—¡Señor! ¡Señor! Ha olvidado usted…
El ropero había salido con la bolsa que me dejé en la tienda. Se detuvo cuando vio a mis acompañantes en actitud inamistosa. Uno de ellos me había rodeado con el brazo. El ropero gesticulaba airadamente ante mi asaltante.
—¿Qué está pasando? ¡Suelte ese traje!
Cuando el ropero dio un paso más, el otro asaltante se volvió y le descargó un manotazo en la cara con mucha más fuerza que si le hubiera golpeado con el puño. Lo vi girar sobre sí mismo y caer de mala manera más allá del toldo.
Al dar en el suelo, el ropero emitió un gruñido muy agudo, como un maullido. Aprovechando la distracción, liberé mi brazo. Lancé el paraguas hacia atrás y corrí hacia la cortina de lluvia, que sentí como una pared de ladrillos contra mi cuerpo. Los dos asaltantes emprendieron mi persecución.
Torcí por la primera calle, esperando que la oscuridad de la tormenta me encubriera. Pero la pareja acortaba la distancia casi a la vez. Me volví para vigilarlos, y tropecé con un suelo irregular. Aunque me repuse, ellos estaban ahora peligrosamente cerca, y uno me rozaba la chaqueta con la mano. No me atreví a volver a mirar atrás.
Más adelante, una piara de cerdos devoraba la basura vespertina. Nuestra persecución los molestó, obligándolos a dispersarse. Un relámpago hendió el cielo y nos iluminó a todos. Me encontré jadeando y tomando aire al quedarme sin resuello. Se aproximaban a mis talones, y ciertamente me abordarían al cabo de un instante. Tomé conciencia de la calle por la que íbamos y escuché un tintineo apagado. Eso me dio una idea. Giré en redondo y corrí hacia mis perseguidores. Los franceses, en su apresuramiento, se demoraron un momento para detenerse en medio del suelo resbaladizo.
Yo sabía que en Europa los ferrocarriles arrancaban de la periferia de la ciudad, y a lo largo de mi vida conocí a muchos visitantes de otros países sorprendidos porque nuestros trenes iniciaban su recorrido desde el mismo centro de la localidad. Primero arrastrados por un tiro de los caballos más fuertes, y luego enganchados a una máquina. Cuando los hombres retrocedieron en mi dirección, les conduje hasta el rótulo en el que se leía: ATENCIÓN A LA LOCOMOTORA. Con dos franceses, confusos al verlo, hicieron precisamente lo que se indicaba, mirando hacia todas partes.
Corrí como un loco hasta que, finalmente, moderé el paso y observé el camino tras de mí. Ni un alma. Llovía algo menos. Me detuve. Estaba a salvo.
Entonces apareció la pareja, uno junto al otro, como demonios emergiendo del gran Abismo.
Cuando ya caía en una terrible desesperación, surgió otra figura frente a mí. Al aproximarse, me sorprendió comprobar que era el negro mayor que había visto con anterioridad acompañando al barón y contemplándome escrutadoramente en la calle. Puesto que el joven esclavo del barón insistió en que éste no tenía empleados a otros negros, llegué a considerar que aquel hombre podía ser cómplice de los dos matones franceses. ¡Y allí estaba, corriendo hacia mí!
No tenía adónde dirigirme sin hacerme vulnerable a los dos hombres que iban tras de mí o al que se acercaba por el frente. Decidí que contaba con más oportunidades si me enfrentaba a un solo hombre, y cargué en dirección a él. Cuando intenté rebasarlo me agarró del brazo y tiró de mí.
—¡Por aquí! —me dijo, conteniéndome mientras yo me debatía.
Dejé que me condujera a una calle más oscura y estrecha. Ahora corríamos uno junto al otro. Desplazó su mano a mi espalda, ayudándome a mantenerme erguido.
Los hombres nos seguían. De pronto mi compañero empezó a cruzar por detrás y por delante de mí mientras corríamos.
—¡Haga lo mismo! —me gritó.
Comprendiendo su propósito, seguí su ejemplo. En medio de la lluvia y de la oscuridad los dos matones no serían capaces de distinguir quién era quién.
Ahora se alejó de mí y, tras un momento de vacilación y confusión, uno de los matones fue tras él. El otro seguía mi camino con renovado vigor. Al menos el número de manos que podían estrangularme en cualquier momento había quedado reducido a la mitad. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en la razón de que aquel extraño, al que yo consideraba adversario, me hubiera auxiliado frente a los asesinos.
Se había abierto una posibilidad de ventaja, pero debía actuar con rapidez. Miré atrás y vi al matón detenerse en plena carrera y levantar la pistola. La descarga resonó como un trueno. La bala me atravesó limpiamente el sombrero, que salió volando. La rabia en sus ojos y sus gruñidos a voz en grito me espantaban más que la pistola. Mi bastón de Malaca me resbaló varias veces en la mano a causa de la cortina de agua, y estuvo a punto de caérseme, pero no lo permití.
* * *
La lluvia amainaba y toda la tierra se tornó fangosa. Yo resbalaba y me deslizaba por las calles sin que mi solitario perseguidor cejara en su propósito. Traté de gritar reclamando ayuda, pero mi capacidad para emitir sonidos se malograba en la misma garganta, y aunque ambos renqueábamos a causa de la irregularidad del terreno, si me detenía me expondría a un grave riesgo. Además, con mi ropa empapada y desaliñada, con la cabeza descubierta, parecía un vagabundo salvaje, el mayor temor de los habitantes de la ciudad. Nadie acudiría en mi socorro esta vez. Buscando un refugio en el distrito de los negocios, descubrí la puerta de un gran almacén que había sido abierta de par en par por el viento. Corrí al interior y di con una escalera.
Subí a toda prisa al piso superior y choqué con una rueda recién pintada que me llegaba hasta el cuello. Entonces me di cuenta de dónde estaba.
Me rodeaban ruedas, calesas, estribos y ejes: había ido a parar a la fábrica de carruajes Curlett’s, en Holliday. En el primer piso había una sala donde se exhibían y se vendían los últimos modelos de carruajes. Junto con la manufactura de pianos a unas manzanas de distancia, el edificio representaba una nueva idea: fábrica, almacén y punto de venta en un solo local.
—Hasta aquí hemos llegado, valiente —dijo una voz, hablando ahora en francés. El matón apareció en la puerta. Una sonrisa forzada se dibujó en medio de sus jadeos, y me dirigió una mirada salvaje—. Ya no hay adonde correr. A menos que quiera saltar por lo ventana.
—No pretendo tal cosa. Lo que quiero es que hablemos como hombres civilizados. Yo no tengo la menor intención de evitar que aniden sus deudas con el barón.
Se acercó y yo me eché atrás. Me miró inquisitivamente.
—¿Es eso lo que cree, monsieur? —Emitió una risa ahogada muy desagradable—. ¿Cree que estamos aquí para reclamar a un aprovechado unos pocos miles de francos? —preguntó, en tono ofendido—. La cosa va mucho más allá. Lo que está en juego es la futura paz de Francia.
—¿El barón Dupin? ¿Un abogado en desgracia? ¿Que él tiene que ver con el futuro de Francia?
Mi rostro exteriorizó mi extrema confusión, y él me miró con airada impaciencia.
Con un brusco manotazo agarré la gigantesca rueda que había junto a mí y la empujé con las fuerzas que me restaban. Alargó la mano y la bota para detenerla y cayó a su lado, sin impulso ni daño.
Me lancé a través de la nave, pero sabía que él tenía razón: no había dónde ir. Aunque no hubiera estado mortalmente cansado y empapado, el almacén era un gigantesco espacio atiborrado de piezas de carruajes. Traté de saltar sobre una calesa a medio terminar, pero mi bota tropezó y me derrumbé, lo que suscitó el eco de una brutal risotada.
Al caer no fui a dar en el suelo; fue algo mucho peor que eso. Me había quedado enredado en una cuerda en torno a la trasera de un coche, que unía ciertas piezas aún no fijadas en el vehículo. Mientras empujaba y daba puntapiés para liberarme de la cuerda, me encontré con el cuello atrapado en un estrecho lazo. Sostuve el bastón con una mano, utilizando su extremo para agarrarme al carruaje que tenía detrás, y traté desesperadamente de soltarme de la confusa maraña de nudos alrededor de la cuerda que me presionaba el cuello. Pero a cada movimiento, apretaba más.
Los pasos pausados del hombre se acercaban. Montó en el coche, que aún no tenía techo. De pie por encima de mí y sonriéndose, con un súbito y resuelto movimiento apartó de un puntapié mi bastón. Aunque yo seguía aferrando un extremo, el otro, que había estado utilizando para agarrarme al carruaje, se había desplazado y ahora me encontré colgando. Cada vez que trataba de sujetarme a la trasera, con el bastón o con la mano, mi perseguidor se complacía en golpear más fuerte con el pie. Sintiendo que los nudos de aquel horrible lazo se estrechaban fatalmente en torno a mi cuello, introduje el cayado del bastón en el punto más ancho entre la cuerda y el cuello. Mientras tanto, moví los pies, pero las escasas pulgadas entre el extremo inferior de mi cuerpo y el suelo sencillamente no podían reducirse.
¡Ahorcarse en un carruaje! Casi podía compartir la sonrisa terrible de mi verdugo ante semejante destino.
Mientras permanecía suspendido allí, agarré fuertemente el bastón con ambas manos, en una especie de plegaria desdichada y desesperanzada. Lo aferraba tan fuerte que en los poros de la madera quedaría más tarde una señal blanca de mis palmas húmedas. Apretando los párpados, me sorprendió sentir de repente que el bastón se abría paso, como si mis manos tuvieran la fuerza de cuatro hombres. La mitad se estaba desprendiendo a causa del tirón. El bastón, como advertí de inmediato, constaba realmente de dos partes diferenciadas, unidas en el centro. En la separación podía ver el brillo del acero.
Empujé con más fuerza y resultó que toda la mitad superior del bastón era una pieza deslizante que ocultaba un estoque. Un estoque de medio, no, de metro y medio de longitud una vez descubierto por completo.
—Poe —susurré, con el que pudo haber sido mi último aliento.
De inmediato corté el lazo en torno a mi cuello, y en cuanto estuve libre basculé hacia la trasera del coche, a la que me agarré con la mano desocupada.
Lo primero que vi al levantar la vista fue al francés encaramado en lo alto de la calesa, observando con curiosidad. En su confusión al descubrir mi arma, había dejado la pistola colgando junto a su costado. Con un grito penetrante, blandí el estoque por encima de mi cabeza. Le alcanzó en un lado del brazo. Luego, con los ojos cerrados, retiré el estoque y de nuevo lo impulsé hacia delante. Él dejó escapar un chillido agudo.
Caí al suelo, de espalda. Mis botas se apoyaron en la trasera de la calesa. El matón, furioso y pálido, dando terribles voces a causa de su herida, abrió mucho los ojos mientras yo empujaba con ambas piernas, con toda mi fuerza. El carruaje a medio construir salió rodando por la nave y, tras salírsele una rueda del eje, volcó, quedando sobre el hombre como una gigantesca tumba. Una pieza del carruaje cortó una de las tuberías próximas, que dejó escapar un chorro de vapor, sumando su silbido a aquel caos.
* * *
Me puse en pie y devolví el estoque a su vaina. Pero la violenta emoción del triunfo no podía llevarme a casa ni sostenerme. Mi agotamiento y mi pierna dolorida se combinaron para impedirme ir más allá de tres metros del edificio antes de derrumbarme. Me incliné trabajosamente con ayuda del bastón que me había salvado la vida, inquieto por si el otro matón del que había escapado me encontraba en aquella situación de debilidad.
Se produjo un ruido en la puerta del almacén, que yo acababa de cerrar pocos momentos antes, y se dejó oír un lamento que revelaba temor.
—¡Clark!
Oí mi nombre como un grito salido de mi propio aturdimiento. Sonó como si procediera de una gran distancia, pero sabía que estaba cerca.
Quizá fue el miedo terrible, el latido de mi cuerpo o la extrema fatiga que me abrumaba; acaso una combinación de todo eso. Cuando una mano me agarró, me rendí casi con un sentimiento de paz, al tiempo que sentía un fuerte golpe en un lado de la cabeza.