16

Siguiendo las actividades del barón Dupin a través de la observación disimulada y las entrevistas, supe que casi una semana antes Bonjour se había ofrecido como doncella en casa del doctor Joseph Snodgrass, el hombre que, según recordaba el doctor Moran, había pedido el carruaje que condujo a Edgar Poe al hospital desde Ryan’s aquel sombrío día de octubre. El barón Dupin acudió previamente a visitar al doctor Snodgrass a fin de averiguar los detalles de aquella tormentosa tarde de octubre, pero Snodgrass rechazó de plano una entrevista. Insistió en que no deseaba contribuir a la industria del cotilleo en relación con la digna muerte del poeta.

Poco después, Bonjour se había asegurado su posición entre el servicio de la casa de Snodgrass. Lo notable fue que lo consiguió pese a no haber vacante alguna. Se presentó con un atuendo cuidado pero no ostentoso ante la puerta de la moderna casa de ladrillo del 103 de North High Street. Una sirvienta irlandesa le franqueó la entrada.

Bonjour explicó que le habían dicho que en la casa buscaban una nueva doncella para la planta superior (dando por supuesto, acertadamente, que aquélla era una sirvienta adscrita a la planta baja, e imaginando como probable que mantenía una rivalidad con la actual doncella).

—Ah, ¿sí? —se extrañó la sirvienta.

Ella no había oído nada al respecto. Bonjour se excusó, y contó que la doncella de la planta superior le había hablado a un amigo de sus planes de abandonar el puesto sin previo aviso a sus patronos, por lo que Bonjour se apresuraba a ofrecerse para el empleo.

Poco después de esto, la muchacha de la planta baja, que tenía un aire extraviado y tendía a envidiar a las mujeres más agraciadas que ella, informó del diálogo a los Snodgrass, quienes se sintieron obligados a despedir a la doncella de la planta superior, pese a sus protestas. Bonjour se convirtió en la heroína de aquel drama doméstico, al descubrir la inminente pérdida en el personal de servicio; y al aparecer en el momento oportuno, pasó a ser la elección natural como sustituta. Aunque Bonjour era, con mucho, mejor parecida que la celosa criada de la planta baja, el hecho de que fuera demasiado delgada para el gusto popular y que tuviera una inadecuada cicatriz en el labio, la hacía más aceptable a sus ojos.

Todo esto fue fácilmente descubierto más tarde por boca de la antigua doncella, quien tras su partida se mostró bien dispuesta a hablar del injusto trato recibido. Pero una vez Bonjour estuvo instalada tras las paredes de la casa, hubo escasas posibilidades de obtener más detalles de su iniciativa.

—Déjela pues con la familia Snodgrass y limite sus observaciones al barón —me sugirió Duponte.

—No se quedará mucho tiempo a menos que pueda conseguir información. ¡Pero estamos mejor que hace dos semanas, monsieur! —dije—. De todas formas, el barón se ocupa principalmente de vender suscripciones para su conferencia sobre la muerte de Poe.

—Quizá mademoiselle no se entere de mucho —murmuró Duponte—, y simplemente retrase las cosas.

—Yo podría advertir al doctor Snodgrass de que Bonjour no es una doncella.

—¿Y para qué, monsieur Clark?

—¿Para qué? —pregunté a mi vez incrédulo, pues aquello parecía obvio—. Para evitar que ella obtenga datos y se los pase al barón.

—Lo que ellos encuentren, nosotros lo sabremos inevitablemente —replicó, aunque no entendí la trayectoria de su razonamiento.

Cuando le transmitía mis informes, Duponte me pedía con regularidad que le explicara el comportamiento y el talante de Bonjour con respecto a su trabajo y a los demás sirvientes.

Bonjour salía a diario de casa de los Snodgrass para reunirse con el barón. Una de esas noches, cuando se dirigía a su cita, la seguí hasta el barrio portuario. No era infrecuente que un hombre fuera arrojado por la puerta de una taberna, por lo que uno tenía que dar un salto sobre su cuerpo o tropezarse con él. Las calles estaban repletas de bares y billares y de olores rancios y humanos. Bonjour iba vestida apropiadamente: el cabello desmelenado, el gorro torcido y el vestido en un cómodo desorden. Cambiaba de atuendo a menudo —según el recado para el barón Dupin requiriese la apariencia propia de una clase u otra—, pero no llevaba a cabo la transformación demoníaca de los disfraces del barón.

La observé mientras se acercaba a un grupo de hombres de baja condición, que reían y aullaban tumultuosamente. Uno de ellos señaló a Bonjour al pasar.

—¡Mirad —dijo en tono brusco—, una que mira las estrellas! ¡Qué lindo murciélago!

«La que mira las estrellas» y «murciélago» eran dos expresiones igualmente vulgares, y pronunciadas por gentes de las clases más bajas designaban a una prostituta que sólo salía por la noche.

Ella los ignoró. El hombre, que abultaba casi el doble que Bonjour, adelantó el brazo a modo de barrera. Ella se detuvo y dirigió la mirada al antebrazo hinchado, que la manga subida descubría impúdicamente.

—¿Qué es esto, chica? —Le arrancó un trozo de papel de la mano—. Yo diría que esto es una carta de amor. ¿Qué pone aquí? «Hay un caballero extremadamente fatigado…»

—Fuera esas manos —advirtió Bonjour dando un paso adelante.

El hombre sostuvo el papel en lo alto y lejos del alcance de ella, para exagerada diversión de sus compañeros. Uno de ellos, un tipo pequeño y rechoncho, dejó escapar una risotada y, haciéndose el simpático, dijo que dejaran correr el asunto, a lo que el cabecilla respondió dándole un golpe en el brazo y tildándolo de tonto de baba.

Bonjour, con un ligero suspiro, se acercó al hombre, y sus ojos apenas le llegaban al cuello. Apoyó un dedo en el músculo de su brazo extendido y siguió su línea.

—Éste es el brazo más fuerte que he visto en Baltimore, señor —dijo en un susurro, aunque lo bastante alto para que los otros la oyeran.

—Ahora, querida, no voy a bajar este brazo a menos que me hagas alguna zalamería.

—No quiero que lo baje, señor; quiero que lo suba más alto… Así, así está bien.

Hizo como la otra le pedía… quizá con desgana. Bonjour casi se dobló sobre el cuello del hombre.

—Oh, oh, mirad —dijo jovialmente a sus compañeros—, ¡el murciélago está a punto de venir volando a darme un beso!

Se echaron a reír. El propio protagonista emitía una risita forzada y nerviosa como si fuera una muchacha.

—Los murciélagos —dijo Bonjour— son lamentablemente ciegos.

Con un gesto, más rápido que un rayo, se llevó la mano detrás de la cabeza, y luego la proyectó a un lado del cuello del hombre. El brazo de éste, alzado por aquel lado, no podía intentar bloquearla.

El cuello de la camisa y de la chaqueta, limpiamente cortados a la altura de los botones, cayeron al suelo. Su chasquido se produjo en medio de un grave silencio. Ella devolvió a su cabello en desorden, en la coronilla, una delgada hoja que utilizaba a modo de alfiler. El hombre manoteó en torno a su cuello para asegurarse de que la carne seguía allí, y luego, no hallando un solo corte, retrocedió dando un traspié. Bonjour tomó el pedazo de papel de donde se había caído, y a continuación prosiguió su camino. Quizá lo imaginé, pero antes de marcharse pareció dirigirme una mirada, desde el otro lado de la calle, y su rostro pareció reflejar una expresión confusa ante mi actitud de acudir en su ayuda.

Continué frecuentando los alrededores de la casa Snodgrass. Una mañana, al poco de mi llegada, vi aproximarse a Duponte, vestido con su acostumbrado traje negro y capa con esclavina.

—¿Monsieur? —lo saludé en tono interrogativo. El hecho tenía algo de extraordinario, pues era raro verlo a la luz del día—. ¿Ha ocurrido algo?

—Hoy tenemos que hacer una excursión de interés para nuestra investigación —comentó.

—¿Adónde iremos?

—Adonde ya estamos.

Duponte traspuso la cancela y avanzó por el sendero de acceso a casa de los Snodgrass.

—Vamos, adelante —dijo Duponte cuando yo me detuve.

—Monsieur, los Snodgrass no están en casa a esta hora. Y, como usted debe saber, ¡Bonjour podría vernos aquí!

—Eso espero —replicó.

Accionó el llamador plateado, y no tardó en presentarse la criada de la planta baja. Duponte miró en derredor y comprobó con satisfacción que Bonjour observaba desde lo alto de la escalera, como probablemente hacía con todas las visitas que acudían a ver al doctor Snodgrass.

—El asunto que nos trae, señorita —dijo Duponte—, debemos despacharlo con el doctor Snodgrass. Soy —en este punto hizo una pausa y una ligera señal con la cabeza, dirigida al rellano de la escalera— el duque Duponte.

—¡Duque! Bien, pues el doctor no está en casa, señor.

Dirigió una lenta mirada a mi atuendo, que me invitaba a despojarme del sombrero y el abrigo.

—No me extraña, dado que es hombre de muchas ocupaciones. Pero creo que ha dejado recado a la doncella de la primera planta de que le aguardáramos en su estudio a esta hora —dijo Duponte.

—¡Vaya, qué raro! —exclamó la muchacha, cuyos celos de Bonjour parecían crecer como un objeto visible ante nuestros ojos.

—Si esa joven está presente, señorita, quizá ella podría confirmar los detalles de nuestra invitación.

—¡Vaya! —repitió la criada—. Pues será verdad. —Llamó a Bonjour—. El doctor no me dijo nada.

Bonjour sonrió y dijo:

—Naturalmente, el doctor no le dice a usted nada de lo que ocurre en la primera planta, señorita. Y su estudio está arriba.

Bonjour se acercó a nosotros y nos dirigió un gesto cortés. Me sentí muy inquieto al comprobar su aceptación del plan de Duponte, pero una vez pasado este primer momento de sorpresa, alcancé a comprender. Si Bonjour revelaba la falsedad del ardid de Duponte, podríamos demostrar fácilmente las falsedades de la propia Bonjour para asegurarse su puesto. Se trataba de un pacto automático y tácito.

—El doctor Snodgrass me ha pedido que los acompañe —dijo.

—Creo que sugirió que al estudio —replicó Duponte, siguiéndola escalera arriba y haciéndome un gesto invitador.

Bonjour, con una sonrisa, hizo que nos sentáramos en el estudio y se ofreció a cerrar la puerta para que estuviéramos cómodos.

—Les satisfará saber, caballeros, que el respetable doctor no tardará en regresar. Hoy vuelve pronto. Me aseguraré de que cuando llegue a casa lo conduzcan directamente aquí.

—No esperaríamos menos, querida señorita —dijo Duponte.

Cuando estuvimos solos, me volví hacia Duponte.

—¿Qué podremos averiguar a través de Snodgrass? ¿No nos echará en cara indignadamente haber inventado una cita? ¿Y no ha dicho usted cien veces, monsieur, que no hemos de hablar con testigos?

—¿Cree acaso que hemos venido a eso? ¿A ver a Snodgrass?

Sentí cierta irritación y me propuse no responder. Duponte suspiró.

—No estamos aquí para ver al doctor Snodgrass; estaremos en condiciones de leer lo que queremos saber en los papeles del doctor. Para eso, sin duda, el barón ha enviado a Bonjour, y por eso, inteligentemente, se las ha arreglado para convertirse en criada de la planta superior; para tener libre acceso a este estudio sin ser observada. Parecía más bien divertida por nuestra presencia, y muy desembarazada con la sirvienta de posición más consolidada, lo que sugiere que casi ha logrado su propósito aquí. Y tampoco cree que tengamos tiempo suficiente para descubrir algo importante entre todos esos papeles.

—¡Pues está en lo cierto! —dije, percatándome de que el estudio de Snodgrass estaba atestado de papeles, amontonados y apilados sobre el escritorio, alrededor de éste y dentro de sus cajones.

—Replantéese sus conclusiones. Mademoiselle ha pasado varias semanas aquí, y aunque es una ladrona experta, no desearía arriesgarse a que el doctor Snodgrass se diera cuenta de que le habían revuelto los papeles, lo cual le vedaría toda búsqueda posterior que deseara efectuar. Así pues, habría copiado secretamente de su puño y letra todos los temas de interés y restituido los originales a su lugar para que los descubramos nosotros.

—Pero ¿cómo seremos capaces de descubrir en cuestión de minutos lo que a ella le ha costado semanas reunir?

—Precisamente porque ella lo ha descubierto primero. Todo documento o papel que haya atraído su interés en alto grado, la habrá obligado a retirarlo de su lugar, quizá más de una vez. Ciertamente uno no advertiría esta diferencia de pasada, pero una vez sepamos buscarlos, no tendremos dificultades para seleccionar y copiar esos documentos en concreto.

Nos pusimos a trabajar inmediatamente. Me encargué de un lado del escritorio. Guiado por Duponte, busqué esquinas dobladas y mal alineadas, tinta corrida, ligeras rasgaduras y pliegues, arrugas y otras indicaciones de manejo reciente entre las diversas clases y colecciones de documentos y artículos periodísticos sobre todos los temas, algunos con fechas de hasta veinticinco años de antigüedad. Localizamos juntos muchas menciones de Poe que, al parecer, habían sido examinadas por Bonjour durante el tiempo que llevaba en la casa, incluida una gran variedad de artículos sobre la muerte de Poe que, si no tan completa como mi propia colección, no dejaba de impresionar. Excitado y temeroso, encontré algunos documentos que cabría considerar únicos, tres cartas —cuya caligrafía reconocí de inmediato— de Edgar Poe al doctor Snodgrass, fechadas varios años antes.

En la primera, Poe ofrecía a Snodgrass, quien por entonces editaba una revista llamada The Notion, los derechos de publicación del segundo de los cuentos de Dupin. «Desde luego que yo no puedo permitirme ofrecérselo sin cargo alguno —escribía Poe con firmeza—, pero si accede a admitirlo, le solicitaría 40 dólares». Pero Snodgrass lo rechazó, y Graham’s hizo lo mismo. Poe publicó «El misterio de Marie Rogêt» en otra parte.

En la segunda carta, el escritor pedía al doctor Snodgrass que colocara una reseña favorable de la obra de Poe en una revista que entonces editaba Neilson Poe, esperando que éste se sintiera obligado por ser su primo. El intento al parecer fracasó, y Poe volvió a escribir, contrariado. «Presentía que N. Poe no iba a insertar el artículo —decía—. Le hago una confidencia: creo que él es el peor enemigo que tengo en el mundo».

Me apresuré a compartir el dato.

—¡Neilson Poe, monsieur! Edgar Poe lo llama su peor enemigo… ¡No imaginaba que le correspondiera ese papel en todo esto!

Como nuestro tiempo era demasiado breve para tratar de cada tema, Duponte me indicó que copiara rápidamente en mi cuaderno todos los datos sobre Poe que me parecieran importantes. Después de pensarlo, añadió que también los datos que me parecieran poco importantes. Tomé nota de la fecha de la carta de Poe en la que mencionaba a Neilson: 7 de octubre de 1839, ¡exactamente diez años antes del día de la muerte de Poe!

«Es tanto más despreciable —escribía Poe a propósito de Neilson— cuanto más insistentes son las profesiones de amistad que me dirige». ¿Y Neilson no me contó ese mismo cuento cuando lo conocí? No sólo éramos primos, sino amigos, señor Clark. Neilson Poe, con su corazón ansiando su propia fama literaria, con una esposa que era la hermana y casi una copia de la mujer de Edgar, ¿habría deseado cambiar su vida por la del mismo hombre al que al parecer denigraba?

Esto no fue todo lo que encontré en las cartas de Poe a Snodgrass acerca de sus parientes de Baltimore. Poe calificó a Henry Herring (el primer conocido de Poe que llegó al Ryan’s) de «hombre carente de principios».

Duponte se detuvo en mitad de la operación de abrir todos los cajones posibles de la habitación.

—Vigile la calle desde el otro lado de la casa, monsieur Clark, por si se acerca el coche del doctor Snodgrass. Cuando llegue, debemos irnos inmediatamente, y asegurarnos de que la criada irlandesa no dirá nada de nuestra visita.

Estudié el rostro de Duponte en busca de cualquier indicio de cómo pensaba cumplir con el segundo objetivo. Me dirigí a una habitación que daba a la fachada principal. Mirando por la ventana, advertí que un coche pasaba por las inmediaciones, pero después de dar por un momento la sensación de que reducía la velocidad, los caballos prosiguieron en dirección a High Street. De regreso al estudio encontré a Bonjour inclinada sobre la chimenea, de tal manera que su vestido negro y su delantal refulgían con las llamas.

—¿Todo en orden, señores? ¿Puedo hacer algo por ustedes mientras aguardan al señor? —preguntó, imitando la voz de la criada de la planta baja, y lo bastante alto para que ella pudiera oírla. En un tono más contenido, comentó—: Ahora ya ve que su amigo no es más que un buitre de la investigación que lleva a cabo mi jefe.

—Estoy muy bien aquí, señorita, gracias; sólo estaba mirando esas feas nubes de lluvia —dije también en voz alta, y luego, más bajo—: Auguste Duponte no imita a nadie. Resolverá esto de la forma que monsieur Poe merece. Él podría ayudarla, si quisiera, mejor que ese ladrón, mademoiselle; ese al que usted llama marido y jefe.

Bonjour, olvidando las exigencias de su comedia, cerró de un portazo.

—¡Desde luego que no! Duponte es un ladrón de marca, monsieur Clark; él roba los pensamientos de la gente, se aprovecha de sus fallos. El barón es un gran hombre porque es él mismo en toda circunstancia. La mayor libertad de que yo puedo gozar es estar con él.

—Usted cree que asegurando la victoria del barón aquí le habrá pagado la deuda que contrajo cuando la libró de la cárcel, y así quedará libre de este matrimonio al que él la obligó.

Bonjour echó la cabeza atrás, divertida.

—¡Bien! Se equivoca de medio a medio. Le sugeriría que no me juzgara aplicando el análisis matemático. Se está usted pareciendo demasiado a su compañero.

—¡Monsieur Clark! —me llamó Duponte, en tono bronco, desde el estudio.

Desplacé ansiosamente el peso del cuerpo de un pie al otro. Bonjour se me acercó y me estudió.

—¿No tiene usted esposa, monsieur Clark?

Mis pensamientos se oscurecieron.

—La tendré —respondí sin convicción—. Y la trataré bien y aseguraré nuestra mutua felicidad.

—Monsieur, la joven francesa carece de libertad. En América una muchacha es libre y apreciada por su independencia hasta que se casa. En Francia los papeles están invertidos. Ella sólo es libre una vez casada… y entonces alcanza una libertad inimaginable. Una esposa puede tener tantos amantes como las que tiene su marido.

—¡Mademoiselle!

—A veces, en París, un hombre está mucho más celoso de su querida que de su esposa, y una mujer puede ser más leal a su amante que a su marido.

Me dirigí a la puerta. Bonjour se demoró un momento antes de apartarse con un gesto burlonamente cortés. Cuando regresé al estudio, Duponte dijo:

—Monsieur, aquí está la nota que quizá nos diga más que ninguna otra cosa; la nota cuyo contenido escuchó usted en parte en el puerto. Escriba cada palabra y cada coma en su cuaderno. Y rápido: creo oír rodar otro carruaje que se acerca por el sendero. Escriba pues: «Muy señor mío: Hay un caballero extremadamente fatigado en Ryan’s…»

Una vez completadas nuestras transcripciones, Bonjour nos condujo rápidamente abajo.

—¿Hay una puerta trasera? —susurré.

—El doctor Snodgrass está precisamente en la cochera.

Dimos media vuelta. La criada de la planta baja apareció súbitamente.

—¿El duque ya se marcha?

—Me temo que se me ha hecho tarde —dijo Duponte—. Tendré que ver al doctor Snodgrass en otra ocasión.

—No dejaré de decirle que han estado aquí —replicó en tono seco— y que se han quedado solos en su estudio, entre sus efectos personales, durante casi media hora.

Duponte y yo nos quedamos helados ante esta advertencia, e interrogué con la mirada a Bonjour, quien estaba igualmente complicada en el asunto.

Bonjour dirigió a su vez una mirada más bien vaga a su colega. Cuando me volví hacia Duponte, vi que éste había entablado una conversación privada con la muchacha irlandesa, susurrándole algo con expresión sombría. Al término de su parlamento, ella asintió ligeramente y un leve sonrojo se extendió por sus mejillas.

—¿Dónde está, pues, la otra puerta? —pregunté al advertir que ella y Duponte parecían haber alcanzado algún acuerdo.

—Por aquí —dijo la criada, precediéndonos.

Cruzamos el vestíbulo posterior, como si pudiéramos oír el taconeo de las botas del doctor Snodgrass en los peldaños de la puerta principal. Mientras descendíamos por el sendero, Duponte se volvió y se llevó la mano al sombrero, despidiéndose de las dos mujeres.

Bonjour —dijo.

* * *

—Monsieur, ¿cómo convenció a la criada del doctor para que cooperase, a fin de que no se culpara a Bonjour? —le pregunté cuando caminábamos por la calle.

—En primer lugar, usted se equivoca. Yo no he actuado así en beneficio de Bonjour, como usted presupone. Segundo, le he explicado a la criada que, con toda honradez, no nos íbamos porque debíamos acudir a otra cita.

—Entonces, ¿le ha dicho la verdad? —pregunté sorprendido.

—Le he explicado que su interés o capricho hacia usted era sumamente inadecuado, y que prefería que nos marcháramos de manera discreta y tranquila antes del regreso de su patrón, el cual podría darse cuenta de aquello por sí mismo.

—¿Que se había encaprichado de mí? —repetí—. ¿De dónde ha sacado esa idea, monsieur? ¿Le ha dicho ella algo que yo no he oído?

—No, pero ciertamente lo consideró al mencionarlo yo, pensando que algo debió haber exteriorizado al respecto en su expresión; así pues, pensó que aquello tenía que ser cierto. Mantendrá silencio sobre nuestra visita, se lo aseguro.

—¡Monsieur Duponte! ¡No alcanzo a entender esa táctica!

—Usted es el prototipo del joven apuesto —replicó, y añadió—: al menos para los cánones imperantes en Baltimore. Que usted apenas sea consciente de ello sólo sirve para que le entre más decididamente por los ojos a una joven. Desde luego que la criada se percató de ello desde que llegamos. Se le fueron los ojos detrás de usted inmediatamente. Ella no llegó a planteárselo… hasta que yo lo mencioné.

—Monsieur, todavía…

—No hablemos más de eso, monsieur Clark. Debemos continuar nuestro trabajo en relación con el doctor Snodgrass.

—Pero ¿qué quiso usted decir con que «no he actuado así en beneficio de Bonjour»?

—Bonjour no necesita nuestra ayuda, y no hubiera dudado en sacrificarnos a sus propósitos de haber tenido oportunidad. Obraría usted muy inteligentemente si recordara eso. Yo actué como lo hice en beneficio de la otra chica.

—¿Qué quiere decir?

—Si la criada hubiera intentado acusar a Bonjour de conducta impropia, creo que la pobre no hubiera terminado bien a manos de mademoiselle. Desde luego que es cosa sabia salvar vidas siempre que sea posible.

Reflexioné un momento sobre mi ingenua valoración de la situación.

—¿Adónde iremos ahora, monsieur?

Señaló mi cuaderno de notas.

—A leer, claro.

Pero un nuevo obstáculo nos aguardaba. Mientras estuvimos ocupados, llegó a Glen Eliza mi tía abuela. Su propósito no encerraba ningún misterio: le habían llegado noticias de mi regreso a Baltimore, y venía a comprobar por qué no me había casado aún tras mi comentado traspié. Mantenía una larga amistad con la tía de Hattie Blum (¡una conspiración de aquellos personajes!) y debieron llegar a sus oídos retazos extravagantes de medias verdades acerca de que otra mujer era la explicación de mi conducta.

Hasta casi dos horas después de nuestro regreso a casa no me enteré de su presencia. Tras nuestras tareas en casa de Snodgrass, nos entretuvimos en el ateneo para comparar algunos de los datos que habíamos descubierto con artículos de prensa. En Glen Eliza proseguimos una delicada conversación sobre los diversos hallazgos efectuados. Como Duponte y yo estábamos poniendo en orden los datos reunidos en casa de Snodgrass, di órdenes tajantes de que no se nos interrumpiera. En la mesa de la biblioteca el montón de papeles había aumentado de grosor, con periódicos, listas y notas, por lo que permanecimos en la muy espaciosa sala de estar, que ocupaba más de la mitad del segundo piso de la casa. Al cabo de un buen rato, ya al atardecer, fui a consultar algo al otro lado de la casa, cuando me detuvo Daphne, la mejor de mis doncellas.

—No puede entrar, señor —dijo.

—¿Que no puedo entrar en mi biblioteca? ¿Y por qué?

—La señora insiste en que no la molesten, señor.

Obedientemente, solté el pomo de la puerta.

—¿La señora? ¿Qué señora?

—Su tía. Ha llegado a Glen Eliza con su equipaje durante su ausencia, señor. Estaba muy fatigada a causa del viaje, ha pasado un frío horroroso y los mozos del tren casi le pierden los bultos.

Quedé confuso.

—He estado en la sala y no me he enterado de eso. ¿Por qué no me lo dijeron?

—Usted llegó a toda prisa y, aun antes de poner pie en la puerta de la calle, usted ordenó que no se le molestara. ¿No fue así, señor?

—He de saludarla como es debido —dije, arreglándome la chalina y alisándome el chaleco.

—Está bien, pero entre sin ruido; ella necesita mucho silencio para aliviarse de la jaqueca que padece, señor. Estoy segura de que le desagradó mucho la otra interrupción.

—¿Qué otra interrupción, Daphne?

Entonces recordé que, no más de media hora antes, Duponte había ido en busca de un libro que, según recordaba, estaba en la biblioteca. Seguro que mi fiel sirvienta también había advertido a Duponte de las órdenes rigurosas dadas por mi tía abuela.

—¡El caballero se negó a escucharme! Entró directamente…

Daphne se explicó con acalorada desaprobación y con una fresca evocación de sus aprensiones a propósito de Duponte.

Pensé en el encuentro de Duponte y la tía Blum unas semanas antes, e imaginé la reacción de mi tía abuela ante una conversación similar, y eso me producía un latido en la cabeza. Ahora recapacité sobre mi deseo de saludarla, especialmente dado el probable humor de una mujer de edad avanzada, como ella, después del retraso del tren y del encuentro con monsieur Duponte. Regresé, pues, a la sala de estar. La presencia de la tía abuela representaba una interrupción no pequeña. Claro que no podía adivinar la influencia que la anciana podía tener, en última instancia, en todo aquello.

El siguiente recuerdo vívido que tengo de aquella noche fue cuando me desperté. Había caído en un incómodo sueño en uno de los largos sofás de la sala de estar. Los papeles que estuve revisando estaban desparramados por la alfombra. Hacía aproximadamente una hora que había anochecido, y Glen Eliza estaba sumida en un misterioso silencio. Al parecer, Duponte se había retirado a sus habitaciones, en el tercer piso. Un ruidoso golpe me sacudió y me agudizó la conciencia. El viento soplaba a través de las largas cortinas, y una sensación de gran ansiedad revoloteó dentro de mi estómago.

Los pasillos de aquella parte de la casa estaban desiertos. Recordando a mi tía abuela, ascendí por la escalera, en plena corriente de aire, y pasé, deslizándome, ante las habitaciones donde la habrían instalado los sirvientes, pero encontré la puerta abierta y la cama hecha. Me encaminé de nuevo a la biblioteca, empujé la puerta sin hacer ruido y penetré en la habitación débilmente iluminada.

—Tía abuela Clark —dije suavemente—. Espero que no sigas despierta, después de este día tan difícil.

La habitación estaba desocupada, pero se había producido una perturbación en ella. Había sido saqueada, con papeles tirados y libros desparramados por toda la pieza. No había rastro visible de la anciana. En el pasillo vi una figura envuelta en una capa oscura, que pasó a la carrera. Fui tras la sombra de aquella figura atravesando las amplias estancias de Glen Eliza, hasta que se lanzó por una ventana abierta próxima a la cocina, en el primer piso, y echó a correr por un sendero en dirección a la zona arbolada, detrás de la casa.

—¡Al ladrón! —grité—. Tía —murmuré para mí, presa de un súbito temor.

Siguiendo la pequeña depresión que discurría a lo largo de la casa en dirección a la calzada de grava, el ladrón frenó su avance para decidir qué camino tomar, quedando en posición enteramente vulnerable. Caí sobre él y lo derribé, dando un gran salto y emitiendo un gruñido.

—¡De aquí no pasas! —grité.

Caímos juntos formando un ovillo y volví su cuerpo para verle la cara, atenazándolo por la muñeca y pugnando por apartar la capucha de su capa de terciopelo. Pero no era un hombre.

—¡Usted! ¡Cómo! ¿Qué ha hecho con mi tía abuela Clark? —le pregunté. Luego me percaté de mi propia estupidez—. ¿Fue usted todo el tiempo, mademoiselle? ¿Mi tía no ha venido?

—Quizá vendría si usted le escribiera con más frecuencia —replicó Bonjour como regañándome—. Tengo la seguridad de que en su biblioteca hay lecturas mucho más interesantes, rastreadas por el maestro Duponte, que en todos los cuentos de su monsieur Poe.

—¡Cuando nos marchamos de casa de Snodgrass la vimos que seguía allí!

Luego recordé nuestra parada en el ateneo.

—Yo soy más rápida. Ése es su defecto: siempre duda. No se enfade, monsieur Quentin. Ahora estamos en igualdad de condiciones. Usted y su maestro deseaban entrar en mi territorio, la casa de los Snodgrass, y ahora yo he entrado en el de ustedes. Todo queda en familia.

Hizo una leve contorsión sin que yo aflojara mi presa, como me ocurrió a mí en las fortificaciones de París cuando los papeles estaban cambiados. El terciopelo de su capa y la seda de su vestido crujían al frotarse con mi camisa. La solté rápidamente.

—Usted sabía que yo no podía dar parte a la policía. Entonces, ¿por qué echó a correr?

—Me gusta verlo correr. No es lento, ¿sabe, monsieur?, sin un sombrero que le estorbe.

Pasó su mano por mi cabello y jugueteó con él. Mi corazón se puso a latir desacompasadamente y me levanté de un salto, deshaciendo nuestra postura ovillada en el suelo.

—¡Cielos! —exclamé mirando adelante, hacia la calle.

—¿Eso es todo lo que se le ocurre? —comentó Bonjour riendo.

Había un pequeño vehículo aguardando en la parte alta de la calle. Hattie permanecía de pie, tranquilamente, frente a él. No supe cuándo había llegado, y no era capaz de imaginar lo que pensaría de lo que había presenciado.

—Quentin —dijo, dando un cauteloso paso adelante. Su voz era insegura—. He pedido a uno de los mozos de cuadra que me trajera. He conseguido salir pocas veces, pero hasta ahora no lo había encontrado en casa.

—Yo sí he salido mucho —respondí estúpidamente.

—Pensé que la caída de la noche nos brindaría la ocasión de vernos en privado. —Echó una mirada a Bonjour, que se demoraba sobre la fría hierba, hasta que se levantó de un salto—. ¿Quién es, Quentin?

—Es Bon… —Me detuve al comprender que su nombre sonaría como una invención extravagante por mi parte—. Una visitante de París.

—¿Conoció a esa joven en París y ahora ha venido a visitarlo?

—No a verme a mí en concreto, señorita Hattie —puntualicé.

—O sea que está usted enamorado, monsieur Quentin. ¡Es hermosa! —dijo Bonjour, que movió la cabeza y se inclinó como para observar una camada de gatitos recién nacidos.

Hattie vaciló ante la atención que le dispensaba aquella extraña y se ajustó el mantón.

—Dígame, ¿cómo le soltó la pregunta importante? —dijo Bonjour dirigiéndose a Hattie.

—¡Por favor, Bonjour!

Cuando volví la espalda a Hattie para amonestar a Bonjour, Hattie montó en su coche y ordenó arrancar.

—¡Hattie, espere! —exclamé.

—Debo regresar a casa, Quentin.

Seguí el coche y llamé a Hattie antes de que aumentara la distancia entre nosotros al internarse en el bosque. Cuando regresé a Glen Eliza, Bonjour también había desaparecido, y me quedé solo.

A la mañana siguiente, reprendí enérgicamente a la criada que había encubierto el engaño de Bonjour.

—¡No me diga, Daphne, que realmente creyó que esa joven, que apenas tendría edad para ser mi esposa, era mi tía abuela!

—Yo no dije tía abuela, señor, sino tía a secas, que es lo que ella me dijo. Llevaba mantón y un sombrero precioso, señor, así que no pude apreciar su edad. El otro caballero tampoco le hizo preguntas al respecto cuando entró allí. Además, señor, en las familias numerosas uno puede tener muchas tías de todas las edades. Yo conozco a una chica de veintidós años cuya tía no llega a los tres.

Dirigí mi atención al punto más notable de lo que me dijo: Duponte. Era posible que en medio de su inquebrantable concentración, y con las vidrieras emplomadas de la biblioteca, que en pleno día amortiguaban la luz, tan sólo hubiera identificado una figura femenina sentada a la mesa, cuando fue en busca de su libro. Pero esto parecía improbable. Me enfrenté a Duponte a propósito de este asunto. Yo no podía contener mi ira.

—¡El barón tiene ahora casi la mitad, si no más, de la información que he reunido! Monsieur, ¿es que no se dio cuenta de que Bonjour estaba delante mismo de usted cuando entró ayer en la biblioteca?

—No soy ciego —replicó—. ¡Y menos para ver a una muchacha tan hermosa! La habitación es oscura, pero no tanto. La vi perfectamente.

—¡Por Dios! ¿Y por qué no me llamó? ¡La situación ha empeorado mucho!

—¿La situación? —repitió Duponte, quizá presintiendo que la causa de que estuviera frenético iba más allá del hecho de que Bonjour se hubiera inmiscuido en nuestra investigación del caso.

En efecto, llegaba a preguntarme si podría volver a ver los ojos de Hattie.

—Todos los datos que habíamos reunido y que ellos no tenían —dije en un tono más tranquilo, pero con decisión.

—Ah, nada de eso, monsieur Clark. Nuestro conocimiento de los hechos que rodearon el momento de la muerte de monsieur Poe sólo depende en muy pequeña parte de los detalles y los hechos, que constituyen la sangre de los periódicos. Pero ése no es el núcleo de nuestro conocimiento. No me interprete mal: los detalles son elementales, y a veces fatigosos de obtener, pero en sí mismos no arrojan luz sobre el asunto. Uno puede saber cómo leerlos adecuadamente para determinar el grado de verdad que contienen… y la lectura que hace de ellos el barón Dupin no tiene nada que ver con la nuestra. Si le preocupa que demos al barón alguna ventaja sobre nosotros, deje de inquietarse, pues sucede lo contrario de lo que usted cree. Si su lectura es incorrecta, cuantos más detalles deba leer, más atrás lo dejaremos nosotros.