—¡Barón! ¿Es que hay un auténtico barón alojado en este hotel?
Un hombre con barba espesa, con prendas de dormir y zapatillas permanecía en la puerta sosteniendo una vela.
—¿No es ésta la habitación del barón Dupin?
—¡Nosotros no lo hemos visto! —replicó el hombre, decepcionado, volviendo la cabeza, como si pudiera haber un barón en su edredón sin que él se hubiera dado cuenta—. Nosotros hemos llegado esta misma tarde de Filadelfia.
Murmuré mis excusas y regresé a toda prisa al vestíbulo y a la calle. El barón había vuelto a cambiar de hotel, y yo, distraído, lo había olvidado. Mis pensamientos eran rápidos y conflictivos cuando abandoné el establecimiento. De inmediato, sentí unos ojos fijos en mi nuca y aminoré el paso. No se trataba simplemente de la intensidad de mi estado de ánimo. Allí estaba el apuesto negro que ya había visto antes, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, de pie bajo una farola. ¿Era él? Permaneció sólo un momento al alcance de la luz; luego ya no pude localizarlo. Al volverme al otro lado, creí distinguir a uno de los dos hombres con ropas pasadas de moda a los que vi seguir al barón. Mi corazón latió con violencia ante el vago sentimiento de estar rodeado. Me alejé con la mayor rapidez posible, casi saltando de cabeza a un coche de alquiler, y di la dirección de Glen Eliza.
Después de una noche insomne, con imágenes de Duponte y del barón Dupin alternándose y mezclándose en mi mente con los más dulces ecos de la sonora risa de Hattie, por la mañana llegó un mensajero con una nota del empleado del ateneo. Se refería al hombre que le había entregado aquellos artículos relacionados con Poe, aquel primer indicio de la existencia del Dupin real. El empleado había recordado o, más bien, había visto al hombre en persona, y le pidió su tarjeta de visita para enviármela.
El hombre que le había pasado los artículos era el señor John Benson, un nombre que para mí no significaba nada. La satinada tarjeta era de Richmond, pero llevaba una dirección de Baltimore escrita a mano. ¿Pretendió alguien que diera con el verdadero Dupin? ¿Tenía alguien un motivo para atraerlo a Baltimore y que resolviera la muerte de Poe? ¿Fui yo el escogido para eso?
A decir verdad, mis esperanzas de responder a esas preguntas eran débiles. Me parecía probable que el anciano empleado, aunque bienintencionado, simplemente hubiera confundido a aquella persona con el hombre al que vio sólo un momento dos años antes.
Pensé en las figuras que parecían arrastrarse desde las sombras en torno a mí la noche anterior. Antes de aventurarme fuera aquel día, me hice con el revólver que mi padre conservaba en una caja para llevarlo en sus viajes de negocios a países menos civilizados que comerciaban con Baltimore. Me eché el arma al bolsillo del abrigo y me encaminé a la dirección impresa en la tarjeta de Benson.
Yendo por la calle Baltimore vi, a distancia, a Hattie de pie frente al escaparate de una tienda de modas. Le hice una seña formal, pues no sabía si se proponía marcharse sin dirigirse a mí.
Echó a correr con brusco arranque y me abrazó calurosamente. Aunque me estremecí ante aquella muestra de afecto, y por el placer de estar de nuevo cerca de ella, pensé con verdadera consternación y ansiedad que si notaba el bulto del revólver en mi abrigo, albergaría de nuevo las dudas sobre mi conducta que la habían atormentado. Se echó atrás con la misma rapidez con que se me había acercado, como si temiera que nos espiaran.
—Querida Hattie —dije—, ¿no aborrece la sola idea de verme?
—Oh. Quentin. Sé que ha conocido nuevos mundos, que ha tenido nuevas experiencias fuera de las que hubiéramos podido compartir.
—Usted no imagina quién era aquélla. ¡Una ladrona! Por favor, quiero que comprenda. Hablemos en un lugar tranquilo.
La tomé por el brazo para que me acompañara, pero lo retiró suavemente.
—Es tardísimo. Esta noche iré a Glen Eliza para tener una explicación. Ya le dije que las cosas han cambiado mucho.
¡Aquello no podía ser!
—Hattie, yo necesitaba llevar a cabo lo que me parecía justo. Pero pronto todo volverá a la normalidad.
—Mi tía no quiere que vuelva a pronunciar nunca más su nombre, y ha dado instrucciones a todos nuestros amigos de que nunca mencionen nuestro compromiso ni en voz baja.
—Sin duda a la tía Blum se la podrá convencer fácilmente… Lo que me escribió en su nota sobre que usted había encontrado a alguien… ¿Es eso verdad?
Hattie hizo un leve gesto con la cabeza.
—Me voy a casar con otro hombre, Quentin.
—No será por lo que presenció en Glen Eliza.
Negó con la cabeza, pero la expresión de su rostro permaneció inmóvil y ambivalente.
—¿Quién es él?
Y allí estaba la respuesta.
Peter salió de la tienda frente a la cual se hallaba Hattie, contando unas monedas que le había dado la dependienta. Al verme se volvió avergonzado.
—¿Peter? —exclamé—. No.
Él dejó que su mirada vagara sin objetivo.
—Hola, Quentin.
—¡Que usted… está prometida a Peter! —Me adelanté y susurré a Hattie, para que él no pudiera oír—: Querida señorita Hattie, Hattie, dígame una sola cosa: ¿es usted feliz? Dígame sólo eso.
Guardó silencio, luego asintió vivamente y puso una mano sobre mí.
—Quentin, tenemos que hablar —dijo Peter.
Pero yo no aguardé. Me alejé a toda prisa, pasando ante Peter sin llevarme siquiera la mano al sombrero. Hubiera deseado que ambos desaparecieran.
—¡Quentin! ¡Por favor! —me llamó Peter.
Me siguió un breve trecho, pero desistió cuando comprendió que no me detendría… o quizá cuando vio la ira que relampagueaba en mis ojos.
Casi olvidé el arma oculta en mi abrigo, habida cuenta el peso mortal de aquel nuevo descubrimiento. De camino hacia la dirección del señor Benson, atravesé algunas de las más hermosas y bien equipadas calles de Baltimore.
Después de explicar que yo era un desconocido que deseaba tratar brevemente de un asunto con el señor de la casa, y excusándome por no aportar una carta de presentación, fui conducido al interior por un sirviente de color. Me acomodé en un sofá de la sala. Las estancias estaban decoradas a la última moda, con papel más bien exótico en las paredes, de sabor oriental, con varias pequeñas siluetas al fondo. El único gran retrato, que colgaba tras el sofá, al principio no me llamó la atención.
Hablando científicamente, no sé si los sentidos de una persona pueden descubrir que los ojos de una pintura lo están mirando, pero mientras aguardaba al dueño de la casa, se despertó en mí una curiosa sensación que me hizo levantar la cabeza. Tal como estaban dispuestas, las lámparas proyectaban una intensa luz en torno a la pintura. Me levanté, y los ojos pintados se encontraron con los míos, El rostro era pleno, fatigado pero rebosante de vivacidad, como salido de un pasado idealista. Pero los ojos… No, qué torpe era. Me hallaba bajo los efectos de un encantamiento que elevaba mi tensión emotiva y que obraba a partir de las tensiones experimentadas en los últimos días. Aquel rostro sombrío era el de un hombre mayor, con el cabello blanquecino, la barbilla gruesa, mientras que la suya era casi puntiaguda. ¡Pero los ojos! Era como si hubieran sido trasplantados desde las oscuras órbitas del Fantasma, el hombre cuya imagen seguía invadiendo mi mente a intervalos regulares, advirtiéndome que no me mezclara, cuando empecé, sin ayuda alguna, la investigación que me había llevado tan lejos. Me apresuré a rechazar esta insana idea de reconocimiento, pero aun así mi preocupación persistió. Durante mi espera recordé la poca fe que puse en la utilidad de aquella visita, y sentí que la formal disposición de la sala de recibir resultaba sofocante. Decidí dejar mi tarjeta y regresar a Glen Eliza.
Pero desistí al oír acercarse a alguien.
Unos pasos lentos descendieron por la escalera, y de detrás de la curva que aquélla describía, apareció el señor Benson.
—¡El Fantasma! —exclamé, en un suspiro.
Allí estaba. El hombre singular que muchos meses atrás me advirtió que me mantuviera alejado del caso Poe. Era una versión más joven de los ojos que tenía tras de mí en la pared. El hombre que pareció disolverse en el humo y la niebla mientras yo perseguía su sombra por la calle. Sin pensar en ello, sin considerar lo que debía hacer a continuación, mi mano se sumergió en el bolsillo del abrigo y mis dedos encontraron la culata del revólver.
—¿Qué dice? —preguntó, llevándose una mano a la oreja, dubitativo—. ¿Ha dicho Fenton? Benson, señor. John Benson.
Me imaginé apuntándole a la boca con el arma. Aquélla, después de todo, fue la boca que me incitó a investigar a Poe, que me condujo a todo esto, a todas aquellas decisiones, a descuidar a mis amigos, ¡a la irreversible traición de Hattie y Peter!
—No, Fenton no. —Ignoro qué perverso impulso me llevó a corregir a un hombre para que supiera que había sido mi enemigo largamente buscado. Apreté los dientes alrededor de la palabra—: Fantasma.
Me estudió cuidadosamente, levantando un dedo hasta sus labios en una pensativa consideración de mi respuesta.
—Ah.
Entonces alzó los ojos mientras rememoraba algunos versos, y recitó:
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza.
—El señor Clark, ¿verdad? Qué sorpresa.
—¿Por qué me envió aquel artículo? ¿Quería usted que lo encontrara? ¿Qué clase de loco…? ¿Ha habido algún tipo de plan todo este tiempo? —pregunté.
—Señor Clark, admito que estoy confuso —replicó John Benson—. ¿Puedo hacerle yo también una pregunta? ¿Qué lo ha traído aquí?
—Usted me advirtió que no me mezclara en el asunto de la muerte de Poe. ¡No puede usted negarlo, señor!
Benson se echó atrás y en su rostro apareció una sonrisa triste.
—Advierto por su actitud que no me ha escuchado.
—Le pido que se explique.
—Con mucho gusto. Pero primero… —Extendió la mano. Dudé por un momento ante el gesto, pero al cabo saqué la mía del bolsillo soltando el revólver que había estado empuñando, y contemplé su mano como si fuera a estrangularme—. Encantado de conocerlo, señor Clark. Desde luego que le explicaré cómo atrajo usted mi personal atención. Pero dígame algo que me he estado preguntando todo el tiempo desde que nos encontramos: ¿cuál es su interés por Edgar Poe?
—Proteger su buen nombre del veneno y de los falsos amigos —repliqué, mirándolo con suspicacia ante su reacción.
—Entonces tenemos un interés en común, señor Clark. Cuando hablamos aquel día cerca de la calle Saratoga, yo estaba de visita en Baltimore. Vivo en Virginia, ¿sabe? En Richmond soy dirigente de los hijos de la Templanza. Edgar Poe se hallaba en Richmond aquel verano, como usted ya sabrá, y conoció a algunos miembros de nuestra asociación en el Swan Inn, donde se alojaba, entre ellos al señor Tyler, que invitó al escritor a tomar el té.
Pensé en el recorte del periódico de Raleigh en el que se recogía el encuentro de Poe con los hombres de la templanza. Mencionaremos el hecho porque resultará grato para los amigos de la templanza saber que un caballero del exquisito talento y los extraordinarios conocimientos del señor Poe se ha sumado a la causa. Eso sucedió tan sólo un mes y tres días antes de verse desamparado en el Ryan’s.
—El señor Poe pronunció nuestro voto de no volver a beber alcohol. Fue hacia el escritorio y estampó su firma con insólita firmeza. Era el hijo más reciente, y de los que nos enorgullece tener entre nuestros «niños». Los había que se mostraban escépticos, pero yo no me contaba entre ellos. Oí que después de que la comisión de vigilancia lo siguiera durante unos días por Richmond, se comprobó que se atenía honestamente a su palabra. Poco después de la partida del señor Poe de Richmond, a finales del mes siguiente, nos impresionó enterarnos de su muerte en un hospital de aquí, y nos impresionó aún más leer que fue el desenlace de una francachela que comenzó nada más llegar a esta ciudad. Nosotros, los de la orden de la templanza, solicitamos conocer los hechos de Richmond, y hubo coincidencia en que no bebió. Pero estábamos demasiado lejos de donde se desarrollaron los hechos para tratar de cambiar la opinión pública.
»Yo era unos pocos años más joven que Poe, lo conocía y admiraba mucho sus escritos, de modo que el consejo sugirió que yo viajara aquí para indagar sobre las circunstancias que rodearon el suceso. Nací en Baltimore y viví aquí hasta los veintiún años, de modo que se pensó que estaba en mejores condiciones de descubrir lo ocurrido que cualquier otro miembro. Yo estaba decidido a llevar a cabo una cuidadosa investigación, y a regresar a Richmond con la verdad sobre la muerte de Poe.
—¿Y qué encontró, señor Benson?
—En primer lugar, hablé con el médico del hospital donde supe que Poe había muerto.
—¿John Moran?
—Sí… Moran. —Benson me miró por encima, quizá impresionado por mis conocimientos—. El doctor Moran admitió que no podría asegurar que Poe había bebido, pero que estaba en un estado tan agitado e insensible que tampoco sería capaz de probar que no bebió.
Era el mismo comentario que oí del propio Moran, lo que me hizo confiar más en el relato de Benson.
—¿Cuándo efectuó esa visita, señor Benson?
—Una semana después de la muerte de Poe, quizá.
Empecé a hacerme a la idea de que aquel hombre, el tortuoso Fantasma de unos meses antes, había penetrado en el misterio antes que yo.
—Los periódicos —dijo suspirando—. De qué manera se ensañaron con Poe. ¡Todas las invenciones que publicaron! Las uniones de la templanza, aquí y en Nueva York, lo utilizaron para deplorar su caso. Tal vez haya visto usted los artículos. Como si denigrar a un muerto para dar una lección fuera un triunfo. Bien, señor Clark, sabiendo que Poe era inocente y reconociendo su genio yo me sentí…
—Indignado —dije, completando su pensamiento.
Asintió.
—Por costumbre, soy hombre tranquilo y reservado, pero sí: estaba indignado. En muchos lugares declaré mi propósito de descubrir otros detalles de los días finales de Poe, como confirmación de que él se había mantenido fiel a su voto ante los Hijos de la Templanza. Mientras efectuaba algunas pesquisas, sucedió que le escuché a usted una tarde, en el ateneo, solicitar al empleado de la sala de lectura que le reservara todos los artículos sobre la muerte de Poe. Deduje que usted era uno de los que se complacían en leer aquellos informes envenenados sobre la supuesta conducta inmoral y pecaminosa de Poe. Le pregunté al empleado su nombre, y supe por otros que era usted un abogado local, dotado de una mente brillante pero conocido por estar sometido a personas más enérgicas que usted. Y que con anterioridad representó a algunas publicaciones periódicas. En este punto sospeché que usted había sido contratado por la prensa de Baltimore a favor de la templanza, que pretendía retratar a Poe como un borracho a manera de lección moral contra la bebida. Imaginé que tal vez ellos le habían pagado para que contrarrestara mi misión y malograra la finalidad que se habían impuesto los Hijos de la Templanza de Richmond. Y así, cuando lo observé acudir al ateneo otro día, le hice llegar la advertencia de que no se mezclara.
—¿Pensó que yo formaba parte del designio de denigrar la memoria de Poe? —pregunté, asombrado.
—¡Por entonces parecía que yo era el único que no tenía ese propósito, señor Clark! ¿Sabe usted lo que se siente en esas circunstancias? Me propuse acudir a los despachos de los editores de algunos periódicos locales. No quisieron ni oír hablar de corregir la información desorientadora que estaban publicando. Reuní una selección de extractos positivos y de artículos sobre Poe de años anteriores —ensalzándolo a él, ensalzando sus escritos— y se la pasé a los editores para tratar de convencerlos de que el difunto señor Poe merecía más honores. Algunos de esos artículos se los di al empleado del ateneo para usted con la misma finalidad. Creo que se incluía uno de los artículos a los que se refirió antes.
—¿Quiere decir que seleccionó los artículos al azar? —pregunté.
—Supongo que sí —reconoció, ignorando la razón de mi gran escepticismo.
—¿No se proponían causar o provocar ninguna acción concreta?
—Esperaba que los elogios que se incluían sobre Poe, y que databan de épocas menos sedientas de sangre, despertaran una mayor consideración por la valía del autor y de su producción literaria. Poco después de eso regresé a Richmond. Ahora he vuelto para una estancia con mis parientes de Baltimore, y he tenido ocasión de encontrarme con el empleado del ateneo, quien me solicitó con mucho interés mi tarjeta para pasársela a usted, señor Clark.
—Cuando se dirigió a mí en la calle, dijo que no debía mezclarme «con sus ruines mentiras».
—¿Eso dije?
Pestañeó pensativamente y luego dibujó el rastro de una sonrisa.
—Proviene de un poema de Poe, de una mujer medio viva y medio muerta, Lenore, «que ahora yace profundamente[5]».
—Supongo que es así —fue la exasperante respuesta de Benson.
—¿No quiso decir nada con eso? ¿Algún tipo de mensaje o de código cifrado? ¿Me va a decir, señor Benson, que también eso lo seleccionó al azar?
—Es usted un hombre de carácter muy nervioso, según veo, señor Clark. —No pareció inclinado a responder a mis preguntas más allá de esta observación, pero continuó—: Cuando uno ha quedado atrapado por la lectura de Poe es difícil, qué digo, imposible evitar que sus palabras le afecten. Desde luego el hombre o la mujer que lea demasiado a Poe se me ocurre que llegará a creerse dentro de una de sus creaciones, que causan asombro y perplejidad. Cuando vine a Baltimore, mi mente y todos mis pensamientos estaban influidos por Poe; sólo podía leer palabras que hubieran pasado por su pluma. Cada frase que pronunciaba podía llegar a ser su propia voz, o sea que no pertenecía ya a mi discurso o a mi inteligencia. Yo me entregaba a sus sueños y a aquello que creía era su alma. Eso basta para aplastar a un hombre propenso a caer en la trampa del descubrimiento. La única respuesta es dejar de leerlo por completo, como al final hice yo. Lo he barrido de mi memoria, aunque tal vez no con pleno éxito.
—Pero ¿qué ocurrió con su investigación sobre la muerte de Poe? Usted fue de los primeros, quizá el primero de todos, en llevar a cabo una especie de examen… ¡Usted estaba en condiciones de saber la verdad!
Benson negó con la cabeza.
—¡Usted debió haber averiguado más! —exclamé.
Dudó y luego empezó a hablar como si yo le hubiera preguntado algo distinto.
—Yo soy contable, señor Clark. Lo olvidé por un momento y empecé a perjudicar mis intereses mercantiles por seguir aquí, lejos de mi trabajo en Richmond. Imagine un hombre que ha llevado a la perfección los libros de contabilidad desde los veinte años, y que pierde todo el sentido de sus finanzas. Desde luego, la decadencia fue tal, que ahora he de depender de mi trabajo, parte del año, en el negocio de mi tío en Baltimore, que es lo que estoy haciendo ahora. —Ese tío de la familia Benson era el que estaba retratado en el cuadro encima de nosotros, y que mostraba un acusado parecido con Benson—. Su ciudad es hermosa desde muchos puntos de vista…, aunque la mayor parte de los cocheros se dan a la bebida en lugar de controlar sus caballos.
Al advertir mi falta de interés al respecto, la faceta antialcohólica de aquel hombre le impulsó a mostrarse más insistente.
—¡Es un peligro espantoso para la sociedad, señor Clark!
—Aún queda mucho por hacer, Benson. —Traté de razonar con él—. En relación con Poe, quiero decir. Usted podría ayudarnos…
—«¿Ayudarnos?» ¿Es que andan metidas otras personas?
¿Duponte? ¿El barón? No tenía bastante confianza para responder.
—Usted podría ayudar. Podríamos hacer este trabajo juntos, señor Benson; podríamos descubrir la verdad que usted persiguió para esclarecer la muerte de Poe.
—Aquí yo ya no puedo hacer nada. Y usted que es abogado, señor Clark, ¿no tiene ya bastantes asuntos para estar ocupado?
—Me he tomado un descanso en mi profesión —dije bajando la voz.
—Ya veo —replicó comprensivamente, y en un tono que revelaba cierta satisfacción—. Señor Clark, la tentación más peligrosa en la vida es olvidarse de atender los propios negocios. Debe usted aprender a respetarse a sí mismo lo bastante como para preservar sus intereses. Si entregarse a las causas ajenas, aunque sea por caridad, le impide ser feliz, acabará por quedarse sin nada.
»El vulgo quiere ver a Poe como quiere verlo, mártir o pecador, y nada de lo que usted haga lo evitará —prosiguió—. Quizá nosotros no nos preocupamos de lo que sucedió con Poe. Imaginamos a Poe muerto para nuestros propios fines. En algún sentido, Poe sigue muy vivo. Cambiará constantemente. Aun en el caso de que usted, de algún modo, encontrara la verdad, sólo serviría para que fuera negada a favor de una nueva especulación. No podemos sacrificarnos a nosotros mismos en un altar de errores a mayor gloria de Poe.
—¿Seguro que usted no ha llegado a la misma conclusión que esos antialcohólicos a los que se enfrentó? ¿Que el fin de Poe se debió a que se entregó a un vicio deleznable?
—En absoluto —negó Benson en un tono débilmente retador—. Pero si él hubiera sido más precavido, si hubiera dirigido sus pasiones hacia las demandas del mundo en lugar de concentrarlas en las de su intelecto superior, todo esto no hubiera tenido que suceder… y la piedra de molino en torno a su cuello nunca se habría convertido en la nuestra.
Sentí cierto alivio tras mi entrevista con Benson; alivio que otro hubiera aprovechado para tratar de hallar la verdad que se escondía tras la muerte de Poe. La iniciativa de Benson demostraba que Peter Stuart y la tía Blum se equivocaban. Yo no me había embarcado en una búsqueda propia de un loco. Había otro: un contable.
El alivio me apartó también de otra cuestión, la relativa al barón y a Duponte. Me había detenido en el momento mismo de traicionar mi alianza con Duponte a favor de un delincuente, falsario e histrión. ¿Por qué? ¿Por una serie de estrechas coincidencias entre el barón y los cuentos de Poe? Había perdido a Hattie para siempre y nunca encontraría a una persona en el mundo que me conociera como ella. El ejercicio de la abogacía que el buen nombre de mi padre me ayudó a consolidar iba camino de la extinción. Mi amistad con Peter ya no existía. Al menos no había cometido una horrible equivocación con Duponte. De regreso a casa desde la de Benson, sentí como si acabara de despertar de un profundo sueño.
¡Cuánta confianza, cuánto crédito, cuánto tiempo dediqué a Duponte y a sus coincidencias con los cuentos de Poe! Si se hubiera mostrado más decidido frente a las actividades del barón Dupin; si hubiera aducido más razones para pensar que avanzaba tanto como el barón Dupin; si no hubiera permanecido tan despreocupado mientras el barón Dupin no cesaba en sus proclamas; si no hubiera tomado aquellas medidas por su cuenta, yo, de la manera más natural, ¡habría podido rechazar aquellas peligrosas cavilaciones en que me había sumido!
Observé a Duponte sentado en mi sala de estar. Lo miré directamente y lo interrogué sobre su actual actitud pasiva ante la agresividad del barón Dupin. Le pregunté por qué permanecía inactivo mientras el barón Dupin casi proclamaba su victoria en nuestra contienda. Yo empecé a narrar esta conversación prematuramente, en un capítulo anterior. Ustedes lo recuerdan. Recordarán también que sugerí sacudir un guantazo al barón, a lo que Duponte respondió que eso no podría ayudarnos en nuestra causa.
—Creo que eso le recordaría que no está solo en este juego —dije—. ¡Él cree, dada la infinita impostura que encierra su cerebro, que yo ha vencido, monsieur Duponte!
—Entonces ha caído en una creencia errónea. La situación es completamente opuesta. El barón, lo temo por él, ya ha perdido. Ha llegado al final, lo mismo que yo.
Fue entonces cuando mis otros temores quedaron disipados.
—¿Qué quiere usted decir?
—Poe bebió —dijo Duponte—. Pero en realidad no era un beodo. Antes bien, era todo lo contrario. Como promedio, podemos confiar en que tomó menos estimulantes que cualquier hombre común que pase por la calle.
—Ah, ¿sí?
—Era sobrio, pero era constitucionalmente intolerante al alcohol, hasta un grado extremo, nunca experimentado por la mayoría de las personas corrientes.
Me enderecé en mi asiento.
—¿Cómo sabe eso, monsieur Duponte?
—La gente debería haberlo mirado en lugar de echarle sólo una ojeada. Sin duda usted recuerda uno de los pocos obituarios escritos por un conocido en lugar de un reportero. Contenía la información de que un solo vaso de vino, y «la naturaleza entera del señor Poe se revolvía». Muchos interpretaron esto como que Poe estaba bebido habitualmente, que era un borracho atolondrado y constante. En realidad, era lo opuesto. Los detractores han aportado demasiadas pruebas en ese sentido, pero por eso mismo no han demostrado nada. Es probable (no, casi cierto) que Poe poseyera una rara sensibilidad respecto a la bebida, que casi en un instante lo cambiaba y lo paralizaba. En estado de desorden mental y en compañía de gentes de baja condición, no cabe duda de que en ocasiones Poe bebía, especialmente arrastrado por esa agresiva sociabilidad sureña, que le impide a uno rechazar tales ofrecimientos. Pero este último hecho es irrelevante para nosotros. Fue la primera vez que bebió, casi desde el primer trago, lo que le provocó un ataque de insensibilidad. No era locura por beber en exceso, sino locura temporal por no ser capaz de beber como lo hace el compañero de al lado.
—Entonces, el día que fue descubierto en el Ryan’s, monsieur, ¿usted cree que había bebido?
—Quizá se permitió un vaso. Cosa que no hubieran hecho los agentes antialcohólicos, que observan las acciones humanas por razones de moralidad. Yo le mostraré cómo actúan… y por supuesto cómo actuaron en el momento concreto que nos interesa.
Duponte escudriñó en una de las incomprensiblemente organizadas pilas de periódicos y sacó un ejemplar del Baltimore Sun del 2 de octubre de 1849, el día antes de que Poe fuera encontrado.
—¿Le suena el nombre de John Watchman, señor Clark?
Al principio respondí que no conocía a nadie que se llamara así. Pero me vino un vago recuerdo y me corregí. El día que estuve persiguiendo al Fantasma —el señor Benson, de los Hijos de la Templanza de Richmond— fui en su busca a un sótano, a una de aquellas tabernas populares de la ciudad.
—Sí. Creí que ese Watchman era el Fantasma porque vestía un abrigo similar. Otro sujeto me señaló a Watchman como un borracho empedernido.
—No es de sorprender. Las esperanzas del señor Watchman, sus ambiciones de notoriedad habían quedado defraudadas poco antes de aquello. Aquí: un aviso que apenas le hubiera interesado a usted hace dos años, pero que ahora puede ser de gran valor.
Duponte señalaba un artículo en el periódico del 2 de octubre. La ley para la templanza en domingo había tenido un papel eminente en aquellas elecciones estatales, aunque, como Duponte había sospechado, no hubiera atraído especialmente mi atención en aquella época. Yo había visto suficientes ejemplos de los efectos de la bebida como para simpatizar con las ideas de la causa de la templanza. Pero parecía arduo poner a contribución todas las energías de uno en un solo asunto como ese de la templanza, con exclusión de todos los demás principios morales.
Los Amigos de la Ley del Domingo, una organización que comprendía a los dirigentes antialcohólicos más consecuentes de Baltimore, anunció a su candidato para la Asamblea de Delegados, cuya finalidad era impulsar una ley para restringir la venta de alcohol en domingo: el señor John Watchman. Pero Watchman pronto fue visto bebiendo en varias tabernas de la ciudad, y el 2 de octubre los hermanos le retiraron su apoyo. Más interesante fue el hombre que escribió esta columna en nombre de la comisión de los Amigos de la Ley del Domingo: ¡el doctor Joseph Snodgrass!
—¡Eso sucedió tan sólo un día antes de que Snodgrass fuera llamado junto a Poe en el Ryan’s! —dije.
—Ahora ya ve usted en qué estado mental se encontraría Snodgrass. Como dirigente de esta agrupación antialcohólica se había visto personalmente humillado por su propio candidato. Monsieur Watchman fue débil, sin duda. Pero tampoco caben muchas dudas de que los Amigos de la Ley del Domingo sospechaban que Watchman fue tentado a propósito por los enemigos de su iniciativa política. Ahora, yo le pediría que consultara el American and Commercial Advertiser de una semana antes para tener una idea más cabal del papel del hotel y taberna Ryan’s en los días previos a que Snodgrass y Edgar Poe se encontrasen allí.
El primer recorte que me señaló Duponte trataba de
una concurrida y entusiasta reunión de los whigs del
Distrito Cuarto de la ciudad, celebrada en el hotel Ryan’s.
—Entonces el Ryan’s no era sólo un colegio electoral —dije—; era también un punto de reunión de los whigs de aquel distrito. Y el lugar —añadí con un suspiro— que el destino quiso que fuera la última etapa de Poe antes de ir a parar a la cama de un hospital.
Pensé en el grupo de whigs del Distrito Cuarto que Duponte y yo conocimos en el garito encima del cuartelillo de bomberos de la Vigilant, cerca del Ryan’s. Era su lugar de reunión privado, mientras que el Ryan’s, al parecer, era el local para reuniones más públicas.
—Retrocedamos aún más —propuso Duponte— y veamos unos días antes…, cuando se anunció esa reunión de los whigs del Distrito Cuarto. Lea en voz alta. Y observe sobre todo qué firma lleva.
Así lo hice.
El próximo martes se celebrará una reunión plenaria de los whigs del Distrito Cuarto en el hotel Ryan’s, en la calle Lombard, frente al cuartelillo de bomberos de la Vigilant. Geo. W. Herring, Presid.
Otro suelto anunciaba una reunión para el 1 de octubre, dos días antes de las elecciones, a las 7.30, también en el hotel Ryan’s, frente al cuartelillo de bomberos, a la que se ruega encarecidamente la asistencia. Este anuncio también lo firmaba Geo. W. Herring, Presid.
—George Herring, presidente —volví a leer. Recordé a Tindley, el fornido portero, respondiendo obsequiosamente a su superior en el club whig: Señor George… Señor George—. El hombre al que vimos, aquel presidente; su nombre de pila era George, no su apellido… George Herring. ¡Sin duda es un pariente de Henry Herring, el primo de Poe por matrimonio! Henry Herring, el primer hombre que se acercó a Poe después de Snodgrass y que se negó a llevarlo a su casa.
—Ahora ya comprende usted que el hecho de que Poe bebiera era sólo una pequeña parte de lo que sucedió en sus días finales, pero sigue teniendo importancia para nosotros, pues nos permite poner todo lo demás en orden. Nos ayuda ahora que estamos en condiciones de comprender la secuencia completa de los acontecimientos.
—Monsieur Duponte —dije, dejando el periódico—, ¿cree que ahora efectivamente lo comprende todo? ¿Que estamos listos para compartirlo con el mundo antes de que se pronuncie el barón Dupin?
Duponte se levantó de la silla y caminó hasta la ventana.
—Pronto —dijo.