24

Me llegaban rumores de una conversación informal sumergidos en un zumbido lejano. Mi visión se fue aclarando hasta permitirme contemplar la escena. Los hombres bebían vino y cerveza, y el olor de tabaco mascado llenaba mi nariz con un picor desagradable. La habitación parecía idéntica a la taberna del hotel Ryan’s, con el aspecto que pudo tener la tarde en que Poe llegó allí. Pensé en las inamistosas miradas de los whigs del Distrito Cuarto, al otro lado de la calle, frente al Ryan’s, y me senté con el cuerpo erguido, pese a notar una oleada de vértigo.

Cuando un grupito de hombres pasó frente a unas velas, vi que todos eran de color: el tabernucho estaba poblado de negros, hombres y unas pocas mujeres con atuendo llamativo, y ahora yo podía apreciar que las ventanas tenían otra disposición que las del Ryan’s. La espontánea mezcla de sexos me hizo recordar más a París que a Baltimore. En torno a mis hombros, que había sentido como si estuvieran constreñidos por una especie de inmovilizadora camisa de fuerza, había realmente un montón de sábanas pesadas y cálidas.

—Tiene mejor aspecto, señor Clark.

Me volví y vi al negro que había desviado a uno de los matones durante la persecución.

—¿Quién es usted?

—Me llamo Edwin Hawkins.

Las sienes me palpitaban.

—¿Fue uno de ellos quien me golpeó? —pregunté, frotándome un lado de la cabeza.

—No, hasta el momento nadie le ha golpeado, pero probablemente sintió que lo hacían. Cuando salió corriendo del almacén de carruajes, se desplomó apenas hubo recorrido unos metros. Se golpeó un lado de la cabeza contra el pavimento antes de que yo pudiera agarrarlo. Lo traje aquí para que no pudieran encontrarlo. El que andaba persiguiéndome desistió cuando pasamos bajo una farola y pudo ver que iba tras el hombre equivocado, pero apuesto a que continúa con su búsqueda.

—¿Maté al hombre del almacén? —pregunté, evocando los acontecimientos con un escalofrío de horror.

—Salió en su busca y también cayó. Presentaba un corte la mar de feo. Avisé a un médico para que lo atendiera… Usted no se proponía matarlo.

Miré en derredor con cautela. La tasca estaba en la trastienda de un comercio de comestibles para negros. Era uno de esos sitios, en puntos de la Ciudad Vieja como Liberty Alley, de los que a menudo la prensa reclamaba la prohibición, debido a sus perversas influencias sobre las clases más pobres, a las que instigaban a observar conductas desordenadas. Dos negros de piel clara intercambiaban confidencias en un rincón, y uno de ellos lanzaba ocasionalmente una mirada hacia mí. Miré a mi otro lado. No me extrañó advertir más miradas suspicaces. No era el único blanco allí, pues había varios de ellos, de las clases más pobres, compartiendo mesa con obreros negros. Pero resultaba del todo obvio que yo representaba algún tipo de inconveniente.

—Está a salvo, señor Clark —me dijo Edwin con notable tranquilidad—. Debe resguardarse de la lluvia un rato.

—¿Por qué se arriesgó por mí? Ni siquiera me conoce.

—Tiene razón, señor Clark. Pero no lo hice por usted. Lo hice por alguien a quien conocí —replicó—. Lo hice por Edgar Poe.

Me quedé mirando el rostro que tenía ante mí, marcadamente anguloso y de hermosas facciones. Quizá pasaba unos pocos de los de los cuarenta y tenía arrugas propias de alguien mayor, pero sus ojos desprendían un fulgor más joven o, al menos, más inquieto.

—¿Conoció usted a Edgar Poe?

—Sí, antes de ser liberado.

—¿Era usted esclavo?

—Lo fui. —Me estudió y asintió pensativamente—. El esclavo del señor Poe.

* * *

Más de veinte años antes, Edwin Hawkins había sido esclavo en la casa de un pariente de Maria Clemm. La señora Clemm, llamada Muddy, era la tía y más tarde fue la suegra de Poe cuando éste se casó con su hija Sissy. A la muerte del amo de Edwin, la propiedad de este último pasó a Muddy, a la sazón residente en Baltimore.

Por la misma época, Edgar Poe había renunciado a su empleo de sargento primero del ejército, destinado en la fortaleza Monroe, en Virginia, convencido de que sería poeta, una vez completado en el cuartel su poema épico «Al Aaraaf». La lucha para lograr su baja en el ejército fue larga y decepcionante, pues Edgar Poe necesitó el consentimiento de dos partes igualmente estrictas: John Alian, su tutor, y sus superiores militares. Cuando al fin consiguió su propósito, Poe fue a vivir temporalmente con su tía Muddy y su numerosa familia en Baltimore. Eddie, como por entonces le llamaba casi todo el mundo, había ingresado en el ejército como Edgar A. Perry (el joven esclavo había oído a Poe pedirle a Muddy que recogiera el correo dirigido a ese nombre), al comienzo con la esperanza de cortar todos los vínculos con el señor Alian, quien se negaba a apoyar el deseo de Poe de publicar su poesía.

Entonces, aunque libre de las exigencias de Alian y de su servicio militar, Edgar Poe carecía de dinero y de ayuda para hacerse un lugar en el mundo.

Muddy, una mujer alta y saludable de cuarenta años, abrió las puertas de su casa a Eddie Poe como si fuera su hijo. A Edwin le pareció la clase de hombre al que le gustaba estar rodeado exclusivamente de mujeres. Absorbida por las enfermedades de la familia, Muddy pidió a su sobrino que se hiciera cargo del recién heredado esclavo y actuara como agente suyo en la venta de Edwin. Poe no tardó en llegar a un acuerdo para vender a Edwin a la familia de Henry Ridgeway —una familia negra— por cuarenta dólares.

Manifesté mi interés por los detalles del acuerdo. Por un esclavo varón, fuerte y joven, Poe podía haber recibido quinientos o seiscientos, posiblemente más. Edwin lo explicó:

—Nuestra legislación trata de obstaculizar la liberación de esclavos, haciendo que el proceso resulte costoso, con el consiguiente perjuicio para las economías domésticas. El señor Poe y su tía no disponían de tanto dinero. Pero ninguna ley prohíbe que una familia negra libre adquiera un esclavo, y tampoco hay ley que establezca un precio mínimo de venta. Vender un esclavo barato, quizá por el precio de una minuta de abogado, a un propietario negro era otra manera de liberar al esclavo, una manera de liberarme a mí, que es lo que hizo el señor Poe con aquel arreglo. Eso significaba también que podía permanecer en Baltimore: no es una ciudad perfecta, pero es mi hogar. Entre mi gente hay hombres que tienen sus esposas y sus hijos esclavos por la misma razón.

—Poe no escribió mucho sobre la cuestión de la esclavitud —dije—. No era un autor entregado a causas abolicionistas. —En realidad, siempre me pareció que a Poe no le gustaron en absoluto las causas, que consideraba automáticamente hipócritas—. Pero él hizo eso por usted, renunciando a unos cientos de dólares en una época en que carecía de apoyos y era pobre de solemnidad.

—No se trata de lo que escribe un hombre —replicó Edwin—. Especialmente un hombre que escribe para ganarse su dólar, que era lo que Poe estaba empezando a hacer por entonces. Se trata de lo que hace un hombre; eso dice quién es él. Yo sólo tenía veinte años. El señor Poe también tenía veinte; sólo era unos meses mayor que yo. Pensara lo que pensase de la esclavitud, no habló de ella en el breve tiempo que nos tratamos. Realmente no hablaba de nada. Era un hombre con pocas relaciones, y si las tenía, no eran de amistad. Vio algo en mí y decidió, sin más, que me liberaría si pudiera.

»Nunca más volví a ver al señor Poe, pero nunca olvidé lo que hizo. Lo quise por eso y lo sigo queriendo, aunque lo conocí poco tiempo. Cuando me liberaron trabajé en varios periódicos locales. Ahora ayudo a envolver los periódicos que se van a repartir en los diversos puntos de la ciudad. En uno de esos periódicos eché un vistazo a las quejas de usted a los editores acerca del momento de la muerte de Poe, de que Poe había sido utilizado por la prensa, y de que incluso su tumba no llevaba inscripción. Hasta entonces no supe dónde había sido enterrado. Cuando acabé el trabajo del día, fui allí y dejé un recuerdo en el lugar que usted describía.

—¿La flor? ¿Fue usted quien la dejó?

Asintió.

—Recuerdo que Eddie iba siempre bien vestido, y que en ocasiones llevaba una flor blanca como aquélla en el ojal.

—Pero ¿adónde fue una vez que hubo depositado la flor?

—No es un cementerio para negros, como sabe, y atraería sospechas si rondaba por allí al caer la noche. Mientras estaba arrodillado junto a la tumba oí acercarse deprisa un carruaje, y me apresuré a marcharme.

—Era Peter Stuart, mi socio de bufete, que iba a ver dónde estaba yo.

—Después de eso, todos los días leía los periódicos por repartir, y vi otro artículo nada caballeroso acerca del carácter de Poe… Hace tiempo los Ridgeway me enseñaron a leer, y gracias a su diccionario Webster pude descifrar todas aquellas groserías. Me parece que a los vivos les gusta demostrar que son mejores que los muertos. Pasó mucho tiempo hasta que otro tipo, un extranjero, empezó a recorrer las redacciones de los periódicos, armando mucho ruido a propósito de Poe. Decía querer justicia para Poe, pero desde mi punto de vista se proponía excitar bajas emociones.

—Ése es el barón Dupin —expliqué.

—Hablé con ese hombre más de una vez, pidiéndole que respetara la memoria de Poe. Pero me recordó aquel dicho de que el muerto al hoyo… Sencillamente, se deshizo de mí o trató de convencerme de que podría ganarme un dinero si lo ayudaba.

Recordé el día que vi al barón con su brazo en el hombro de Edwin y pensé que estaban conspirando.

—Fue por entonces cuando volví a verlo a usted, señor Clark. Lo vi a usted y a ese barón cuando se dirigió a él y discutían sobre Poe. Decidí averiguar más sobre usted y lo seguí. Lo vi acompañar a aquel joven esclavo a la estación y defenderlo ante ese traficante, Hope Slatter.

—¿Conoce a Slatter?

—Fue Slatter quien tramitó mi venta a mi segundo amo. Por entonces yo no tenía nada en contra de Slatter en particular, porque no era más que un chico y ésa era la vida que conocía. Él hacía su trabajo. Pero acudí a él una vez, años más tarde, para preguntarle quiénes eran mis padres, pues él los había vendido y separado, aunque prometía a todos los amos que nunca separaría a las familias. Slatter era el único hombre que lo sabía, pero se negó a responderme y me echó amenazándome con su bastón. Desde entonces nunca puedo levantar la vista cuando lo veo por la calle con sus ómnibus ruidosos, conduciendo esclavos a sus barcos. Es extraño, pero siempre lo relaciono en mi mente con Poe… Supongo que no llegué a penetrar en el corazón de ninguno de los dos, pero sé que uno me puso cadenas y el otro me las quitó.

»Presencié su desafío a Slatter. Me pareció que usted podría necesitar ayuda… y eso sucedió esta noche en plena tormenta. De nuevo lo seguí.

—Probablemente me ha salvado la vida, Edwin.

—Hábleme de esos hombres.

—Villanos de primer orden. El barón debe grandes cantidades de dinero a poderosos intereses, allá en París. Por eso busca aclarar el misterio de Poe, por dinero.

—¿Y cuál es su relación con todo eso, señor Clark?

—¡No tengo relación alguna con esos hombres que pretendían despacharme al otro mundo! Cualesquiera ideas que se han formado en sus mentes son pura fantasía. No me conocen de nada.

—Me refiero a su relación con todo el asunto en general. Dice que ese barón trata de desentrañar el misterio de Poe por mero interés. Muy bien. Y usted ¿qué persigue?

Pensé en las pasadas reacciones, en las miradas decepcionadas de los amigos que perdí, en Peter Stuart y Hattie Blum, y dudé en responder. Pero Edwin no parecía pretender juzgarme. Su carácter abierto me hacía sentir cómodo.

—Supongo que mis razones no son muy diferentes de las suyas al auxiliarme esta noche. Poe me liberó de la idea de que la vida debe seguir un camino fijo. Él era América…, una independencia que desafiaba el control, por más que mantenerse controlado lo hubiera beneficiado. De algún modo la verdad que hay en Poe es algo personal para mí, y de la mayor importancia.

—Entonces anímese, señor. Todavía le queda mucho por hacer a favor de la buena causa.

Edwin hizo una seña al camarero, quien puso ante mí una taza de té que desprendía vapor. No creo haber probado nunca algo tan maravilloso.