«Poe no había bebido nada», dijo el barón, y la bebida no fue la causa de su muerte, tal como informó la prensa.
Estaba frente a Duponte, ahora en mi biblioteca, sentado en el borde de la silla.
Naturalmente, yo no quería parecer demasiado complacido por la conversación del barón con Snodgrass, pues no era mi propósito elogiarlo más de la cuenta. Después de todo, él era nuestro principal rival y obstáculo.
—¡Vaya cara que puso el doctor Snodgrass! —continué como de pasada—. Dupin hubiera podido darle un directo en la mandíbula. —Me eché a reír—. Snodgrass, ese falso amigo, lo merecía, si alguien me lo hubiera preguntado.
Un pensamiento extraño me vino a la mente. O, en realidad, una pregunta. En los cuentos de Poe ¿había sugerencias, me interrogué a mí mismo, de que C. Auguste Dupin había sido abogado? No pude responderme. La pregunta repiqueteaba en mi cabeza sin que pudiera rechazarla.
—¿Y nada más?
—¿Qué? —dije sobresaltado, al darme cuenta de que se había producido un embarazoso silencio.
—¿Ha observado algo más hoy, monsieur? —preguntó Duponte, empujando hacia atrás su silla hasta medio camino del escritorio de los periódicos.
Le conté los otros puntos de interés, en particular la súbita e inexplicable presencia de Henry Herring en el Ryan’s, antes de que Snodgrass tuviera oportunidad de llamarlo, y las detalladas descripciones del desastrado atuendo de Poe. Cuidé incluso de no volver a pronunciar el nombre del barón Dupin, tanto por mí mismo como por Duponte.
—¡Neilson Poe, Herring! ¡Y ahora Snodgrass! —exclamé con desagrado.
—¿Qué quiere decir, monsieur? —preguntó Duponte.
—Ambos asistieron al entierro de Poe; eran, pues, hombres encargados de honrarlo. En lugar de eso, Snodgrass presenta una visión de Poe como un borracho. Neilson Poe no emprende acción alguna para defender el nombre de su primo. Henry Herring llega rápidamente al Ryan’s, antes incluso de ser llamado por Snodgrass, sólo para mandar a su pariente, solo, al hospital en un coche de alquiler.
Duponte se pasó pensativamente una mano por la barbilla, chasqueó la lengua y luego giró en su silla, de modo que me dio la espalda.
Por entonces, había empezado a desarrollarse con fuerza en mi mente la idea de que, al estimular mi papel de espía, Duponte se había propuesto sobre todo mantenerme ocupado. Después de la perturbadora entrevista consignada más atrás, apenas hablé con él salvo para informarle de detalles de mis últimos hallazgos, que él solía recibir con complaciente indiferencia. Algunas noches, si él ya se había retirado cuando yo regresaba a Glen Eliza, le dejaba una concisa nota en la que le explicaba lo observado aquel día. Por lo demás, yo no podía olvidar su sombrío desinterés cuando supo que la jugada de Bonjour había conducido al grave malentendido entre Hattie y yo frente a Glen Eliza. Supongo que Duponte se percató de la frialdad de mi conducta, pero nunca hizo comentario alguno al respecto.
Un día, tras el desayuno, dije:
—Estoy pensando en mandar una carta a aquel periódico antialcohólico de Nueva York que aseguraba estar al tanto de los excesos de Poe. Le he dado muchas vueltas. Alguien debería pedirle que hiciera público el nombre del supuesto testigo.
Al principio, Duponte se abstuvo de replicar. Finalmente levantó la vista, como envuelto en una nube de confusión.
—¿Qué piensa del artículo de esa publicación de la liga de la templanza, monsieur Duponte?
—Pues que es una publicación de la liga de la templanza. Su deseo manifiesto es la eliminación universal del consumo de bebidas alcohólicas, pero esa gente tiene una necesidad distinta y, de hecho, de lo más contradictorio, monsieur: un repertorio de personas notorias en el que apoyarse, arruinadas por la bebida, para demostrar a sus lectores por qué su publicación en pro de la templanza debe seguir existiendo. Poe se ha convertido en una de aquellas personas.
—Así pues, ¿usted no cree que el testigo de la revista sea real?
—Dudoso.
Esto levantó mis esperanzas y, por un instante, restauró del todo mi buena relación con mi compañero.
—Y usted está convencido, monsieur, de que podríamos usar ese argumento para desmentir lo que se dice en la publicación. Pero ¿podemos probar que Poe no bebió estando allí?
—Nunca he dicho que creyera que no bebió.
No pude responderle, pues me sumí en un ensimismamiento momentáneo. No hacía una afirmación rotunda, pero yo temí haber entendido demasiado bien que sostenía exactamente lo contrario de lo que manifestara el barón en el Ryan’s. Mis pensamientos se desplazaron a otro tema… No quería oírlo…
—En realidad —me dijo Duponte, preparándome para confirmar mis temores—, casi seguro que bebió.
¿Lo había oído bien? ¿Había recorrido Duponte todo aquel camino sólo para confirmar la condena de Poe?
—Ahora, hábleme de las suscripciones que el barón ha estado reuniendo… —dijo.
En el torbellino en que me hallaba inmerso, di por bueno cualquier otro tema de conversación. El barón Dupin continuaba amasando una fortuna gracias a las suscripciones que lograba en Baltimore y sus alrededores. Sólo en una taberna especializada en ostras había recibido gozosamente el pago de doce compañeros impacientes. El propietario, fastidiado por las interrupciones del francés, me explicó lo esencial de sus visitas. «¡Dentro de dos semanas, buena gente —anunció el barón—, escucharán el primer relato verdadero de la muerte de Poe!». Una vez añadió, dirigiéndose a Bonjour: «Cuando se enteren de mis éxitos en París, entonces, entonces…» Su comentario se desvaneció ahí. Para la hambrienta imaginación del barón Dupin, aquel éxito le abría todas las posibilidades…
Pocos días más tarde, el barón Dupin se mostró un tanto contrariado en el salón de su hotel. Más tarde, soborné a un mozo que estaba allí cerca y le pregunté qué se había comentado. Dijo que el barón Dupin llamó a su chico de color y resultó que se había ido. Después de muchos cuchicheos y mucha agitación, se descubrió a través de las autoridades civiles que Newman había sido manumitido. El barón comprendió que era víctima de una impostura ¡y por quién! Y se echó a reír.
—¿De qué te ríes?
—Querida —le respondió a Bonjour—, de que yo debería ser más listo que todo eso. Desde luego que lo han liberado.
—¿Quieres decir que lo ha hecho Duponte? Pero ¿cómo?
—Tú no conoces a Duponte. Deberías conocerlo mejor.
Sonreí ante aquel testimonio de la frustración del barón.
Siguiendo instrucciones de Duponte, el día anterior di con el nombre del amo de Newman. Era un deudor que precisaba fondos rápidamente, y por eso había acordado con el barón alquilarle a Newman por tiempo indefinido. Ignoraba la promesa hecha a Newman por el barón de comprar su libertad. También quedó consternado al enterarse de que Newman no había ido a trabajar para «una reducida familia», tal como se le había anunciado. El amo de Newman se puso furioso cuando le descubrí el engaño. Pero no tan furioso, sin embargó, como para rechazarme el cheque con el que aseguraba la libertad del esclavo. Debido a mi práctica legal, yo tenía amplia experiencia en tratar con personas con cuantiosas deudas, de tal manera que ni ofendía su propia estima ni pasaba por alto sus perentorias necesidades.
Incluso escolté al joven a la estación, de donde partió hacia Boston. Cuando se manumitía a un esclavo, estaba establecido que abandonara con rapidez el estado, a fin de que no influyera negativamente sobre los negros que seguían siendo esclavos. Newman rebosaba alegría mientras caminábamos, pero parecía preocupado, como si el suelo pudiera hundirse bajo sus pies antes de que estuviera seguro fuera del estado. No andaba errado. Cuando nos faltaban unos pocos metros para llegar a la estación, llegó hasta nosotros un gran estruendo, y la calle quedó despejada de peatones, incluidos nosotros.
Se acercaban tres ómnibus repletos de negros, hombres, mujeres y niños. Detrás de estos vehículos iban varios jinetes. Reconocí a uno, alto y de cabellos plateados, como Hope Slatter, el más poderoso de los traficantes de esclavos de la ciudad o comerciantes de niggers. La práctica de los mayores traficantes en Baltimore consistía en encerrar a los esclavos que adquirían a los vendedores en sus prisiones privadas, por lo general un ala de sus propios domicilios, hasta que podía llenarse suficientemente un barco que mereciera el dispendio de trasladar el cargamento a Nueva Orleans, el eje de la trata meridional. Slatter y sus ayudantes se dirigían ahora al puerto con una docena de esclavos, aproximadamente, en cada ómnibus.
Junto a los costados de los ómnibus iban otros negros, amontonándose para alcanzar con sus manos las ventanillas de los ómnibus, y luego correr con ellos para tocar o hablar a los ocupantes por última vez. No pude determinar si los lamentos salían de dentro o de fuera de los vehículos. Desde el interior de uno de ellos se dejó oír una voz que chillaba histéricamente, lo bastante alto como para que llegara a todo el mundo. Era de una mujer que trataba de aclarar que había sido vendida a Slatter por su amo con la condición expresa de que no sería separada de su familia, que era lo que ahora estaba ocurriendo.
Aparté a Newman de esta escena, pero quedó peligrosamente paralizado al verla, quizá la última de esta clase que presenciaba antes de trasladarse al norte.
El traficante de esclavos y sus ayudantes levantaron las fustas y advirtieron a los que rodeaban los vehículos que no obstaculizaran su avance. Un hombre se había encaramado hasta una de las ventanillas de un ómnibus y se mantenía colgado de ella, llamando a su esposa, a la que no podía distinguir. Ella se abrió paso entre los demás esclavos del ómnibus para alcanzar la ventanilla.
Al advertirlo, Slatter espoleó su caballo desde el otro lado.
—¡No sigas! —advirtió al hombre.
El otro lo ignoró, y consiguió introducirse lo bastante para abrazar a su mujer.
Slatter se acercó blandiendo la fusta, bien sujeta por la correa a la muñeca, y golpeó con ella al hombre en la espalda y luego en el estómago, dejándolo en el suelo presa de convulsiones.
—¡Largo, perro, antes de que mande que te detengan! ¡No te gustaría lo que vendría después!
Mientras Slatter espoleaba su caballo para alejarse del caído, su mirada se desplazó hasta donde yo estaba; mejor dicho, hasta el joven negro que me acompañaba.
—¿Quién es ése? —preguntó sombríamente, desde lo alto de su silla de montar, aproximándose a nosotros y señalando con su fusta a Newman.
A Newman los labios empezaron a temblarle terriblemente; trató de hablar pero no lo logró. Esperé que aquel hombre se limitara a continuar con su horrible tarea, pero no fue así.
Señaló con la fusta la boca de Newman y luego el conjunto de su cuerpo, como si estuviera dando una clase en una facultad de medicina.
—Eres un negro prometedor. Boca fina, buena dentadura en general, y al parecer sin huesos rotos. Apuesto a que sería un buen cochero o camarero, si se mostrara cuidadoso y honrado. —Y dirigiéndose a mí—: Podría venderlo al menos por seiscientos dólares, con una comisión para mí, amigo.
—Yo no soy su dueño —repliqué—. No está en venta.
—¿Es acaso su hijo bastardo? —dijo en tono sarcástico.
—Yo soy Quentin Clark, abogado en esta ciudad. Este joven que ve está manumitido.
—Soy un hombre libre, jefe —dijo finalmente Newman, en un leve susurro.
—¿Ah? —exclamó Slatter pensativo, volviendo su caballo y observando de nuevo a Newman—. Pues veamos tus certificados.
Ante esto, Newman, que había recibido toda su documentación aquella misma mañana, se limitó a temblar y tartamudear.
—Pues vamos.
Slatter le dio a Newman en el hombro con la fusta.
—¡Déjelo! —exclamé—. Yo mismo lo he liberado. Es un hombre aún más libre que usted, señor Slatter, porque sabe lo que significa no serlo.
Slatter estaba a punto de golpear con más fuerza a Newman en el hombro, cuando yo levanté mi bastón y lo evité.
—Dígame, señor Slatter. Me pregunto si, dado su interés por los papeles, le gustaría que las autoridades inspeccionaran los esclavos que lleva en los ómnibus y se aseguraran de que todos se venden de acuerdo con sus documentos personales.
Slatter me dirigió una sonrisa siniestra. Retiró su fusta con un gesto cortés y, sin dirigirnos una sola palabra más, espoleó su caballo para alcanzar el convoy de vehículos que se dirigía al puerto. Newman respiraba agitadamente.
—¿Por qué no le enseñó los papeles? —le pregunté insistentemente—. ¿Es que no los lleva consigo?
Se señaló la cabeza, cubierta por un sombrero raído: había cosido los documentos en el ala. Newman contó entonces que muchos tratantes como Slatter que solicitaban inspeccionar los certificados de libertad, una vez los tenían en la mano, los rompían. Entonces ocultaban a los hombres y mujeres legalmente liberados en sus encierros hasta que los vendían como esclavos legales en otros estados, lejos de cualquier prueba en contra.