Al principio me mantuvieron en una celda frente a las dependencias privadas del oficial White, en la comisaría del Distrito Medio. A cada paso que escuchaba, me embargaba una expectación hecha a medias de desesperación. La cárcel, no dejaba de repetirme, no produce un mero sentimiento de soledad. Toda la historia de la soledad de uno retorna pieza a pieza, hasta que la celda se transforma en un castillo de la propia miseria mental. Las evocaciones de soledad anegan todos los demás pensamientos relativos al presente o al futuro. Uno es solamente uno mismo. Ése es el mundo, y ningún poeta del sistema penal podría imaginar algo más cruel.
¿A quién esperaba yo palpitándome el pecho? ¿A Duponte? ¿A Hattie? ¿Quizá la expresión desabrida pero leal de Peter Stuart? ¿Al barón Dupin en persona, escoltado por los médicos, capaz de prestar testimonio sobre el verdadero culpable que lo tiroteó, y así salvarme? Incluso suspiraba por oír la voz de mi tía abuela. Cualquier cosa que me recordara que había otra persona preocupada por mi destino.
Mientras tanto no había noticias de Duponte. Temía que le hubiera sucedido algo peor que a mí. Le había fallado. Había fracasado en mi cometido de protegerlo mientras él ponía a contribución su genio.
El oficial White hacía circular una selección aceptable de periódicos y publicaciones como parte de las libertades del calabozo para los presos que sabían leer. Yo los aceptaba, pero sólo lo simulaba, pues en realidad me entregaba a otra lectura más importante, que había introducido sin que reparasen en ella. Cuando forcejeé con el barón Dupin en el liceo, de forma semiinconsciente le arrebaté de las manos las notas que llevaba para su conferencia. Aunque apenas comprendía su significado, me las eché al bolsillo del abrigo antes de acompañar al oficial White a la comisaría.
Mientras tuve la luz de una vela en mi celda, las estudié metidas en una revista. Edgar Poe no se ha ido, sino que nos lo han quitado, decía el escrito del barón. No era inelegante del todo, pero de ningún modo podía aspirar al mérito literario. Mientras leía, me lo aprendía de memoria. Pensé en Duponte leyendo por encima de mi hombro. Sólo mediante la observación podemos sacar la verdad de aquello que está equivocado.
En una ocasión, leyendo esas páginas, fui interrumpido por la proximidad de un visitante. La desgarbada figura de un hombre entró en el vestíbulo escoltada por el escribiente. Era un hombre desconocido para mí, con una cara inexpresiva. Apoyó el paraguas en la pared y se sacudió el agua acumulada sobre sus gigantescas botas, que parecían representar la mitad de su estatura.
—Qué mal huele aquí… —dijo para sí, arrugando la nariz.
Nos llegaba el canto de una borracha desde el corredor de las celdas para mujeres. El visitante se limitó a permanecer de pie en silencio. No hallando ningún rasgo concreto de simpatía en él, hice lo mismo.
Quedé sorprendido cuando se reunió con el extraño una atemorizada joven, que apretaba en torno a sí su capa.
—Oh, querido Quentin, ¡mire adónde ha ido a parar!
Hattie, al borde de las lágrimas, me miraba compasivamente.
—¡Hattie!
Saqué el brazo y la tomé de la mano. Apenas parecía posible que fuera real, incluso con la cálida piel de sus guantes. Volviendo a fijarme en el desconocido, le solté la mano.
—¿No está Peter con usted?
—No, no quería ni oír hablar de mi visita. No dirá una palabra de la situación. Cuando fue a la conferencia estaba muy indignado, Quentin. Consideraba que debía hacer algo para tratar de detenerlo. Creo que sigue siendo su amigo.
—¡Pues debe saber que soy inocente! ¿Cómo pude tener que ver con el tiro que le pegaron al barón? El barón había raptado a mi amigo para evitar que hablara…
—¿Su amigo? ¿Ese amigo le ha puesto en esta penosa situación, señor Clark? —dijo el hombre que estaba junto a Hattie, volviéndose hacia mí con un fruncimiento parecido al de Peter.
Hattie le pidió paciencia. Y dirigiéndose a mí:
—Es el primo de mi prometido, Quentin. Uno de los mejores abogados de Washington para casos como éste. Puede ayudarnos, estoy segura.
Pese a la desesperación en que ahora me hallaba, me sentí reconfortado por la palabra «ayudarnos».
—¿Y el barón? —pregunté.
—No hay esperanzas de que se recupere —espetó mi nuevo abogado.
—He escrito a su tía abuela para que venga en seguida; ella ayudará a que todo esto se enderece.
Hattie prosiguió como si no hubiera oído las terribles palabras; si lo que había dicho su primo era verdad, el barón estaba a punto de morir, y a los ojos del mundo yo sería condenado por asesinato.
Pocos días después, me trasladaron desde la comisaría del distrito a la cárcel de la ciudad y condado de Baltimore, a orillas de Jones Falls. Aquella atmósfera redobló mi desesperanza. Las celdas vecinas estaban al límite de su capacidad, con algunos acusados de delitos graves y, junto a ellos, los que con escasas esperanzas aguardaban la celebración de sus procesos o, con perversa ansiedad, su ahorcamiento.
La mañana antes fui acusado oficialmente de intento de asesinato del barón Dupin. Mis declaraciones de que al barón había que detenerlo, combinadas con mi aparición en el escenario del liceo, fueron ampliamente citadas. El primo de Hattie sacudió la barba con un gesto de desaprobación ante el hecho de que un oficial de policía grandemente respetado fuera un testigo contra mí. La policía también había encontrado un arma de fuego al registrar Glen Eliza; el arma de la que eché mano para mi seguridad cuando visité a John Benson, la cual distraídamente dejé a la vista de todos.
Las tempestades empeoraban de día en día. La lluvia no cesaba. Cada vez que aflojaba una era para arreciar con más fuerza aún, como si tan sólo hubiera recobrado aliento. Se dijo que un puente había sido arrastrado en Broadway, cerca de la calle Gay, y que golpeó otro puente, de modo que los dos se fueron río abajo por medio Baltimore, derribando en su recorrido casas enteras de las orillas. En la cárcel, mientras tanto, el aire mismo parecía cambiar, henchido de apremio y desasosiego. Vi a un preso chillar de manera espantosa, apretándose la cabeza con las manos, como si algo estuviera pugnando por salir de ella. «¡Ya viene! —gritaba apocalípticamente—. ¡Ya viene!». También empeoraron los enfrentamientos entre los presos más desesperados y los guardianes, pero no me daba cuenta de si se debía a la atmósfera o a otras causas. A través de los barrotes de mi ventana podía ver la orilla de Jones Falls rendirse gradualmente a la bullente extensión de agua de lluvia. Sentía que a mí me pasaba lo mismo.
Mi abogado volvía cada vez con peores noticias del exterior. Los periódicos, que yo sólo podía leer con desgana, eran muy veleidosos sobre mi culpabilidad. Ahora escribían que el francés gravemente herido e ingresado en el hospital era el modelo de los cuentos de análisis de Poe, y que lo eliminé por celos, debidos a mi enfermiza preocupación por Poe. Los periódicos whigs consideraban mi acción como la de un asesino en algún sentido heroico. Los demócratas, quizá como reacción contra los whigs, estaban convencidos de que yo era un villano y un cobarde. Pero unos y otros habían decidido sin la menor duda que yo era el criminal. Los diarios considerados neutrales, especialmente el Baltimore Sun y el Transcript, mostraban su preocupación porque el episodio podría dañar significativamente las relaciones de nuestro país con la joven República francesa y con su presidente, Luis Napoleón.
Yo protestaba a voces diciendo que el barón Dupin de ninguna manera era el Dupin real, aunque creo que el primo de Hattie pensaba que la objeción escogida por mí en este asunto era de lo más extraña. Edwin vino a verme varias veces, pero la policía no tardó en acribillarlo a preguntas, por considerar sospechoso que un negro tuviera que ver conmigo, así que le pedí que se abstuviera de visitarme a fin de protegerse de tales interrogatorios. John Benson, mi benevolente fantasma, acudió también a aquel miserable lugar. Le estreché calurosamente la mano, en mi desesperación por contar con un aliado.
Las sombras de los barrotes se proyectaban sobre su rostro macilento. Me contó que se pasaba casi todo el día trabajando en los libros de contabilidad de su tío.
—No se me tolera ni un error. Ni el mismo diablo estuvo nunca tan presionado por el negocio —dijo.
Me miró oblicuamente a través de los barrotes, como si en cualquier momento pudiéramos intercambiar nuestros puestos si no eran cuidadosos en la elección de las palabras.
—Quizá debería usted confesar, señor Clark —me aconsejó.
—Confesar ¿qué?
—Que se ha visto desbordado por Poe. Desbordado, por así decirlo.
Yo esperaba poder obtener de él un apoyo más valioso.
—Benson, debe decirme si descubrió usted algo más sobre cómo murió Poe.
Se sentó en un taburete, alargando las piernas, desalentado y soñoliento, y repitió su sugerencia de que considerase hacer una completa confesión.
—No siga pensando en las dificultades de Poe, señor Clark. La verdad que hay tras su muerte está ahora más allá de lo que puede descubrirse. Ya lo ve.
Hattie me visitaba los días que conseguía zafarse de su tía y de Peter. Me trajo comida y algún regalito. En mi estado de ansiedad y confusión apenas podía hallar palabras para expresarle mi gratitud.
Evocaba muchos episodios de nuestra infancia para calmarme los nervios. Mantuvimos francas conversaciones a propósito de todos los temas. Me dijo lo que sintió cuando yo estaba en París.
—Me daba cuenta de que tenía usted grandes sueños, Quentin. —Suspiró—. Sé que no nos aguarda una vida de mutua felicidad, Quentin. Pero sólo quiero decirle que no debe creer que su marcha o el que no me dijera nada más me produjo enfado o melancolía. Si me he mostrado melancólica es porque usted no sentía, usted desde luego no sabía que podía explicármelo todo al detalle y que a cambio recibiría mi amistad sin reservas.
—Peter tenía razón. Fue el egoísmo lo que desencadenó todo esto. Quizá yo no hice lo que hice por lo que los escritos de Poe significaban para el mundo, sino por lo que significaron sólo para mí. ¡Quizá eso sólo exista en mi mente!
—Precisamente por eso es importante —replicó Hattie tomándome de la mano.
—¿Cómo no pude verlo? —me pregunté, agitada y nerviosamente—. Su muerte ha cobrado para mí la mayor importancia a expensas de su vida. Precisamente lo que me preocupaba que otros hicieran. A expensas también de mi vida.
Las lluvias y las inundaciones dificultaron en exceso el viaje hasta la prisión desde otros barrios de la ciudad. Separado de Hattie, no contaba con otra compañía que la de los desolados presos. Nunca me sentí tan desamparado, atrapado, acabado.
Una vez, una noche en que el sueño me había envuelto piadosamente, oí unos pasos ligeros que se acercaban a mi celda. Hattie. Había vuelto, pese a lo peor de las inundaciones y las lluvias. Se acercó por el corredor con paso apresurado y elegante, resguardada de la inmundicia de las celdas por su brillante capa roja. Resultaba extraño que no hubiera un guardián junto a ella y además —según aprecié cuando recuperé la plena lucidez— aquéllas no eran horas de admisión de visitantes. Emergió de las sombras de las otras celdas, se acercó a mí y me agarró las muñecas con tal fuerza que no pude moverme. Pero no era Hattie.
A la débil luz, la piel dorada de Bonjour mostraba ahora un matiz lívido. Sus ojos se abrían en una mirada que parecía abarcarlo todo simultáneamente.
—¡Bonjour! ¿Cómo ha conseguido burlar a los guardianes?
Aunque, suponía yo, si alguien podía conseguir entrar y salir libremente de una cárcel, esa persona era Bonjour.
—Necesitaba encontrarlo.
Su presa cedió, y de pronto me consumió el temor. Había venido a matarme para vengar al barón, para llevar personalmente a cabo una ejecución. Podía cortarme el cuello sin vacilar, y cuando me encontraran decapitado, nadie sabría que ella estuvo allí.
—Ya sé que no le disparó al barón —dijo, leyendo correctamente en mis ojos la mirada asustada—. Debemos encontrar al que lo hizo.
—¿Es que no lo sabe tan bien como yo? Los acreedores…, aquellos matones que seguían al barón allá donde fuera.
—No los envió ningún acreedor. El barón saldó las cuentas con sus acreedores hace semanas, en cuanto pudo, después de recaudar las suscripciones para su conferencia sobre Poe. La cantidad superó lo que esperábamos. Esos asesinos no lo andaban buscando por dinero.
Me sorprendió oír eso.
—Entonces, ¿quiénes eran?
—Necesito averiguarlo. Se lo debo al barón. Y usted lo necesita para la mujer a la que ama.
Bajé la mirada a mis pies descalzos.
—Ya no me ama.
Cuando levanté los ojos pude ver la boca de Bonjour abrirse despacio, formando un círculo que era como una interrogación. Pasó a otro tema.
—¿Dónde está su amigo? Debe ayudarnos a dar con la respuesta.
—¿Mi amigo? —pregunté, sorprendido—. ¿Duponte? ¡Cómo he esperado el momento de preguntarle eso a usted! ¡Pensé que había corrido la peor suerte después de que usted y el barón lo raptaran!
Supe que Duponte no había sufrido daño alguno, al menos a manos de Bonjour. Para mi sorpresa, Bonjour dejó libre a Duponte poco después de sacarlo de Glen Eliza. El barón Dupin le había dado instrucciones de liberar a su rival a la hora de empezar su fatal conferencia. El barón no quiso matar a Duponte; más bien quiso matar su espíritu. Imaginaba que Duponte acudiría a toda prisa al liceo, y llegaría a tiempo para ser testigo del triunfo de su rival, de modo que la victoria del barón se vería amplificada por la desmoralización del barón. Pero Duponte eludió esta derrota, pues no apareció, y si lo hizo, nadie lo vio.
—¿Se resistió Duponte cuando lo secuestraron? ¿Se resistió?
Bonjour guardó silencio, dudando de si la respuesta me decepcionaría.
—No. Fue lo bastante inteligente como para no luchar, pues el barón estaba decidido a llevar adelante su plan. ¿Dónde puede andar ahora Auguste Duponte, monsieur Clark?
—Me han encerrado aquí, Bonjour. ¡No tengo la más remota idea de dónde está!
Sus ojos se fijaron en los míos con una intensidad que me hizo sentir incómodo. No pude dejar de pensar que con Hattie casada con Peter, ¿qué esperanzas de amor me quedaban? ¡Qué no hubiera dado yo en aquel momento a cambio de una muestra de afecto, por la fortaleza que me habría infundido! Quizá mis pensamientos eran tan fáciles de leer que ella empezó a acercárseme. Miré a otra parte para no dar la impresión de una insinuación inapropiada. Pero ella colocó su mano en mi hombro, y como yo bajaba la vista, alzó mi rostro entre los barrotes hacia el suyo, en un largo momento que me hizo estremecer más por la sorpresa que por la calidez de su boca. La cicatriz que había visto en sus labios parecía formar una hendidura en el mismo lugar de mi propio rostro, y algo parecido a una corriente recorrió mi cuerpo helado. Estaba rehecho. Cuando el beso terminó, sentí que Bonjour también había quedado de algún modo prendida en él.
—Debe pensar en cómo encontrar a Duponte —dijo en voz baja, en un firme tono de mando—. Él puede dar con el asesino.
Durante unos días me esforcé por desentrañar aquel enigma. Y transcurrido un tiempo después de la visita de Bonjour a medianoche, me conquistó de nuevo la soledad triste e inexorable de la prisión.
Una vez, cuando desperté de uno de mis prolongados períodos de inconsciencia, encontré un libro en la mesita de madera de mi celda. No me hacía a la idea de su procedencia ni de quién lo puso allí. Al verlo, cerré los ojos con fuerza y me volví a un lado, pensando que formaba parte de alguna ensoñación que mi cerebro había construido para empeorar aún más mi suerte.
Se trataba de uno de los volúmenes de Poe editados por Griswold. Era el tercero —el último tomo—, el que apenas podía yo sufrir ponerle la vista encima. Los dos primeros volúmenes contentan una selección, embrollada pero decente, de la prosa y la poesía de Poe, pero para este tercer volumen el chapucero editor, el señor Rufus Griswold, había compuesto un ensayo sumamente difamatorio.
El invierno que siguió a la muerte de Poe vi los anuncios insertados en la prensa por Griswold, solicitando a los corresponsales de Poe que le enviaran copias de sus cartas para incluirlas en aquel ensayo. Pero dado que yo conocía el obituario que dedicó a Poe, con sus insanas mentiras, no me pasó por la cabeza atender aquella demanda. Pero escribí en seguida a Griswold diciéndole que tenía en mi poder cuatro cartas firmadas personalmente por Poe, y detallándole las razones por las que nunca las compartiría con él, a menos que enfocara el asunto de una manera más digna. No tuvo la gallardía de contestarme.
Esperé, sin embargo, que Griswold hubiera acabado por entender cuáles eran sus responsabilidades como cuidadoso albacea literario (¡no verdugo literario!) tras la publicación de los primeros volúmenes. En cuanto a este tercer volumen, que en su momento llegó a mis manos, lo dejé de lado y nunca más volví a mirarlo, tras abrirlo por la página en que Griswold mancillaba la memoria del que en otro tiempo fuera su amigo. De hecho, me había comprometido conmigo mismo a quemar el libro.
Duponte, en cambio, consultó el texto durante su investigación. Y ahora el volumen aparecía en mi celda. La razón que oficialmente me dio un guardián era que los funcionarios estaban preocupados por mi salud y que, viendo que en mi letargo moral no leía ni periódicos ni revistas, recordaron mi afición por el escritor Poe. Este volumen, que llevaba el nombre por impreso en grandes caracteres en la tapa, lo habían sacado de mi biblioteca y traído aquí.
Pero no me cabía duda de que la verdadera razón de que me lo enviaran era una decisión del oficial White. Un intento de atormentarme y obligarme a admitir mi delito, de que me lamentara de mi desdichada situación. En la minúscula celda no había forma de escapar del libro: si apartaba la vista de él durante la noche, mi mano lo tocaría en el paroxismo de un sueño insano. De día lo escondía bajo el camastro para no verlo, pero tropezaba con él cuando me movía para sentarme, pues el obsesivo volumen se hacía presente al resbalar y salir por el otro lado. Lo arrojé a través de los barrotes al corredor, regocijándome por haberme librado de él, pero cuando me despertaba al día siguiente aparecía de nuevo, ostentosamente colocado junto al cántaro de agua o en un extremo del camastro, colocado por un funcionario de prisiones o, según supe, por otro preso que se complacía en atormentarme.
Después de todo esto no pude contenerme y empecé a leer. Saltándome los comentarios irrelevantes de Griswold, me centré en las cartas de Poe que intercalaba en su escrito sobre el autor. Poco después me preguntaba, cuando encontré lo que había allí, si el oficial White tenía algún indicio secreto del abismo en el que iba a precipitarme.
En medio del texto —me siento humillado al recordarlo—, encontré que Poe se refería a mí en una carta, entre varios nombres de personas que podrían apoyar su revista, The Stylus, en la ciudad de Baltimore. Griswold escribió a Poe en contestación a esa carta, pidiéndole más detalles. Entonces apareció esto en una de las siguientes misivas de Poe, explayándose sobre mi persona:
«El Clark sobre el que se interesa es un joven ocioso y rico, el cual, aun conociendo mi extremada pobreza, desde hace años me importuna con cartas a franquear en destino[6]».
Todos los días me proponía dejar de lado por un momento mi plena lucidez para leer de nuevo la página, en un esfuerzo por asegurarme de que no era una simple alucinación, fruto de mi fatiga mental. ¡Cartas a franquear en destino! No podía creerlo. Poe —¡como ustedes ya han visto!— insistió en que yo no franqueara nuestra correspondencia, pues lo consideraría ofensivo para nuestra amistad. ¡Me había pedido que lo ayudara! («¿Podrá usted ayudarme?») ¡Había solicitado directamente que me comprometiera a ello! («¿Me importuna?»).
No podía dejar de repetir las palabras de Poe para mis adentros y, lo que es peor, podía oírlas en la fatigada voz de mi padre. ¡Joven ocioso y rico! La riqueza que él me había legado después de tanta laboriosidad y sensatez.
¡Si sólo hubiera sabido cómo sonaba la voz de Poe, mi mente habría podido ahogar la otra! Pero, por el momento, ni siquiera era capaz de adivinar de qué hubiera podido hablar Poe. Quizá hablaba realmente con la voz de mi padre.
¿Me importuna…? Un joven ocioso y rico.
Ya no encontraba fuerzas suficientes para abandonar mi camastro. Mi postración era evidente, y no podía ni hablar. Después de varios días casi sin dormir, caí en una continua somnolencia y no podía establecer la diferencia entre los estados de sueño y de vigilia. Recuerdo muy poco de ese tiempo, salvo el rumor apagado de la lluvia torrencial y las descargas regulares de los truenos, que se prolongaban con intermitencias días enteros.
Ya no hubo más visitas, no más rostros que se me acercaran, salvo los impersonales de oficiales de policía y guardianes. Una vez, sin embargo, tuve la certeza de ver al otro lado de mi celda a un hombre al que no conocía. El polizón del Humboldt, la escena de la secreta victoria de Duponte, que me hizo sentir como si un don que él poseía me hubiera sido otorgado. Allí, en aquella sucia prisión de Baltimore, creí verlo de nuevo en mis nebulosas ensoñaciones, vigilándome, pero esta vez no había un capitán que le echara mano. Hubo otros momentos extraños, en los que sentí toda mi piel cubierta de bichos y moscas, tal como un periódico informó de que habían encontrado a Poe, y sólo escapé de eso cuando me desperté en mi camastro bañado en sudor frío.
Con la probabilidad de morir en la horca royéndome los huesos, a menudo me representaba mentalmente la historia que el barón me había contado acerca de Catherine Gautier: sólo su rostro, cuando bajaba la vista, pálida y sosegada desde lo alto del patíbulo, en ocasiones se parecía a la dulce Hattie, y otras veces a Bonjour, con la maldad asomándole al rostro. Mientras tanto el alcaide de la prisión se presentó para efectuar una inspección, y tras determinar que mi insensibilidad y mi incapacidad para hablar eran auténticas, ordenó que se me trasladara a un catre del primer piso de la cárcel. Cuando me tocaron, al parecer toda mi respuesta fue un estremecimiento de frío, y ni los empujones ni los gritos junto a mi oído me provocaron reacción alguna.
Me desperté y lo que tenía alrededor era nuevo. Me encontré como único ocupante de una estancia a la que los presos no querían ir, ya que al ser más cómoda que las celdas de arriba, se enviaba a la gente a ellas a morir. Los médicos no descubrieron en mí ninguna dolencia física, y concluyeron que mi sueño intermitente demostraba que mi suerte estaba echada. Al someterme los agentes de policía a algunas preguntas sencillas para comprobar mi grado de conciencia, permanecí en silencio o murmuré palabras ininteligibles. Más tarde me dijeron que al preguntarme por mi cumpleaños, yo repetía 8 de octubre de 1849 una y otra vez: la fecha del entierro de Poe, que además de no coincidir con mi cumpleaños me hubiera envejecido dos años.
Por mi parte, tan sólo era capaz de evocar breves momentos de una miríada de sueños. Cuando me llegaron las noticias de la muerte de mis padres, permanecí sentado varios días en mi cuarto, enfermo, con un escalofrío que iba y venía. En mi estupor, tuve visiones clarísimas de estar hablando con mis padres; manteniendo con ellos conversaciones que nunca se llevaron a cabo, pero tan reales o más que las que tuve en toda mi vida. En ellas, me excusaba repetidamente por haber renunciado a tantas cosas, por no haber seguido sus consejos durante años, como hizo Peter. Entonces volvía a despertarme. El libro —el volumen de Griswold— no me había seguido desde mi celda a la habitación del hospital, y eso me hacía feliz. Reí para mí entre dientes, como si eso fuera, en definitiva, mi gran triunfo.
En el hospital penitenciario no había mucha luz, pues las ventanas no se limpiaban y permanecían empañadas. Aunque por la mañana la lluvia por fin había cesado, a las habitaciones del hospital de la prisión sólo llegaba un indicio de luz diurna. Los guardianes habían estado trasladando frenéticamente a los presos de un lado al otro del edificio cuando algunas dependencias se vieron afectadas por una inundación. La parte del hospital había quedado libre de las aguas hasta el momento, pero aquella noche desperté con un estremecimiento a causa de una serie de ruidos.
—¿Quién anda ahí? —pregunté inconscientemente.
De repente sentí un frío terrible, y cuando puse los pies descalzos en el suelo, un torrente de agua fría se arremolinó sobre mis dedos. Me replegué a mi camastro y tanteé en busca de una vela. Parecía que mis ojos se abrían por vez primera en años.
Las inundaciones habían hecho rebosar el alcantarillado y habían abierto brecha en la pared del hospital. Me senté y vi a través de aquélla la oscuridad del estrecho paso que se abría ante mí. Yo sabía que la alcantarilla discurría por debajo del largo y alto muro que rodeaba la prisión y llegaba hasta Jones Falls. No había el menor obstáculo entre aquí y allá. Como no me había expuesto a la luz durante días, mis ojos inmediatamente estuvieron en condiciones de entender las circunstancias en que me hallaba, incluso en medio de aquella oscuridad.
Mi mente giraba con rapidez, vivazmente. Una renovada energía me resucitó de aquella fúnebre indolencia. Había estado yaciendo en ella. Una idea a medio formar, una certidumbre me impulsó adelante, hacia donde el agua pútrida alcanzaba mis tobillos, el pecho y me llegaba a los hombros. Incluso cuando me vi flotando en las aguas torrenciales me pareció que me desplazaba a la mayor velocidad, hasta que emergí allá donde las sombrías torres de la prisión sólo podían distinguirse en el lejano horizonte.
Ésta era mi idea: Edgar Poe seguía vivo.
Yo no estaba enfermo, como ustedes podrían pensar. No había degradación de mi agudeza mental, pese al prolongado desafío del encarcelamiento que me había llevado a tomar conciencia de esa idea a medio formar. Edgar Poe nunca estuvo muerto.
A medida que mis ojos se habituaban al exterior de la prisión por vez primera en los que me parecían meses o años (hubiera creído lo uno o lo otro si en este punto me lo hubieran dicho), todo el conocimiento relacionado con el caso de la muerte de Poe tomó forma en mi cerebro de una manera nueva y terrible.
Quizá hubiera debido encontrar ayuda, descanso, protección en aquel momento. Quizá nunca hubiera debido abandonar los confines de la prisión donde, resulta extraño decirlo, me encontraba a salvo de lo que me aguardaba fuera. Pero ¿qué hubieran hecho ustedes? ¿Permanecer allí, en el camastro, contemplando la luz de las estrellas? Consideren ahora lo que hubieran hecho de haber sabido con súbita claridad que Edgar Poe se contaba entre los vivos.
(¿No lo había visto Duponte? ¿No lo había considerado en todo su análisis?).
No nos preocupamos de lo que le sucedió a Poe. Hemos imaginado a Poe muerto para nuestros propios fines. En cierto sentido, Poe sigue estando muy vivo.
Recordé que en nuestro primer encuentro, Benson dijo esto o al menos algo muy parecido. Benson parecía saber más de lo que me contaba. ¿Lo sabía? ¿Encontró algo que no pudo revelar en su investigación precursora, y me ofreció una sugerencia, un indicio de la secreta verdad?
Podía ver los rostros de los hombres en el entierro, como daguerrotipos en mi mente; aún podía verlos avanzar hacia mí aquel día con el paso apresurado y cubiertos de barro.
Piensen en eso…, piensen en la prueba. George Spence, el guardián, no había visto a Edgar Poe desde hacía muchos años, e insistió en el aspecto poco familiar que tenía cuando lo llevaron a enterrar. Neilson Poe vio a su primo sólo a través de una cortina en el hospital universitario, ¿y no me dijo en su despacho que el paciente parecía otro hombre completamente distinto?
Mientras tanto, el entierro que yo presencié se llevó a cabo a toda prisa, quizá en tres minutos, con pocos testigos e incluso sin una oración, que se suprimió; fue algo irrelevante, silencioso, como ya se vio. Incluso Snodgrass, el intransigente doctor Snodgrass, manifestaba ansiedad, esquivez, como si se recriminara a sí mismo por algo en relación con el final y el entierro de Poe. Pensé de nuevo en el poema que encontramos en el escritorio de Snodgrass, escrito por él sobre el tema, y que revelaba su idea de la embriaguez de Poe. También recordaba el día del entierro.
¡Pero todavía me obsesiona esa escena funeral!
¡Con frecuencia evoco con vergüenza y tristeza
tu sepelio —otro más triste no se ha visto—
en aquel descuidado lugar de reposo!
¿Hubo alguien que lo conociera en años recientes y que viera el cuerpo sin vida yaciendo en su ataúd, antes de que descendiera bajo tierra? Y la mayor parte de aquellos testigos —Neilson Poe, Henry Herring, el doctor Snodgrass— no querían decir nada del entierro, como si se tratara de algo que no debía revelarse. ¿Acaso sabían algo más? ¿Que Poe, en realidad, aún respiraba y estaba vivo? ¿Había sido ocultado por agentes extranjeros que escondían algo? ¿O él, Edgar Poe, perpetró el postrer engaño al mundo?
Ya ven que el razonamiento de mi mente, que admito se producía en un estado de gran excitación, no era fruto de un trastorno ni algo insustancial. Demostraría que Poe no ha muerto aún, y todo lo ocurrido daría un vuelco de forma inmediata. Continué a pie después de atravesar la alcantarilla, directamente al viejo cementerio presbiteriano de Westminster. Su situación, próxima al centro de la ciudad, lejos de las grandes extensiones de agua, lo había dejado, así como las calles circundantes, al margen de las peores consecuencias de la inundación, aunque todavía discurrían arroyuelos a través de la hierba del camposanto, y algunas grietas y rincones conservaban agua estancada.
Hablaría con el guarda e insistiría para obtener plenas respuestas. Pero cuando crucé la cancela se me impuso una decisión diferente. Aunque estaba oscuro, mis ojos conservaban el exagerado poder visual resultante de mi prolongada estancia en las celdas sombrías de la prisión. Con el simple relámpago de una tormenta que se estaba formando, localicé con toda precisión la tumba de Poe, que continuaba afrentosamente desprovista de inscripción. ¿Quién reposaba en ella?
Aparté las ramas y otros desechos que la cubrían y empecé a cavar en la hierba con mis manos desnudas. Con cada penacho de hierba que arrancaba del centro, aparecía debajo una corriente de agua. Lo intenté alrededor, pero no tuve mejor suerte. En algunos lugares, el suelo estaba tan endurecido que se me astillaban las uñas, mezclándose la broza y el barro con mi sangre.
Comprendiendo que sólo podría efectuar avances limitados por aquel procedimiento, crucé el camposanto y tuve la suerte de encontrar una pequeña azada. Con este instrumento comencé la tarea de romper la costra de tierra en un círculo en torno a la tumba. Hundía la azada en el suelo con decisión. Me rodeaban montones de desperdicios. El trabajo era agotador y me consumió hasta un grado tal que al principio no presté atención al ruido repentino que se acercaba a mí. Me concentraba en lo que vi debajo.
Se trataba de un ataúd ordinario, de pino. Adelanté la mano y pude tocar la fría superficie de madera reblandecida. Aparté la tierra de la tapa y mis dedos encontraron el lugar donde ajustaba, pero cuando me disponía a levantarla me vi obligado a soltarla.
El perro de raza híbrida del guarda corría hacia mí ferozmente. Se detuvo a escasos metros, y pensé por un momento que había hecho una pausa porque recordaba que habíamos trabado amistad. Pero no era ése el caso. O si lo recordaba, aún estaba más furioso por mi traición a nuestra mutua confianza. Estaba completamente seguro de que yo trataba de robar un cadáver de sus dominios. (¡Todo lo contrario, bravo can! ¡No hay cuerpo que robar!). Entre las tumbas, gruñó y entrechocó las mandíbulas, y en mi estado de intensa excitación creí ver en aquélla las tres mandíbulas de Cerbero. Traté de alejarlo con la azada, pero él se limitó a agacharse, y en cualquier momento se me lanzaría a la garganta.
Ahora apareció el guarda, saliendo de la cripta donde una vez le encontré, sosteniendo una linterna. Con aquel aire tan denso y en plena oscuridad apenas podía verlo. Parecía como si todo él fuera de un color. Me lo imaginé como el hombre que fue hallado petrificado en aquella misma bóveda.
—¡No soy un hombre de la resurrección! —grité.
Supongo, sin embargo, que esgrimiendo una azada, con las manos y la ropa cubiertas de suciedad y sangre y con un ataúd medio desenterrado a mis pies, aquella aseveración resultaba poco convincente.
—¡Mire dentro! ¡Mire dentro!
—¿Quién es? ¿Quién está ahí? ¡Ve por ellos, Sailor!
No tenía elección. Miré anhelosamente la madera debajo de mí, solté la azada y eché a correr. El hombre y el perro me pisaban los talones.
Aún no estaba derrotado. Después de dejar atrás a mis perseguidores en el cementerio, me resguardé en un callejón estrecho. Pasé casi media hora recuperándome de la fatiga causada por mi fallido intento en el camposanto antes de proponerme un nuevo objetivo. Sin duda el guarda estaría ahora vigilando la tumba de Poe. Pero con irreductible decisión, me dispuse a cruzar la ciudad, recordando a lo largo del camino la dirección del último domicilio de Poe en Baltimore, en la calle Amity entre Lexington y Saratoga, del que había visto una referencia durante mis prolongadas investigaciones sobre la vida del autor.
Podía preguntarle. ¿Por qué? Amigo Poe, ¿por qué escribir aquella carta? ¿Por qué decir que soy un joven ocioso, un inoportuno? ¿Olvidaste que nos comprendimos el uno al otro?
Poe acababa de renunciar a su plaza de cadete en West Point cuando, apartado de Richmond por John Alian, quien se negó a saldar sus deudas, aquel joven de veintidós años vino a esta modesta casa a vivir con su tía, Maria Clemm, la hija de ésta, Virginia, de ocho años por entonces, el hermano mayor de Poe, William Henry, y su abuela enferma. Poe buscó un empleo de maestro en una de las escuelas locales, pero sin éxito. Cada uno de sus compañeros cadetes de West Point le dio un dólar para la publicación de su primera colección de poemas, y con este volumen tenía grandes planes para hacerse un nombre.
Seguro de haber encontrado la dirección correcta en una estrecha casa entre las calles Lexington y Saratoga, sin considerar lo más mínimo un propósito más racional, subí los peldaños de la puerta principal y, hallándome al pie de una angosta escalera, la subí a saltos. ¿Por qué? ¡Oh, Edgar! ¿Por qué escribir todas aquellas cosas? Quizá de haber vivido Poe habría regresado aquí, a su último hogar en Baltimore, y dejado alguna señal para mí sobre su siguiente destino. Apenas presté atención a las dos mujeres, una de pelo blanco y la otra joven y rubia, que se pusieron a chillar al verme entrar en la reducida habitación trasera donde se sentaban junto a una chimenea. (Quizá mi aspecto era horrible, con mi uniforme penitenciario de arpillera ahora andrajoso y chorreando, manchado de tierra y sangre a causa de mis fallidos esfuerzos en el camposanto). En otro dormitorio, una buhardilla en lo más alto de la casa, un hombre flaco se asomó a la ventana que daba a la calle Amity y empezó a gritar «¡Ladrones! ¡Asesinos!» y a proferir otras exclamaciones. Las dos mujeres corrían ahora por la casa, y las paredes reverberaban con gritos ininteligibles.
Retrocedí ante aquella conmoción y, al comprobar que el hombre estaba a punto de agarrar una palanca, me apresuré escalera abajo, pasando ante la frenética joven, hasta el vestíbulo y de nuevo hasta la puerta. Corría a tal velocidad, que no pude frenarme hasta que estuve en mitad de la calle, donde al vago resplandor de una lejana farola pude ver un caballo y un carruaje gigantescos que venían directamente hacia mí, sin darme tiempo a moverme en ninguna dirección sin que cayera bajo aquella masa de pezuñas y ruedas. No teniendo oportunidad de salvarme de tan espantoso destino, me limité a taparme los ojos con las manos ante la vista de la muerte.
Con un movimiento milagroso, todo mi cuerpo fue empujado hacia el bordillo de la acera, donde el carruaje no podía causarme daño. Alguien aferraba con fuerza mi muñeca. Mi salvador se debilitó para acercarme más a él. Yo había cerrado los ojos en una rendición sin vida, y ahora los abrí de par en par sobre su persona, como para encontrar un fantasma que me rondara desde el más allá en lugar de un ser humano. Miré, y resultó que estaba contemplando el rostro de Edgar A. Poe.
—¡Clark! —dijo con voz tranquila, agarrándome más fuerte, con la boca contraída hasta reducirse a una pequeña e intensa línea bajo el oscuro bigote—. Tenemos que sacarlo de aquí.
Guardé silencio, volví a mirar, alargué la mano hasta su cara, y en ese instante todas las cosas temblaron y desaparecieron en la negrura.
Cuando recuperé la conciencia por un breve momento, me encontré en un cuarto oscuro y húmedo. Me sentí como si estuviera debajo de algo, y luché contra un extraño presentimiento de peligro mortal. Cuando abrí los ojos lentamente y alargué el cuello cuanto pude, sólo pude ver un objeto con auténtica claridad, pues se hallaba encima, en el horizonte mismo de mi campo visual.
Era una tablilla rectangular con esta inscripción: HIC TANDEM FELICIS CONDUNTUR RELIQUAE.
Suspiré al darme cuenta de que era una lápida funeraria, y traduje horrorizado aquel malsano epitafio de mis veintinueve años… Al menos aquí es feliz.