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—Monsieur Duponte, debo hacerle ahora mismo una pregunta.

Dije esto después de una de las muchas cenas que recientemente tomábamos en silencio, en el amplio comedor rectangular de Glen Eliza.

Duponte asintió y yo proseguí.

—Cuando el barón pronuncie su conferencia sobre la muerte de Poe, podría tergiversar irrevocablemente la verdad. Quizá cuando haga su parlamento yo podría efectuar alguna maniobra fuera de la sala que le hiciera perder el hilo, ¡y usted subiría al estrado para revelar la verdad al público!

—No, monsieur —dijo Duponte negando con la cabeza—. No haremos nada de eso. Aquí hay más de lo que usted percibe.

Asentí tristemente, y ya no probé bocado. Aquél había sido mi experimento. Duponte había fracasado. Él continuó con su imperturbable silencio.

Yo estaba enteramente absorbido por mi actividad. Para mi manifiesta contrariedad, los zánganos que supervisaban algunas de las inversiones de mi padre se presentaron en la puerta y los despaché en seguida. No estaba para pensar en números e informes anuales.

«La carta robada»: la segunda parte de «Los crímenes de la calle Morgue». En esto estaba yo pensando, ensimismado. C. Auguste Dupin había descubierto la localización secreta de la carta robada por el ministro D…, escondida de la manera más ingeniosa, puesto que estaba ante los mismos ojos de todo el mundo. Era el aspecto común del lugar lo que desorientó a todos, menos a un hombre. El analista utiliza a un colaborador innominado para efectuar un disparo en la calle y provocar una conmoción. La maniobra de distracción del colaborador permite a C. Auguste Dupin recuperar la carta y colocar otra falsa en su lugar.

Cuento todo esto para resaltar una cuestión. C. Auguste Dupin confía aquí en su colaborador y, además, pone cada vez más confianza en la tarea de su fiel ayudante en toda la trilogía de Dupin, de Poe.

Pero Auguste Duponte, mi propio compañero, apenas otorgaba crédito a mi papel como colaborador, y con toda calma rechazaba mis numerosas ideas y sugerencias, tanto si se trataba de interrogar a Henry Reynolds, que me valió una burla por su parte, como mi última iniciativa de interrumpir la conferencia del barón. Este último, por su parte, en todo cuanto emprendía ¡constantemente optaba por recurrir a cómplices!

Estaba luego el hecho interesante de considerar el don del barón Dupin para los disfraces y las alteraciones. Cabía señalar una semejanza: que el Dupin literario utiliza gafas verdes como otra forma de embaucar a su brillante antagonista, el ministro D… en «La carta robada».

¿Y qué hay de la profesión de abogado del barón Dupin? En los últimos días yo había empezado a subrayar algunas líneas de la trilogía. De ciertos pasajes clave de «El misterio de Marie Rogêt» se desprende, para el lector cuidadoso, que C. Auguste Dupin estaba hondamente familiarizado con la ley, quizá dando a entender su ejercicio de la abogacía en el pasado. Como el barón Dupin.

Luego está esa inicial, tan escasamente interesante para el ojo no avisado: C. Auguste Dupin. C. Dupin. ¿No podía recordar al lector un tal Claude Dupin? Y el personaje de Poe, el genial analista, ¿no es conocido, ya en el segundo cuento, con el dignificado título de «Chevalier»? Chevalier C. Auguste Dupin. Barón C. Dupin.

«¿Y qué hay de la fría afición por el dinero del barón Dupin?», me pregunté. ¡Pero, ay, recordemos que C. Auguste Dupin obtiene beneficio económico, y de la manera más deliberada, de sus habilidades en cada uno de los tres cuentos!

Por encima de todo, estaba el asunto del barón Claude Dupin enfrentado a Snodgrass, negando resueltamente la idea de que Poe expiró tras un desdichado exceso. Mientras tanto, aquel mismo día, en Glen Eliza, Auguste Duponte se pronunciaba a favor de aquella circunstancia vergonzosa. Su distraído comentario de que Poe había bebido, resonaba en mi mente una y otra vez hasta que me invadieron la amargura y el remordimiento. «Nunca debí decir que no había bebido».

Fui consciente de las semillas de mi idea y permití que germinaran: que el barón Dupin, durante todo este tiempo, era el verdadero Dupin. ¿Y no le hubiera gustado a Poe aquel bribón divertido, filósofo y engañador, que tanto me había intrigado y atormentado? En una de las cartas que me dirigió, Poe escribió que los cuentos de Dupin eran ingeniosos no tanto por su método cuanto por su «aire de tener un método». ¿No comprendía el barón la importancia de la apariencia al imponer el temor a quienes lo rodeaban, en tanto Duponte los ignoraba y se aislaba de ellos sin finalidad alguna? Qué grande y extraño alivio me proporcionaron de pronto tales pensamientos. Durante todo el tiempo había estado errado.

Aunque ya era noche avanzada cuando esas ideas tomaron forma en mi mente, bajé por la escalera sin hacer ruido y me deslicé fuera de Glen Eliza. Media hora más tarde llegué a la habitación del hotel del barón Dupin y me quedé de pie ante la puerta. Respiraba hondo, demasiado hondo, y mi respiración era un eco de mis frenéticos pensamientos. Llamé, demasiado exaltado y temeroso para articular palabra. Al otro lado se dejaba oír una voz susurrante.

—Posiblemente me he equivocado —dije en voz baja—. Unas palabras, por favor; sólo unos momentos.

Miré atrás para asegurarme de que no me habían seguido. La puerta de la habitación se abrió de golpe y yo di un paso adelante.

Sabía que iba a disponer de poco tiempo para exponer mi postura.

—¡Por favor, barón Dupin! Creo que debemos hablar en seguida. Creo… sé que es usted el auténtico.