22

Me di cuenta de que por primera vez Duponte me inspiraba temor. Me preguntaba si su talento —indiscutible—, liberado sin restricciones ni freno, podría volverse desastroso, como se volvió en contra de mademoiselle Gautier. No podía apartar de mi mente el final de «El escarabajo de oro», el emocionante cuento de Poe sobre la búsqueda de un tesoro. Siempre me pareció que bajo la superficie del triunfal desenlace se encerraba un indicio de que Legrand, el maestro pensador, había estado a punto de asesinar a su sirviente y a su amigo una vez concluida su misión. Las últimas y amenazadoras palabras de ese relato —«¿Quién podría decirlo?»— resonaban en mi cabeza.

Evoqué una noche en concreto durante mi estancia en París. Caminaba detrás de Auguste Duponte por una zona de la ciudad que madame Fouché me había señalado como insegura a aquellas horas. Mis gritos, dijo madame Fouché, no atraerían a la policía, que a menudo era cómplice de los maleantes. Recuerdo que atrajo mi atención un objeto de un escaparate, que parecía moverse por sus propios medios. Era un círculo de mandíbulas artificiales que representaban todos los estados de la boca humana: una con encías brillantes e inmaculados dientes de leche, otra con encías estropeadas y marchitas, y así sucesivamente. Cada una daba vueltas y se abría y se cerraba a diferentes velocidades, movida por un invisible ingenio mecánico. Encima de las mandíbulas giraban unas cabezas de cera que mostraban un rostro desdentado y degradado, y luego una boca orgullosa, fresca y vigorosa, con dientes brillantes, que se suponía arreglada por un dentista cuyo gabinete se hallaba tras el escaparate.

Antes de que pudiera apartarme de esta hipnótica visión, sentí una tirantez en torno a las orejas. Todo se volvió negro. Me habían encasquetado el sombrero sobre los ojos para cegarme, y pude sentir unas manos recorriendo mi abrigo desde atrás. Mientras gritaba pidiendo auxilio, conseguí dejar una estrecha franja entre el sombrero y los ojos. Vi a una anciana con un vestido raído y harapiento y dientes ennegrecidos. Después de tratar de cegarme con el sombrero para robarme, retrocedió y ahora se limitaba a permanecer de pie, con la vista fija. Seguí su mirada hasta Duponte, que permanecía a unos pocos pies de la atacante. Una vez que ella se hubo alejado corriendo me volví para dar las gracias a Duponte. ¿Qué la asustó? Si él lo sabía, nunca me lo dijo.

Consideraba ahora que aquella miserable debió haber reconocido a Duponte, recordándolo de otros tiempos. Una empresa delictiva que Duponte malograría. Quizá ella formó parte antaño de un gran plan magnicida (pues se decía que por entonces Duponte había descubierto más de una conjura para dar muerte al más alto mandatario de Francia) y, como consecuencia de la perspicacia del analista años antes, ahora ella se veía reducida a aquella desesperación animal. No fue el miedo físico hacia Duponte lo que la impulsó a huir de mí. Pudo haberme apuñalado en el corazón diez veces antes de que Duponte la detuviera (si es que ésa hubiera sido la intención de Duponte). No era miedo de su fuerza ni de su agilidad. Se trataba del miedo elemental e impulsivo a su intelecto puro, miedo a su genio.

¿Quién podría decirlo?

Tras abandonar el hotel del barón, encontré a Duponte sentado junto al amplio ventanal de la sala de estar de Glen Eliza, mirando resueltamente hacia la puerta. Empecé a decirle lo sucedido en el hotel Barnum.

—Tome esto —me interrumpió, sosteniendo una bolsa de cuero—. Llévelo a la dirección que va en el papel.

Me alargó un trozo de papel.

—Monsieur, ¿no ha oído la información que le traigo? El barón Dupin…

—Debe irse en seguida, monsieur Clark. Es hora.

Miré la dirección y no la reconocí.

—Muy bien… ¿Qué he de decir cuando llegue?

—Ya lo sabrá.

Mi confusión era tal que no me di cuenta de que era tres veces más oscuro de lo que correspondía a aquella hora. Cuando empezó a llover, ya estaba demasiado lejos para volver por un paraguas. La lluvia arreció durante el recorrido, hasta que el agua me llegó a los tobillos. Avancé trabajosamente, con el ala del sombrero protegiéndome todo lo posible el rostro.

Tomé un ómnibus para recorrer parte del camino a la dirección que había escrito Duponte. Todavía tuve que caminar, calado, bajo el aguacero. La dirección correspondía a una pequeña oficina donde un hombre, tras un escritorio, despachaba mensajes telegráficos.

—¿Señor? —dijo, volviéndose hacía mí.

Sin saber qué decir, me limité a preguntar si aquélla era la dirección que buscaba.

—Abajo —respondió en tono complaciente.

Bajé por la escalera hasta el siguiente rótulo, que chorreaba regueros de agua. Correspondía a una tienda de ropa. ¡Bien! Aquélla era la misión urgente, quizá recoger un abrigo que precisaba un arreglo para Duponte. A lo mejor tenía que asistir a una cena. Entré, consumido por la impaciencia.

—Ah, ha venido usted al lugar adecuado.

Era un hombre de vientre prominente, embutido en un brillante chaleco de raso.

—¿Yo? ¿Nos conocíamos, señor?

—No, señor.

—Entonces ¿cómo sabe que estoy en el lugar adecuado?

—¡Mírese! —Accionó los brazos dramáticamente, como si yo fuera el hijo pródigo que retornaba—. Calado hasta los huesos. Contraerá un resfriado y caerá enfermo. Y yo tengo la ropa apropiada. —Revolvió bajo el mostrador—. Ha encontrado el lugar adecuado para cambiarse de ropa.

—Se equivoca. Le he traído algo.

—¿De veras? No espero nada —dijo con expresión codiciosa.

Deposité la bolsa en una silla y la abrí, hallando sólo un periódico doblado, un número del Baltimore Sun. Sobre el papel cayeron gotas que me resbalaban del cabello y de la frente.

Me lo arrebató de las manos al tiempo que su hasta entonces amistoso rostro endurecía sus facciones.

—¡Maldita sea! Me parece que puedo comprar yo mismo mi periódico, joven. Ni siquiera es de este año. ¿Ha venido aquí a burlarse? ¿Qué quiere que haga con esto?, preguntó. —Me dirigió una mirada de reprobación. Yo había descendido de «señor» a «joven»—. Si no me trae ningún negocio esta noche… —Y agitó la mano.

Al pronunciar la palabra «negocio» señaló uno de los rótulos de la pared para explicar cuál era el suyo. Confección de moda y prendas de todas clases. Camisas. Cuellos. Camisetas y calzoncillos. Corbatas. Calcetines. Géneros de punto. Plena garantía de calidad igual a la mejor sastrería a medida.

—¡Espere un momento! Le pido excusas, señor —me apresuré a decir—. Después de todo me gustaría mucho hacer ese cambio de ropa.

Se le iluminó la mirada.

—Excelente, excelente, una inteligente decisión. Podemos proporcionarle un traje de la mejor calidad y corte.

—¿A esto es a lo que se dedica, señor? ¿Hace intercambio de ropa?

—Cuando hace falta, claro. Es un servicio necesario para caballeros en mala situación, como usted, querido señor. Muchos olvidan los paraguas incluso en otoño, y sólo tienen un traje en su baúl. Especialmente los forasteros en Baltimore. Usted está de paso, supongo.

Hice un gesto vago, al tiempo que empezaba a comprender a qué se dedicaba aquel hombre. Y cuál era el propósito de Duponte.

El ropero me trajo un montón de prendas, ¡y vaya prendas! Repetía su afirmación de que eran de la mejor calidad, aunque estaban completamente raídas y no eran remotamente de mi talla. La chaqueta y su cuello de terciopelo pardusco casi hacían juego con una pernera del pantalón —la menos descolorida— y ni siquiera lo intentaba el chaleco. Todas estas prendas eran varias tallas inferiores a la mía, aunque el ropero exhibía una expresión de profundo orgullo mientras declaraba que estaba «hecho un figurín», y sostuvo un espejo para que pudiera gloriarme de mi propia imagen.

—¡Aquí lo tenemos, abrigado y seco! Sale usted ganando con este cambio —dijo—. En cuanto a esto —dijo tomando mi bastón—, es tan hermoso como un ejemplar que vi hace un tiempo. Aunque resulta pesado para un viajero como usted. Una carga. ¿Piensa llevárselo? Yo podría pagarle bien por él, y mis precios no son inferiores a los de nadie en todo el vecindario.

Me disponía a abandonar la tienda, y casi olvidé el periódico que Duponte había enviado por mi mediación. Miré la fecha en la cabecera de la página: 4 de octubre de 1849. El día siguiente de que Poe fuera descubierto en el Ryan’s con ropas que le caían mal. Recorrí las páginas, deteniéndome en las informaciones sobre el tiempo el día anterior. Quiero decir el día en que fue hallado Poe. «Frío, desapacible y con niebla». «Húmedo y lluvioso». «Viento constante y fuerte del noreste».

Lo mismo que hoy. Cuando entré en la biblioteca, Duponte estaba esperando junto al ventanal, pero no con la mirada ausente, como parecía, sino contemplando el cielo y las nubes. Estaba esperando un día adecuado a la descripción del fatídico 3 de octubre para enviarme con aquel encargo.

—Esto me lo llevaré, señor —dije educadamente, arrebatándole el bastón de Malaca—. Nunca me separo de él.

Antes de marcharme, saqué unas monedas de cinco centavos y tomé un paraguas que había tras el mostrador.

Una vez fuera, mis pasos fueron indecisos, con las piernas constreñidas por los desiguales pantalones. Permanecí bajo el toldo de la tienda mientras probaba el endeble paraguas.

—Esta noche se han abierto los cielos.

Di un salto, sobresaltado por aquella voz ruda. Con la oscura cortina de lluvia difícilmente podía distinguir la figura de un hombre.

—Usted trataba de esconderse de nosotros, ¿verdad, monsieur Clark?

Los dos matones franceses.

—Una ropa como ésa —dijo el otro, inclinando la cabeza para observar mi raída vestimenta— no es suficiente para disimular.

—Caballeros, messieurs, no sé cómo llamarlos. Yo no llevo esta ropa para pasar inadvertido ante ustedes. No comprendo por qué continúan molestándome.

Sabía que aquello no era oportuno. Pero mi ojo, que de algún modo permanecía libre de las inquietudes de mi cerebro, fue inexplicablemente atraído por una octavilla pegada a la farola y que se agitaba con el empuje del viento. No pude leerla, pero, supongo que por alguna razón instintiva, sabía que contenía algo de gran interés.

—¡Mire aquí cuando hablamos!

El hombre me abofeteó. El golpe no fue particularmente fuerte pero su extrema rudeza me dejó pasmado.

—No puede proteger por mucho tiempo a un hombre marcado para la muerte. Hemos recibido órdenes.

Su compañero sacó una pistola del abrigo.

—Ahora usted está metido en esto. Debería seleccionar más cuidadosamente sus amistades.

—¿Mis amistades? ¡Eso no es verdad!

—Entonces, ¿su chica le echó a usted una mano por simple placer, en el monumento a Washington? —replicó.

—¡Les aseguro que no es mi amigo! —exclamé, con la voz temblándome, a la vista del arma.

—No…, ya no.