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Muy señor mío: Hay un caballero extremadamente fatigado en Ryan’s, colegio electoral del Distrito Cuarto, que dice llamarse Edgar A. Poe, el cual parece hallarse en una situación de grave apuro y que dice conocerlo. Le aseguro que tiene necesidad de ayuda inmediata.

* * *

Un tipógrafo local llamado Walker había firmado esta nota, tan urgentemente garabateada que el lápiz casi había agujereado el papel, de calidad ordinaria. Llevaba la fecha 3 de octubre de 1849, e iba dirigida al doctor Joseph Snodgrass, quien vivía cerca del Ryan’s. Este local, el día en que fue encontrado Poe, acogía un colegio electoral con motivo de los comicios para renovar el Congreso y los órganos del estado.

Pocos días después de que Duponte y yo penetráramos en el estudio del doctor Snodgrass, y de que Hattie quedara aturdida al verme abrazado a otra mujer, el barón Dupin acudió de nuevo a visitar a Snodgrass.

Yo había estado vigilando al barón cuando de repente lo vi ocioso en una esquina de la calle Baltimore, como si hubiera olvidado que tenía algún quehacer en el mundo. Yo estaba al otro lado de la calle, sin destacar entre la multitud que se dirigía a hoteles y restaurantes para cenar y entre los grandes cestos en equilibrio sobre las cabezas de obreros y esclavos. Después de un tiempo que pareció eterno, con el barón aguardando algo, me distrajo el rumor de un coche que, de repente, torció hacia un lado, cerca de donde yo estaba.

Desde el interior del carruaje, oí una voz:

—¿Qué está haciendo? ¡Cochero! ¿Por qué se detiene aquí?

Me aseguré de que el barón no se había movido de sitio y decidí investigar la identidad del molesto pasajero. Cuando me aproximé al carruaje, me quedé paralizado. Lo reconocí al instante como uno de los hombres que vi asistir al entierro en el cementerio de Greene y Fayette. Aquel día estaba inquieto, apoyándose alternativamente en uno y otro pie durante el sepelio de Edgar Poe.

—¿Me oye, cochero? —continuaba quejándose—. ¡Cochero!

He aquí que por algún extraño designio del universo, el asistente al entierro había abandonado aquel oscuro escenario de sueños, aquel lugar de niebla y barro, y se dirigía derecho a mí en este claro día. Tras mis encuentros con Neilson Poe y con Henry Herring, ahora daba con el tercero de los acompañantes. Sólo me faltaba el cuarto. Collins Lee, un compañero de clase de Poe en la universidad, el cual, según supe recientemente, había sido nombrado fiscal de distrito.

Me acerqué al lateral del coche. Pero el hombre se había inclinado hacia el otro lado, chillándole al cochero y afanándose con la manija para abrir la portezuela. Estuve a punto de hablar, de llamar su atención a través de la ventanilla, cuando la portezuela se abrió.

—¡No, doctor Snodgrass! —bramó una voz.

Me aparté de la ventanilla y me oculté cerca de los caballos.

Era la voz del barón Dupin.

—Otra vez usted —dijo Snodgrass desdeñosamente, apeándose—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Nada en absoluto —dijo el barón inocentemente—. ¿Y usted?

—Señor, le ruego que se vaya. Tengo otra cita. Y ese bribón de cochero…

Inclinándome para ver mejor, descubrí a Newman, el esclavo de piel clara del barón, sentado en el pescante, y comprendí. El barón no permanecía ocioso al otro lado de la calle; aguardaba a que le llevaran hasta allí al hombre. Sin duda había colocado a Newman en un lugar donde sabía que Snodgrass iría a buscar un coche de alquiler. La primera vez que, de manera furtiva, escuché hablar a Snodgrass con el barón, sólo vi el rostro del primero oblicuamente. Ahora el barón sacó de su abrigo la nota de Walker. Las pocas frases escritas por éste el día en que Poe fue hallado y transcritas más arriba. Se la mostró a Snodgrass.

Snodgrass se quedó atónito.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Usted intervino aquel día —dijo el barón— para procurar bienestar al señor Poe. Si así lo decido, esta nota podría aparecer impresa en los periódicos como prueba de que usted se responsabilizó de él. Algunas personas poco informadas darán por supuesto que usted ocultaba algo, tanto por el hecho de no entrar honradamente en más detalles como, lo que es peor, por enviar al señor Poe solo al hospital.

—¡Qué disparate! ¿Quién se creería tal cosa? —preguntó Snodgrass.

El barón rió de buena gana.

—Eso es precisamente lo que yo les diré a los periódicos.

Snodgrass dudó, basculando entre el desdén y la ira.

—¿Acaso entró usted en mi casa, señor? Si usted robó esto, señor…

Ahora Bonjour se situó al lado del barón.

—¡Usted, Tess! —Ése había sido el nombre que Bonjour adoptó en casa de Snodgrass—. ¡Mi doncella! —Esta vez Snodgrass no pudo evitar optar por la ira—. ¡Ahora mismo daré parte a la policía!

—Quizá pueda presentar la prueba de una pequeña sustracción, pero también hay pruebas… Bueno, no sé si debería mencionarlo —dijo el barón, llevándose un dedo a los labios, como conteniéndose—. Sí, debería mencionar que tenía usted otros papeles personales que hemos encontrado sobre… Oh, el público y todas sus benditas comisiones, sociedades, etcétera, estarían interesadísimos si nosotros diéramos a conocer… Pero tú no crees que lo hagamos…, ¿verdad, Tess, querida?

—¡Chantaje!

Snodgrass se contuvo de nuevo, indignado pero también sumido en la duda.

—Convengo en que es un asunto desagradable —dijo el barón haciendo un gesto de rechazo—. Pero volvamos a Poe. Como ve, eso es lo que realmente nos interesa. Si el público conoce su historia… y cree que usted trató de salvarle la vida… todo será diferente. Pero nosotros tenemos que conocer primero su relato.

El barón Dupin poseía el talento de pasar sin esfuerzo de la ofensa a los mimos. Había ejecutado la misma danza con el doctor Moran en el hospital donde murió Poe.

—Ahora venga. Monte de nuevo en el coche, doctor, y vamos a hacer una visita a Ryan’s.

Al menos eso es lo que imaginé que dijo luego el barón, mientras el derrotado Snodgrass meditaba una respuesta, pues yo ya me había desplazado para encontrar un lugar discreto donde esperarlos en la taberna, sabiendo que era allí adonde se dirigían.

* * *

—Una vez que hube recibido esa carta del señor Walker, me dirigí a este garito (porque llamarle taberna sería dignificarlo) y sin duda —continuó Snodgrass mientras acompañaba al barón al interior— él estaba allí.

Me senté a una mesa, en un lugar del local, oscuro y lóbrego a causa de la sombra de la escalera que conducía a las habitaciones de alquiler, ocupadas a menudo por clientes que no estaban lo bastante sobrios para encontrar el camino a su casa.

—¡Poe! —exclamó el barón.

Snodgrass se acomodó en un sucio sillón.

—Sí, se sentó aquí, con la cabeza caída hacia delante. Se hallaba en un estado que describía con muchísima fidelidad la nota del señor Walker… la cual, por cierto, ustedes no tenían por qué leer.

El barón se limitó a sonreír ante esta recriminación. Snodgrass prosiguió, abatido:

—Era tan distinto del caballero que yo conocía, pulcramente vestido, vivaz, que apenas lo hubiera diferenciado de la multitud de borrachos que, con ocasión de las elecciones, se habían reunido aquí.

—¿Todo el local funcionaba como colegio electoral aquella noche? —preguntó el barón.

—Sí, y para todo el distrito. Recuerdo muy bien lo que vi. El rostro de Poe estaba macilento, por no decir abotagado —dijo Snodgrass, sin parar mientes en lo contradictorio de los adjetivos—. Iba sin lavar, desgreñado, y su aspecto físico, en conjunto, resultaba repulsivo. Su frente era magníficamente despejada, y sus ojos grandes y dulces, aunque espirituales, ahora carecían de brillo y su mirada era vaga.

—¿Pudo fijarse bien en su ropa?

El barón garabateaba notas en su cuaderno con la rapidez de un tren. Snodgrass parecía trastornado por su propia memoria.

—Me temo que no había nada bueno en que fijarse. Llevaba un sombrero de hoja de palma mohoso, casi sin ala, andrajoso, sin cinta. Una chaqueta de alpaca negra, delgada y de mala calidad, con varias costuras descosidas, descolorida y sucia, y unos pantalones de estambre, de color marengo, de rayas, bastante gastados y que no eran de su talla. No llevaba chaleco ni corbata, y la pechera de la camisa estaba arrugada y manchada. Si no recuerdo mal, calzaba unas botas de material ordinario, con aspecto de no haber sido lustradas desde hacía mucho tiempo.

—¿Cómo actuó usted, doctor Snodgrass?

—Sabía que Poe tenía varios parientes en Baltimore. Así que en seguida mandé reservar una habitación para él. Fui con un camarero arriba y, después de elegir una estancia adecuada, regresé al bar para trasladar al huésped, a fin de que pudiera permanecer cómodo hasta que yo diera aviso a sus parientes.

Se adelantaron hacia la escalera. Snodgrass señaló la habitación que había elegido, en el otro extremo de ésta. Sentado a mi mesa, hice lo posible para confundirme en la oscuridad.

—Así pues, usted escogió la habitación del señor Poe y mandó avisar a sus parientes.

—Sucedió algo extraño. No tuve necesidad de hacerlo. Cuando bajé de nuevo, me encontré con el señor Henry Herring, pariente político de Poe.

—¿Antes de que usted lo llamara? —preguntó el barón.

El detalle también me pareció extraño, y me esforcé en oír la respuesta de Snodgrass.

—Así es. Él estaba aquí… tal vez con otro de los parientes de Poe; no puedo recordarlo.

Había otra particularidad. Neilson Poe me dijo que se enteró de la situación de Edgar cuando éste se hallaba ya en el hospital. Si había otro pariente junto con Henry Herring y no era Neilson, ¿quién era? Snodgrass prosiguió:

—Le pregunté al señor Herring si deseaba llevarse a su pariente a su casa, pero se negó en redondo. «En ocasiones anteriores, estando borracho, Poe se mostró muy ofensivo y desagradable», me explicó el señor Herring. Sugirió que un hospital era un lugar más adecuado que un hotel. Mandamos a un mensajero por un coche para trasladarlo al hospital universitario Washington.

—¿Quién acompañó al señor Poe al hospital?

Snodgrass bajó la vista, incómodo.

—O sea que mandó a su amigo solo allí —dijo el barón.

—No podía permanecer sentado, ¿sabe?, y en el coche no quedaba sitio una vez echado a lo largo de los asientos. ¡No podía ni andar! Lo transportamos como si fuera un cuerpo muerto, y lo montamos en el carruaje. Se nos resistió y murmuraba, pero nada inteligible. Por entonces no creímos que su enfermedad fuera fatal. Por desgracia estaba embotado por la bebida, que lo torturó hasta el final.

Snodgrass suspiró. Yo ya sabía lo que el doctor sentía por la supuesta adicción de Poe a la bebida. Entre los papeles de su estudio, Duponte había hallado algunos versos sobre el tema de la muerte de Poe. «¡Oh! Fue una escena triste de presenciar» contenía estos versos de Snodgrass:

Tu orgulloso corazón joven y tu noble cerebro

se precipitaron en la corriente demoníaca; tu mente

ya no era apta para el esfuerzo

del pensamiento melodioso y sublime.

—Así fue la muerte de Poe —concluyó ahora Snodgrass hoscamente, dirigiéndose al barón—. Espero que esté usted satisfecho y no se empeñe en proyectar más luz sobre el pecado de Poe. Sus fallos ya se han lamentado bastante en público, y yo he hecho cuanto he podido para no hablar más de ello.

—A ese respecto, doctor, no tiene por qué preocuparse —le dijo el barón—. Poe no bebió nada.

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir? No me cabe ninguna duda. Fue un exceso, señor, lo que mató a Poe. Su enfermedad era mania a potu; incluso los periódicos han informado de ello. Yo conozco los hechos.

—Usted fue testigo de los hechos —dijo el barón con una sonrisa— y los conoce, pero me temo que no conoce la verdad. —El barón Dupin impuso silencio a Snodgrass con un gesto—. No necesita molestarse en defenderse, doctor Snodgrass. Usted hizo cuanto pudo. Pero no fue usted, señor, ni tampoco adicción alguna al alcohol lo que consumó la caída de Poe. Aquel día actuaban fuerzas muchísimo más diabólicas en contra del poeta. Y él está todavía por rehabilitar.

El discurso del barón iba dirigido ahora más a sí mismo que a Snodgrass. Pero éste agitaba la mano en el aire como si hubiera recibido el peor insulto.

—Señor, yo soy un experto en ese campo. ¡Soy dirigente de las comisiones a favor de la templanza de Baltimore! Conozco a un… a un… borracho, ¿no?, cuando me lo encuentro delante. ¿Qué intenta usted hacer? Ya puestos, ¡podría usted tratar de asaltar los cielos!

El barón repitió las palabras despacio, como cerrando un círculo, con las ventanas de la nariz dilatadas como los ollares de un caballo de guerra.

—Edgar Poe debe ser rehabilitado.