15

Así es como me convertí en nuestro agente secreto.

El barón Dupin cambiaba de hotel cada pocos días. Yo imaginaba que estas mudanzas venían impulsadas por sus constantes temores de que sus enemigos de París hubieran dado con su pista aquí aunque eso se me antojaba muy rebuscado. Pero luego empecé a fijarme en dos hombres que parecían observar regularmente al barón. También observaba yo al barón, por supuesto, y por eso me resultaba difícil vigilar de cerca al mismo tiempo a aquellos dos. Vestían como si llevaran uniforme: abrigos negros pasados de moda, pantalones azules y sombreros de tres picos que les ocultaban el rostro. Aunque físicamente no se parecían el uno al otro, ambos tenían la misma mirada inexpresiva, como los ojos desdeñosos de las estatuas romanas del Louvre. Esos ojos se dirigían a un mismo objeto: el barón. Al principio pensé que podrían estar trabajando para el propio barón, pero me di cuenta de que evitaban con el mayor cuidado su proximidad. Después de cruzarme varias veces con aquellos hombres, recordé dónde había visto por primera vez a uno de ellos. Fue durante uno de mis paseos con Duponte. Tropecé con él en las cercanías del lugar de uno de nuestros encuentros con el barón. Quizá por entonces ellos hubieran localizado a su objetivo.

Pero no eran las únicas personas en Baltimore que ahora se interesaban por los asuntos del barón Dupin. Ése era también el caso del portero del club Dios Rosado, el garito de los whigs del Distrito Cuarto, donde conocimos al señor George, presidente del grupo. Aquel corpulento portero empezó a hostigar al barón cuando éste llevaba el primer disfraz que yo conocí en la sala de lectura del ateneo. Y eso que el barón ni siquiera había desafiado abiertamente a aquel agente whig, Tindley, un nombre demasiado bonito para semejante monstruo. Cualquiera parecía un enano a su lado.

—¿Qué pretende usted, buen hombre? —preguntó el barón a su atormentador.

—Que ustedes, dandis, dejen de hablar de nuestro club —respondió Tindley.

—Querido amigo, ¿qué le lleva a pensar que a mí me importa su club? —volvió a preguntar el barón, condescendiente.

Tindley se quedó con la boca abierta, mientras metía el dedo entre los pliegues de la ondulante chalina negra del barón.

—¡Nos han advertido sobre usted, después de que intentara untarme para entrar en el club! Y ahora estoy vigilando.

—Ah, a ustedes les han advertido —replicó el barón en tono despreocupado—. En ese caso, me temo que los han engañado terriblemente. ¿Y quién en este ancho mundo podría haberlos advertido? —inquirió fingiendo una desesperada preocupación.

Tindley no tenía por qué revelar el nombre de Duponte, que por lo demás desconocía. Pero el barón pudo adivinarlo.

—¿Un francés alto y desgarbado con cabeza de huevo? ¿Fue él? Pues es un impostor, querido señor —dijo el barón refiriéndose a Duponte—. ¡Y más peligroso de lo que imaginan!

¡Qué breve relámpago de ira en los ojos del barón, mientras maldecía en silencio el triunfo de Duponte! Estorbado por Tindall allá adonde iba, el barón pronto tuvo que prescindir de su disfraz del hombre de los estornudos, y de los informadores que gracias a él había conseguido… Una pequeña victoria para nosotros, pensé con ánimo vengativo, después de la afortunada infiltración del barón en Glen Eliza a través del retratista holandés.

Hablando del aspecto del barón Dupin por entonces, ¡qué cambios experimentaba ante nuestros ojos! En el capítulo anterior he mencionado su facilidad para alterar su apariencia física con singular efectividad. En ocasiones recientes, viendo al barón por las calles, advertí una nueva transformación en su rostro y en su persona en general, pero sin ser capaz de identificar en qué consistía exactamente el cambio. No era cuestión de una nariz falsamente bulbosa ni de una peluca, ni del traje que vestía anteriormente, propio de los actores de ínfima categoría de la rue Madame de París. Su apariencia parecía ahora por completo distinta, y al mismo tiempo misteriosa y asombrosamente familiar.

Una noche estaba yo añadiendo combustible al fuego de la chimenea de la sala de estar. Duponte comentó que ya estaba bastante cómodo antes. En este punto, lo ignoré. Se dice que en París es difícil ver una chimenea echando humo incluso en las peores noches de invierno. Nosotros, los americanos, somos sensibles en exceso al calor y al frío, mientras que en el Viejo Mundo apenas parecen darse cuenta del uno y del otro. En cambio, yo no me sentaba envuelto en mantas como un francés insistiría en hacer. Aquella misma noche recibí una nota.

Era de la tía Blum. La abrí con cierta duda. Decía que esperaba que mi maleducado repostero francés (refiriéndose a Duponte) hubiera sido despedido. Aparte de hacerme llegar la cortés consideración que me debía por su larga amistad con la familia de Glen Eliza, el motivo principal era informarme de que Hattie estaba ahora comprometida con otro hombre, laborioso y digno de confianza.

Al principio, quedé anonadado por la noticia. ¿Realmente Hattie podía haber encontrado a alguien más? ¿Podía yo llegar a perder a una mujer tan maravillosa como Hattie mientras, a la vez, hacía lo que parecía adecuado y necesario?

Entonces comprendí. Volví a pensar en la sabia advertencia de Peter de que no resultaría fácil apaciguar a la tía Blum, y reconocí aquella carta como una maniobra de aquella mujer artera para atormentarme con culpabilidades y recriminaciones excesivas a mí mismo a propósito de mi equivocación con su sobrina.

Yo no estaba por encima de esa táctica, ni tampoco por debajo, llegado el caso.

Me senté en el sofá, pensando si debido a la naturaleza de mi actual empresa había puesto fin a cualquier relación adecuada con la sociedad. Después de todo, mis compañías eran ahora hombres de personalidad muy fuerte, como Duponte y el barón, que desafiaban todos los usos sociales y que buscaban cosas que no podían obtenerse mediante la cortesía habitual.

Cuando las llamas adquirieron una terrible intensidad en el hogar, y yo estaba considerando aquellas cuestiones, de pronto me puse a pensar en el barón Dupin como si hubiera percibido su rostro reflejado en el fuego. Se me ocurrió mientras trataba de representarme al hombre sin tenerlo delante.

Ningún pintor o retratista de daguerrotipos podría hacer justicia al barón debido a sus constantes cambios de aspecto. De haberlo intentado, probablemente el barón habría acabado pareciéndose más al retrato que viceversa. Sería menester sorprenderlo dormido para verlo en su verdadera forma.

—Monsieur Duponte —dije, dando un salto, mientras el fuego crepitaba y daba estampidos, como si cobrara vida—. ¡Es usted!

Se me quedó mirando, ante aquella afirmación dramática.

—¡Él es usted! —exclamé, agitando las manos en todas direcciones—. ¡Por eso planeó traer aquí a Van Dantker!

Tuve que hacer tres o cuatro tentativas para expresar el significado de mi hallazgo: ¡el barón Dupin se había apropiado de la forma de Auguste Duponte! El barón había tensado los músculos de su rostro, dirigido hacia abajo las comisuras de la boca y usado algún conjuro mágico, pues yo no podía expresarlo de otro modo, para afilar los contornos de su cabeza y ajustar su altura. También seleccionó su vestuario como el de Duponte, imitando el corte holgado y los colores apagados. Prescindió de las joyas y los anillos con los que anteriormente se adornaba, y suavizó los encrespados rizos de su cabello. El barón, utilizando su observación y el estudio de los dibujos y el retrato de Van Dantker, se remodeló en una versión de Duponte.

La razón la imaginé sencilla. Para irritar a su oponente, para vengar la provocación de Tindley, para mofarse de aquel ser, más noble que él, que había osado ser su competidor en aquella empresa. Siempre que veía a Duponte por la calle, el barón apenas podía hablar sin romper a reír ante la brillantez del escarnio de que ahora le hacía objeto.

¡Una abominación, un conspirador, un estafador enmascarado de gran hombre!

También, se lo juro a ustedes, había llegado a transformar de algún modo el verdadero timbre y el tono de su voz ¡para imitar con precisión el de Duponte! Incluso el acento estaba ajustado a la perfección. De haber estado en una habitación a oscuras escuchando un monólogo de aquel falsario, me hubiera dirigido alegremente al diabólico personaje como si fuera mi habitual y auténtico compañero.

La despreciable mascarada del barón me perseguía. Me rondaba. Me producía dentera. Pero no creo que inquietara a Duponte ni la mitad que a mí. Cuando me lamenté de la maniobra del barón, la boca de Duponte formó un enigmático arco, como si encontrara divertida aquella befa, como si se tratara de un juego de niños. Y cuando se encontró con su competidor, le dirigió una inclinación, como antes. El aspecto que presentaba el barón era asombroso, en particular de noche y viéndolos juntos a los dos. La única manera segura de distinguirlos acabó siendo la identidad de sus fieles asociados: yo por un lado y mademoiselle Bonjour por el otro.

Finalmente, un día, me enfrenté a Duponte.

—Cuando ese diablo se burla de usted y lo imita, usted permanece imperturbable.

—¿Y qué me aconsejaría hacer, monsieur Clark? ¿Proponerle un duelo? —preguntó Duponte con una suavidad probablemente superior a la que yo merecía.

—¡Sacudirle un buen guantazo, desde luego! —dije, aunque no me imaginaba a mí mismo haciéndolo—. Al menos yo me pondría hecho una furia con él.

—Comprendo. Pero ¿ayudaría eso a nuestra causa?

Pensé que quizá no, pero respondí:

—Así es. Creo que eso le recordaría que no está solo en este juego. ¡Él cree, dada la infinita impostura que encierra su cerebro que ya ha vencido, monsieur Duponte!

—Entonces ha caído en una creencia errónea. La situación es completamente opuesta. El barón, lo temo por él, ya ha perdido. Ha llegado al final, lo mismo que yo.

Me incliné hacia delante, incrédulo.

—¿Quiere decir…?

Duponte hablaba de nuestra auténtica finalidad: desentrañar el misterio completo de Poe…

Pero veo que he dado un salto excesivo adelante, como tiendo a hacer. Reconstruiré mis pasos antes de regresar al diálogo anterior. He empezado a describir mi vida de espía, estimulado por el deseo de Duponte de conocer los secretos y los planes del barón.

Como ya he señalado, el barón cambiaba de hotel con frecuencia para eludir a los perseguidores. Yo estaba al corriente de sus alojamientos porque seguía a un fatigado mozo trasladando su equipaje de su hotel hasta ponerlo en manos de un colega. No supe cómo respondía el barón a las preguntas sobre la peculiar práctica de cambiar de hoteles cada vez que firmaba en la hoja de registro. Si alguna vez me hubiera encontrado haciendo lo mismo, y no pudiera aducir la razón verdadera. —«Pues mire usted, señor, mis acreedores andan buscándome para disminuir mi estatura en una cabeza»—, contaría que estaba escribiendo una guía de Baltimore para extranjeros, y que necesitaba elementos de juicio en materia de hospedaje. Los hoteleros descargarían sobre mí una lluvia de ventajas. Ésta era una buena idea, y estuve tentado de escribírsela al barón como una anónima sugerencia.

Mientras tanto, Duponte me dio instrucciones para averiguar más acerca de Newman, el esclavo al que el barón había contratado, y así trabé conversación con él una tarde, en el salón de un hotel.

—Después de la primavera me voy de Baltimore —me dijo Newman cuando le formulé mis preguntas sobre el barón—. Tengo un hermano y una hermana en Boston.

—¿Y por qué no se va ahora? Hay estados en el norte que le protegerían —comenté.

Señaló un aviso impreso, en el vestíbulo principal del hotel. Advertía que ninguna persona de color «vinculada o libre» podía abandonar la ciudad sin depositar primero su documentación y contar con el aval de un hombre blanco.

—Yo no soy un nigger lo bastante estúpido como para dejar que me cacen y me maten. Sería como si me presentara ante mi amo y le pidiera que me pegara un tiro.

Newman tenía razón: seguirían su rastro aun en el caso de que su amo no se preocupara especialmente de su pérdida.

Debería incluir aquí una nota adicional, para evitar cualquier perplejidad, acerca del lenguaje del joven esclavo. Entre los africanos, tanto esclavos como libres, en los estados sureños como en los norteños, el empleo de la palabra nigger no designaba la raza. He oído a negros referirse a un mulato con ese término e incluso llamar a sus amos «ellos, los nigger blancos». Nigger lo usaban los negros para calificar a un sujeto al que tenían por inferior, con independencia de su tipo, color o clase. Esto redefine ingeniosamente la fea palabra, hasta que sin duda sea desplazada de nuestro lenguaje. Para quienes siempre dudaron de la inteligencia de esa maltratada raza, señalo este giro lingüístico y me pregunto si los blancos hubieran dado en hacer lo mismo.

—¿Y qué hay del otro negro? —pregunté.

—¿Quién?

—El otro negro contratado por el barón.

Estaba suficientemente convencido de que al extraño al que vi una vez con el barón le había sido encomendada mi vigilancia; debía espiarme como yo lo espiaba a él.

—No hay otro, señor, ni blanco ni negro. El barón D. no quiere que demasiada gente sepa realmente cómo es de cerca.

Al aproximarme de nuevo al barón, me sorprendió, y no dejó de complacerme, advertir que había moderado la jactancia que acostumbraba desplegar. En varias ocasiones oí que Bonjour le formulaba una pregunta más bien elemental sobre sus conclusiones relativas a Poe, y que el barón Dupin vacilaba. Esto alimentaba mis esperanzas de éxito para nosotros. Pero supongo que eso también me inspiraba un negativo e incómodo temor de que Duponte estuviera igualmente desorientado, como si existiera una vinculación mágica entre ambos hombres. Quizá ésta era una sutil consecuencia, en mi mente, del nuevo y sorprendente parecido entre Claude Dupin y Auguste Duponte, como si el uno fuera real y el otro, una imagen en el espejo, al igual que en el predestinado último encuentro del propio William Wilson de Poe. Otras veces parecía que ambos eran imágenes especulares de un mismo ser.

Pero sus comportamientos eran bastante diferentes.

En público, el barón continuaba con sus proclamas chillonas e impertinentes. Empezó a ofrecer suscripciones, para un boletín que se proponía publicar, y una serie de conferencias que pensaba dar acerca de los verdaderos y sensacionales detalles de la muerte de Poe. «Vengan, hagan corro, hagan corro, caballeros y féminas, ¡nunca llegarán a creer lo que ocurrió ante sus narices!», proclamaba en tabernas y posadas, como un charlatán de feria. Debo reconocer que resultaba superficialmente convincente, casi como un nuevo señor Barnum. Uno esperaría de él, poco menos, que en medio de una muchedumbre callejera anunciara aquello de ¡ahora transformaré este recipiente lleno de salvado en un… conejillo de Indias… vivo!

¡Y el dinero que lo seguía dondequiera que fuese! No puedo contar el número de baltimorenses que de buen grado pusieron cantidades abundantes en manos de aquel cuentista; baltimorenses, y lo digo con tristeza, que no daban señales de hacer otro tanto por un libro de poesía de Poe. Así que se dedicó una verdadera fortuna a la idea de que el barón Dupin desvelaría los acontecimientos de las últimas y más oscuras horas del poeta en esta tierra. Yo recordaba la época en que dos actores interpretaban simultáneamente Hamlet en escenarios próximos de Baltimore, y todo el mundo defendía con pasión a su Hamlet favorito, pero no por el drama en sí, sino por la competición a que daban lugar.

Las conferencias se pronunciarían en la sala de reuniones del instituto Maryland. El barón empezó a enviar telegramas repitiendo los mismos anuncios de conferencias, que a continuación tendrían efecto en Nueva York, Filadelfia, Boston… Sus planes eran expansivos, mientras que los nuestros parecían caer cada vez más bajo la sombra del barón.

En tanto se desarrollaban estos acontecimientos, el barón aún abría más la caja de Pandora de los rumores en los periódicos.

Algunas muestras: Poe fue encontrado en una zanja por un vigilante, tras haber sufrido un atraco; o el moribundo Poe yacía sobre unos barriles en el mercado de Lexington, cubierto enteramente de moscas; no, decía otro, Poe se reunió con antiguos cadetes de West Point, donde el poeta había aprendido a manejar el mosquetón y las municiones, y aquéllos estaban comprometidos ahora en cierta operación gubernamental reservada que introdujo a Poe en una peligrosa intriga, probablemente relacionada con sus actividades durante su juventud salvaje, cuando luchó a favor del ejército polaco contra los rusos; pero eso no sucedió así, su triste fin fue el resultado de los excesos cometidos en la bulliciosa y desenfrenada celebración del cumpleaños de un conocido; o Poe fue culpable de suicidio. Una amistad femenina manifestaba que el espectro de Poe le había enviado poemas desde el mundo espiritual, en los que contaba ¡haber recibido una paliza fatal durante el intento de robo de ciertas cartas! Mientras tanto, un periódico local recibió un telegrama de otro periódico antialcohólico de Nueva York, que aseguraba haber conocido a un testigo de los rabiosos excesos de Poe el día antes de que fuera descubierto en Ryan’s, asegurando por su comparecencia el Día del Juicio que Poe fue el culpable de todo.

Mientras yo me dedicaba a repasar estos artículos en la sala de lectura, se me acercó aquel empleado anciano en el que yo confiaba.

—¡Oh, señor Clark! Aún estoy pensando en quién me entregó aquellos artículos sobre su señor Poe. Pero sí he recordado con toda claridad que me pidió que se los diera a usted.

De pronto, perdí la concentración en los periódicos que tenía delante.

—¿Cómo dice, señor?

Nunca se me había ocurrido que aquellos recortes se los hubieran entregado al empleado con instrucciones específicas de enviármelos. Le pregunté si lo había entendido correctamente.

—Así es.

—¡Es asombroso! —exclamé, pensando en cómo aquel único recorte que aludía al Dupin «real» había cambiado completamente el curso de los acontecimientos.

—¿El qué?

—Que alguien… —No terminé la frase—. Es muy importante que me diga más sobre esa persona, sea quien sea. Estos días ando muy ocupado, pero volveré a verlo. Le ruego que trate de recordar. Se lo ruego.

Mi imaginación se encendió con esta nueva revelación. Mientras tanto, encontré una distracción menos teórica al decidir aclarar las cosas con Hattie. Le escribí una larga carta, reconociendo que la cruel aunque bienintencionada táctica de la tía Blum había sido un estímulo para mí, y proponiéndole que, cuando me contestara, reanudaríamos los planes para nuestra unión.