La negrura me cubrió de nuevo. Cuando salí del trance, me senté poseído por un súbito frenesí y jadeé a causa de la cruel sed que me quemaba la garganta. Aunque podía sentir mi propio parpadeo, no conseguía ver nada, y mis pensamientos iban desde persuadirme de que había sido cegado, hasta asegurarme de que, simplemente, me hallaba en un espacio o habitación sin luz. Ahora, una lámpara se acercaba a través de la estancia. Oí cerca de mí una vocecita que decía:
—Está despierto.
Pude ver un cuenco de agua y traté de alcanzarlo.
—No —objetó ásperamente otra voz—. Esto es para la mano.
Una de mis manos estaba herida como consecuencia de mis esfuerzos en el cementerio.
—Aquí.
Ahora había un pequeño círculo de luz en torno a una vela y dos niños, niño y niña, cuyos cutis claros me parecían verdes, lo que les asemejaba a unos duendecillos. Estaban junto a mí y llevaban medias, pero sin calzado. Se encendió la luz de gas y vi que la niña sostenía además un vaso de agua, esperando pacientemente y con una expresión de gran dulzura. Bebí febrilmente.
—Dónde… —empecé a decir, ¡y luego levanté los ojos y vi de nuevo la terrible lápida!
A la luz, pude distinguir que se trataba de un dibujo grande y detallado de una lápida, y logré leer la inscripción completa. HIC TANDEM FELICIS CONDUNTUR RELIQUAE EDGAR ALLAN POE y, debajo, OBIIT OCT. VII 1849.
Me volví hacia la niña, agradecido por su amabilidad. De pronto experimenté un sentimiento de protección hacia los niños.
—¿Estáis asustados?
—No —dijo la niña—. Sólo preocupados por usted, señor. ¡Tenía un aspecto espantoso cuando padre lo trajo!
Respiré con comodidad por vez primera en meses. Me di cuenta de que me habían puesto ropa limpia y de que me hallaba sentado en una tabla apoyada en dos sillas, una cama improvisada en la que había estado acostado.
—¡Me temo, señor Clark, que es raro que haya camas disponibles en una casa con seis niños Poe y un nuevo bebé Poe! Aun así espero que haya podido descansar.
El hombre que hablaba era el que me rescató en la calle… Sólo que no se trataba de Edgar, sino de Neilson Poe. Tenía un aspecto diferente de la última vez que nos vimos, en la comisaría. Estaba más delgado y llevaba un bigote que le hacía parecer una réplica casi perfecta, a primera vista, de los retratos de su primo.
—William. Harriet. —Neilson miró severamente a los niños, que habían permanecido lealmente a mi lado—. A la cama.
Los dos niños dudaron.
—Habéis sido de gran ayuda —dije en tono confidencial, dirigiéndome al niño y a la niña—. Ahora debéis hacer lo que os dice vuestro padre.
Salieron de la habitación sin hacer ruido.
—¿Por qué estoy aquí? —pregunté a mi anfitrión.
—Quizá usted podría responder mejor a esa pregunta —dijo Neilson con preocupación, y se sentó frente a mí.
Me contó que había recibido aviso de un intento de desenterrar el féretro de Edgar Poe en el cementerio de Westminster y, aunque era tarde, tomó en seguida un coche de alquiler y se dirigió al lugar. Pero las calles resultaban difícilmente transitables a causa de las lluvias, y hubo que abrirse paso por la calle Amity. Allí Neilson Poe percibió una gran agitación que pensó provenía de la antigua casa de su pariente Maria Clemm, y donde quince años antes había vivido también Edgar Poe.
Hallando esta coincidencia de lo más insólita e inquietante, y considerando que se dirigía en aquel momento a la tumba de Edgar, Neilson indicó al cochero que lo condujera allí. Se apeó y comenzó a investigar, pero al recordar que debía continuar hacia el cementerio para enterarse de los extraños acontecimientos, pidió al cochero que volviera en dirección opuesta el carruaje para ahorrar tiempo. En este punto, con el cochero dedicado a su tarea, me vio salir por la puerta de la casa, y situarme en el camino que iba a recorrer el carruaje, el cual me aplastaría. Entonces Neilson me empujó al suelo, donde me desvanecí.
Al advertir la capa de suciedad en mi ropa cuando me subía al coche, Neilson Poe dedujo que el aviso que había recibido del cementerio podía tener alguna relación con mi presencia en la calle Amity.
Permanecí en silencio, inseguro sobre qué decir. Él prosiguió:
—Lo trasladé aquí en seguida, señor Clark, y mi mensajero me ayudó a instalarlo en esa tabla. El chico trajo a un médico que vive en la otra calle, quien lo examinó y hace poco se ha ido. Mi mujer ha subido a rezar para que recupere usted las fuerzas. ¿Estuvo esta noche en el cementerio de Westminster, señor?
—¿Qué es eso? —pregunté, señalando el dibujo de la lápida.
Se encontraba en una estantería, inofensiva entre otros papeles y libros, pero al ser inicialmente iluminada por una lucecita, resultó ser el único y lúgubre objeto que me llamó la atención durante mi anterior y breve recuperación de la conciencia.
—Es un dibujo hecho por el hombre al que encargamos una lápida adecuada para la tumba de mi primo. Tal vez deberíamos hablar de esto más tarde. Parecía usted extremadamente fatigado.
—Ya no dormiré más.
Sentía que el sueño me había rejuvenecido rápidamente. Pero había algo más. Aunque Neilson Poe abrigaba dudas respecto a mí, y yo respecto a él, me había protegido… Sus hijos me habían protegido. Me encontraba seguro.
—Estoy muy agradecido por la ayuda de su familia esta noche, pero me temo que sé más de lo que usted pueda imaginar. Usted me dijo a mí y le dijo a la policía que Edgar Poe no era sólo su primo, sino su amigo. Pero yo sé cómo lo llamaba su primo.
—¿A qué se refiere?
—¡Le consideraba «su peor enemigo en el mundo»!
Neilson frunció el ceño, se acarició el bigote y asintió con tranquilidad, sin rechazo alguno.
—Es verdad. Quiero decir que era sabido que hacía comentarios como ése, sobre mí y también sobre otros que se preocupaban por él.
—¿Qué lo empujó a pensar eso de usted, señor Poe?
—Fue cuando acababa de desarrollar su afecto por la joven Virginia. Yo me había casado con mi mujer, Josephine, hermanastra de Virginia, y considerando que mi cuñada, a sus trece años, era demasiado joven para irse con él, me ofrecí a procurarle una educación y ayudarla a entrar en sociedad si permanecía con nosotros en Baltimore. Edgar consideró eso un insulto. Dijo que no estaba dispuesto a vivir una hora más sin ella. Consideró que yo me proponía arruinar su felicidad y que nunca más volvería a ver a su «Sissy». No toleraba vivir sumido en la pesadumbre.
—¿Qué hay de la sugerencia de su primo, expresada en una carta al doctor Snodgrass, de que usted no lo ayudaría en su carrera literaria?
—Edgar creía que yo estaba celoso, supongo —respondió Neilson con franqueza—. Hice mis pinitos literarios en mi juventud, como ya le dije. De eso él dedujo que yo tenía envidia de la cantidad de referencias literarias que se le dedicaban, tanto positivas como negativas.
—¿Y no la tenía?
—¿Envidia? De la forma que creía Edgar, no. Yo no me consideraba su igual. Si alguna vez estuve celoso fue ante el comentario de que su escritura encerraba una cualidad de genio, de naturalidad, de las cuales mi propia escritura carecía por más meticulosamente que me aplicara a conseguirlas.
—No puedo olvidar —le dije en tono firme a mi anfitrión— que usted malogró la oportunidad de que la policía investigara la muerte de su primo, señor Poe.
—¿Es eso lo que cree? —Mantuvo la calma—. Comprendo que lo crea. Sin embargo, fue el oficial White, antes de que usted llegara a la comisaría, quien se mantuvo inflexible en que no se efectuaría la más mínima investigación. Como usted sabe, la policía de Baltimore presume de que en nuestra ciudad no se cometen delitos, en particular contra los turistas. En mi profesión, a menudo represento a gente acusada de faltas mezquinas, y depende en gran medida de la policía la posibilidad de mostrarse razonables con algunos acusados. Yo apenas tengo más elección que acceder a los deseos del oficial White al respecto. Me da la impresión de que se trataba, como de costumbre, de dar una lección a quienes intentaban demostrar la existencia de más delitos en Baltimore de los ya conocidos. Así pues, cuando lo vi a usted en la comisaría hice lo que pude para disuadirlo de su propósito. A veces creo que nuestra justicia no es tan distinta de los tiempos de la brujería: los delitos sólo se consideran tales cuando conviene a los acusadores. —Se dirigió a la puerta de la habitación—. Veo que a raíz de nuestros primeros encuentros usted me creía demasiado hostil a mi primo. Sígame, señor Clark.
Nos trasladamos a la biblioteca de Neilson Poe. Había una hilera de libros y revistas con los escritos de Edgar Poe que casi rivalizaban con los míos. Para mi gran sorpresa, examiné el contenido, sacando un volumen en particular o una publicación periódica de la impresionante colección.
Neilson pudo ver que me desconcertaba su aparente devoción por la obra de Edgar. Sonrió y se explicó:
—En los últimos años estuve enfadado con Edgar, incluso después de su muerte, pues me constaba que él se sabía superior a mí, con mucho. Consideraba mi vida dilapidada en lo que a cualidades artísticas se refiere. En resumen, ¡yo sabía que me había odiado durante años! Pero se da el caso de que yo nunca lo odié a él. Es más, siempre entendí que Edgar era un hombre que se representaba a sí mismo a través de sus producciones literarias; que ahí estaba él, más que en la forma física y en el personaje que exhibía, más que en cualquier carta que pudiera haber escrito en un rapto de ira, o en cualquier comentario que hiciera a un conocido hallándose en estado de excitación. Su arte nunca pretendió ser popular, ni tampoco se propuso atenerse a un principio o a un sentido moral, pero ésa era su verdadera forma de ser.
Mientras hablaba, Neilson se situó en el rincón de su biblioteca y, mientras se volvía en su silla para alcanzar un volumen de los Cuentos grotescos y arabescos, tenía contraída la comisura de la boca de una manera distinta, al parecer, de la que caracterizaba a Edgar Poe. Para disimular mi observación, saqué del anaquel el número de abril de 1841de Graham’s, el cual contenía el primer cuento de Dupin, «Los crímenes de la calle Morgue». Lo sostuve reverentemente y pensé en mi propia biblioteca, en mi propia colección, en mi casa, en Glen Eliza, que sin duda había sido revuelta y dañada por la policía en sus diversos registros en busca de pruebas de mi culpabilidad y de mis obsesiones.
—¿Sabe usted que le pagaron sólo cincuenta y seis dólares por mi primer cuento de Dupin? —dijo Neilson al advertir el objeto de mi interés—. En el tiempo transcurrido desde su muerte he visto a la prensa ensalzarlo y estrellarlo. He visto a ese vergonzoso e injusto biógrafo hacer con Edgar lo que ha querido. Recuerde que es también mi apellido, señor Clark. Poe es el nombre de mi esposa, y mis hijos son Poe, como lo serán los hijos de mis hijos. Yo soy Poe. En los últimos meses he leído y releído casi todo lo que escribió mi primo, y a cada página que volvía he sentido mayor afinidad con él, una proximidad del orden más elevado, como si las mismas palabras pudieron haber salido de mí y él hubiera conseguido extraerlas de nuestra sangre común. Dígame, señor Clark, ¿lo conoció usted? —preguntó de improviso.
—No.
—¡Bien! —Al advertir mi sorprendida reacción, continuó—: Sólo quiero decir que es mejor así. Trate de conocerlo a través de las palabras que publicó. Su genio era de una rara cualidad, difícil de hallar apoyo en este mundo de revisteros, y no podía por menos de creer que todos estaban en su contra y que, con el tiempo, incluso los amigos y parientes se convertirían en enemigos. Su percepción temerosa y ansiosa en este punto, era el resultado de un mundo duro para las aspiraciones literarias; una dureza que yo descubrí por mi mismo en mi juventud. Su vida fue una serie de experimentos sobre su propia naturaleza, señor Clark, que lo apartó de los movimientos, de nuestro mundo y lo llevó a un conocimiento que consistía sólo en la perfección de la literatura. No podemos conocer a Edgar Poe como hombre, pero podemos conocerlo bien como el genio que fue. Por eso no podía ser debidamente leído hasta después de su muerte… por mí, por usted y ahora, quizá, por el mundo. —Hizo una pausa—. ¿Se siente mejor ahora, señor Clark?
Me encontré en situación de pensar con más claridad: me había librado de la oleada de emociones salvajes que con anterioridad me consumía. Tan sólo podía recordar mis últimos actos como cuando uno piensa en un sueño o en una evocación distante. Me sonrojé un poco, cohibido, al pensar en cómo me había encontrado Neilson.
—Sí, muchas gracias. Me temo que estaba más bien sobreexcitado cuando dio conmigo en la calle Amity.
—Por favor, señor Clark —dijo sorprendido, emitiendo una risita—, difícilmente puede recriminarse por haber sido envenenado.
—¿Qué quiere decir?
—El médico que lo examinó estaba completamente seguro de que había sido envenenado ligeramente. Encontró restos de un polvo blanco en la parte posterior de su boca; una mezcla experta de varias sustancias químicas. No se preocupe. También estaba seguro de que los efectos habían pasado y que esas dosis no causan ningún daño permanente.
—¿En la cárcel? Pero ¿quién?…
Me detuve al conocer con súbita claridad la respuesta. Los guardianes de la prisión, quienes, con gran solicitud, constantemente cambiaban los cántaros de agua que había sobre la mesa de mi celda. El oficial White, contrariado por mis continuas negativas en las entrevistas que mantuve con él, probablemente dio la orden: confundir mi mente lo bastante como para extraer de ella algún reconocimiento de responsabilidad, ¡asegurar una confesión de mis yerros! Ahora yo poseía también información de Neilson Poe acerca del deseo de White de evitar la investigación que solicité. Me hubiera envenenado hasta que confesara o muriera o me viese empujado a causarme daño yo mismo. Mi casual escapatoria me salvó la vida.
Mi trastorno mental en las horas posteriores al abandono de la prisión estaba claro para mí y me aguijoneaba la mente. ¡La búsqueda de Poe —cavando en su tumba con la creencia de que estaba vivo— y la intrusión en la que fue su casa tantos años antes! Esa persona se había desprendido de mí y ahora me sentía crecido, contemplando cuanto sucedía con perfecta visión.
Neilson pareció pensativo por un momento y, quizá, ansioso.
—Tal vez necesite más descanso, señor Clark.
—El chico —dije de repente—. El mensajero del que me habló, el que lo ayudó a trasladarme y luego vino con el médico. ¿Dónde está?
Yo no había visto a nadie en la casa excepto a los niños. Neilson dudó. Pude oír un sonido nuevo, inequívoco y creciente. Caballos cuyos cascos ruidosos atravesaban las calles encharcadas, las ruedas de un coche chapoteando detrás.
Neilson levantó la cabeza al percibir el sonido.
—Soy miembro del colegio de abogados, señor Clark —dijo—. Usted es un fugitivo de la justicia, y yo he cumplido con mi deber dando cuenta a la policía de su presencia. Tengo una responsabilidad. Yo no puedo hacer más, pero creo que usted es la persona con más capacidad para rehabilitar la memoria de mi desdichado pariente y de honrar así mi apellido. Me complacería actuar como su defensor en el tribunal, si lo desea. —Me quedé helado en mi lugar—. Recuerde, señor Clark, que usted también actuaba en estrados. Debe elegir.
Neilson caminó despacio hasta situarse ante la puerta y, en mi débil estado, es probable que me hubiera dominado con facilidad hasta que su mensajero entrara con la policía.
—Los niños —recordó Neilson de pronto—. No me juzgue demasiado estricto, señor Clark, pero debo asegurarme de que están durmiendo.
—Lo comprendo —dije, asintiendo con gratitud.
Cuando él salía al vestíbulo en dirección a la escalera, me escabullí de la habitación y no miré atrás.
—¡Que Dios lo proteja! —dijo Neilson tras de mí.
* * *
Mi misión estaba clara. Debía encontrar a Auguste Duponte. Sólo él podía aportar la prueba definitiva de mi inocencia. Ahora que Bonjour me había revelado que no se le causó ningún daño, el mero pensamiento de que podía estar cerca me comunicaba una sensación de invencibilidad que me hizo avanzar rápidamente por las anegadas calles de Baltimore. Quizá Duponte ya había empezado a investigar el tiro que le dieron al barón. Quizá, incluso, asistió al liceo aquella noche, antes del suceso, lo presenció y escapó en previsión de la confusión que sabía iba a producirse como consecuencia de aquél.
Yo consideraba mi objetivo ineludible en el mundo probar mi honorabilidad ante Hattie, pues ella había mantenido su amistad conmigo durante mi estancia en prisión, cuando otros me abandonaron. Parecería un empeño de poca monta, comparado con el hecho de que mi vida podía terminar como la de un criminal, y con que ella se casara con otro, pero mi meta era ahora quedar limpio a los ojos de Hattie.
No supe lo que era estar completamente seco durante días. Mis oídos, pulmones y entrañas seguían nadando mucho después de que hubiera vadeado y chapoteado a través de las traicioneras calles de Baltimore. Me pareció que el Atlántico había desbordado sus orillas y que avanzaba para unirse con el Pacífico. Fui capaz de localizar a Edwin, quien se encargó de que me cambiara de ropa y vistiera un modesto traje. Deseaba ayudarme a buscar un lugar menos al alcance de la policía. Trasladó fardos de ropa a un almacén de embalaje vacío, en otro tiempo perteneciente a la empresa de mi padre, donde me refugié tras recordar que había una bisagra suelta en una puerta desde hacía años, y que nunca se reparó.
—Me ha ayudado mucho, Edwin, y no quisiera poner en riesgo su seguridad por más tiempo. Ya he causado bastantes trastornos a muchas personas para toda su vida.
—Usted hizo lo que creía correcto, y ha expuesto su vida por ello. Poe ha muerto. A un hombre le han pegado un tiro. Su amigo ha desaparecido. Y bastantes personas han sufrido daños. Al menos usted debe permanecer a salvo, para que haya alguien seguro de la verdad.
—No deben imputarle un delito por ayudarme —dije.
Ése era un asunto grave. Si un negro libre era condenado por una falta significativa, podía ser castigado de la peor manera imaginable para un hombre libre: ser devuelto por las autoridades a la esclavitud.
—Yo no nací en los bosques para asustarme de una lechuza —replicó Edwin riendo con su risa tranquilizadora—. Además, creo que ni siquiera en Baltimore se castiga todavía a un hombre por proporcionar unos pingos viejos a otro hombre al que se le han desgastado los codos de la chaqueta. Ahora, ¿podrá descansar aquí esta noche?
Edwin continuó prestándome su ayuda y acudía al almacén de embalaje a intervalos regulares. Aunque estuve tentado, me reprimí de hacer alguna visita a Hattie, preocupado por lo peligrosa que pudiera resultar para ella. Restringía severamente mis salidas, y me guardé de acercarme a los alrededores de Glen Eliza por temor a ser visto. Seguía en mi poder el número de Graham’s de 1841 que tenía en la mano cuando huí de la casa de Neilson Poe; el número en el que apareció por vez primera Dupin en «Los crímenes de la calle Morgue». Me sentí agradecido por ello como si se tratara de un talismán. Releí el cuento y me pregunté qué podría haber descubierto Duponte sobre la muerte del barón. Aquella revista era, por el momento, todo cuanto tenía para leer. Así que leí también las otras páginas, aunque la publicación tenía diez años de antigüedad.
Una vez, Edwin acudió a la hora convenida y me encontró enfrascado en el Graham’s.
—¿Todo va bien, señor Clark?
No podía dejar de leer aquellas páginas una y otra vez. Apenas hablaba. No sé cómo describir el vuelco que me dio el corazón con el descubrimiento que hice aquella noche: me refiero a la verdad sobre Duponte… o Dupin (ya ven ustedes que apenas sé cómo asimilar todo lo que comprendí, y que apenas sé por dónde empezar); o sea que Duponte nunca fue, en absoluto, el verdadero Dupin.
Una vez que hube leído varias veces en mi celda de la comisaría del Distrito Medio las notas manuscritas para la conferencia del barón Dupin, y me hube asegurado de que cada palabra quedaba grabada en mi memoria, arrojé las páginas al fuego que chisporroteaba en la sala que separaba las celdas de los hombres y de las mujeres. Yo no asesiné al barón, por supuesto, pero me apresuré a matar su trabajo. Después de eso, quedaba abortada la posibilidad de que se difundieran sus invenciones sobre la muerte de Poe.
No se trata de que sus palabras no fueran convincentes en lo relativo a esa muerte. Lo eran, y mucho, pero no eran verdaderas; al contrario que Poe, quien sólo las escribió verdaderas aun cuando muchas no estuvieran en condiciones de ser creídas. Más tarde nos ocuparemos de las teorías del barón acerca de la muerte de Poe. El barón Dupin, en sus notas, también aprovechó la ocasión para defender su condición de verdadero Dupin.
He aquí una muestra: «Ustedes conocen al Dupin de estos cuentos como alguien directo, brillante, valiente. Debo admitir, a decir verdad, que esas cualidades el señor Poe las tomó de mis humildes aventuras… Porque es así como realmente actúa Dupin, ¿no? En un mundo en el que la verdad la ocultan charlatanes y estafadores, nobles y reyes, Dupin la encuentra. Dupin la conoce. Dupin la dice. Pero aquellos a quienes dice la verdad, amigos míos, siempre conocerán el ridículo, la negligencia, la muerte. Ahí es donde hemos encontrado a Edgar… —en este punto imaginé al barón agitando sombríamente la cabeza, quizá con una pesada lágrima cayéndole del rabillo del ojo—; no, es donde hemos perdido a Edgar Poe. Edgar Poe no nos ha dejado, sino que nos lo han quitado…»
Ahora, antes de la llegada de Edwin, mientras permanecía sentado en la pequeña salpicadura de luz en el almacén vacío, tomé ese número de abril del Graham’s, aquella revista que contenía la primera aparición del Dupin de Poe. «Qué suerte la del Graham’s por contar entonces con Poe —pensé—, pues no sólo colaboró con sus cuentos, sino que fue su editor». Entonces mi pulgar se detuvo en una página determinada. Me esforcé por leer a la luz. No había una sola página que yo no hubiera visto.
En el mismo número en el que apareció «Los crímenes de la calle Morgue», en ese mismo número de abril del 41, el editor de la publicación —o sea Poe— daba la reseña de un libro titulado Apuntes sobre personajes vivos notorios de Francia. En esta colección de apuntes biográficos se incluye cierto número de personas distinguidas de aquel país. La que atrajo mi atención fue George Sand, la famosa novelista. No sé cómo acudió a mi mente, desde algún distante artículo o biografía que leí sobre ella… Pero de algún modo recordé que su nombre, que cambió por el masculino George Sand para poder publicar sin chocar con los prejuicios, era Amandine-Aurore-Lucie Dupin. Poe, en su reseña de los Apuntes, se recrea en una anécdota relativa a madame Sand/Dupin, vestida con una levita de caballero y fumando un cigarro.
Otro nombre que aparecía en la reseña de Poe llamó mi atención: Lamartine. Es difícil que ustedes conozcan este nombre, pues su reputación como poeta y filósofo parisiense dudo que persista en la memoria. Pero miren esto. Retrocedí unas páginas, volviendo a «Los crímenes de la calle Morgue», el primer cuento de raciocinación.
Llegamos al pequeño pasaje llamado Lamartine, que con fines experimentales ha sido pavimentado con bloques ensamblados y remachados.
¿Fue una coincidencia que en el mismo número de la revista en la que Poe publicó su primer cuento de Dupin, utilizara el nombre de otro eminente escritor francés tanto en el cuento de Dupin como en la reseña que escribió? No se detengan aquí. Sigan observando «Los crímenes de la calle Morgue» y lean sobre uno de los testigos del bestial acto de violencia, tal como lo explica el narrador:
Paul Dumas, médico, declara que fue llamado al amanecer para examinar los cadáveres…
¿No nos hace pensar este Dumas en Alexandre Dumas, el imaginativo autor de novelas francesas de aventuras? Y también estaba esto:
Isidore Muset, gendarme, declara que fue llamado hacia las tres de la mañana… a la casa…
Sí: un nombre muy parecido al de Alfred de Musset, el poeta francés, compañero íntimo de la propia George Sand.
Probablemente habrán adivinado las conclusiones a las que ahora estaba en condiciones de llegar. De pronto, mi mente se vio arrastrada por un torbellino. «Los crímenes de la calle Morgue» —casi podía oír a Poe emitiendo una risita inteligente ante el verdadero misterio escondido en su cuento— estaba realmente construido como una alegoría de la situación de la literatura francesa moderna. Las referencias a George Sand (conocida también como Dupin), Lamartine, Musset y Dumas eran lo más sobresaliente de la red de discretas e inteligentes alusiones.
Si era así, como al instante tuve la certidumbre, Poe no dibujó a un investigador real para inventarse su héroe, no a Auguste Duponte, no al barón Claude Dupin, sino qué absolutamente todo salió de su cabeza y de sus pensamientos relativos a diversos personajes literarios. Cuando llegué a esa convicción, me armé de valor para dirigirme abiertamente a un puesto de libros y allí saqueé varios volúmenes. Encontré que no sólo era correcta mi conclusión sobre el verdadero nombre de George Sand, que no sólo era su apellido Dupin, sino también que había perdido a un hermano en la infancia llamado —sí, pero ustedes probablemente ya lo habrán adivinado— Auguste Dupin. Auguste Dupin. ¿Conoció Poe este detalle? ¿Cuál era mensaje que nos transmitía Poe? Recreó al hermano difunto de la escritora en forma de genio contra la muerte y la violencia. ¿Pensó Poe en su propio hermano William Henry, que le fue arrebatado cuando el pobre Edgar era todavía un niño?
En una frenética nueva lectura de «Los crímenes de la calle Morgue», encontré otro significado a la descripción del narrador de circunstancias de su vida con C. Auguste Dupin: «No admitíamos visitantes. El lugar de nuestro retiro era un secreto celosamente guardado para mis antiguos amigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver gente o de ser conocido en París. Sólo vivíamos para nosotros». ¿Qué trataba de decirnos Poe? El asombroso «raciocinador» existía sólo en la imaginación del poeta.
Nuestro periódico ha sido informado por una dama amiga del brillante y errático escritor Edgar A. Poe, de que el ingenioso héroe del señor Poe, C. Auguste Dupin, está claramente inspirado en una personalidad real, con la que comparte nombre y proezas, conocido por su capacidad de análisis…, etc.
Pensé en ese recorte de periódico, el que John Benson entregó al empleado del ateneo y éste a mí, con visión borrosa y una mezcla de desdén. Qué vagas eran esas frases, ese rumor ligero que me había cautivado. ¿Quién era esa «dama amiga» de Poe? ¿Cómo podíamos saber si era digna de confianza? ¿Acaso existió realmente? Busqué respuestas en mi mente a estas singulares preguntas, pero mientras se apoderaba de mí el realismo en su más amplio sentido, como un espíritu perverso que parecía decirme: «Duponte no era más que un fraude. Poe ha muerto y tú también morirás, subirás por la escalera del patíbulo, morirás por desear más de lo que ya tenías».
Duponte ya no estaba.
—¿No se encuentra bien, Clark? Tal vez debería traerle un médico.
Edwin trataba de sacudirme de mi ensimismamiento.
—Edwin —dije con un suspiro, y añadí la frase hecha—: Estoy medio muerto.
* * *
Debería decir algo más, a manera de interludio, acerca de cómo empezó todo esto: con la muerte de Poe. A lo largo de varios capítulos he mencionado que conocía toda la conferencia del barón sobre el tema, y me incomodaría ocultársela por más tiempo al lector. Como digo, recuerdo cada palabra de las notas del barón. «“¡Reynolds! ¡Reynolds!” Esto resonará en nuestros oídos mientras recordemos a Edgar Poe, pues ésa fue la despedida que nos dirigió. Y pudo haberse limitado a decir: “Así es como morí, Señor. Así es como morí, amigos y compañeros sufrientes de la tierra. Ahora averiguad por qué…”»
Aunque el relato de la muerte de Poe por el barón hubiera estado menos alejado de la verdad, en algún sentido lamento que no pronunciara esas palabras. Puesto que ustedes no pueden contar con una descripción plena de cómo pudo desarrollarse el evento, con el barón paseándose arriba y abajo por el escenario, como si aquello fuera el palacio de justicia en sus mejores tiempos, imaginen al barón, destellándole su inconfundible dentadura reluciente, abriendo completamente los brazos y proclamando que el misterio estaba resuelto.