Poe) me arrebataran la paz hasta tal punto? Apenas podía pensar en ello ahora. Decidí despedir el coche. Creo que si el honrado cochero no me hubiera mirado como desviviéndose por complacerme, así lo habría hecho, y no habría ido. En ocasiones me pregunto que sería diferente ahora.

Pero fui. Le di la dirección del doctor Brooks, decidido a efectuar mi última incursión en aquel «otro mundo». Y mientras nos dirigíamos a nuestro destino, yo pensaba en los relatos de Poe, en la decisión que toma el héroe, cuando ya no dispone de buenas opciones, para hallar cierta frontera imposible que la mayoría no osaría franquear. Ése fue el caso del pescador perdido en «Un descenso al Maelström», cuando se precipitó en el remolino de la eternidad. No es la simplicidad de una narración como Robinson Crusoe, que ante todo debe sobrevivir, que es lo que todos nosotros trataríamos de conseguir; pero vivir, sobrevivir, es sólo un comienzo para una mente como la de Poe. Incluso mi personaje favorito, el gran analista Dupin, busca voluntaria y caballerosamente penetrar sin ser invitado en un ámbito que provoca inquietud. Lo milagroso no es sólo el despliegue de su mente, de su razonamiento, sino que él está allí con todas las consecuencias. Una vez Poe escribió un cuento acerca del conflicto entre la sensatez y la sombra que hay en nuestro interior. La sensatez, lo que sabemos que deberíamos ser; la sombra, el peligroso y reidor Duende de lo Perverso, el conocimiento oscuro de lo que debemos hacer, haremos o, secretamente, quisiéramos hacer. La sombra prevalece siempre.

Atravesamos las sombrías avenidas, entre algunas de las residencias más elegantes, en dirección a la casa del doctor Brooks, hasta que fui impulsado hacia delante en mi asiento.

—¿Por qué nos hemos parado? —pregunté.

—Es aquí, señor.

Rodeó el coche para abrirme la portezuela.

—Esto no puede ser, cochero.

—¿Qué, señor?

—Que no. Debe de ser mucho más atrás, cochero.

—Fayette, dos-siete-cero, tal como usted dijo. Es aquí mismo.

Tenía razón. Me asomé a la ventanilla, mirando el lugar, y luego me tranquilicé.