Mi regreso a casa fue más llevadero de lo que ustedes podrían imaginar después de una noche como aquélla. Me embargaba una sensación de alivio. Había dejado atrás a mis dos perseguidores, lejos, en algún lugar de Baltimore. Pero aquella nueva sensación de alivio se debió a algo más que eso, incluso a algo más que a la camaradería de Edwin.
El día había sido largo. Me vi transportado al sanctum del barón Dupin, me enteré del doloroso secreto del pasado de Auguste Duponte, descubrí algo de Poe a través de revelaciones relacionadas con el vestido y el bastón, y el pleno significado de todo eso aún lo estaba asimilando mi mente. Pero había sucedido algo más. Mientras recorría las calles, bajo una lluvia que ahora no pasaba de alguna neblina ocasional, vi aquella misma octavilla…, una hojita amarilla impresa en negro, colgando de las farolas por toda la ciudad. Había un vagabundo mirando una, bajo el mechero de gas, con las manos en los bolsillos de su raído traje.
Me paré frente a él y toqué el papel para asegurarme de que era real. Vi que el hombre tiritaba, me quité el abrigo, se lo di y se envolvió en él con un gesto de agradecimiento.
—¿Qué dice? —preguntó.
Se quitó el torcido sombrero, que tenía la copa abollada. Comprendí que el indigente no sabía leer.
—Algo notable —comenté, y leí en voz alta, en un tono vibrante que hubiera rivalizado con una de las presentaciones del barón.
Vaya aspecto que debía presentar. Con mi traje hecho jirones, empapado, mal cortado y de otra talla, sin abrigo, con la cabeza descubierta y despeinado, apoyando mi cuerpo fatigado en el precioso pero maltrecho bastón de Malaca. La vista de mi persona en el espejo del vestíbulo principal de Glen Eliza parecía corresponder a otro mundo. Sonreía ante ese pensamiento mientras subía por la escalera.
—A Poe no lo atracaron —le dije a Duponte antes, incluso, de saludarlo—. Ahora veo adónde quería usted ir a parar. El bastón de Poe, este tipo de Malaca, tenía un estoque oculto en su interior. Según la prensa, había «jugado» con el bastón en el despacho del doctor Carter, en Richmond. Esto significa que conocía la existencia del estoque. Si le hubieran robado la ropa o le hubieran hecho objeto de violencia, habría tratado de usarlo.
Duponte asintió. Quise explicarme más.
—Y la ropa. Su ropa, Duponte, debió quedar empapada a causa del mal tiempo el día en que fue descubierto. En toda la ciudad hay tiendas de ropa dispuestas a cambiar un traje por otro.
—El vestido es un artículo único —convino Duponte—. Es una de las pocas posesiones que pueden ser desdeñables y valiosas a un tiempo. Cuando está mojado, el atuendo carece de valor para quien lo lleva; pero, como la experiencia nos enseña, inevitablemente se seca, y entonces, a los ojos del ropero, es tan valioso como un traje seco del mismo tipo. El ropero sólo obtiene beneficio cuando más tarde lo vende.
Sobre la mesa había un montón de las octavillas amarillas que vi fuera. Tomé una.
—Está usted dispuesto —dije—. ¡Está dispuesto! ¿Cuándo imprimió todo eso, monsieur?
—Primero hay más cosas que hacer —replicó Duponte—. Por la mañana.
Leí de nuevo la octavilla. Duponte anunciaba al público que pronunciaría una conferencia en la que explicaría la muerte de Edgar A. Poe. Inspirador del célebre personaje de Dupin —se leía—. Analista de gran fama en París, descubridor del infame asesino de monsieur Lafarge, la célebre víctima por envenenamiento, presentará una exposición detallada de cuanto le ocurrió a Edgar A. Poe el 3 de octubre de 1849 en la dudad de Baltimore. Todos los hechos han sido reunidos como fruto de la investigación y la reflexión personal.
Entrada libre.
A la mañana siguiente, día de la conferencia de Duponte, me fui antes de que éste se levantara, a fin de distribuir más octavillas. Las coloqué en muchas tiendas, puertas y postes. Mandé avisar a Edwin, quien, después de enterarse de quién era Duponte, accedió a difundir el aviso por varios barrios de la ciudad, mientras iba y venía repartiendo periódicos. Yo tendía las octavillas a los viandantes y observaba cómo sus rostros reaccionaban con interés mientras leían.
Cuando una mano se disponía a tomar una, levanté la vista para encontrarme con un rostro sombrío ante mí. Henry Herring agarró la octavilla y fijó sus ojos en mí por encima del borde del papel.
—¿Qué significa todo esto, señor Clark?
—Ahora se entenderá todo —dije— acerca de la muerte de su primo.
—A decir verdad, apenas me considero emparentado con él.
—Entonces no tiene por qué preocuparse —respondí, recuperando la octavilla—. Pero sí estaba lo bastante próximo a él para haber sido una de las pocas personas que asistieron a su entierro.
Herring apretó los labios hasta reducirlos a una delgada línea.
—Usted no lo comprende.
—¿Se refiere a Poe?
—Sí —rezongó—. ¿Sabe usted que cuando Eddie vivía aquí, en Baltimore, antes de casarse con Virginia, cortejó a mi hija? ¿Le informó su amigo Eddie de esa infame conducta? Le escribió poemas, uno detrás de otro, declarándole su amor —explicó en tono disgustado—. ¡Mi Elizabeth!
Herring empezó a producir chasquidos contrayendo la mejilla. Pero para entonces mi atención se había desplazado a otro lugar. Embargado aún por la emoción del día que se avecinaba, había estado imaginando la cara del barón Dupin al ver la octavilla…, suponiendo que los asaltantes franceses no hubieran caído sobre él. Henry Herring dijo unas pocas palabras más: consideraba de mal gusto ventilar los asuntos de un hombre muerto en circunstancias deshonrosas.
Me quedé mirando la rama de un árbol que se meneaba con el viento. Paseando la vista en derredor vi octavillas de Duponte en una gloriosa abundancia en todos los rincones. Eso fue lo que me produjo alarma.
Si el barón tenía noticias de la conferencia de Duponte y de las octavillas, ¿no enviaría a Bonjour y a cuantos bribones pudiera contratar para reventarla o para ahogarla con sus propios anuncios? Por lo menos haría eso. Desde su propia perspectiva, tan sólo sería algo gracioso. Pero ni uno solo de los anuncios había sido retirado. ¿Iba a permitir aquello el barón? ¿Iba a hacerse atrás con tanta facilidad…? A menos que…
—¡El barón! —exclamé.
—¿Adónde diablos va usted?
Herring me llamaba mientras yo me alejaba a todo correr.
* * *
—¿Monsieur? ¡Monsieur Duponte!
Lo llamé mientras aún tenía en la mano el pomo de la puerta de mi casa. Atravesé a la carrera, ansiosamente, el vestíbulo principal, subí por la escalera e irrumpí en la biblioteca. No estaba allí. Supe que había ocurrido algo.
No, Duponte no estaba.
Oí los leves pasos de Daphne en la sala, con otro sirviente. Corrí tras ella y le pregunté dónde estaba Duponte.
Negó con la cabeza. Parecía asustada o quizá sólo desconcertada.
—Se fue con sus amigos, señor Clark.
No, no, pensé, con las palabras agarradas a mi pecho.
Un joven se presentó y dijo que el señor Duponte tenía una visita; pero como la persona estaba imposibilitada, el señor Duponte debería acudir a la puerta para verla. El carruaje aguardaba allí. Daphne replicó que sería mejor que el visitante se acercara a la puerta, como era costumbre. Pero el cochero insistió. Ella informó a Duponte, quien, después de dedicar al asunto alguna reflexión, acudió.
—¿Y entonces? —la urgí a continuar.
Daphne parecía haber suavizado su animadversión hacia Duponte, pues sus ojos se empañaron y se los frotó ligeramente antes de proseguir:
—Había un hombre sentado en el coche, como un rey… No creo de ninguna manera que estuviera lisiado, pues se levantó en toda su estatura y tomó al señor Duponte del brazo. Y él…, señor…
—¿Qué?
—¡Era idéntico al señor Duponte! Como gemelos exactos, a fe mía. —Y diciendo esto se inclinó—. El señor Duponte montó en el coche, pero con un temblor en la cara que daba pena. Como si supiera que dejaba algo tras él para siempre. ¡Cómo me hubiera gustado que estuviera usted aquí, señor Clark!
¡Yo había sido un bobo, un asno! ¡El barón no se había apoderado de nuestras octavillas anunciando la conferencia porque pensaba apoderarse del propio conferenciante!
* * *
No había rastro del barón en los hoteles que empecé a recorrer. Pero en primer lugar acudí a la policía para denunciar la desaparición de Auguste Duponte, y entregué el retrato pintado por Van Dantker, que le había quitado al barón. También facilité un dibujo, que esbocé a toda prisa, del barón y sus compinches, incluidos los diversos cocheros, mozos y mensajeros que en un momento u otro observé que había empleado. Luego, recibí un mensaje en el que se me citaba en la comisaría.
Aguardaba en su despacho el mismo oficial White con el que hablé a raíz de la muerte de Poe. Mantenía las manos fuertemente entrelazadas.
—¿Ya lo han encontrado? ¿Han encontrado a Duponte?
—¿O Dupin? —preguntó—. Esos retratos que nos dio nos ayudaron, señor Clark. Pero todos los empleados del hotel a los que interrogamos reconocieron a Duponte no como Duponte sino como Dupin. ¿Advierte sus semejanzas incluso en el dibujo que usted hizo a partir de la pintura?
Apenas podía contener mi agitación.
—La razón de que se parezcan es que el barón Dupin ha estado intentando, de manera flagrante, imitar a monsieur Duponte, y el artista, Van Dantker, era cómplice de la suplantación.
White cambió la posición de las manos y se aclaró la garganta.
—¿Duponte pretendía ser Dupin?
—¿Qué? No, no. Todo lo contrario, oficial White. Dupin quiere demostrar que él fue el modelo real para el personaje de Poe,…
—¡Otra vez Poe! ¿Qué tiene esto que ver con él?
—¡Muchísimo! ¿Sabe? Auguste Duponte es el modelo para el personaje de C. Auguste Dupin. Por eso ha venido. Para resolver el misterio de la muerte de Poe. Ha estado viviendo en mi casa y se ha dedicado a esa tarea, y por eso no se le ha visto mucho. Por no mencionar que la mayor parte de sus salidas las hace por la noche… Bien; el francés de Poe hace lo mismo. Mientras tanto, el barón Claude Dupin ha pretendido ser también el modelo de Dupin, al tiempo que imitaba a Duponte.
El oficial White levantó la mano para imponerme silencio.
—Está dando a entender qué Duponte es Dupin.
—¡Sí! Bueno, la cosa es mucho más complicada que eso, ¿no? El barón Dupin trata de ser C. Auguste Dupin. Lo importante es, sencillamente, encontrar a ese hombre antes de que le ocurra algo malo.
—Quizá, si me permite la sugerencia, usted se ha limitado a ver a ese tipo, Dupin, y lo confunde con algún otro.
—Confundirlo… —dije, percatándome del significado de sus palabras—. Yo no he imaginado la existencia de Auguste Duponte, señor. ¡No he imaginado a alguien que vivía, cenaba y se afeitaba en mi casa!
White meneó la cabeza y miró al suelo. Yo proseguí en un tono grave y serio:
—Dupin es el que mueve los hilos de esto. ¡Debe ser detenido a toda costa! ¡Es peligroso, oficial White! Ha raptado a un raro genio y ya puede haberle causado algún daño. Difundirá su falsa versión de lo que hubo tras la muerte de Poe. ¿Es que nada de eso le preocupa?
Estaba claro que no. Y no había nada que hacer, por el momento, salvo proseguir mi obstinada búsqueda.
* * *
Me preguntaba qué hubiera pasado de haber sido yo más consciente de la maldad humana en estos tiempos. Si hubiera sido capaz de prever aquellos siniestros planes secretos… Si hubiera sabido permanecer cerca de Duponte en todo momento, de llevarlo físicamente a la sala de conferencias, en caso necesario… Porque con toda su fuerza, Duponte nada podía frente al barón y a Bonjour amenazando su vida, y me lo imaginé, tal como lo describió mi doméstica, acompañándolos sin oponer la menor resistencia. Qué hubiera significado para el legado de Poe que Duponte hablara aquella noche. Pero semejante pregunta es pura especulación.
La hora de la conferencia se acercaba, y yo caminaba por la calle con expresión apesadumbrada. Me proponía conseguir un lugar apropiado en el liceo, y me sobresalté al ver un hervidero de gente que se empujaba para entrar en la sala. Toqué en el brazo a uno de los hombres que guardaban cola y le pregunté:
—Los organizadores del liceo ¿no han suspendido la conferencia de esta noche?
—¡De ninguna manera!
—¿Se refiere usted a la conferencia prevista? ¿Sobre la muerte de Poe?
—¡Desde luego! —dijo—. ¿O creía usted que Emerson había venido a la ciudad?
«Duponte —me dije, y respiré hondo—. ¿Se ha librado, después de todo? ¿Ha venido?».
—Sólo —apostilló el hombre— que se ha producido un cambio. Ahora hay que pagar entrada.
—¡Imposible!
El otro asintió con resignación.
—No importa. Es el «Dupin» original, ¿sabe? Vale la pena pagar dólar y medio.
Me lo quedé mirando. Llevaba orgullosamente un ejemplar de los cuentos de Poe.
—Esto tendrá que estar bien —dijo.
Corrí a la cabecera del gentío y me abrí paso al interior, ignorando al portero que me exigía la entrada.
Allí, detrás del escenario, sentado, erguido, Auguste Duponte aguardaba tranquilamente, solo y en actitud contemplativa. Seguí mirando con renovada fe y sentimientos de triunfo y reverencia.
—¿Cómo…? —pregunté, acercándome.
—Bienvenido —dijo, dirigiéndome una mirada distraída, y luego la vista en derredor, como esperando algo más importante—. Me satisface, amigo Quentin, que sea usted testigo de un hecho histórico.
No era Duponte.
Si con anterioridad su imitación de Duponte había sido notable, su metamorfosis resultaba ahora terroríficamente completa. Incluso los ojos encerraban algo del espíritu de Duponte.
—¡Barón! No permitiré que esto siga adelante, tenga la seguridad.
Y agarré mi bastón de Malaca, poniéndolo delante de mí.
—¿Y qué piensa hacer? —Su mirada se posó despacio en mí—. Usted y Duponte me han hecho un favor, ¿sabe? Yo ya había recogido el dinero de la suscripción a la conferencia que iba a dar dentro de unos días, y también me embolso el de las entradas de hoy.
Me sorprendió, una vez mi mente se hubo adaptado a la situación, no ver rastro de Bonjour a su alrededor. ¿Iba a permanecer el barón tan desprotegido? Supuse que alguien tenía que vigilar a Duponte, a menos que hubieran… No, ni siquiera el barón podría hacerlo. Se trataba de un hombre desarmado.
—Le diré la verdad, toda la verdad, amigo Quentin. En un momento dado creí que el juego había terminado. Que Duponte era demasiado inteligente para mí. Por la expresión de su cara deduzco que le cuesta creerlo. Pues sí, creí por alguna razón que él prevalecería. Pero ha perdido su última oportunidad, y ahora puede yacer profundamente y morir.
—¿Dónde está? —inquirí—. ¿Qué le ha hecho?
En el rostro del barón se dibujó una sonrisa diabólica.
—¿Qué quiere decir?
—¡Le voy a echar la policía encima! ¡De ésta no escapará! —Opté por tratar de obtener de él alguna información y, además, minar su confianza en sí mismo—. Usted sabe que, dondequiera que esté y por más que lo retenga, Duponte encontrará una vía de escape. Irá por usted con toda su ira. Lo detendrá en el último momento y vencerá.
El barón rió para sí. No reveló nada, pero su inseguridad se manifestó en una contracción del labio.
—Monsieur Clark, ¿tiene idea de los obstáculos que he debido superar para llegar a este día? La policía de Baltimore no me plantea ningún problema. Hoy alcanzo una meta. Hoy es el día de vencer o morir y acabar con todo esto. A menos que usted lo impida, porque usted es el único que ahora puede hacerlo… No, claro que no lo hará. Yo dejaré de vivir a la sombra; a la sombra de mis enemigos o de Auguste Duponte. Hay veces en que el genio, como el de Duponte, debe quitarse el sombrero ante la astucia. Este día significará mi pasaporte de nuevo a la gloria.
El barón siguió al director del liceo al escenario y al podio. Miré al alrededor desesperadamente, tratando de comprender qué debía hacer, pero me encontré sumido en un revoltijo mental. Finalmente me abrí paso hasta el escenario y traté al menos de impedir el acceso del barón al podio. Entonces vi la muchedumbre —no; mejor llamarla la masa, la suma de miradas fijas de la gente, interminable e informe— y comprendí por qué el barón no necesitaba a Bonjour a su lado para que lo protegiera. En medio de una multitud estaba seguro. Estaba a punto de verse de nuevo legitimado a los ojos del mundo.
Al fondo, un empleado del liceo estaba colocando una luz, haciéndola oscilar intermitentemente, y la sala a oscuras acentuó la confusión de mis sensaciones. Lo único que pude hacer fue gritar que se suspendiera la conferencia y oí murmullos de desagrado como respuesta.
Había perdido la capacidad de articular y de discurrir lógicamente. Grité algo sobre la justicia. Me abrí paso a empujones y recibí otros tantos como respuesta. En algún punto, en medio de la niebla de mi memoria, pude ver el rostro de Tindley, el portero del club whig, de pie entre el gentío. Una sombrilla roja giraba en el horizonte de mi visión. Vi caras: Henry Herring, Peter Stuart, que se abría paso entre la ansiosa muchedumbre para acercarse a la primera fila. También estaban allí el anciano empleado del ateneo, apretujado en su asiento, y los editores de los principales periódicos. En algún momento, en medio de todo esto, en el ir y venir de la luz, la vi: la sonrisa, la peculiar sonrisa pícara, afilada como una navaja, que Duponte había mantenido para Van Dantker, y que ahora aparecía imitada con toda precisión en el rostro del barón. Entonces se produjo un ruido, el único ruido que podía sobreponerse al clamor excitado que provocó mi interrupción. Fue como el estampido de un cañón. Este primer estruendo hizo que las luces del escenario se estrellaran contra el suelo, sumiendo todo el local en tinieblas. Y luego se produjo otro.
Retrocedí de un salto en medio de un mar de gritos y chillidos femeninos, desatados tras los disparos. Temblé a causa de un súbito escalofrío, y por algún instinto macabro me llevé la mano al pecho. Sólo recuerdo fragmentariamente lo que sigue:
El barón Dupin encima de mí y ambos cayendo juntos en un embrollo sangriento, derribando el podio en ese trance…, su camisa teñida con un amplio óvalo cuyo reborde presentaba un espeso tono oscuro, el color de la muerte…, el gruñido, las manos que se aferraban desesperada, apasionadamente a mi cuello…, un terrible peso sobre mi cuerpo.
Luego ambos nos fuimos hundiendo, hundiendo en la inconsciencia.