Era sorprendente, considerando las frenéticas actividades recientes del barón, lo quieto que estaba ahora. No se dejaba ver. Al parecer porque estaba preparando la conferencia que debía dar dentro de dos días… y de la que todo Baltimore hablaba. Di varios paseos por la ciudad, tratando de descubrir a qué hotel se había mudado.
Mientras andaba entretenido en eso, alguien me dio unos golpes en el hombro.
Era uno de los hombres a los que tantas veces había visto siguiendo al barón Dupin. Otro hombre permanecía cerca de él, con un abrigo similar.
—Responda —dijo el primero, disimulando su acento—. ¿Quién es usted?
—¿Y a usted qué le importa? —repliqué—. ¿Puedo preguntarle lo mismo?
—No es el momento de gallear, monsieur.
Monsieur. O sea que eran franceses.
—Le hemos visto en las últimas semanas. Siempre parece estar fuera de su hotel —dijo en tono de sospecha, haciendo un gesto con las cejas, de aquella peculiar manera francesa que en ocasiones exhibía Duponte.
—Bien, sí; pero eso no tiene nada de extraordinario. ¿No visita uno con frecuencia a un amigo?
¡Llamar amigo a un hombre que en el pasado me raptó, me engañó y me intimidó!
Atrapado en su silencio, empecé a inquietarme por mi precipitada respuesta. Al parecer, mi espionaje del barón ¡me había valido que los enemigos del barón fueran ahora mis enemigos!
—No sé nada de las deudas ni de los deudores de ese hombre —añadí—, y no tengo el menor interés en esos asuntos.
Los dos hombres intercambiaron una rápida mirada.
—Entonces díganos en qué hotel se aloja ahora.
—No lo sé —respondí sinceramente.
—¿No tiene usted idea, monsieur, del origen de sus problemas? Si lo protege se convertirán en los suyos. No lo haga.
Me volví rápidamente y me dispuse a alejarme.
—Aún no hemos acabado con usted, monsieur —me advirtió a mis espaldas.
Miré de reojo: me estaban siguiendo. Me pregunté si en caso de echar a correr ellos harían otro tanto. Para comprobarlo, aceleré el paso.
Crucé la calle Madison y me aproximé al monumento a Washington, donde se congregaba una pequeña multitud de visitantes. La gruesa columna de mármol, de seis metros de diámetro, se alzaba desde su base y sustentaba, en lo alto, la gran estatua del general George Washington. El mármol puro y blanco no destacaba precisamente por su altura, sino por su contraste con las construcciones de ladrillo de la calle. Ahora mismo parecía el lugar más seguro de Baltimore.
Penetré en la base del monumento y me uní a quienes aguardaban que se les permitiera el paso a la escalera que ascendía en espiral a lo largo de la columna hueca. Una vez que hube subido el primer tramo de escalones, me detuve en una de las curvas, iluminada tan sólo por una pequeña abertura cuadrada, y unos muchachos me rebasaron corriendo. Sonreí para mí mismo, satisfecho de que los hombres me hubieran dejado en paz o no me hubieran visto entrar… Pero apenas expresé este silencioso deseo para mis adentros cuando oí los pasos pesados de dos pares de botas.
—Il est là —dijo una voz.
Sin esperar a verlos, me volví y corrí escalera arriba. Mi única ventaja era que yo conocía desde joven el amplio interior del monumento. Los franceses podían ser más fuertes y rápidos, pero aquí eran unos extraños. Yo imaginaba que compararían aquel estrecho trayecto con las dimensiones de su Arco de Triunfo de París. Ambos lugares brindaban idéntica recompensa para el esforzado escalador —una incomparable vista de la ciudad desde lo alto—, pero honraban logros opuestos. El arco parisiense, el imperio napoleónico. La columna de mármol, la renuncia de Washington como comandante del ejército, negándose a servirse de su posición para buscar el poder permanente de un déspota.
Supongo que nada de esto se les ocurrió a aquellos hombres, que al parecer preferían pensar en arrojarme desde lo alto del monumento. Aún corrían más que el grupo de muchachos, los cuales, empujándose unos a otros por la escalera, andaban ya por la mitad del recorrido. Los dos hombres finalmente alcanzaron la galería de observación en lo alto, y caminaron alrededor de la plataforma circular, abriéndose paso entre los visitantes que contemplaban Chesapeake en la distancia, más allá del río Patapsco. Aunque ambos escrutaron todas las caras bajo las alas de los sombreros, y miraron en torno a los amplios vestidos de volantes, no dieron con su objetivo en ninguna parte.
Pero yo sí podía verlos. Me había escondido treinta y siete metros más abajo: cerca de donde una estrecha y disimulada puerta, en el tramo inferior de la escalera, se abría a un saliente más bajo usado por quienes tenían como tarea mantener limpio cada resquicio del monumento. Era un pasaje empleado también por personas que necesitaban tomar un poco el aire en su trayecto hacia arriba. Aguardé en el saliente para asegurarme de que los dos hombres aparecían en la plataforma de la galería superior, confirmando así que uno de ellos no se había quedado abajo aguardándome.
Dándose cuenta de que habían sido burlados, se asomaron a la barandilla y me localizaron debajo de ellos. Sonreí y los saludé antes de echar a correr hacia la puerta.
Mi alegría duró poco. La puerta que comunicaba con la escalera se negaba a abrirse.
—¡Santo Dios!
La emprendí a puntapiés. El cerrojo por la parte de dentro había quedado trabado por alguna razón al cerrar yo. Golpeé la pesada puerta para que alguien me abriera desde el interior.
Al advertir mi situación desde su privilegiado observatorio, uno de los hombres retrocedió hacia la escalera, mientras el otro aguardaba y me observaba desde aquella percha que permitía verlo todo. Si el primero bajaba por la escalera hasta mi puerta, ciertamente yo estaría atrapado. Levanté la cabeza y advertí con una débil esperanza que un grupo de señoras de edad venía de la escalera y obstaculizaría lo suficiente el descenso de mi perseguidor para darme tiempo a que se me ocurriera algún milagroso plan de liberación.
El segundo hombre mantenía la guardia asomado a la barandilla y no apartaba los ojos de mí. Después de un nuevo intento infructuoso de atraer la atención del otro lado de la puerta, regresé junto a la barandilla y miré abajo, para calcular mis posibilidades si saltaba entre los árboles. ¡Entonces mi vista tropezó con un rostro familiar abajo!
—¡Bonjour! —grité.
Levantó la vista hacia mí y luego hacia el cielo, al lugar desde donde el individuo seguía observándome.
—Retroceda hacia la puerta —dijo.
—Está cerrada por el otro lado. ¡Ábramela, mademoiselle!
—¡Retroceda! Más…, más, monsieur…
Bonjour tomó aliento y después exclamó:
—¡Va a saltar!
Señalaba con gestos histéricos al francés, que casi colgaba de la barandilla, a cincuenta y cinco metros sobre el suelo. El rostro del francés palideció ante los gritos en que prorrumpieron los visitantes que estaban en la galería. Éstos, en un esfuerzo por ayudarlo, se precipitaron en tropel sobre el hombre de la barandilla con tal ímpetu que a punto estuvieron de tirarlo abajo. Mientras tanto, los visitantes que se afanaban por subir para ser testigos de la tragedia humana, ahora formaban una masa que obligó al segundo francés, que apenas había conseguido poner pie en la escalera, a retroceder a la galería.
—¡Muy ingeniosa, mademoiselle! ¡Ahora, si puede, ábrame esta puerta!
Bonjour entró en la escalera y poco después pude oír descorrer el cerrojo de la puerta que me franqueaba el paso hasta la base. Satisfecho, empujé la puerta para darle las gracias a mi salvadora, quizá la única mujer que ya se preocupaba por mí.
Cruzó el umbral, con el cañón de un pequeño revólver apuntándome.
—Es hora de que me acompañe, monsieur.
* * *
Bonjour no volvió a pronunciar palabra en todo el camino en coche hasta el hotel. Me desató las manos y las piernas —que previamente me había atado— al llegar al hotel Barnum, y me hizo atravesar a toda prisa el vestíbulo sin atraer la atención. Una vez en sus habitaciones, donde aguardaba el barón, le dijo a éste:
—Estaba con ellos. Los he separado, pero pueden haber intercambiado señales.
—¿Quiénes? —pregunté confuso—. ¿Aquellos tipos? Nunca había tenido que ver con esa gente.
—Muy precavido lo de ir juntos a ese monumento.
—¡Me estaban acosando, mademoiselle! ¡Usted me rescató!
—¡No era ésa mi intención, monsieur! —me aseguró—. Quizá Duponte los lleva también a ellos de la correa.
El barón exteriorizó su agitación.
—Esfúmate, querida.
Bonjour me dirigió una mirada compasiva antes de dejarnos solos. El barón levantó un vaso de bebida fría de jerez y frutas.
—En este hotel la proporción de jerez es decididamente inferior a la de agua. Pero al menos las camas tienen cortinas, un lujo raro en América. No se preocupe de mademoiselle. Cree que depende de mí porque la salvé, cuando en realidad sucedió todo lo contrario. Si me dejara o quisiera perjudicarme, me haría polvo. No subestime sus habilidades.
Advertí que sobre el escritorio había un montón de papeles cubiertos de notas garabateadas.
—Ahí —dijo el barón con una sonrisa satisfecha y maliciosa, al percatarse de mi interés—. Ahí están todas las preguntas a las que usted ha estado buscando respuesta, amigo Quentin, puestas en negro sobre blanco. Es cierto que aún no he dejado a punto mi presentación, pero lo conseguiré, no lo dude. Sin embargo, temo —en este punto se inclinó para acercarse más a mí— que deberé asegurarme de que nadie me moleste antes de que eso salga a la luz del día. Ahora, ¿quiénes son ellos, los hombres que Bonjour vio con usted? ¿Por qué trabajan para usted y para Duponte?
—Barón Dupin —repliqué, exasperado—, no los conozco, no quiero conocerlos y, desde luego, no estoy ligado a ellos de ninguna manera.
—Pero usted los ha visto igual que yo —dijo, elevando el tono—. Me han estado vigilando. Llevan la muerte pintada en los ojos. Eso es peligroso. Sin duda se ha dado cuenta de su presencia mientras usted mismo me espiaba.
Abrí la boca para hablar, pero el barón me había dejado sorprendido.
—Lo sé —continuó, tomando mi silencio como asentimiento—. Desde que me enteré por Bonjour de que en los muelles la observaba muy de cerca. Me cuesta creer que sea ése su lugar habitual de ocio, entre borrachos y traficantes de esclavos. O quizá —y prorrumpió en una carcajada— aún me va a sorprender, Quentin Clark.
—Entonces, si lo sabía, ¿por qué no me descubrió?
Revolvió su bebida.
—¿No le parece que es del todo obvio? ¿Es que no ha aprendido de su maestro? Se trataba de una medida desesperada… Duponte creía que estaba perdiendo y lo mandó por delante. Este hecho en concreto me hizo ver claro que yo no necesitaba defenderme de él. Además, enterarme de lo que usted trataba de espiar me permitió saber qué era lo que más interesaba a Duponte… Ser espía significa siempre ser espiado uno mismo, monsieur.
—Si lo sabe todo, barón, imagino que ya habrá descubierto quiénes eran esos dos franceses y quién los ha mandado.
Guardó silencio, y de nuevo fue presa de la agitación.
—Entonces ¿son franceses?
—Por su acento y por sus palabras, sí. Quizá podría usted engatusarlos para sus propios fines, como hizo con el doctor Snodgrass.
Me proponía recuperar cierto equilibrio en aquella entrevista, y dejar claro que yo no carecía de mis propias fuentes de información.
—Si están al servicio de ciertas poderosas facciones contrarias a mí por intereses pecuniarios, allá en París, me temo que la cosa no es tan sencilla.
Hablaba en ese tono abierto sobre sí mismo, como si yo estuviera firmemente de su lado, de tal modo que me hacía olvidar que no contaba para nada. Se apartó de los ojos unos mechones de cabello que ahora parecía ralo y grasiento.
—Ya ve, amigo Quentin, cómo a un hombre se le puede empujar a vivir detrás de unas máscaras. Nunca tengo libertad para ser yo mismo. Y soy muy bueno cuando soy yo; sí, monsieur. ¡Excepcionalmente bueno! En la audiencia todos los ojos, incluso los de los abogados de la parte contraria, me miraban para hallar la verdad. Soy feliz allí. Y no estoy dispuesto a dar a vencer mi mano; todavía no.
—Pero usted continúa con su charada barata para amedrentarnos —protesté—. Usted imita a Auguste Duponte.
Descubrí un retrato de Duponte arrimado a la esquina de la habitación. Había visto la obra de Van Dantker en varias etapas de su realización, y reconocí aquel lienzo como suyo. No pude evitar observar la perfección del retrato terminado, que reflejaba fielmente la imagen de Duponte. Captaba su exacto parecido, pero también algo más que su parecido. El barón rió de buena gana.
—¿Ha apreciado Duponte el humor que encierra, amigo Quentin? Mi pequeña chanza en medio de asuntos serios, eso es todo. Duponte no sabe llevar máscaras. Cree que si no las lleva, estará más apegado a la realidad. De hecho, sin máscaras él no es (no somos) nada.
Pensé en aquella peculiar sonrisa mordaz que Duponte había adoptado para posar ante Van Dantker, y que podía verse deslizándose por su rostro en el retrato. Una sonrisa que no era realmente la suya… Quizá, después de todo, Duponte sabía algo de máscaras. Agarré el retrato y me lo puse bajo el brazo.
—Me llevaré esto, barón. No es de su propiedad.
Se encogió de hombros.
Continué, esperando quizá provocar una reacción mayor.
—Usted sabe, o debería saber, que Duponte resolverá este caso. Él es el fundamento real de Dupin.
—¿Cree usted que eso es importante para él?
Enderecé la cabeza con interés. Aquélla no era la réplica que yo esperaba.
—¿Le ha dicho Duponte en qué circunstancias nos conocimos? —El barón se quedó mirándome con expresión seria—. Desde luego que la respuesta es no. —El barón continuó, moviendo la cabeza en un gesto de comprensión—. No, él vive demasiado encerrado en sí mismo. Duponte necesita sentir que la gente está interesada en él, pero considera demasiado fatigoso hablar de su persona. Ambos estábamos en París. Había una dama llamada Catherine Gautier, acusada de asesinato, una mujer importantísima para su amigo.
Me vino a la memoria el policía que en el café, en París, me dijo que Duponte había cambiado cuando la mujer a la que amaba fue ahorcada por asesinato y él no pudo evitarlo.
—Duponte la amaba, ¿no es así?
—¡Eso no es nada! También yo la amaba. Oh, no me mire así, como si fuéramos personajes de alguna novela ligera; no es lo que está pensando. No, Duponte y yo no rivalizábamos por su afecto. Pero ella era lo bastante atractiva y brillante para que cualquier hombre que la conociera la amara. Usted se preguntará cómo podíamos vivir en un mundo en el que una mujer así podía ser acusada de apalear hasta la muerte a su propia hermana. La idea es absurda.
Catherine Gautier, dijo el barón, venía de la clase más pobre, pero era virtuosa y se la consideraba muy inteligente. Era la compañera más cercana y algunos decían que la única de Duponte. Un día la hermana de esta mujer fue encontrada asesinada de la peor manera, y de inmediato las sospechas recayeron en la amante de Duponte. Puesto que los policías eran enemigos de Duponte, después de que él los colocara en posición desairada al resolver delitos que ellos no pudieron aclarar, muchos creyeron que la acusación representó su represalia contra Duponte en la persona de Catherine.
—Entonces ¿ella era inocente?
—Bastante inocente —fue la peculiar respuesta del barón tras una pausa.
—¿Usted la conocía?
—Querido amigo, ¿realmente nunca le ha dicho nada sobre esto? El que es su compañero desde hace largos meses. Sí, la conocí. —Se echó a reír—. ¡Yo fui su abogado, hombre! La defendí de aquel terrorífico cargo de asesinato.
—¿Usted? —pregunté—. Pero la ejecutaron. Y usted nunca perdió un caso.
—Sí, es verdad. Supongo que ese récord vino a complicarlo de algún modo mademoiselle Gautier.
Bajé la mirada y medité sobre el fracaso de Duponte.
—Duponte fracasó en lograr su libertad. Pero recuperará su gloria ahora, con Poe —afirmé, utilizando el término favorito del barón.
—¡Fracasó en lograr su libertad! —remedó el barón, entre risas—. ¿Fracasó en lograr su libertad?
Su tono de mofa me produjo enfado. Yo sabía que Duponte trató de investigar personalmente el caso cuando mademoiselle Gautier fue detenida, pero desistió desesperado. Le repetí esta historia al barón.
—Trató de investigarlo: ¿es eso lo que le dijeron? Pues sepa, monsieur, que el amigo Duponte sí investigó el caso. Y nunca desistió. Tuvo el éxito de siempre.
—¿Éxito? ¿Cómo? ¿Quiere decir que al final ella no fue ejecutada?
—Recuerdo vívidamente —empezó el barón— mi primera visita al piso de Auguste Dupin en París.
El barón Dupin encontró un lugar para dejar su sombrero y su bastón, puesto que Duponte no se lo ofreció. El barón deseaba más luz. El abogado consideraba que la buena iluminación era una ventaja cuando demostraba mediante vehementes movimientos de las manos y variadas expresiones del rostro por qué era preciso cooperar con él. Por descontado que con Auguste Duponte no se apoyó en ninguna de las habituales rutinas de persuasión, pero las circunstancias eran terribles. Su carrera se hallaba en una encrucijada traicionera. Y también estaba en juego la vida de una mujer.
El barón nunca había visto antes a Duponte. Como todas las personas informadas de París, y como todos los delincuentes, sabía quién era Auguste Duponte. El barón había establecido una norma estricta como abogado. No aceptaba el caso de un acusado que hubiera sido detenido gracias a la raciocinación de Duponte. La razón de ello no era la obvia: que el barón suponía que una persona señalada por Duponte era automáticamente culpable. Sucedía que la reputación de Duponte era tan sólida por aquellos días, que una vez un juez, se enteraba de que los cargos se habían imputado gracias a la intervención de Duponte, resultaba casi imposible conseguir un veredicto de no culpabilidad.
Ahora el barón veía una oportunidad. Podía utilizar el ciego afecto que sentía Duponte por Catherine Gautier para vencer en su caso más importante. El barón estaba convencido de que cada caso era el más importante, pero aquél era especial: se trataba de un caso que a cualquier otro abogado le hubiera parecido del todo imposible. Esto le indujo a mostrarse más decidido.
—Vamos a organizar una defensa conjunta —le dijo el barón a Duponte—. Nuestra finalidad es devolver la libertad a mademoiselle —añadió en tono animoso—. Su ayuda, monsieur Duponte, sería sumamente valiosa… En realidad, de lo más decisivo. Usted será el héroe de la absolución.
La verdad era que el barón no creía tal cosa, pues sabía que el héroe iba a ser él. Duponte permanecía inmóvil en un sillón, junto a la chimenea apagada.
—Mi ayuda confirmará que está perdida —respondió casi ausente.
—No tiene por qué ser así, monsieur Duponte —objetó el barón, excitado—. Usted tiene fama de ver lo que otros no pueden ver. Si los demás sólo ven que ella es culpable, usted puede usar su talento, su genio, para que vean su inocencia. La Sagrada Biblia dice que todos somos culpables, monsieur, pero ¿no se sigue de eso que todos somos inocentes?
—Nunca oí decir que era usted un erudito en materia religiosa, monsieur Dupin.
—Barón, por favor.
Duponte se lo quedó mirando sin pestañear. El barón se aclaró la garganta.
—Le propongo una elección, monsieur, que seguramente resultará atractiva para su inteligencia. Usted puede emplear su genio para rescatar a una persona a la que ama, una persona que lo ha amado a usted, de un destino que entraña la muerte más negra. O bien usted puede permanecer sentado, ocioso, en su lujosa vivienda, y dejarse consumir para siempre en soledad. Es una burrada… Quiero decir que hasta un burro podría saber lo que había de decidir. ¿Cuál será su destino?
El barón no solía tender a la discusión empleando términos profundos, pero tampoco los eludía. Mademoiselle Gautier había salvado su vida convirtiéndose en la amante de un estudiante parisiense rico, que la retiró. En su circunstancia, la mayoría de las muchachas caían en la prostitución, pero Catherine Gautier logró evitarla. No fue ése, sin embargo, el caso de su hermana, pese a los desvelos de Catherine. La ruina de su hermana sería también la suya, pues compartían no sólo el apellido, sino un parecido lo bastante acusado como para ser confundidas en la calle por conocidos, tenderos y policías. Éste era un motivo suficiente para que Catherine eliminara aquella mancha en su identidad. Por lo mucho que había averiguado el barón, era sumamente improbable que la acusada llevara a cabo una acción punible, y había dado con los nombres de muchos villanos, compañeros de la hermana en su nueva profesión, que muy fácilmente podrían ser mostrados como culpables aportando las pruebas más nimias.
—Si investigo el asunto de la muerte de su hermana —empezó a decir Duponte, y el barón se estremeció al oír aquellas palabras—, si lo hago, no quisiera que otros supieran que estoy en ello.
El barón prometió no revelar nada a la prensa sobre la ayuda de Duponte.
En efecto, Duponte investigó la muerte de la hermana de Gautier, tal como prometió. No tardó en descubrir, sin el menor género de duda, la secuencia de los acontecimientos que desembocaron en aquella muerte. Sus conclusiones apuntaron indiscutiblemente a su amante, Catherine Gautier, como la responsable. Pasó su información al prefecto, sacando a la luz a un testigo que la policía no había descubierto, y arruinando con ello todas las oportunidades del barón Dupin de vencer por otros medios. Este giro de los acontecimientos llevó al barón a la desesperación. Era demasiado orgulloso para aceptar la derrota de buen grado. Requirió muchos favores y gastó muchos miles de francos más de la que ya por entonces era una deuda cuantiosa, a fin de manipular el caso. Pero no resultó efectivo. Las pruebas aportadas por Duponte resultaban demasiado sólidas para ser invalidadas. El barón estaba ahora arruinado financieramente y en cuanto a su reputación.
Mientras tanto, el agente Delacourt, en su ambición de ascender en la prefectura, aseguró a Duponte y a Gautier que con las nuevas pruebas, que presentaban a la joven confusa y engañada, pero de ningún modo perversa, y tomando en consideración su sexo, la sentencia sería benévola. Pero pocos meses más tarde fue ejecutada, en presencia de Dupin y Duponte, junto con las tres cuartas partes de los parisienses.
* * *
—En primer lugar —dije—, en este asunto Duponte sufrió más que usted. No sólo minó su capacidad para proseguir la tarea a la que lo impulsaba su genio, sino que también perdió a la única mujer que amó, ¡y por obra suya! No se desquite de su deshonra atormentando ahora a Duponte. No puede utilizar la muerte de Poe para ese propósito. ¡No lo consentiré!
El barón replicó:
—Recuerde el hermoso axioma legal super subjectum materiam: a ningún hombre puede hacérsele responsable profesionalmente de opiniones fundadas en hechos que le han sido sometidos por terceros. —El barón permaneció de pie junto a mi asiento—. Yo no empecé esto, monsieur. Empezó usted. Usted me impulsó a investigar la caída de Poe. Usted está en su terreno, ¿no se da cuenta? Sea fiel a sus compromisos, amigo Quentin. Usted me dio a entender que podría rehabilitarme. Mi nombre fue triturado por detractores y difamadores porque la sombra de mi genio creció demasiado y se negó a acomodarse a sus pequeñas vidas, con lo cual los ojos que nos escrutan convierten cualquier pecadillo venial en pecado mortal con el fin de acabar con nosotros. Mire por dónde, es el mismo caso de nuestro querido Poe.
—¿Se compara usted con Poe? —pregunté, visiblemente estupefacto.
—No tengo por qué, puesto que el amigo Poe ya es cosa del pasado. ¿Por qué cree usted que escogió el personaje de Dupin como el mejor de sus héroes? Él vio en el genio del descifrador de enigmas sus propias capacidades divinas para comprender lo que dioses y hombres nunca podrían penetrar. ¿Y cuál es la recompensa? El prefecto de policía, no el héroe de Dupin, es quien recibe las felicitaciones de todas las partes. Mientras que otros autores la mitad de buenos que Poe ganaban dinero en las revistas, él luchó por última vez para sobreponerse a la adversidad, luchó hasta el final, hasta que acabó apartado… de la existencia.
—¿Realmente cree, monsieur, que merece usted ser el modelo de Dupin?
—Usted lo creyó antes de tener la desdicha de encontrar a Duponte, seducido por los talentos que él emplea sólo a favor de sus propios intereses. Duponte es un anarquista. Desde que lo conoce, ¿ha tenido usted dudas… quizá…? —Alargó las palabras—. Quizá recuerde que yo le di otra razón para que dejara de espiarnos, amigo mío. Ya pudo tener una experiencia personal, amigo Quentin, de que le pasó algo en París, en las fortificaciones, cuando lo eligió a él postergándome a mí.
Me pregunté si sabía, si el barón tuvo a alguien observándome cuando acudí aquella noche al que creía era su hotel. ¿Aquel negro libre esperando bajo la farola?
—Duponte es único. Usted no le llega a la suela del zapato —dije.
No podía permitir que se atribuyera la victoria de saber lo cerca que estuve de abandonar mis esperanzas en Duponte tan sólo unos días antes. Aun así, creo que mi expresión pudo resultar transparente.
—Bien —dijo, sonriendo ligeramente—, sólo Edgar A. Poe podría dar la respuesta de quién es el Dupin original, y ha muerto. ¿Cómo resuelve uno algo cuando la solución es inalcanzable? El Dupin real es aquél que convenza al mundo de que lo es; él será el que prevalezca.