La amenaza llegó un lunes por la tarde. No hubo armas de duelo, ni dagas, ni espadas, ni conatos de estrangulamiento (ni yo hubiera creído que iban dirigidos a mí). La enorme sorpresa de aquel día demostró ser más fuerte.
Mis visitas a las salas de lectura del ateneo de Baltimore se habían vuelto habituales. Cierto proceso a un prominente deudor, que comenzó por esa época, nos obligó a reunir diversos recortes de prensa para apoyar los argumentos de su defensa. En momentos de trabajo abrumador, Peter hubiera sido feliz instalando una yacija en nuestro despacho, sin permitir que entrara un rayo de luz, así que me encomendaba a mí la tarea de cubrir la escasa distancia hasta la sala de lectura para llevar a cabo las investigaciones. Allí también leí más acerca de Edgar Poe y de su muerte.
Un típico relato biográfico, que se había engrosado a medida que se extendían las noticias de la muerte, podía llevar el título de algunos de sus poemas («El cuervo» y, quizá, «Ulalume»); dónde había sido visto (en el hotel y taberna Ryan’s, que aquel día de elecciones era también colegio electoral, en las calles High y Lombard), cuándo murió (7 de octubre, domingo, en una cama de hospital), etcétera. Entonces empezaron a aparecer más artículos relacionados con Poe en los más importantes medios de Nueva York, Richmond y Filadelfia, algo más dados al sensacionalismo. Yo encontré algunas de esas menciones en la sala de lectura. ¡Menciones! ¡Y vaya menciones!
Su vida fue un lamentable fracaso. Una mente dotada que dilapidó todo su potencial. Cuyos fantásticos y afectados poemas y narraciones extrañas estaban con frecuencia viciados por su fatal y miserable trayectoria vital. Vivió como un borracho. Murió como un borracho, como una deshonra, como un canalla que calculaba en sus escritos cómo la injuria podía pasar por ejemplo moral. Muchos no deberían olvidarlo (decía una publicación de Nueva York). No merecía ser recordado. He aquí una muestra:
Edgar Allan Poe ha muerto. No hemos conocido las circunstancias de su fallecimiento. Fue repentino y, dado que ocurrió en Baltimore, cabe suponer que se disponía a regresar a Nueva York. Esta noticia habrá consternado a muchos, pero pocos se afligirán por ella.
Yo no podía asistir indiferente a cómo pisoteaban el cadáver de un hombre que brindó a nuestro mundo una visión más amplia de la que nosotros podíamos captar. Quise apartar la mirada, pero al mismo tiempo me acometió la sed de saber qué habían escrito, aunque fuera injusto (o, dadas las peculiaridades de la mente humana, cuanto más necesitaba yo verlo, y cuanto más innoble era lo que veía, ¡más parecía que iba dirigido contra mí!).
Entonces llegó aquella tarde fría, lloviznosa, cuando el cielo de mediodía era igual al de las seis de la mañana o al de las seis de la tarde. Niebla por doquier. Golpeaba como dedos en la cara y punzaba en los ojos y hasta lo profundo de la garganta.
Iba de camino, de nuevo, hacia las salas de lectura del ateneo, cuando un hombre chocó conmigo. Era más o menos de mi estatura, y probablemente de la edad que por entonces hubiera tenido mi padre. La colisión con el desconocido no habría parecido deliberada y sí desprovista de importancia, dadas las malas condiciones de visibilidad, pero el hombre hubo de retorcer el brazo de una manera poco natural para adelantar el codo y darme con él en el brazo. No fue un golpe, sino un encontronazo leve, de pasada, realmente suave en su forma de producirse. Aparté los ojos con indiferencia y esperé escuchar alguna excusa.
En lugar de eso, me llegó una advertencia.
—No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propalando ruines mentiras, señor Clark.
Me fulminó con una mirada que perforó la densa atmósfera y, antes de que yo pudiera pensar, ya había desaparecido en la niebla. Me volví a mirar atrás, como si él se hubiera dirigido a algún otro.
No, dijo «Clark». Y yo era Quentin Hobson Clark, de veintisiete años, abogado que se ocupaba principalmente de casos de hipotecas y deudas; yo era ése, y acababa de ser amenazado.
No supe qué pensar, qué hacer. En mi confusión, se me había caído el cuaderno de notas, que permanecía abierto y desordenado en el suelo. En ese momento, mientras lo recuperaba antes de que fuera pisado por un tacón cubierto de barro, me di cuenta de hasta qué punto había estado investigando sobre Poe. El nombre de Poe estaba escrito prácticamente en cada página, en cada línea a la que se dirigiera la vista. Comprendí con súbita claridad lo que había querido decir el desconocido. Se refería a Poe.
Confieso que mi respuesta me asombró. Me quedé tranquilo y dueño de mí mismo, tan calmado que Peter me hubiera estrechado la mano, orgulloso; quiero decir si aquello hubiera estado relacionado con otro asunto. Yo nunca podría ser un abogado como Peter, un hombre que sentía pasión por la declaración jurada o la causa más aburrida, especialmente por la más aburrida de todas. Aunque yo tenía una mente rápida, el talento nunca podría sobrepasar la pasión ni malograr la diversión, por mucho que hubiera memorizado las leyes de Blackstone y Coke. Pero en aquel momento yo tenía un cliente y una causa que no quería abandonar. Me sentía como el mejor abogado conocido.
Recuperé mis sentidos lo suficiente, me sumergí entre la multitud de paraguas y no tardé en identificar la espalda del hombre. Su paso se había vuelto más lento hasta convertirse en un paseo, ¡casi como si se diera una vuelta en verano! Pero quedé decepcionado, pues no era el mismo hombre. Al acortar la distancia, me di cuenta de que en medio de las nubes de niebla todo el mundo parecía aproximadamente igual al sujeto que yo buscaba, incluso las damas más lindas y los esclavos más oscuros. La bruma que se arrastraba nos ocultaba y mezclaba a todos y perturbaba el orden establecido en las calles. Creo que cada persona se esforzaba por mantener la cabeza y el paso en una imitación perfecta e indiferente de aquel hombre, de aquel fantasma.
En la esquina, un reguero de luz de gas hendía la atmósfera espesa desde la ventana medio escondida de un sótano. Provenía de las lámparas exteriores de una taberna, y pensando que aquello podía ser una antorcha para atraer alguna complicidad, corrí hasta allá abajo y me precipité en el interior. Me abrí paso entre los hombres arracimados en torno a sus bebidas, y al final de una larga hilera vi a uno desplomado sobre una mesa. Su abrigo, magnífico en otro tiempo, era exactamente el que, según vi, vestía el fantasma.
Le toqué el brazo. Levantó débilmente la cabeza y se sobresaltó al ver mi semblante preocupado.
—Una equivocación. Señor. ¡Señor! ¡Una grave equivocación por mi parte, señor! —exclamó.
Sus palabras terminaron en una confusión de borracho. Tampoco aquél era el hombre.
—El señor Watchman —me aclaró otro beodo próximo, con un simpático y sonoro susurro—. Es John Watchman. ¡Bebo a su salud, pobre tipo! Y bebo a la salud de usted, si lo desea.
—John Watchman —repetí, aunque en aquel momento ese nombre no significaba nada para mí (si lo hubiera visto en las columnas del periódico, sólo le habría prestado una atención de pasada).
Dejé unas monedas de cobre para que el hombre continuara con sus debilidades, y me apresuré a regresar arriba, a la calle, para continuar con mi pesquisa.
El verdadero culpable se me revelaba allá donde la niebla aclaraba. En un momento dado, me pareció, en mi zozobra, que todos los transeúntes estaban dándole caza, poniendo su empeño en capturarlo.
¿Ya he dicho que nuestro Fantasma tenía más o menos mi estatura? Sí, y es verdad. Pero no pretendo sugerir que se me pareciera en nada. Es más, quizá yo era el único en las calles que no presentaba una estricta semejanza con mi sujeto. Yo tenía un pelo de color indeterminado, parecido a la corteza de un árbol, que mantenía bien cuidado, y unas facciones pequeñas, regulares y rasuradas que con demasiada frecuencia los demás consideraban aniñadas. Él —este Fantasma— tenía un cuerpo de complexión diferente. Sus piernas casi doblaban las mías en longitud (aunque las mías de ningún modo tenían un tamaño reducido), de modo que por más que yo apretaba el paso, no podía acortar la distancia) entre nosotros.
Mientras corría a través de los alfilerazos de la lluvia y la niebla, me poseían pensamientos frenéticos y excitables sin otro vínculo entre ellos que la emoción que me causaban, más allá de toda lógica. Choqué con un hombro, con otro, y una vez casi con todo el cuerpo de un hombre corpulento que pudo haberme aplastado contra el pavimento de ladrillo rojo de la acera. Resbalé en un rastro de suciedad y me manché el costado izquierdo de barro. Después de esto me encontré de repente solo: nadie a la vista.
Yo permanecía perfectamente tranquilo.
Habiendo perdido mi presa, o habiendo perdido él la suya, mis ojos se fijaron ahora en un punto, como si me hubiera calado unas gafas. Allí estaba yo, a menos de veinte yardas del sitio: del reducido camposanto presbiteriano, donde las delgadas lápidas de piedra que sobresalían del suelo apenas eran más oscuras que el aire que las rodeaba. Traté de pensar si en realidad el desconocido me había encaminado hasta allí a través de medio Baltimore mientras escapaba a mi persecución. ¿O ya se había esfumado cuando emprendí su búsqueda, antes de que me aproximara a aquel lugar? El lugar donde ahora reposaba Edgar Poe, aunque no podía reposar.
Muchos años antes, mediada mi adolescencia, se produjo un incidente en un ferrocarril, que tal vez debería explicar. Yo viajaba con mis padres. Aunque se permitía el acceso al vagón de las señoras a los miembros de sus familias, aquél iba ya completamente lleno y sólo pudo encontrar sitio mi madre. Yo me senté con mi padre unos pocos vagones más allá, y recorríamos el tren a intervalos regulares para visitar a mi madre en aquel compartimiento en el que no había lugar para los escupitajos y los juramentos. Después de una de esas excursiones, regresaba yo a nuestros asientos delante de mi padre —tino aborrecía apartarse de mi madre si podía evitarlo— y resultó que tíos caballeros ocupaban los asientos que momentos antes eran los nuestros. Les expliqué cortésmente su equivocación. Uno de ellos se puso muy furioso, y me advirtió que «tendría que pasar por encima de su cadáver» para recuperar nuestras plazas.
—Es lo que pienso hacer si no se aparta inmediatamente —repliqué.
—¿Qué acabas de decir, muchacho?
Y repetí la misma afirmación absurda con idéntico tono tranquilo.
Imagínenme como un chico más bien delgado, de quince años, de complexión podría decirse que fibrosa. En circunstancias normales yo hubiera pedido excusas al ocupante y me habría apresurado a buscar otros asientos. Pero ustedes se preguntarán por el segundo intruso de este episodio, el otro individuo que se apoderó de nuestros asientos. Por la semejanza de la parte del rostro en torno a los ojos, era el hermano del primero, y por el movimiento de la cabeza y por su mirada deduje que era un retrasado mental.
Puede que se extrañen ustedes de mi reacción. Hasta poco antes me había visto respaldado por la presencia de mi padre. Él siempre era el soberano allá donde se encontraba. ¿Saben? En aquel momento era para mí perfectamente natural asumir que también yo podía adecuar el mundo a mi forma de entender las cosas. Y por ahí me llegó, como reptando, la decepción.
Aquel villano no paró de descargar fuertes golpes en mi cara y en mi cabeza, hasta que regresó mi padre. Menos de un minuto después, mi padre y un revisor me zafaron de él y expulsaron a los dos hombres a otro vagón que se desengancharía en la siguiente estación.
—Y ahora, ¿en qué te has metido, chico? —me preguntó luego mi padre, mientras yo permanecía atravesado en nuestros asientos, con la mente confusa.
—¡Tenía que hacerlo, padre! ¡Tú no estabas allí!
—Lo has provocado. Te podían haber matado. ¿Qué te proponías demostrar, Quentin Hobson Clark?
Al evocar la borrosa imagen del hombre que me daba una lección, de pie, sobrepasándome en estatura y tranquilizándome con su serenidad, fui consciente de la diferencia que existía entre nosotros.
Ahora pensaba en la advertencia que acababa de recibir. No es prudente entrometerse… La imagen del Fantasma se había incrustado en mi mente como el demonio del tren en mi adolescencia. ¡Cómo ardía en deseos de hablar de ello! Por entonces, mi tía abuela pasaba unos días conmigo para supervisar la administración doméstica. ¿Podía hablarle a la tía Clark acerca de la amenaza?
«A ti tenían que haberte cogido de pequeño y haberte educado con esmero» o algo parecido. Era una tía abuela paterna, y aplicaba la severidad de los principios de mi padre en materia de negocios a promover, de modo más general, la sobriedad en el comportamiento. La tía Clark había escogido a mi padre como objeto de su amor por encima de todos los miembros de nuestra familia, por sus «recios pensamientos sajones». Su afecto por mi padre pareció haberse desplazado hacia mi persona, en parte acrecentándose, y velaba por mí con genuino interés.
No, no se lo dije a mi tía abuela Clark, y ella se fue de Glen Eliza poco después. (¿Podía habérselo dicho a mi padre, de haber vivido?).
Quise decírselo a Hattie Blum. Pero ¿qué hubiera pensado? A ella siempre le gustó saber de mis iniciativas personales. Sólo ella fue capaz de hablarme, tras la muerte de mis padres, en un tono y con una confianza como si comprendiera que, si bien aquéllos habían fallecido, no se correspondían en mi mente con los cuerpos que enterramos. Pero no nos habíamos visto desde el día en que se suponía íbamos a prometernos, y yo no era capaz de precisar hasta qué punto entendería mi interés por el asunto que me absorbía.
En cierto modo, las palabras del Fantasma me intrigaron tanto como me sobresaltaron. No es prudente entrometerse en ciertos asuntos e ir propalando ruines mentiras. Aunque me estaba advirtiendo de que desistiera, las crípticas palabras equivalían a un reconocimiento de que era posible entrometerse en los asuntos de Poe; en otras palabras, que tales asuntos aún podía modificarlos yo. En ese sentido, aquella advertencia me dio ánimos.
Había momentos en los que mis pensamientos se centraban en algún informe legal o en alguna otra cuestión rutinaria, pero siempre resurgía el recuerdo de aquella amenaza. Yo experimentaba unas emociones que sólo me resultaban remotamente familiares y, a decir verdad, sólo indeseadas a medias.
A mitad de una larga tarde en el despacho, me hallaba sentado contemplando la calle desde mi escritorio. Peter se encontraba cerca de mí. Estaba en plena reprimenda a un escribiente a propósito de la calidad de cierta declaración jurada, cuando dirigió la mirada hacia mí. Regresó a su perorata y luego se volvió bruscamente a mirarme de nuevo.
—¿Todo va bien, Quentin?
Yo tenía la costumbre de caer ocasionalmente en una especie de encantamiento, con la mirada fija, como encandilada, perdida en el aire sin observar nada en particular. Eso me sucedía, sobre todo, cuando era presa de la ansiedad. Aquellos estados de ensoñación le llamaron mucho la atención a Peter y le preocupaban. Agitó ruidosamente la bolsa de bolas de jengibre que yo había estado comiendo.
—¿Todo va bien, Quentin?
—Todo va bien —le aseguré.
Se dio cuenta de que yo no iba a decir más, volvió junto al escribiente y reanudó la reprimenda con la palabra exacta en que la había interrumpido.
Yo no podía permanecer callado por más tiempo.
—De acuerdo. ¡Sí! ¡Todo va bien salvo que me han amenazado! —exclamé de repente—. ¡O sea que todo va mal!
Peter se apresuró a hacer salir al escribiente, que se escabulló de la habitación. Cuando estuvimos solos, mi lengua se desató y le di cuenta hasta del último detalle del incidente durante mi trayecto al ateneo. Peter se sentó en el borde de su silla, escuchando con un sorprendente grado de interés. Al principio, incluso compartió la inquietud que despertaba tan increíble incidente, pero no tardó en volver a ser el de siempre y a desechar por completo el asunto. Manifestó que el Fantasma no era más que un lunático.
De algún modo sentí la necesidad de defender, incluso con insistencia, la tesis de la amenaza.
—¡No, Peter; no era en absoluto un lunático! En sus ojos había algún propósito racional…, una rara inteligencia.
—¡Vaya lance de capa y espada! ¿Y por qué…? ¿Por qué tendrías que preocuparte de ese sujeto…? ¿Se trata de uno de nuestros casos de hipotecas?
Respondí con una bronca carcajada que pareció ofender a Peter, como si negar el potencial interés de un supuesto lunático por nuestras disputas en materia de hipotecas devaluase toda la profesión legal. Pero lamenté el tono, y con más calma expliqué que con seguridad el asunto guardaba alguna relación con Edgar Poe. También le conté que había estado estudiando recortes de prensa sobre Poe y que aprecié importantes inconsistencias.
Por ejemplo, en todas partes aparece la insinuación, la sugerencia de que Poe murió por causa de su «fatal debilidad», como decían, dando a entender que se trató de la bebida. Pero ¿quién era el testigo de ello? ¿Acaso no informaron algunos de esos mismos periódicos, sólo unas semanas antes, de que Poe se había afiliado a los Hijos de la Templanza, en Richmond, y que había mantenido con éxito su juramento?
—¡Un completo bribón y poeta ese Edgar Poe! —dijo Peter—. Leerlo es como entrar en un osario y respirar su aire.
—¡Tú nunca lo has leído, Peter!
—¡Así es, y precisamente por eso! Me sorprendería que cada vez hubiera más gente que lo leyera. Incluso los títulos de sus narraciones son de pesadilla. Sólo el hecho de que tú te preocupes por él, Quentin Clark, ¿debería significar que alguien más se preocupa? ¡Nada de eso tiene que ver con Poe, eres tú quien se empeña en que tenga que ver con él! Esa advertencia que crees haber oído, seguro que no guarda relación con él, ¡salvo en las desordenadas lucubraciones de tu mente! —concluyó, levantando las manos.
Quizá Peter tenía razón y el Fantasma no había dicho nada específicamente acerca de Poe. Pero ¿podía estar yo tan seguro? Pues lo estaba. Alguien quería que detuviera mi investigación sobre la muerte de Poe. Me constaba que alguien conocía la verdad de lo sucedido con Poe aquí, en Baltimore, y eso es lo que otros temían. Yo debía dar con esa verdad y averiguar el porqué de todo aquello.
Un día, comprobando algunas de las copias que el escribiente había hecho de un importante contrato, un oficinista asomó la cabeza a mi despacho.
—Señor Clark, de parte del señor Poe.
Sobresaltado, le pedí confirmación.
—¿Poe?
—Del señor Poe —repitió, haciendo ondear una hoja de papel ante su rostro.
—¡Oh!
Le hice un gesto para que me entregara la carta. Era de un tal Neilson Poe.
El nombre me resultaba familiar por los periódicos: se trataba de un abogado que representaba ante los tribunales a muchos autores de desfalcos, ladrones y delincuentes de poca monta. Durante un tiempo fue director de la comisión del Ferrocarril de Baltimore y Ohio. Unos días antes yo había dirigido una nota a Neilson preguntándole si era pariente del poeta Edgar Poe, y le solicitaba una entrevista.
En su respuesta, Neilson me agradecía el interés por su parentesco, pero me comunicaba que los deberes de nuestra ardua profesión hacían imposible una cita en las semanas siguientes. ¡Semanas! Contrariado, recordé una noticia sobre Neilson Poe leída en las últimas columnas de la crónica de tribunales de los periódicos, y me apresuré a ponerme el abrigo.
Neilson, según los avisos del día en el palacio de justicia publicados en el periódico, en aquel momento estaba defendiendo a un hombre, Cavender, procesado por agresión y tentativa de violación de una joven. El caso Cavender se había aplazado para el día en que acudí al palacio de justicia, de modo que me dirigí a los calabozos situados en el sótano. Me identifiqué ante el oficial de policía, presentándole mis credenciales de abogado, y fui conducido a la celda del señor Cavender. En el interior, oscuro y reducido, un hombre vestido de preso estaba sentado, sumido en íntima conversación con otro ataviado con un magnífico traje y con una expresión de imperturbable calma: sin duda alguna, su abogado. Permanecían intactas una jarra de cerámica con café y una bandeja con pan blanco.
—¿Un día duro en la sala? —le pregunté en el tono propio de un colega, fijando la vista en el sombrío aspecto del preso.
El hombre del traje se levantó del banco que había en la celda.
—¿Quién es usted, caballero? —inquirió.
Le tendí la mano a través de los barrotes a aquel hombre, al que había visto por vez primera en el entierro en Greene y Fayette.
—Señor Poe, soy Quentin Clark.
Neilson Poe era bajo, iba rasurado y tenía una frente que revelaba inteligencia; casi tan despejada como la de Edgar en sus retratos, pero con facciones más acusadas, que recordaban las de un hurón, con ojos inquietos y oscuros. Imaginé los ojos de Edgar Poe con más brillo, pero opacos en los momentos de creación y emoción. Aun así, aquel hombre, a primera vista y en aquel lugar en penumbra, casi podía haber pasado por el doble del gran poeta.
Neilson dijo a su cliente que salía un momento, un preso, que había permanecido un instante antes con la cabeza entre las manos, se puso en pie con súbito vigor y contempló aterrorizado cómo salía su defensor.
—Si no me equivoco —me dijo Neilson mientras el guardia cerraba la puerta de la celda—, le puse en mi nota que estaba desbordado de trabajo, señor Clark.
—Pero esto es importante, mi querido señor Poe. Atañe a su primo.
Neilson hojeó torpemente algunos documentos judiciales como para recordarme que tenía otros casos entre manos.
—Sin duda se trata de un asunto de gran interés personal para usted —aventuré.
Sacudió la cabeza, impaciente.
—El asunto de la muerte de Edgar Poe —precisé, tratando de explicarme mejor.
—Mi primo Edgar vagaba de un lado para otro sin descanso, en busca de una vida de auténtica tranquilidad, una vida como la que usted o yo por fortuna disfrutamos, señor Clark —dijo Neilson, paseando una larga mirada por las celdas de los presos. Pero hace mucho tiempo que se le escapó esa posibilidad.
—¿Qué hay, por ejemplo, de sus planes de fundar una revista de primer orden?
—Sí… planes.
—Los hubiera llevado a cabo, señor Poe. Tan sólo le preocupaba que sus enemigos se adelantaran…
—¡Enemigos! —me cortó. Neilson hizo una pausa, mientras me contemplaba con los ojos muy abiertos. Con un tono nuevo, precavido, inquirió—: Dígame, caballero, cuál es el interés personal que le ha traído hasta aquí abajo para encontrarse conmigo.
—Soy… era su abogado, señor —respondí más calmado. Me ofrecí a defender su nueva revista de los previsibles ataques, y él aceptó cordialmente. Si tenía enemigos, señor, me gustaría mucho saber quiénes eran.
—Un cliente que está muerto… ¡Qué curioso!
—¡Un nuevo proceso, Poe!
Pareció que Neilson sopesaba mis palabras, cuando su cliente se precipitó contra la puerta de la celda.
—¡Solicite un nuevo juicio, señor Poe! ¡Sería una buena campanada! ¡Yo soy inocente de todos los cargos, Poe! —exclamó—. ¡Esa chica es una redomada embustera!
Al cabo de un momento, Neilson logró calmar a su desanimado cliente y le prometió regresar más tarde.
—Es necesario que alguien defienda a Edgar —dije.
—Debo atender otro asunto ahora, señor Clark. —Echó a andar apresuradamente por el lóbrego sótano. Se detuvo, se volvió hacia mí y añadió de mala gana—: Acompáñeme a mi despacho si quiere que sigamos hablando. Allí tengo algo que acaso le gustaría ver.
Caminamos juntos por la calle St. Paul. Cuando penetramos en las modestas y atestadas habitaciones donde ejercía, Neilson comentó que al recibir mi carta de presentación quedó sorprendido por el parecido de mi caligrafía y la de su difunto primo.
—Por un momento pensé que estaba leyendo una carta de nuestro querido Edgar —comentó despreocupadamente—. Un caso intrigante para un grafólogo.
Fue quizá la última palabra amable que dedicó a su primo. Me ofreció una silla.
—Edgar era temerario, incluso de niño, señor Clark —empezó—. Tomó por esposa a nuestra hermosa prima Virginia cuando ella tenía trece años, apenas salida de la niñez. Pobre Sissy, así es como la llamábamos: él se la llevó de Baltimore, donde siempre había estado segura. La casa de su madre, en la calle Amity, era pequeña pero, al menos, ella estaba rodeada de una familia entregada a su cuidado. Él pensó que si esperaba tal vez perdería el afecto que ella le profesaba.
—Pero sin duda Edgar la cuidó con más cariño que nadie —repliqué.
—Señor Clark, aquí está lo que yo quería que viera. Acaso esto lo ayude a comprender a Edgar.
Neilson sacó de un cajón un retrato que dijo haberle enviado Maria Clemm, la madre de Sissy (tía y suegra de Edgar). Mostraba a Sissy, una joven de unos veintiún o veintidós años, de cutis perlado, cabello lustroso, negro como un cuervo, los ojos cerrados y la cabeza ladeada, en una postura a un tiempo apacible e inexpresablemente triste. Comenté la impresión de vida que desprendía el retrato.
—No, señor Clark —replicó, palideciendo—. La impresión de muerte. Es su retrato de cuerpo presente. Tras su fallecimiento, Edgar se dio cuenta de que no tenía otro retrato suyo y mando hacer éste. No me gusta enseñarlo, porque capta pobremente el espíritu que la animaba en vida…, con ese aspecto pálido y mortal… Pero para él tenía valor. Mi primo, ¿sabe usted?, no podía abandonarla ni muerta.
Con el retrato había algunos versos escritos por Virginia. Edgar el año antes de su muerte, en los que se refería a vivir en un chalé maravilloso del que «las lenguas chismosas» estarían muy alejadas. «Sólo el amor nos guiará cuando estemos allí —podía leerse en el tierno poema—, y el amor curará mis debilitados pulmones».
Neilson apartó el retrato pero lo dejó donde aún pudiera verlo. Explicó que en sus últimos años Virginia necesitó la más cuidadosa atención médica.
—Tal vez él la amase. Pero ¿podía Edgar aportarle los cuidados precisos? Edgar hubiera hecho mejor encontrando a una mujer rica. —Neilson hizo una pausa al pensar en eso y pareció cambiar de tema—. Hasta que yo tuve la edad de usted, ¿sabe?, publiqué periódicos y revistas y escribí columnas. Conocí la vida literaria —dijo con una pizca de orgullo distante—. Sé de su atractivo para el espíritu inmaduro, señor Clark. Pero nunca he dejado de enfrentarme también a la realidad, y sé hacer algo mejor que continuar apegado a una cosa, una vez ha quedado demostrado que es perder el tiempo, como fue el caso de los escritos de Edgar durante muchos años. John Allan, el hombre que se hizo cargo de Edgar tras la muerte de sus padres, también quería escribir, por lo que yo sé, pero lo conocí como un hombre que tenía que alimentar a su familia dedicándose a los negocios. Edgar hubiera debido dejar de escribir. Sólo eso pudo haber salvado a Sissy, pudo haber salvado al propio Edgar.
Por lo que se refiere a los últimos meses de Poe, y a su intento final de conseguir éxito económico, Neilson me habló del propósito de su primo de reunir dinero y suscripciones para la proyectada revista The Stylus, pronunciando conferencias y visitando a la buena sociedad de Norfolk y Richmond. En esta última ciudad reanudó una relación con una mujer rica, como la describió aprobatoriamente Neilson.
—Su nombre era Elmira Shelton, una mujer de Richmond a la que Edgar había amado mucho antes.
En su juventud, Edgar y Elmira se habían prometido antes de que él partiera para estudiar en la Universidad de Virginia; pero el padre de Elmira se oponía a la relación, e interceptó las continuas cartas de Poe para que su hija no las viera. Interrumpí a Nielson para preguntarle la razón.
—Quizá porque Edgar y Elmira eran jóvenes… y Edgar era poeta… Y no olvide que el padre de Elmira conocía al señor Allan. Hablaría con él y se enteraría de que no era probable que Edgar heredase algo de la fortuna de Alian.
Cuando Edgar Poe se vio obligado a regresar de la universidad porque John Allan se negó a pagar sus deudas, asistió a una fiesta en casa de la familia de Elmira, donde supo, para su decepción, que ella estaba prometida a otro.
En el verano de 1849, cuando volvieron a encontrarse, el marido de Elmira había muerto, como también Virginia Poe. La muchacha despreocupada de tantos años antes era ahora una viuda rica. Edgar le leyó poemas y evocó con humor su pasado. Se afilió al capítulo local de Richmond de la Sociedad de la Templanza, y juró a Elmira que mantendría su compromiso. Decía que un amor que duda no era un amor para él, y le regaló un anillo. Ahora compartirían una nueva vida.
Tan sólo unas semanas más tarde, Edgar Poe fue hallado en Ryan’s, aquí, en Baltimore, y conducido a toda prisa al hospital, donde murió.
—Durante los últimos años no vi a Edgar. Como imaginará usted, señor Clark, recibí una desagradable impresión cuando me dijeron que lo habían encontrado en un colegio electoral de la ciudad antigua, en mal estado, y que lo habían trasladado al hospital universitario. Un conocido mío, cierto señor Henry Herring, fue llamado al lugar de los hechos, en el Ryan’s. Soy incapaz de precisar cuándo llegó Edgar a Baltimore, dónde se alojó el tiempo que estuvo aquí y en qué circunstancias.
—¿De veras? —pregunté sorprendido. ¿Quiere usted decir que buscó esa información sobre la muerte de su primo, pero que no pudo hallarla?
—Consideré que era mi deber tratar de informarme, recurrir a mis relaciones, etcétera. Éramos primos, sí, pero también amigos, Edgar y yo teníamos la misma edad, y él no era lo bastante mayor como para considerar el fin de su vida. Espero que mi propia muerte sea pacífica y a la vista de todos, en algún lugar rodeado por mi familia.
—¿Ha averiguado usted algo más?
—Me temo que fuera lo que fuese lo que le sucedió a Edgar, el secreto lo ha acompañado a la tumba. En ocasiones, señor Clark, la clase de vida que ha llevado un hombre ¿no hace que la muerte lo engulla sin dejar traza de él? ¿Sin dejar una sombra, ni siquiera la sombra de una sombra?
—Ése no es el caso en absoluto, señor Poe —dije en tono apremiante—. Su primo será recordado. Sus obras poseen una inmensa fuerza.
—Se desprende de ellas cierto poder, pero predomina el poder de la enfermedad. Dígame, señor Clark, ¿sabe usted algo más de la muerte de Edgar?
No le hablé del hombre que me advirtió que desistiera de indagar en la muerte de Poe. Algo me detuvo. Quizá esta duda fue el verdadero comienzo de una investigación. Quizá ya sospechaba yo que en el asunto había más, mucho más relacionado con Neilson Poe de lo que yo aún era capaz de ver.
Él no podía decir mucho sobre la situación de Edgar Poe después de que lo llevaran a toda prisa desde Ryan’s al centro sanitario. Cuando Neilson llegó al hospital, los médicos le aconsejaron que no entrara en la habitación de Edgar, aduciendo que el paciente era demasiado excitable. Neilson sólo vio a Edgar a través de una cortina, y desde ese punto aventajado contempló a un hombre completamente distinto del que había conocido. O a un espectro. Neilson no tuvo ocasión de volver a ver el cuerpo antes de que fuera encerrado en su ataúd.
—Me temo que no puedo decir más sobre el final. —Suspiró y después lo dijo. Pronunció un panegírico que nunca he podido olvidar—: Edgar era un huérfano desde todos los puntos de vista; incluso su voz sonaba triste. Había presenciado mucho sufrimiento, señor Clark, y tenía poquísimas razones para estar satisfecho de la vida, hasta el extremo de que puede afirmarse que el cambio, la muerte, apenas fue para él una desgracia.
Mi frustración ante la condescendencia de Neilson Poe me indujo a visitar la redacción de algunos periódicos, con la vaga esperanza de convencer a su personal de que, al menos, rindiera mejor tributo al genio de Poe. Describí el mezquino sepelio que había presenciado y señalé los muchos datos erróneos que aparecieron en las breves biografías publicadas hasta el momento en los diarios, con la esperanza de que los subsanaran. Pero aquellas visitas no produjeron efecto alguno. En el despacho de un periódico whig[1], el Patriot, algunos reporteros me oyeron distraídamente y, recordando que Poe escribió para la prensa, sugirieron solemnemente que abrirían una cuenta para pagar una inscripción en la tumba de Poe que lo honrara como colega desaparecido. ¡Como si Poe hubiera sido, sencillamente, otro escribidor de relatos para periódicos! Observen también que yo no he cometido el error de llamarlo Edgar Allan Poe, como la prensa periódica había tomado por costumbre hacer. No. Ese nombre era una contradicción, una quimera y un monstruo maldito. John Allan adoptó al poeta cuando era niño, en 1810, pero no tardó en abandonarlo mezquinamente a los caprichos del mundo.
Camino de casa una tarde a última hora, pasé frente al viejo camposanto presbiteriano y decidí ver de nuevo el lugar de reposo del poeta. El viejo cementerio era una angosta parcela de tumbas en la esquina de las calles Fayette y Greene. La sepultura estaba situada cerca de la hermosa lápida del general David Poe, héroe de la guerra de la independencia y abuelo de Edgar. Pero había algo desconcertante.
La tumba de Poe seguía sin inscripción y parecía como si nadie hubiera rezado junto a ella.
¡Invisible Pena! No pude dejar de pensar en los estragos del «Vencedor Gusano», como llamó Poe al último adversario de nuestro cuerpo bajo tierra. Y sus fauces destilan sangre humana, / y los ángeles lloran[2].
Con súbita decisión me interné en el camposanto en busca del guarda. Observando en derredor descubrí unos peldaños que conducían a una de las antiguas criptas, consideradas el lugar de enterramiento más distinguido. Tras descender por aquellos peldaños, encontré al guarda, el señor Spence, sentado, leyendo un libro bajo una arcada baja de granito, situada muy por debajo de la superficie. Había una mesa, un escritorio, un lavabo y un espejo de tamaño mediano. Aunque se construyó una iglesia en el cementerio pocos años después, se decía que George Spence seguía prefiriendo aquellas criptas. Pero aun así me sorprendió.
—Usted no vive aquí, ¿verdad, señor Spence? —pregunté.
Se mostró incómodo por mi tono de escepticismo.
—Cuando hace demasiado frío aquí abajo me voy arriba. Pero me gusta más estar aquí. Es más tranquilo e independiente. Por lo demás, esta cripta fue vaciada hace algunos años.
Varias décadas antes, la familia poseedora de aquella tumba particular quiso trasladar los cuerpos de sus antepasados a un lugar más espacioso. Pero cuando el guarda anterior, el padre de Spence, abrió la tumba, se descubrió que en uno de los cadáveres se había producido un extraño caso de petrificación humana. El cuerpo, situado en lo más hondo, era completamente de piedra. Las supersticiones se extendieron con rapidez. Desde entonces ningún miembro de la iglesia accedió a sepultar a sus muertos en aquella cripta.
—Ver a un hombre de piedra, cuando no eres más que un niño, produce un terror diabólico —dijo el guarda, pero se dio cuenta de que yo estaba allí para hablar de algo distinto de la extraña historia de la cripta.
Encontró una silla para mí.
—Gracias, señor Spence. Hay algo raro. La tumba de Edgard Allan Poe, enterrado el mes pasado, ¡sigue sin inscripción! No tiene nada que la señale.
Se encogió de hombros filosóficamente.
—No es decisión mía, sino de quienes se hicieron cargo del sepelio: Neilson Poe y Henry Herring, los primos de Poe.
—Pasé por aquí el día del entierro y pude ver que la asistencia fue muy escasa. ¿Acudieron otros parientes de Poe? —pregunté.
—Vino otro. William Clemm, de la iglesia metodista de la calle Caroline, quien ofició la ceremonia, y me parece que era un pariente lejano de la familia. El reverendo Clemm había preparado un discurso largo, pero eran tan pocos los asistentes al entierro, que decidió no leerlo. Además de Neilson Poe y el señor Herring hubo otros dos acompañantes. Uno era Z. Collins Lee, compañero de estudios de Poe. ¡Descansen en paz sus cenizas!
—Señor Spence…
—El ministro dijo algo junto a la tumba de Poe. Descansen en paz sus cenizas. Al principio me sorprendió enterarme de la muerte del señor Poe. Yo lo recordaba como un joven, no mucho mayor que usted.
—¿Lo conoció usted, señor Spence?
—Cuando vivía en Baltimore, en la casita de Maria Clemm —explicó el guarda, pensativo—. Fue hace años. Usted sería poco más que un niño. Baltimore era por entonces una ciudad más tranquila; uno podía seguir el rastro de nombres y personas. Ahora creo que está edificando sobre sí misma. Edgar Poe solía pasear de vez en cuando por este cementerio.
Dijo que Poe permanecía ante las tumbas de su abuelo y de su hermano mayor, William Henry Poe, de los que se había separado en la infancia tras la muerte de su madre. En ocasiones, contó el guarda, Edgar A. Poe examinaba nombres y fechas de tumbas y preguntaba en voz baja qué parentesco unía a uno con otro. Cuando Spence se encontraba con Poe por la calle, el poeta unas veces le decía «buenos días» o «buenas noches» y otras veces, nada.
—Y pensar que un caballero tan apuesto acabó teniendo al final aquel aspecto… —comentó Spence moviendo la cabeza.
—¿Qué quiere usted decir, señor Spence? —pregunté, impaciente.
—Recuerdo que siempre fue muy cuidadoso en el vestir. Pero ¡qué traje llevaba cuando lo encontraron! —dijo como si lo conociera perfectamente. Lo animé a continuar, y así lo hizo—. Bien, era de tela delgada y raída, y no le iba en absoluto. Imposible que fuera suyo. ¡Era apropiado para un cuerpo al menos dos tallas mayor! Y un sombrero barato de hoja de palma que uno no se hubiera molestado en recoger del suelo. Alguien del hospital aportó un traje negro, mejor, para amortajarlo.
—Pero ¿cómo explicar que Poe acabara vistiendo una ropa que no era de su talla?
—No puedo responderle a eso.
—¿Y no lo considera muy extraño?
—Será que no me he detenido a pensar en ello, señor Clark.
Aquellas ropas se suponían que no eran apropiadas para Poe. A Poe no le estaba destinada la muerte que tuvo, pensé de modo irracional y súbito. Le di las gracias al guarda por su tiempo, y empecé a subir rápidamente por la larga escalera que arrancaba de la cripta, como si al llegar a lo alto tuviera que emprender alguna acción inmediata. De pronto, tuve un presentimiento, por lo que me detuve en mitad de la escalera y me agarré al pasamano. El viento había arreciado afuera, y cuando alcancé el último peldaño, de regreso en el mundo exterior, apenas logré mantenerme en equilibrio.
Cuando por fin emergí, mis ojos se dirigieron a la tumba sin inscripción de Poe. Lo que vi casi me hizo dar un salto. Parpadeé para asegurarme de que aquello era real.
Había una flor, una flor fragante y lozana depositada incongruentemente sobre la hierba y la suciedad de la parcela de Edgard A. Poe. Una flor que no estaba allí sólo unos minutos antes.
Jadeando, llamé al señor Spence, como si hubiera que hacer algo, o como si él pudiera haber visto algo que a mí se me había escapado mientras ambos permanecíamos sentados bajo tierra, en aquella tumba. Allá, en el espeso silencio de la cripta, el guarda no podía oír mi llamada. Me arrodillé para examinar la flor, pensando acaso que había florecido en otra tumba. Pero no. No sólo la flor estaba efectivamente allí, allí, sino que también su tallo sobresalía firmemente en la suciedad.
De repente se dejó oír un ruido de cascos de caballos y un lento rumor de ruedas. Miré en derredor y conseguí distinguir un carruaje de tamaño medio, envuelto en la niebla. Me di prisa en alcanzar la cancela para comprobar quién ocupaba el vehículo, pero quedé bloqueado al instante. De un salto, se me plantó un perro delante. El perro ladraba impaciente pegado a mis tobillos. Traté de apartarme, pero el animal me siguió, gruñendo y rezongando desde detrás de las lápidas.
Estaba claro que el perro había sido entrenado para evitar que los «hombres de la resurrección» de Baltimore intentaran robarnos a nuestros difuntos, y al advertir mis pasos rápidos, me identificó con uno de esos desalmados. Encontré algunas bolas de jengibre en mi abrigo y se las ofrecí, con lo que el animal no tardó en mostrarse amistoso. Pero para entonces el rumor del carruaje se había desvanecido en la distancia.