14

Al día siguiente, seguí presionando a Duponte para saber por qué se había apresurado a aceptar la petición del barón Dupin de evitar hablar con testigos. Se desataría ahora una carrera para reunir información, y no podríamos ponerle ninguna traba. Estaba ansioso por conocer los planes de Duponte para combatir al barón.

—Creo que usted intenta engañarme. Desde luego que hablará con personas que sepan algo de la última visita de Poe.

—Me mantendré completamente fiel a mi compromiso. No, no entrevistaré a esos testigos.

—¿Por qué? El barón Dupin no ha hecho nada para merecer su compromiso. Ciertamente no ha hecho nada para buscar a testigos. ¿Cómo comprenderemos lo que le pasó a Poe si no podemos hablar con quienes lo vieron en persona?

—Sería inútil.

—Pero ¿no mantendrían frescos los recuerdos desde la época de la muerte de Poe, que aconteció hace sólo dos años?

—Sus recuerdos, monsieur, apenas los conservan hoy día, están influidos por los relatos del barón. Él ha contaminado los periódicos y los cotilleos de Baltimore con sus sofismas y sus malas artes. Todos los testigos reales quedarán viciados, si no lo están ya, para cuando nos hallemos en condiciones de localizarlos.

—¿Cree usted que mentirían?

—A propósito, no. Sus verdaderos recuerdos de aquellos sucesos, y los relatos que pueden hacer de ellos, irremediablemente se reconfigurarán según la imagen inducida por el barón. Es como si hubiera reclutado a sus testigos para un juicio y les hubiese pagado para declarar. No, con las aportaciones de esos testigos no podríamos ir mucho más allá de los hechos más básicos, y sospecho que reuniremos esa misma información en el curso natural de los acontecimientos.

Probablemente deducirán ustedes que Duponte era una persona ceremoniosa. Tienen razón y están equivocados. No se atenía a las normas de urbanidad ni prodigaba las afabilidades desprovistas de sentido. Fumaba cigarros dentro de la casa, sin cuidar de quién estaba en la habitación. Tendía a ignorarlo a uno si no había nada que decir, y a contestar con una palabra escueta cuando consideraba que era suficiente. En cierto modo era un amigo siempre a punto, pues se convertía en el compañero de uno sin los acostumbrados rituales y sin demandas de amistad. Sin embargo, se inclinaba y se sentaba siempre en una postura absolutamente correcta (aunque una vez de pie quedaba de manifiesto lo cargado de hombros que era). En sus tareas observaba el mayor rigor y seriedad. De hecho, conseguía que uno se sintiera muy incómodo si lo interrumpía mientras estaba ocupado. Podía tratarse de la acción más anodina imaginable, como remover unas gachas de avena, pero parecía que aquello era infinitamente más importante que cualquier cosa que uno tuviera que decirle y romper así su concentración, aunque la casa estuviera ardiendo a su alrededor.

Y no obstante se entregaba a algunas de las más extrañas frivolidades. Yendo por la calle, un distinguido caballero con una fantástica chalina recogida en voluminosos pliegues exclamó en voz alta que Duponte era el espécimen humano más extravagante que había visto. Duponte no se ofendió e invitó al hombre, que era un pintor de cierto renombre en Baltimore, a compartir una mesa con nosotros en un restaurante cercano.

—Cuénteme su historia, querido señor —dijo el hombre.

—Lo haría encantado, monsieur —replicó Duponte excusándose—, pero entonces, probablemente, correría el peligro de tener que escuchar la suya.

—¡Fascinante! —dijo el hombre, sin alterarse.

Expresó su disposición a pintar a Duponte, y no tardamos en convenir que acudiría a Glen Eliza para empezar el retrato. Aquello me pareció completamente absurdo, habida cuenta de nuestras otras ocupaciones, pero no puse objeciones desde el momento en que Duponte se entusiasmó con la idea.

En lugar de ir a mi encuentro en la casa cuando tenía algo que decir, Duponte a menudo me enviaba una nota con un sirviente. Glen Eliza era grande y de disposición irregular, ¡pero no tan descomunal como para necesitar que un mensajero recorriera sus pasillos! Yo no sabía qué pensar la primera vez que un criado me alargó una nota, si ello se debía a su gran pereza o a un exceso de concentración.

Cuando nos aventurábamos fuera de la casa y en establecimientos públicos, Duponte rechazaba ser servido por esclavos sin pagarles alguna pequeña cantidad. Yo ya había presenciado casos similares a lo largo de los años, cuando visitantes de Europa venían a Baltimore, aunque si sus estancias eran prolongadas, la costumbre acababa por prevalecer sobre sus más finas sensibilidades, y el pago cesaba gradualmente. Pero creo que la acción de Duponte no era fruto de impulso sentimental alguno, y tampoco una cuestión de principios, pues había dicho que había más esclavos de los que se creía, y que algunos estaban más esclavizados que los negros de nuestro sur. Más que por razones de sentimiento, Duponte decía hacer aquello porque un servicio sin pago nunca tendría valor para ninguna de las dos partes. Muchos de los esclavos se mostraban sumamente agradecidos, otros, tímidos, y algunos, extrañamente hostiles a las aportaciones de Duponte.

En Glen Eliza teníamos dificultades con los sirvientes que yo había contratado a nuestro regreso de París. Sin duda, nuestra peculiar práctica de mandarnos cartas desde el gabinete a la biblioteca representaba un trabajo extra para ellos, aunque no era ésa la fuente del descontento. Muchos de mis criados se rebelaron en seguida contra Duponte. Una muchacha de color, en particular, una negra libre llamada Daphne, ocasionalmente se negaba a servirlo. Cuando le pregunté la razón, me dijo que consideraba al huésped muy cruel. ¿Alguna vez la había maltratado? ¿Acaso la había reprendido por algún error? No. Apenas le había dirigido la palabra, y cuando lo hacía se mostraba muy educado. Pero aun así, dijo, había algo raro en él. «Es cruel, puedo verlo».

En medio de mis obligaciones domésticas, fui más de una vez a casa de Hattie sin éxito. Las observaciones pesimistas de Peter sobre el cambio de aquella situación me habían producido gran ansiedad. La madre de Hattie, que siempre tuvo una salud delicada y debía guardar cama cuando no estaba en el campo o en un balneario recuperándose, se había debilitado más al final del verano. Después de una estancia en la costa, ahora permanecía gran parte del tiempo sin salir, lo que significaba más obligaciones para Hattie. También otorgó a la tía Blum más atribuciones en el gobierno de la casa. Cada vez que yo acudía, un sirviente me informaba de que la señorita Hattie y la tía Blum estaban ausentes. Finalmente, un día pude hablar con Hattie cuando se disponía a montar en un carruaje a la puerta de su casa.

—Querida Hattie, ¿es que no ha recibido mis notas?

Hattie dirigió una mirada en derredor y habló furtivamente, apartándome de la puerta principal.

—No debiera estar aquí, Quentin. Las cosas han cambiado mucho, ahora que mi madre ha empeorado. Mis hermanas y mi tía me necesitan.

—Lo comprendo —dije, temiendo que mi insistencia sólo hubiera servido para aumentar la carga que había recaído sobre los hombros de la pobre Hattie—. Nuestros planes… Necesito un poco más de tiempo…

Me impuso silencio con un movimiento de cabeza.

—Las cosas han cambiado —repitió—. Ahora no podemos hablar de eso, pero hablaremos. Me reuniré con usted en cuanto pueda, querido Quentin; se lo prometo. No hable con mi tía. Aguarde a que yo vaya a su encuentro.

Llegaron ruidos de la casa. Hattie me indicó que tomara por la calle y me apresurara a alejarme. Así lo hice. Aún pude oír a la tía Blum (y casi pude oír también el roce de las grandes plumas que imaginaba adornaban su sombrero) preguntarle con su recia voz:

—¿Quién estaba ahí, querida niña?

Les di la espalda y apreté el paso, con la sensación de que si me volvía a mirar atrás, la buena señora que ocupaba el carruaje podría mandar al cochero a que me sacudiera.

En Glen Eliza, el retratista, Van Dantker, se sentaba ante Duponte con su repertorio de lienzos y pinceles extendidos sobre una mesa. Duponte se mostraba inquieto ante la perspectiva de aquella creación artística. Van Dantker, hombre cálidamente temperamental, advertía con severidad a Duponte que estuviera quieto, y el analista sólo movía la boca mientras conversaban. Cuando comenté que aquélla no era una manera muy cortés de mantener una conversación, Duponte manifestó que ponía la mayor atención y que deseaba comprobar si podía dividir su mente en compartimientos de concentración. A veces era como hablar con un retrato viviente.

—¿Cuál diría usted que es la verdad para el barón, monsieur Clark? —me preguntó una noche Duponte en tono sarcástico.

—¿A qué se refiere?

—Usted le preguntó si busca la verdad. Sin duda la verdad no es la misma para todo el mundo, pues la mayor parte de la gente cree poseerla, o desea poseerla, y sin embargo sigue habiendo guerras, y hay profesores que todos los días se rebaten hipótesis mutuamente. Así pues, ¿qué es la verdad para nuestro amigo el barón?

Lo estuve pensando.

—Es abogado. Supongo que a efectos legales la verdad es un asunto práctico, así que la abogacía se ejerce de una forma u otra según el lado del que uno esté.

—De acuerdo. Si Jesucristo hubiera tenido un abogado junto a él, Poncio Pilato habría admitido que su juicio podía ser nulo por defecto de forma. Así que hubiera dictado una sentencia más ligera, y la redención del género humano se habría visto malograda. Muy bien. Así pues, si el barón Dupin se expresa en términos legales, la verdad no es aquello que probablemente ha sucedido, sino aquello de lo que puede presentar una prueba de que probablemente ha sucedido. Una cosa y la otra no son lo mismo. En realidad apenas guardan relación, y la una nunca podría acoplarse a la otra.

—¿Y cómo sabremos si el barón se inventa la prueba en relación con la muerte de Poe?

—Podría tratar de amañarla, sin duda, pero es probable que cuente con alguna pequeña base real. Si intenta publicar un relato popular acerca de su intervención en el caso de la muerte de Poe, como sugirió, y se propone obtener beneficio dando conferencias sobre el tema, no podrá arriesgarse a caer con tanta facilidad en el descrédito propalando mentiras abultadas, monsieur Clark. Después de todo, leímos en los periódicos parisienses que trataba de que sus acreedores conocieran su intención de regresar con suficientes recursos financieros para liberarse de su acoso. Se apoya en esto para protegerse de las conspiraciones contra él. Necesitará hechos, aunque ello signifique que deba inventárselos en parte.

Duponte continuó confinado en Glen Eliza la mayor parte del tiempo, a menudo enredado en disputas con Van Dantker sobre si permanecía lo bastante quieto. Duponte desplegaba para el artista la media sonrisa más extraña, con puntos afilados como cuchillos tallados en las comisuras de la boca.

A veces me excusaba, salía de casa y daba una vuelta sin rumbo fijo. Esas excursiones eran, más que nada, sacrificios ofrendados a mis nervios. A principios de aquel año, Correos había empezado a repartir a domicilio las cartas a cambio de un suplemento de dos centavos, de modo que yo no tenía que desplazarme a la oficina. Le expliqué a Duponte el funcionamiento de nuestros servicios postales, y por unos momentos pareció sumamente interesado en el tema, antes de recuperar con rapidez su aire distraído. Yo siempre miraba el primero el correo, por si había en él algo inesperado: quizá, incluso, una última carta dirigida a mí por Poe, tal vez remitida equivocadamente o perdida y ahora recuperada. Duponte no recibía cartas.

Pero una buena mañana, cuando me disponía a salir, un mensajero entregó un baúl. Tenía la misma forma y color que uno de los que Duponte había traído de París. Aquello me sorprendió, pues creía que todo el equipaje de Duponte estaba en casa. Pero él parecía esperar la llegada del bulto y me hizo gestos de que lo aceptara.

Todas las mañanas yo repasaba los periódicos antes de añadirlos a la colección de Duponte. Pese a la súbita atención prestada a la muerte de Poe, no había nada realmente interesante en la prensa; tan sólo rumores y anécdotas. En uno de los diarios se recogía una nueva explicación acerca de la ropa que vestía Poe al ser descubierto, de talla superior a la suya y raída.

—El periódico dice que se le ha sugerido al redactor (no me cabe duda de que esto es cosa del barón Dupin) que la ropa de Poe, que no le pertenecía, era ¡algún tipo de disfraz!

—Desde luego, monsieur —asintió Duponte, utilizando su lupa pero sin leer apenas el artículo.

Me sobresalté.

—¿Ya lo había leído?

—No.

—Entonces, ¿por qué me responde «desde luego»?

—Quiero decir «desde luego que el periódico está totalmente equivocado».

—Pero ¿cómo lo sabe?

—Los periódicos casi siempre están equivocados acerca de todo. Si encontrara usted alguno de los principios de su religión impresos en una página, sería hora de considerar su forma de dar culto a Dios.

—Pero, monsieur, ¡usted se pasa la mayor parte del día leyendo los periódicos en la mesa de mi biblioteca! ¿Por qué malgastar todo ese tiempo?

—Debe uno enterarse de sus errores, monsieur Clark, a fin de avanzar hacia la verdad.

Me lo quedé mirando hasta que continuó. Arqueó las cejas de una manera muy francesa.

—Una demostración. Tome este asunto de la ropa de monsieur Poe que menciona su periódico. El Observer de Richmond escribió hace poco que unos días antes de su llegada a Baltimore, Poe había cambiado inadvertidamente su bastón de paseo, de madera de Malaca, con un amigo de Richmond, cierto doctor John Carter. En el mismo periódico leemos (en un error chusco, pero en algún sentido distinto de la igualmente errónea frivolidad del disfraz) que la ropa de Poe fue sustraída y reemplazada, en el curso de un robo, durante su estancia en Baltimore. Atribuir a la ropa una importancia capital, porque resultaba visible a quienes encontraron a Poe, es supeditar la razón a la fantasía.

—¿Cómo sabe usted, sin disponer de más información, que la ropa no fue robada de esa manera?

—¿Ha sabido usted de algún ladrón que le robe a uno la ropa (lo que ya es bastante raro) y que luego sustituya el traje de la víctima por otro? Es una idea que sólo se le podría ocurrir a quien no sea ladrón. Los redactores se han limitado a recurrir a la situación más común para un visitante, un robo, y la han alterado para hacer coincidir los resultados finales sin tomar en cuenta la verosimilitud. En todo caso, y por sí sola, la especial calidad del bastón nos confirma que aún es más improbable.

En el artículo del periódico al que se refería Duponte, el Observer informaba de que Poe había visitado al doctor Carter y de que, después de jugar con el nuevo bastón de madera de Malaca del segundo, se lo llevó por distracción. Carter dice también que Poe se dejó en el despacho un volumen de 1819 de las Melodías de Thomas Moore.

—Pero no se ofrece ningún detalle más sobre el bastón, salvo que es de «madera de Malaca». ¿Cómo, a partir de ahí, usted determina que tiene una especial calidad?

Duponte había pasado ya a otro asunto:

—¿Querría usted traerme el baúl que ha llegado esta misma mañana?

Me quedé perplejo y una pizca irritado porque esta petición interrumpiera nuestro diálogo, en particular porque yo había depositado el baúl en la habitación de Duponte. Subí y luego trasladé en una carretilla el baúl desde allí hasta la biblioteca, donde nos sentábamos. Duponte me dio instrucciones para abrir la tapa. Así lo hice. Lo que vi me hizo abrir mucho los ojos.

Me incliné y metí la mano dentro. Contenía un objeto que reposaba en el fondo.

—¿Esto es…?

—El bastón de Poe, sí.

Lo cogí con cautela, con ambas manos, y con renovada sorpresa ante mi huésped dije:

—Duponte, ¿cómo diablos…? ¡¿Cómo el bastón de Poe ha venido a parar a su baúl?!

Duponte se explicó.

—No es el auténtico que llevaba Poe en el momento de su muerte, sino otro de la misma clase, puede usted estar seguro. Que el bastón que Poe se llevó equivocadamente se identificara como «Malaca», según usted acaba de leer, revelaba algo más que su madera. Adiviné que en América se había vendido un número limitado de bastones de esa palmera en concreto, la cual crece en las costas de la península Malaya, fuera de las rutas habituales. Durante mi paseo del otro día, recordará que dije que me había detenido en algunas tiendas. De mis conversaciones con los vendedores de bastones de paseo deduje que mis cábalas eran correctas: no había en Baltimore más que cuatro o cinco clases de bastones hechos de madera de Malaca, y probablemente otras tantas en Richmond. Compré uno de cada. Luego vacié uno de mis baúles y envié los bastones, con un mensajero, al hospital universitario Washington, donde murió Poe, acompañados de una nota dirigida al doctor Moran, el médico que le atendió. Le explicaba que en un envío a Richmond se había mezclado su bastón con otros y le rogaba que identificara el bastón que llevaba Poe y lo enviara aquí.

—Pero ¿cómo supo usted que el doctor Moran había hecho ese envío a Carter?

—Oh, yo no supuse que lo hubiera hecho; pero no por eso él consideró extravagante mi petición. Lo más probable es que el doctor Moran enviara todos los efectos de Poe a algún miembro de la familia, posiblemente a su conocido Neilson. Éste, a su vez, habría tratado de devolver los objetos a sus respectivos dueños. Como agradecimiento por el favor, mi nota al doctor Moran especificaba que los otros tres bastones de Malaca que le envié eran un regalo. Como yo esperaba, Moran me ha devuelto uno. ¿Encuentra algo especial en este bastón, monsieur Clark?

—Si a Poe lo atracaron —dije, dándome cuenta de lo que eso significaba—, ¡los ladrones seguramente habrían cogido un bastón tan bonito como éste!

—Usted se ha aproximado a la verdad averiguando lo que es falso —dijo Duponte asintiendo con gesto de aprobación—. Y ahora este bastón es para usted.

* * *

Mi siguiente gestión en la ciudad —ahora no puedo recordar dónde— fue también una buena excusa para hacer uso de mi nuevo bastón de paseo. Era sumamente decorativo. Incluso me hizo pensar en dedicar más atención a mi indumentaria, y empleé la ponderación de un estadista en elegir un sombrero y un chaleco que estuvieran a la altura del nuevo accesorio. Varias representantes del bello sexo, tanto las damas más jóvenes como las encargadas de vigilarlas, me miraron con visible aprobación mientras caminaba por la Ciudad Vieja.

Oh, sí, la gestión. Fui a ver a dos zánganos que me habían citado en relación con varias inversiones heredadas de mi padre. Debido a un aplazamiento de la prolongación del ferrocarril de Baltimore y Ohio hasta este último río, se vieron afectados varios de mis intereses, y enviaron un grueso portafolios con documentos que requerían una revisión por mi parte. Como es natural, tuve poco tiempo, con todo lo que estaba ocurriendo, para examinar muy meticulosamente aquellos papeles.

Aquella tarde me encontré de nuevo en las cercanías de donde fue descubierto Poe el 3 de octubre de 1849. Decidí dirigirme al establecimiento, el hotel Ryan’s, donde Poe se había presentado en deplorables condiciones. Pensé en lo que yo hubiera podido hacer o decir en aquel momento para salvar a Poe o, al menos, para tranquilizarle en aquellos cruciales momentos, ahora hacía dos años.

Mi melancólica ensoñación se vio interrumpida por un grito a la vuelta de la esquina. No era algo que tuviera gran importancia en medio del ruido alocado de las calles de una ciudad como Baltimore, donde se oía el golpear de cascos de los coches de bomberos, y el continuo griterío no cesaba ni por las noches hasta que, en ocasiones, estallaba en disturbios entre compañías de bomberos rivales o contra grupos de extranjeros. Pero aquel grito solitario, crepitante como un aria de muerte en una ópera, me provocó auténticos escalofríos.

—¡Reynolds…!

—¡Reynolds…!

Fue la palabra que gritó Poe en el hospital cuando se estaba muriendo.

Recuerden ahora dónde escuché ese grito. Me hallaba ante el lugar desde el que Poe fue trasladado a su lecho de muerte en el hospital. Imaginen mi desorientación al pensar que, de repente, me veía involucrado en la vida de otro…, la muerte de otro.

Me deslicé hacia delante. ¡Y lo oí de nuevo!

Torcí para tomar la calle siguiente y me interné en las sombras de un estrecho pasaje entre dos edificios, acercándome al lugar de donde procedían los sonidos. Un hombre bajo, con gafas y levita, avanzaba directamente hacia mí, obligándome a retroceder de un salto. Ahora reconocí la voz del hombre que iba en su persecución.

—¡Por qué, señor Reynolds! —tronó el perseguidor.

—Déjeme, haga el favor —replicó el hombre; bueno, ahora estamos en condiciones de decir replicó Reynolds.

—Buen señor —protestó el barón Dupin—, debo recordarle que yo soy un agente especial.

—¿Agente especial? —repitió Reynolds en tono de duda.

—Para la mismísima corona británica —puntualizó patrióticamente el barón.

—¡La corona británica! —exclamó Reynolds—. ¿Y por qué querría hostigarme? ¡Pues al infierno con la corona!

—La honda preocupación ¿es una especie de hostigamiento? Una cosa es completamente opuesta a la otra. Yo sólo quiero conocer toda la historia, para su protección.

El barón Dupin sonrió. Hablaba con su fogosidad habitual, y esta vez no llevaba su peludo disfraz.

—¡Pero yo no tengo ninguna historia que contar!

—Usted no se da cuenta, pero sí la tiene. Mi querido Reynolds, hay círculos muy interesados en conocer el desarrollo de los acontecimientos ese día, como últimamente ya ha visto usted en los periódicos. Su reputación, su trabajo como carpintero, el buen nombre de su familia podrían peligrar si la verdad no se aclara cuanto antes. Usted estaba ese día en el Ryan’s. Usted vio…

—Yo no vi nada —dijo Reynolds—. Nada fuera de lo ordinario. Era día de elecciones. ¡Había jolgorio, claro! El año anterior hubo un gran alboroto a propósito de la elección de sheriff: ambos bandos, con sus partidarios. Los días de elecciones son más bien salvajes en Baltimore, señor barón.

—«Barón» a secas, querido amigo. Poe llamó ansiosamente a «Reynolds» en su lecho de muerte, en su habitación del hospital. —Así pues, el barón también había descubierto aquello—. ¿No cree usted que eso se sale de lo ordinario? ¿Podríamos considerarlo extraordinario? ¿Había alguna razón para que él le recordara en sus últimas horas?

—No recuerdo haber conocido a ningún Poe allí. Puede usted preguntar a los otros vocales. Insisto en que me dispense.

Pegado a la pared, me asomé lo suficiente para ver la cara del barón después de que Reynolds se alejara. Permaneció de pie en el mismo lugar. Su sonrisa estaba contraída, como si hubiera probado algo agrio o acabara de robarle la cartera a Reynolds. (¿Y hubiera sido sorprendente que lo hiciera?). En todas sus actividades, el barón parecía saborear la victoria. Aunque era un abogado envilecido que huía de sus acreedores —y aunque ahora Reynolds no quisiera trato alguno con él—, el barón por lo general confiaba en sus expectativas.

Solo, plantado en la calle, el barón se pasó la lengua por el labio inferior varias veces, como si se dispusiera a desplegar su futura elocuencia. Su rostro y su porte parecían apagados cuando no estaba ladrando o arrullando a alguien. Sus engranajes y sus bombas debían moverse constantemente. La claridad de su intelecto brilló mientras murmuraba una palabra para sí mismo. Esa palabra fue:

—¡Dupin!

Masculló la palabra «Dupin» como si fuera una maldición. Sin duda parece extraño que un hombre pronuncie su propio nombre como una injuria, como si descargara un puñetazo en su propia barbilla. Resulta menos extraño, quizá, si piensan en ello no como su nombre, sino como su herencia y legado, de los que abominaba. El barón, sin embargo, era el tipo que se consideraba a sí mismo una culminación, más que un retoño de todo cuanto le había precedido. Cuando le preguntaban quiénes fueron sus antepasados, podía responder lo mismo que el emperador Napoleón a los reyes: «Yo soy un antepasado».

Pero no. Su imprecación, «Dupin», no iba dirigida ni a sí mismo ni a su familia. El barón no se proponía denostar a nadie sino a la figura de C. Auguste Dupin. El personaje cuya paternidad y autoridad trataba de demostrar. ¿Por qué murmuraba de aquella forma sobre el Dupin literario? Este engaño en el que se había apoyado desde mi primer encuentro con él en París, a saber, que él podía ser el Dupin real, era ahora un espectro demasiado poderoso para él…, y esto sólo podía admitirlo, si es que lo hacía, cuando se hallaba completamente solo, como él creía estarlo ahora en la calle. No podía disputar, ni argumentar, ni ponerse la máscara del Dupin real, como solía hacer en la vida y en el foro. O lo era o no lo era. Había desesperación en aquella escena; algo vulgar, en definitiva. Pensé que quizá estaba admitiendo algo, disponiéndose a hundirse. Estaba equivocado.

Me asomé, protegido ahora tras un poste que sostenía el toldo de un establecimiento de daguerrotipos. No tardó en avanzar por la calle un carruaje que reconocí. Era el mismo coche de alquiler que estuvo esperando al barón y a Bonjour la otra noche. Imaginaba que de algún modo el barón había engatusado o amenazado al cochero original para conseguir el uso privado del carruaje. Bonjour se apeó, y el mismo negro enjuto y de piel clara ocupaba el pescante. Más tarde supe que el barón se había asegurado el servicio de aquel esclavo delgado y todavía adolescente, cuyo nombre era Newman, para que fuera su cochero y su mensajero. Le había dicho a Newman que si hacía bien su trabajo compraría su libertad a su dueño.

Bonjour informó en tono sosegado al barón, en francés, de que al caer la noche «nos reuniremos con él en el cementerio de Baltimore». Es todo cuando pude oír.

Regresé a Glen Eliza y saqué del anaquel la guía de la ciudad. El barón Dupin había revelado que el «Reynolds» que estaba en la calle con él era carpintero. En la guía, la entrada del apellido que tanto me había intrigado, correspondiente a aquella ocupación y con una dirección próxima a donde vi a los dos hombres, decía así:

REYNOLDS, HENRY, CARPINTERO, ESQUINA DE FRONT Y LOW

¿Qué relación con Poe podía tener aquel modesto carpintero al que yo había visto en la calle? Después de todo, la única clase de persona que nunca emplea a un carpintero es alguien que viaja, como era el caso de Poe en Baltimore. Eso podía yo saberlo sin la ayuda de la raciocinación. Y aquel señor Reynolds en concreto había negado haber visto al poeta.

Seguí pensando en los comentarios del barón Dupin en la calle. Él daba por supuesto que Henry Reynolds estuvo con Poe en Ryan’s y que había presenciado algo. Me senté, entregándome a hondas cavilaciones sobre la razón de que aquel Reynolds hubiera acompañado a Poe en sus peores horas, y sobre cómo el barón pudo saber…

Se mencionaron las elecciones. «Los días de elecciones son más bien salvajes en Baltimore, señor barón». Y «los otros vocales». Reynolds quizá estuvo en Ryan’s por algo relacionado con las elecciones, puesto que Ryan’s fue utilizado ese día como colegio electoral del Distrito Cuarto. Me sumergí en la colección de periódicos y me detuve cuando encontré el Baltimore Sun del 3 de octubre de 1849. Ése fue el día en que Poe fue descubierto en Baltimore, en Ryan’s, en «estado de choque», como había dicho uno de los periódicos.

Allí, en la sección política del periódico, figuraba el nombre de «Henry Reynolds» en una página con una larga lista de vocales de las elecciones de Baltimore, hombres que tomaban juramento a los votantes y supervisaban las votaciones. Reynolds era uno de los vocales del colegio electoral del Distrito Cuarto, el hotel Ryan’s. Era el que le correspondía por empadronamiento. Esto explicaba por qué el barón buscaba su rastro en las inmediaciones de Ryan’s: el carpintero vivía muy cerca de allí.

Yo ardía en deseos de contar mi descubrimiento, pero si se lo decía a Duponte, seguro que me hubiera valido una reprensión. Hubiera repetido, filosóficamente, sus previas declaraciones de no hablar con testigos. «Podemos averiguar todo cuanto necesitemos de forma indirecta», habría dicho. Además, el barón Dupin ya había hablado con Reynolds, habría razonado. El barón le habría influido, por no mencionar a otras personas de Baltimore.

Repetí para mis adentros que Duponte era el analista más eminente del mundo, y que mi colaboración no se proponía otra cosa que atender a sus necesidades. Pero ahora no podía dejar de pensar en quién sería él: a saber, el hombre con el que el barón y Bonjour iban a reunirse en el peligroso entorno del cementerio de Baltimore aquella noche, según yo había oído. Tampoco podía dejar de maravillarme por aquello, ni dejar de preguntarme si la cita guardaba relación con el asunto de Reynolds. Cuando anocheció, me excusé diciendo que iba a tomar el aire.

Tomé un coche y recorrí las calles hasta un barrio situado al noreste de la ciudad, donde uno hubiera preferido estar con luz del día. Al acercarse al cementerio de Baltimore, mi carruaje se detuvo bruscamente. Los caballos dieron sacudidas y se agitaron.

—Cochero, ¿es que no controla usted los caballos? —pregunté.

—No, señor, creo que no.

—¡Deténgase aquí! Haré a pie el resto del recorrido.

¿Aquí, señor? ¿Que va usted a ir a pie por aquí?

Yo mismo me hubiera formulado la pregunta de no haberme guiado la necesidad de saber más acerca del barón. Traspuse con paso inseguro la cancela del camposanto y me mantuve en el límite del recinto, tan cerca como me era posible de la luz más próxima, situada en Fayette con Broadway.

Descubrí el carruaje del barón más adelante y mantuve una distancia suficiente para quedar oculto y a salvo entre las sombras de la noche. Podía ver que se estaba trasladando un pesado bulto al interior del vehículo, y que luego otra figura desaparecía en la oscuridad del cementerio. Aunque puse cuidado en no ser descubierto, me invadió el pánico cuando el carruaje emprendió la marcha para salir del cementerio. No tenía el menor deseo de quedarme solo en aquel reino de los muertos una vez anochecido (ningún baltimorense lo hubiera querido), y me escurrí del lugar con la diligencia de un roedor.

Apresurándome ahora hacia la derecha del camposanto, seguí el sonido del carruaje, que se dirigía al hospital universitario Washington, el establecimiento adonde Edgar Poe había sido llevado desde el hotel Ryan’s, y donde murió. Aquel gran edificio de ladrillo, con sus dos severas torres cerniéndose sobre él, apenas era menos lúgubre que el cercano cementerio. No mucho después de la muerte de Poe la junta de facultad decidió que su situación en el centro de Baltimore resultaba inadecuada, y ahora el edificio sólo se utilizaba esporádicamente como hospital. Habiendo apurado sus recursos financieros con las nuevas adquisiciones, la facultad intentaba ahora vender el innecesario edificio y sus terrenos.

El carruaje del barón estaba estacionado en las inmediaciones. Encontré la cancela del hospital cerrada.

—¡No más cadáveres! —gritó una voz dirigiéndose a mí, desde una ventana de la fachada principal del edificio.

Ignoré la extraña advertencia y traté de nuevo de abrir la cancela, cuando el vigilante reapareció en estado de agitación.

—¡Que no necesitamos más cadáveres! ¡Acabamos de recibir uno!

Los cuerpos de los recién fallecidos los utilizaban los médicos para instruir a sus estudiantes en la práctica de la cirugía. Los hombres de la resurrección se colaban furtivamente en los cementerios y utilizaban una barra de hierro provista de un gancho en un extremo para abrir un agujero en el ataúd. Estos pescadores de cuerpos ensartaban el cadáver por la barbilla y tiraban hacia fuera, en ocasiones unas pocas horas después de haber tenido un respetable sepelio. La proximidad de este cementerio al hospital universitario lo convertía en un blanco especial para los ladrones de cuerpos. Pocas personas, incluso las más audaces, se aventuraban por las cercanías del cementerio de Baltimore y del hospital universitario Washington por la noche, pues se decía que a veces, cuando no habían encontrado un muerto reciente, los caminantes eran raptados y destinados a aquel fin, lo que reportaba a los raptores la acostumbrada gratificación de los médicos: diez dólares.

—¿Me ha oído ahora? No más cadáveres.

El rostro bizqueó desde su lugar en la ventana.

—Mis excusas, señor —dije.

Se retiró al interior. Caminé junto a la tapia hasta que encontré un tramo caído sobre el barro y pasé por encima. La puerta del hospital seguía sin cerrar, debido a la reciente entrada del barón Dupin y de Bonjour.

Aquella parte del hospital parecía vacía. Hacía mucho más frío allí que en el exterior, como si el viejo edificio congelara el aire. Yo daba un salto cada vez que se producía un ruido, creyendo que el vigilante me había oído llegar y se proponía atraparme, pero no tardé en advertir que el viento golpeaba ventanas y puertas arriba y abajo de la gigantesca estructura.

Subí por la escalera cautelosamente. Parecía como si el barón y Bonjour estuvieran hablando con alguien en un aula del cuarto piso. No obstante, la escalera describía una curva al pasar ante aquella dependencia, y como la puerta del aula permanecía abierta, no pude seguir subiendo sin ser visto. Mientras tanto, sólo alcancé a oír su conversación vagamente.

Se lo advertí, dijo una voz que no me resultaba familiar.

Examiné mi entorno. Si no podía situarme más arriba salvo ascendiendo por la escalera, no lograría mi propósito. No parecía haber otra escalera en la parte posterior. Pero sí había un cuarto lleno de barriles. Destapé uno en busca de alguna herramienta útil, y me quedé sin aliento al encontrarlo lleno de huesos humanos.

Cada vez más desalentado por haber llegado tan lejos sin provecho alguno, no tardé en encontrar una abertura en la pared que daba a un pozo, el cual parecía el hueco de un montaplatos, pero de grandes dimensiones. Aunque el hueco estaba negro como el carbón, salvo por la luz que se filtraba en cada piso, me introduje y, afortunadamente, pude advertir que había un montacargas y una polea. Provenía de abajo y continuaba hasta el aula. Parecía un golpe de suerte.

Resultó que mi cuerpo cabía con sorprendente facilidad en el hueco. Dejé el sombrero en el suelo y enrosqué las piernas, lo más fuertemente posible, en torno a la polea, y me di impulso hacia arriba tirando del extremo opuesto de la polea. El aire era apestoso y viciado. Hice lo posible por no mirar los tres pisos que tenía por debajo, a medida que me aproximaba al cuarto. La conversación se hacía más clara con cada pequeño avance hacia arriba, en dirección al aula.

El hombre que estaba con ellos tenía una voz potente, casi tan teatral como la del barón.

—Y ahora los periodistas han estado importunándome sobre el asunto. No entiendo por qué tenemos que seguir hablando de eso.

—Los detalles —dijo Bonjour en tono tranquilo—. Necesitamos todos los detalles.

—¿Sabe? —terció el barón, completando la idea de Bonjour—. Estamos a punto de saber qué le ocurrió exactamente a Poe aquel día concreto que se lo trajeron a usted. Usted, amigo Moran, será el héroe de un relato de injusticia.

Se produjo una pausa, llena de intriga, en la conversación. Mientras tanto, miré a mi alrededor, en el estrecho y oscuro túnel en el que estaba encerrado. Cuando tenté la pared para equilibrarme mejor, la encontré viscosa y fría. Entonces, en una grieta a lo largo de ella apareció un par de ojos rojos, y una rata, alarmada por la intrusión de mi mano en su escondrijo, avanzó hacia mí. «Chist, chist», rogué al roedor. Su horrorosa mirada rojo sangre casi me hizo deslizarme abajo, pero mi decisión de oír más me impulsó a trepar más cerca de donde llegaban las voces.

La mención de su condición de héroe pareció ampliar la voz de Moran cuando continuó:

—A Edgar Poe lo trajeron un miércoles por la tarde, hacia las cinco, en un coche de alquiler. El cochero me ayudó a sacarlo y le pagué de mi bolsillo.

—¿No iba nadie más en el coche, aparte de Poe y el cochero? —preguntó el barón.

—No. Tan sólo había una tarjeta del doctor Snodgrass, el editor de la revista, informándome de que el hombre que iba dentro era Edgar Poe y necesitaba asistencia. Lo llevamos a una habitación muy cómoda, en la torre del segundo piso, con una ventana al patio. No tenía conciencia de quién le había traído ni de con quién había estado reunido.

—¿Qué dijo el señor Poe? ¿Mencionó el nombre de E. S. T. Grey?

—¿Grey? No. Hablaba, pero sostenía una conversación sin sentido con objetos imaginarios en las paredes. Recuerdo que estaba pálido y bañado en sudor. Tratamos de tranquilizarlo. Naturalmente, procuré obtener de él más información. Fue capaz de mencionar que tenía una esposa en Richmond. Luego he llegado a saber que aún no estaban casados. Sin duda padecía confusión mental. Ignoraba cuándo había venido a Baltimore o qué le había traído aquí. Entonces yo le dije que pronto estaría lo bastante bien como para gozar de la compañía de sus amigos.

Mientras Moran hablaba, trepé hasta casi el nivel del aula. Mi mano extendida tanteó en la oscuridad y se posó en una materia sólida. Parecía lona. Me esforcé por ver mejor. Debía ser la bolsa que se cargó en el carruaje del barón en el cementerio. Su parte inferior estaba ahora a la altura de mi cabeza. Palpándola, me estremecí al percatarme de que estaba agarrando un pie humano sin vida. De pronto, comprendí lo que el barón había traído del cementerio y supe que aquello no era un montaplatos. El montacargas por el que yo había trepado se usaba para subir los cadáveres a las salas de disección de los diferentes pisos.

El cuerpo había sido trasladado desde la polea de la que yo colgaba a un gancho en la pared del hueco, y mirando hacia el aula pude ver por qué aún no había sido introducido en ella. Allí había ya un cadáver de un hombre, o parte de él, cubierto de sal y con un paño blanco, yaciendo en una mesa de disección en mitad de la estancia. Unos delantales, tanto limpios como ensangrentados, colgaban al lado. No podían dedicarse al cuerpo recién llegado en tanto no terminaran con aquel otro.

Sentí un escalofrío a la vista de aquello y a causa de mi proximidad al cadáver nuevo. Aceleré la respiración para tratar de calmarme, pero eso me permitió percibir un horrible hedor del que no me había dado cuenta antes. Mi agarre a la polea flojeó.

Me deslicé con rapidez hacia abajo casi un piso entero. Apoyando las piernas en las paredes del hueco, traté de recuperar el equilibrio para no desplomarme cuatro pisos y acabar sumido, con toda certeza, en la negrura eterna que me aguardaba abajo.

—¿Qué ha sido eso? —oí preguntar a Bonjour—. Ese ruido. Sale de la pared, del montacargas.

—Quizá nuestro regalito se ha despertado, doctor Moran —dijo el barón riéndose como quizá ningún hombre lo hiciera en la inmediata vecindad de dos cuerpos muertos.

El barón se asomó a la abertura y miró por el hueco. Yo me encontraba en la parte oscura y, milagrosamente, oculto a la mirada del barón por el saco con el cadáver. Su cabeza volvió a la estancia.

—No se preocupen —comentó Moran—. En este edificio aseguramos ventanas y puertas con cuerdas, pero al parecer este lugar hace más ruido del que nunca hicieron los pacientes.

Vi entonces a Bonjour ocupar el lugar del barón en la abertura del hueco, y mi ansiedad aumentó. Se asomó sin temor al horrible pozo.

—¡Tenga cuidado, señorita! —advirtió Moran.

Ahora Bonjour se lanzó por completo al hueco, y por un momento tuve la certeza de que me caería encima. En lugar de eso, se sujetó a la polea con una mano y con las rodillas. Sin duda Moran protestaba arriba, pues pude oír al barón tratando de calmarlo. Me aferré para mantener mi posición y recé para que se obrara un milagro. Casi podía sentir los ojos de Bonjour escrutar la oscuridad directamente sobre mi cabeza descubierta.

Descendió hacia mí pulgada a pulgada, elevando con ello la polea de mi lado, de modo que, involuntariamente, me aproximaba a ella.

Cerré con fuerza los ojos, ignorando las gotas de sudor frío, y aguardé a ser descubierto. Un chillido terrible e inhumano quebró mi concentración: en un instante, un ejército de voraces ratas negras avanzó corriendo por las paredes del hueco. Se precipitaban en masa sobre Bonjour, quien involuntariamente las había atraído. Varias de ellas tomaron impulso en mis hombros y en mi espalda, con sus garras de alambre prendidas en mi abrigo, sin que yo me atreviera a gritar.

—Sólo son ratas —murmuró Bonjour al cabo de un momento, y a continuación repartió unos puntapiés que derribaron de la pared a algunas de aquellas criaturas, que se precipitaron abajo.

El barón extendió una mano y la ayudó a entrar en el aula.

—¡Santo Dios! —susurré, agradecido a los animales, sacudiéndome un par de ellos que se habían posado en mi espalda.

Desde donde me hallaba podía oír la mayor parte de la conversación. Decidí entonces impulsarme de nuevo hacia arriba, sólo unas pulgadas, y situarme en una posición más segura.

—Siga usted con los detalles, doctor —dijo el barón—. Contaba que sus amigos se reunirían con Poe.

Moran, dubitativo, guardó un breve silencio.

—Tal vez debiera consultar con la familia y los amigos del señor Poe antes de seguir hablando con ustedes. Había varios primos, cuando estábamos tratándolo… Si no recuerdo mal, un tal señor Neilson Poe y un amigo, un abogado, el señor Z. Collins Lee…

El barón suspiró ruidosamente.

—Veamos lo que hay en la mesa del doctor —dijo Bonjour en tono ligero.

Pude oír el roce de la sábana blanca que cubría el cadáver desnudo.

—¡Qué es esto! —exclamó Moran con evidente turbación—. ¿Qué está usted haciendo?

—Ya he visto hombres antes —replicó Bonjour, divertida.

—¡No escandalices al joven doctor, querida! —advirtió el barón levantando la voz.

—Quizá deberíamos llevarnos a este caballero fallecido a casa para estudiarlo nosotros —dijo Bonjour, empujando la mesa. El doctor Moran protestó vigorosamente. Bonjour continuó—: Vamos, doctor, nada de hacer las cosas a medias: cuando uno encuentra algo, suyo es. Además, me pregunto, barón, si la familia de esta joven que hemos subido en el montacargas estaría interesada en saber que el cuerpo ha desaparecido de la tumba y se encuentra aquí, esperando a que este doctor dandi lo trocee.

—¡Creo que muy interesada, querida! —confirmó el barón.

—¿Qué? ¡Pero nosotros hacemos esto para salvar vidas! ¡Ustedes mismos han traído el otro cadáver!

—Porque usted nos lo encargó, doctor —le recordó Bonjour—, y usted lo ha aceptado a cambio de la información que mi jefe le pide.

El barón se inclinó junto a Moran y dijo sotto voce:

—Como puede ver, ha cometido un error, doctor.

El heroísmo que se traslucía en la voz del médico se deshinchó.

—Ahora entiendo de qué va la cosa. Muy bien. Volvamos pues a Poe. Le dije, tratando de reconfortarlo, que pronto gozaría de la compañía de sus amigos. Me interrumpió con mucha energía y dijo, lo recuerdo, Lo mejor que podría hacer mi mejor amigo sería volarme los sesos con una pistola. Cuando comprendió lo que le había ocurrido, quería que se lo tragara la tierra, etcétera, que es lo que uno dice cuando tiene el espíritu deprimido. Luego se sumió en un violento delirio hasta el sábado por la noche, cuando empezó a llamar a «Reynolds» una y otra vez, durante seis o siete horas, hasta la mañana, tal como les dije el otro día. Debilitado por el esfuerzo, dijo: «Señor, ayuda a mi pobre alma», y expiró. Eso es todo.

—Lo que nos preguntamos ahora —comentó el barón— es si Poe fue inducido a tomar algún tipo de estímulo artificial, una droga (opio, quizá) que lo llevara a esa situación.

—No lo sé. La verdad, señor, es que la situación de Poe era muy triste y rara, pero su persona no despedía ningún olor especial a alcohol, por lo que yo recuerdo.

Durante esta conversación, alterné la cuidadosa atención a sus palabras con los desesperados intentos por calmar mi corazón desbocado y mi respiración agitada después de haber estado a punto de ser descubierto por Bonjour. Cuando dieron por terminada la entrevista, que dejó satisfecho al barón, y me convencí, por sus pasos, de que habían abandonado el cuarto piso, ascendí dejando atrás el cadáver y me colé por la abertura de la pared. Comprobé que no había nadie, y penetré en el aula. Pegado al suelo, expulsé todo el aire que había respirado con la pestilencia de la muerte, y respiré ahora alentado de forma rápida y gratificante.

Quizá ustedes me juzguen con dureza por no haber relatado en seguida mis aventuras a Duponte, pero ya habrán comprobado la frecuente inflexibilidad de sus posturas filosóficas. Y yo no tengo un temperamento particularmente filosófico. Duponte nació para analista y razonador; yo, para observador. Aunque pueda ocupar tan sólo un peldaño inferior en la escala de la sabiduría, la observación requiere práctica. Quizá Duponte, y en general nuestras investigaciones, necesitaban un ligero empujón hacia lo pragmático.

Hubiera debido explicar más atrás, cuando andaba buscando datos sobre Henry Reynolds, cómo tuve acceso a los periódicos que guardábamos en la biblioteca sin que Duponte se diera cuenta. Desde el primer día que desembarcamos en Baltimore, Duponte se instaló en la biblioteca y examinó todo el contenido del que ahora era su sanctum. Pero cuando leía otras cosas se trasladaba de la biblioteca, cada vez más atestada, a diferentes habitaciones y dormitorios de Glen Eliza cuya existencia yo había olvidado. Elegía el libro extraño que yo tenía en mi anaquel; o uno de los atlas de mi padre de alguna oscura provincia del mundo; o un folleto en francés que mi madre trajo del extranjero. Duponte también leía a Poe, una costumbre que no escapaba a mi interés.

A veces la concentración con la que leía a Poe me recordaba a mí mismo, puesto que durante años me había alimentado de aquellos cuentos. Pero por lo general su propósito no era tan erudito. Duponte leía mecánicamente, como un crítico literario. El crítico nunca permite que la lectura se sobreponga a él; nunca sitúa las páginas golosamente cerca de su rostro ni desea ser arrastrado a través de las grietas de la mente del autor, pues semejante viaje implicaría renunciar al control. Así, con frecuencia, alguien leerá la reseña de un crítico en una revista a propósito de un libro que él ya ha leído, deseoso de comparar perspectivas, y pensará: «¡Éste no puede ser el libro que yo leí! Ha de ser otra versión en la que todo está cambiado, ¡y también he de encontrarlo!».

Yo consideraba que encajaba bien con eso el desapasionado examen que Duponte hacia de las obras de Poe. Creía que de este modo Duponte penetraba en el carácter esencial de Poe y en las misteriosas circunstancias que habíamos empezado a estudiar.

—¡Si pudiera saberse en qué barco llegó Poe a Baltimore! —dije una tarde.

Duponte se animó al instante.

—Los periódicos locales se refieren a ese detalle como uno de los que siguen ignorándose a propósito de su llegada. Que ellos no lo sepan, monsieur, ciertamente no equivale a que tales detalles se sitúen más allá de los límites de lo desconocido. La respuesta se da claramente en los artículos de la prensa de Richmond, publicada en los últimos meses de la vida de Poe.

—Cuando Poe daba conferencias sobre varios temas de poesía y literatura.

—Exactamente. Lo hacía para reunir dinero destinado a su proyectada revista The Stylus, tal como decía en las cartas que le dirigió a usted, monsieur Clark. No podemos saber en qué barco hizo Poe la travesía de Richmond a Baltimore, pero eso no importa, y no modifica el hecho de que el propósito de ese viaje siga siendo desconocido. Sin embargo, la razón que lo trajo a Baltimore es del todo comprensible para cualquier persona que se ponga a pensarlo. De los rumores recogidos en los periódicos de los dos años previos a su muerte resulta que Poe se había visto envuelto en varias uniones románticas tras la muerte de su esposa. En este último período, acababa de comprometerse con una mujer rica de Richmond, con lo que su viaje a Baltimore es probable que tuviera como finalidad un interludio romántico. En vista de que los redactores de todos los periódicos sabían que su futura, una tal señora Shelton, era rica, cosa que, naturalmente, sabía todo el mundo (pues los periodistas raras veces saben algo que el vulgo no sepa antes), y en vista, pues, de que la existencia de esa fortuna era ampliamente conocida, Poe pudo sentir la necesidad de desmentir la opinión del público de que iba a casarse porque esa señora era un buen partido.

—¡Seguro que nunca se casaría con alguien por su dinero!

—Fuera o no así, y la indignación de usted al respecto es del todo irrelevante, el resultado es exactamente el mismo. Lo cual facilita nuestra investigación. Si Poe se hubiera propuesto casarse con esa señora por el dinero, tendría aún más razones para desmentir la opinión de que era así, con el fin de evitar que el compromiso se deshiciera en caso de que la señora entrara en sospechas. Si los motivos de Poe eran desinteresados, como cree usted, su finalidad seguiría siendo la misma: conseguir dinero, esta vez para atender a sus propios gastos, en lugar de depender de manera improcedente de su prometida. Tanto en un caso como en el otro, no consiguió lo que esperaba en Richmond, por lo que acudiría a Baltimore a fin de procurarse apoyo profesional y suscriptores para The Stylus, y así atender a sus planes en materia económica, independientemente de la señora Shelton.

—Lo cual explica por qué fue a ver primero a Nathan Brooks, pues el doctor Brooks es un bien conocido editor de revistas. Sólo que, como vi con mis propios ojos —añadí sombríamente—, la casa del doctor Brooks había sido destruida por un incendio.

—Poe vino aquí con unos planes, monsieur Clark, para rehacer su vida. Creo que descubriremos que murió en estado de esperanza, no en medio de la desesperación.

Pero yo recordaba la declaración del doctor Moran a propósito de Poe: ignoraba cuándo vino a Baltimore y cómo. ¿De qué manera encajaba esto con los demás detalles que ahora conocíamos?

La conversación con Duponte que acabo de transcribir se desarrolló pocos días después de mi visita secreta al hospital. Mientras tanto, en mis sesiones en las salas de lectura y en mis diversas gestiones en la ciudad, sentí un número creciente de ojos fijos en mí. Pensé que quizá era un producto inconsciente de mi sentimiento de culpa por ocultar mis anteriores descubrimientos a Duponte, o el recurso para apartar de mi pensamiento el recuerdo de la aflicción de Hattie durante nuestro último encuentro a la puerta de su casa.

Había un hombre en concreto, un negro libre de unos cuarenta años, a quien observé cerca de mí en más de una ocasión en medio de la multitud, en la calle, o desde la ventanilla del coche en el que viajaba. Tenía facciones acusadamente angulosas y notable corpulencia. Solía resultar fácil diferenciarlo entre los negros libres o esclavos por su forma de vestir, superior a la de ellos y completamente a la moda, pese a que a ciertos esclavos de la ciudad —esclavos dandis, como se les conocía— sus amos los vestían de manera exquisita y a la última.

Pensé en el Fantasma que en otro tiempo me siguió, mucho antes de haber soñado con encontrar a un hombre como Duponte o con haberme ocultado de otro como el barón Dupin. Pensé también en la mirada muerta de Hartwick, el hombre del barón, mientras me seguía por los salones de Versalles, dispuesto a capturarme. Una vez vi al extraño de pie al otro lado de la calle Baltimore, por donde yo caminaba. No me sorprendió descubrir al que yo suponía liberto hablando tranquilamente con el barón Dupin. Éste lo tomó entusiasmado del brazo.

Aquella misma noche, Duponte leía el cuento «Ligeia», de Poe, en un sofá de la sala de estar. Van Dantker se había ido con sus pinceles unas horas antes, en estado de gran irritación. Duponte anunció que ya no deseaba ver más el rostro de Van Dantker contemplándole fijamente cada vez que levantaba la mirada, y que había informado al artista de que se sentaría detrás de él. Naturalmente, Van Dantker protestó aduciendo que no podía pintar la espalda de Duponte, y éste se negó a seguir discutiendo. Pero no tardaron en idear un sistema que consistía en un espejo situado frente a Duponte, y así Van Dantker se sentaba tras el analista. Situó otro gran espejo junto a su caballete, mirando al primer espejo, a fin de devolver la reflexión original a su orientación correcta. Yo pensé que los dos hombres estaban completamente locos. Pero Van Dantker, tomando pellizcos del olycoke —un extraño pastel frito en manteca de cerdo— que siempre traía consigo, continuó con su proyecto.

Yo me ocupaba leyendo un ejemplar de las Melodías irlandesas de Thomas Moore, que había adquirido en un puesto de libros, el doctor Carter. El amigo de Poe en Richmond, declaró al periódico que Poe había estado leyendo los poemas de Moore cuando lo visitó en su despacho. Se decía también que durante su estancia en Richmond Poe citó este verso de Moore a una joven dama a la que ofrecía amistad: «Me siento como aquel/ que camina solo/ por una isla de banquete vacía».

Mis pensamientos flotaron hacia el perturbador asunto de Hattie.

—Me pregunto… —dije, interrumpiendo la lectura de Duponte.

—¿Qué?

—Bueno, me pregunto si una mujer que dice que las cosas «han cambiado» se refiere a sus emociones, o sea a que sus afectos han cambiado, o si más bien se refiere a otras cuestiones menos profundas.

Duponte apartó el libro y me preguntó:

—¿Está usted solicitando mi opinión sobre ese asunto, monsieur?

Dudé, esperando que no creyera que me proponía desviar sus dotes de raciocinación a una mera inquietud personal, aunque eso era precisamente lo que estaba haciendo.

Siguió sin obtener una respuesta por mi parte.

—¿Cree usted, monsieur Clark, que las palabras de ella se referían a la mayor o a la menor de sus preocupaciones?

Me paré a considerarlo.

—Bueno, ¿y cuál es la mayor y cuál la menor de las preocupaciones? —pregunté.

—Ésa es la cuestión, monsieur. Para las personas a quienes no van dirigidos los afectos de esa señorita, el estado emocional de ella sería la preocupación menor; en cambio, constituiría el motivo principal y fundamental el estado del tejado de su casa, o un préstamo que le hubiera concedido el banco, y más si tales inquietudes implicaran un cambio respecto a un estado de cosas previo. Sin embargo, para la persona que busca o ha buscado los afectos de la señorita, la naturaleza de esas emociones sería, con mucho, la pregunta más significativa que desearía formular, y el hecho de que su tejado se estuviese hundiendo supondría escasa diferencia para ese pretendiente. Pero la respuesta que da usted es que el sentido de las palabras que ella pronunciara variaría en gran medida según a quien las dirigiese.

La frialdad del consejo de Duponte en materia de amores, si es que lo era, me dejó completamente asombrado, de modo que no continué con el tema.

Al cabo de un rato, sonó la campanilla de la puerta. El servicio libraba aquel día, y yo estaba en el piso bajo. A los pocos momentos, Duponte cerró de golpe el libro, se levantó de su asiento con un suspiro y descendió hasta la puerta principal. Al otro lado de ésta había un hombre bajo, con gafas, mirando al interior, expectante.

—¿Qué desea de mí, caballero? —preguntó el hombre cortésmente.

—¿No es usted quien ha venido hasta esta puerta? —replicó Duponte—. Creo que yo le hubiera hecho esa misma pregunta, de haber tenido interés por la respuesta.

—¿Por qué…? —dijo el visitante, aturdido—. Bueno, yo soy Reynolds. Henry Reynolds. ¿Puedo pasar?

Observé la escena desde el pasillo de la cocina. El señor Reynolds encontró un sitio para dejar el sombrero y mostró a Duponte la tarjeta que yo le había enviado a primera hora de aquel día.

Mi plan era dar lugar a que Duponte pudiera tomar mayor interés por la persona de Reynolds si se encontraba en el trance inesperado de saludarlo. Así haría suyo el descubrimiento y, hallando irresistible la oportunidad, recabaría toda la información que pudiera extraer del visitante.

Pero eso no iba a suceder. Sosteniendo en la mano su libro de los cuentos de Poe, dedicó unas corteses buenas tardes al huésped y pasó junto a mí en dirección a la escalera. Corrí tras él.

—Pero ¿adónde va?

—Monsieur, tiene usted una visita, un tal monsieur Reynolds, creo —me respondió Duponte—. Supongo que ustedes dos querrán hablar.

—Pero…

Me quedé quieto.

—¿Alguien me ha mandado llamar? —preguntó Reynolds en voz alta y tono impaciente desde el arranque de la escalera—. Tengo otras citas. ¿Uno de ustedes es Clark?

Alcancé a Duponte y le dije como quitando importancia a la cosa:

—Ya sé que debí advertirle de que di recado a Reynolds para que viniera. Vi al barón Dupin hablar con ese sujeto, y resulta que fue vocal durante las elecciones, destinado en el colegio electoral donde encontraron a Poe. Pero este hombre no dio al barón información alguna. ¡Concédale un momento! Venga al salón. Pensé que al principio usted podría negarse, y por eso he hecho esto en secreto. Creo que es de la mayor importancia que nos entrevistemos con él.

Duponte permaneció impasible.

—¿Qué quiere que haga yo?

—Siéntese en la sala. No necesita decir una sola palabra.

Desde luego, yo esperaba que Duponte, movido por cualquier conocimiento que tuviera el carpintero, no sólo diría una palabra; yo esperaba que interviniera con extensos interrogatorios una vez que yo iniciara el diálogo. El analista accedió a acompañarme a la sala de estar.

—Bueno, ¿qué tal nos va hoy? —El carpintero forzó una sonrisa amistosa mientras miraba en derredor, a la gigantesca habitación, y arriba, a la impresionante cúpula que alcanzaba la altura del tercer piso—. ¿Está usted planeando mejorar la estructura de su hogar, señor Clark? Su belleza está un poco decadente, si se me permite decirlo. Con mis mejoras, este año he contribuido a revalorizar unas cuantas mansiones.

—¿Qué? —pregunté, desorientado, habiendo olvidado por un momento su profesión.

Duponte se sentó en el sillón de la esquina, junto a la chimenea. Apoyó la cabeza en la mano, con los dedos abiertos formando como una red sobre un lado de la cara. Se pasaba la lengua por los labios, lo que era una costumbre en él.

En lugar de sentirse empujado por la situación a hablar, Duponte dirigía la mirada más allá de Reynolds y de mí, a un punto indefinido del horizonte de la habitación, y luego lo traicionó un aire de diversión distanciada por la forma en que discurrió la conversación.

—No necesito trabajos de carpintería —dije.

—¿No los necesita? Entonces ¿por qué me han pedido que les visite, caballeros?

Reynolds frunció el ceño y luego tomó tabaco de mascar, como para dar a entender que si no había trabajo de carpintería, al menos podía haber tabaco.

—Bien, señor Reynolds, si puedo…

Se me secó la boca, y las palabras me salieron inseguras.

—Si he hecho esta visita para que los caballeros se entretengan… —dijo indignado.

—Necesitamos cierta información —expliqué.

Aquello me pareció un buen comienzo. La boca de Duponte seguía contraída, y aunque yo esperaba que hablase, él se limitó a bostezar. Cambió de postura y cruzó las piernas. Reynolds estaba dirigiéndose a mí:

—… Bien, no me gustaría creer que he perdido el tiempo. Soy una figura clave de la futura dignificación de Baltimore. He contribuido a levantar el ateneo, he aportado mi trabajo para construir el instituto Maryland, y he dirigido las obras del primer edificio de hierro de la ciudad, para el Baltimore Sun.

Traté de llevarlo al tema principal.

—Usted actuó como vocal en el colegio electoral del Distrito Cuarto, establecido en el hotel Ryan’s, en 1849, ¿no es cierto?

Duponte tenía ahora la mirada más fija que nunca en la nada. En ocasiones, un gato se enrosca y adopta esa postura descuidada y cómoda como para caer profundamente dormido, pero olvida cerrar los ojos. Ése era el aspecto de Duponte en aquel momento.

—Como le decía —seguí balbuciendo—, la información que busco sobre aquella noche de votación, en el Distrito Cuarto, concierne a un hombre llamado Poe…

—A ver, a ver —me interrumpió Reynolds—. ¿Tiene usted alguna relación con ese tipo, con el barón no-sé-cuántos que ha estado incordiándome, mandándome cartas y notas? ¿Eh?

—Por favor, señor Reynolds…

—¡Hablar de Poe, Poe, Poe! Pero ¿qué es todo eso sobre Poe?

—Es verdad —dijo Duponte filosóficamente, dirigiéndose a mí—, como da a entender el señor Reynolds, que en el fallecimiento de una persona que despierta algún interés público se considerará más la persona en sí que la muerte, y de ello resultará que se agrandarán los agujeros del error y de la mala interpretación. Muy bien, Reynolds.

Eso no ayudó en nada, y contribuyó a confundir la línea de pensamiento de nuestro huésped. Reynolds agitó el dedo en mi dirección y luego en la de Duponte, como si el analista fuera igualmente culpable de aquel intento de entrevista.

—Miren ustedes. —Con el veneno de aquel discurso, voló por la habitación el negro jugo de tabaco—. ¡Esto es el colmo! A mí me da igual si el otro tipo es un barón o si ustedes son nobles y reyes. No tengo nada que decirle a él ¡y estoy muy ocupado! ¡A ustedes dos no voy a decirles una palabra! ¿Estamos? Bien, pues, mis buenos príncipes, hagan el favor de no volverme a llamar nunca o avisaré a la policía.

Cuando bajé a desayunar, había una nota de Duponte en la que me pedía que me reuniera con él en la biblioteca a mediodía. No me había advertido de nada antes de retirarnos la noche anterior. Para mi sorpresa, estaba más interesado en el hecho de que yo hubiera visto al barón Dupin que en haber convocado subrepticiamente a Reynolds.

—Así pues —dijo cuando fui a su encuentro en la biblioteca—, se ha dedicado a seguir al barón Dupin.

Le conté lo sucedido entre el barón y Reynolds y lo que vi en el cementerio y en el hospital. Defendí mi iniciativa de dejarle la tarjeta a Reynolds.

—Compréndalo, monsieur. Poe llamaba a «Reynolds» una y otra vez cuando se estaba muriendo. Que Henry Reynolds fuera uno de los vocales a cargo de las votaciones del Distrito Cuarto, las cuales se desarrollaron en el Ryan’s… donde fue hallado Poe… ¿No cree que hay una relación demasiado notable? —Y yo respondí por él—: ¡Demasiado notable para ignorarla!

—Como mucho es una incidencia, y como poco y forzando las cosas, una coincidencia.

¡Incidencia! ¡Coincidencia! Poe llamando a Reynolds en su hora suprema, y hay un Henry Reynolds en el mismo lugar en que estuvo Poe unos días antes. Pero ¿saben?, Duponte tenía una personalidad persuasiva, incluso cuando decía poco. Si hubiera dicho que las catedrales de Baltimore eran algo incidental para sus fieles católicos, uno se hubiera sentido inclinado a encontrar una razón para estar de acuerdo.

Se mostró conforme cuando le sugerí dar un paseo. Yo esperaba que eso contribuyera a que tomase en consideración mis últimas suposiciones. Me sentía bastante preocupado por el curso de nuestra investigación, y no sólo por la negativa de Duponte a conceder al señor Reynolds el interés que mostrara el barón por él. Me parecía que estábamos dejando pasar muchas cosas, tan aislados… Por ejemplo, la probabilidad de un viaje de Poe de Baltimore a Filadelfia, es decir, que hubiera estado en esta ciudad antes de su muerte. Me referí a este punto mientras paseábamos.

—No estuvo.

—¿Quiere decir que no estuvo en Filadelfia la semana en que fue hallado? —pregunté, sorprendido por su seguridad—. Los periódicos han tratado el asunto y se hacen esa pregunta.

—Esas mentes frenéticas de los periodistas tienden fácilmente a creer las cosas que tienen ante sus ojos; que son, incluso, demasiado accesibles, y nunca pierden la confianza en su capacidad para encontrar algún detalle cierto. Pero la realidad es que siempre están lejos de lo que buscan. Todo los sorprende, cuando no deberían sorprenderse de nada. Si se menciona un hecho una vez, podemos prestarle atención, pero si el hecho aparece en cuatro sitios, mejor será ignorarlo, porque a lo largo de su trayectoria la repetición ha paralizado todo pensamiento.

—Pero ¿cómo podríamos saber con seguridad que no estuvo en Filadelfia? Después de su intento de visitar al doctor Brooks, no contamos con un solo dato sobre la estancia de Poe en Baltimore hasta que fue visto casi cinco días después en Ryan’s. ¿Cómo sabemos que, entre esas fechas, Poe no tomó el tren a Filadelfia? Y si lo hizo, ¿podemos descartar la posibilidad de que allí, en esa otra ciudad, radique la clave principal para comprender cabalmente los acontecimientos que siguieron?

—Centrémonos en las preocupaciones que lo embargan a usted en este punto. Supongo que se resumen en qué impulsó a monsieur Poe a planear una visita a Filadelfia —dijo Duponte.

Así era, y le repetí a Duponte cuáles eran aquellas razones. A Poe se le había encargado la edición de los poemas de la señora Marguerite St. Leon Loud, por lo cual su rico marido le pagaría la suma de cien dólares. Los periódicos informaron de que Poe aceptó este lucrativo acuerdo en sus últimas semanas, cuando el señor Loud, fabricante de pianos, visitó Richmond. Poe había dado instrucciones a Muddy Clemm de que le escribiera allí, a Filadelfia, bajo el extraño seudónimo de E. S. T. Grey, añadiendo: «Espero que nuestras tribulaciones acaben pronto».

—Cien dólares significaría una enorme diferencia para Poe, pues tenía una gran precisión de dinero para sí mismo y para su revista —dije—. Cien dólares por encargarse de la edición de un librito de poemas era para Poe una tarea que podía hacer dormido. Él había dirigido unas cinco revistas, por lo cual apenas obtuvo retribución suficiente para alimentar a su familia. No tenemos ninguna prueba en contra de que Poe visitara Filadelfia, pero ¿cómo podríamos saber cuándo efectuó ese viaje?

—A través de la señora Loud, naturalmente.

Fruncí el ceño.

—Me temo que eso no ha sido de ninguna ayuda. He escrito cinco cartas a esa mujer, pero no he recibido contestación.

—Usted no ha interpretado bien mis palabras. No me propongo escribir a la señora Loud. Dadas sus circunstancias personales de aspirante a poetisa y esposa de un marido pudiente, es probable que esta temporada la pase en el campo o en la costa, de modo que la correspondencia resultaría ineficaz. No necesitamos molestar a esa pobre mujer para escucharla.

Duponte sacó del bolsillo de su abrigo un volumen delgado, bellamente impreso. Flores al borde del camino. Colección de poemas por la Sra. M. St. Leon Loud, publicada por Ticknor, Reed y Fields.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Éste es, ni más ni menos, el libro de poemas que, podemos suponer, Poe se comprometió a editar, y que ha sido publicado recientemente con escasa repercusión… a Dios gracias.

Abrí el libro por el índice. Tengo mis dudas antes de reproducir una muestra. «Te requerí de amores», «A un amigo con motivo del nacimiento de un hijo», «La muerte del bisonte», «Invitación a una reunión de plegaria», «Soy yo, no temas», «Despedida a un amigo», «Contemplación de un monumento», «El primer día de verano» y, por supuesto, «El último día de verano». El índice sólo continuaba varias páginas. Duponte explicó que había encargado el volumen a una librería local.

—Sabemos que monsieur Poe nunca llegó a Filadelfia para editar los poemas de madame Loud —dijo Duponte.

—¿Cómo, monsieur?

—Porque está muy claro que nadie ha cuidado de la edición de esos poemas, a juzgar por el terrorífico número de ellos que se han incluido. Si alguien ha hecho ese trabajo, el cielo lo perdone, no ha sido un poeta con la experiencia y los sólidos principios relativos a la brevedad y unidad del verso que caracterizaban a monsieur Poe, como sabemos.

Aquello parecía un hecho cierto. Ahora comprendí los beneficios prácticos que Duponte había obtenido de sus horas en el salón leyendo la poesía de Poe.

Sin embargo, me quedaba una duda a propósito de sus conclusiones.

—Pero, monsieur Duponte, ¿y si Poe fue a Filadelfia y empezó a ocuparse en la edición de los poemas, y sencillamente tuvo un desacuerdo con la poetisa, o desistió ante la calidad de su trabajo y regresó a Baltimore?

—Una pregunta inteligente, aunque también fruto de la falta de observación. Pudo suceder que Poe llegara a la residencia de los Loud para cumplir con su compromiso, y no pudiera alcanzar un acuerdo sobre algún aspecto último de la retribución o sobre otro tema delicado. En todo caso, debemos considerar esta posibilidad, aunque sea brevemente, antes de descartarla.

—No entiendo por qué, monsieur.

—Busque otra vez en el contenido del libro. Confío en que esta vez sabrá dónde detenerse.

Al llegar a este punto nos habíamos sentado a la mesa de un restaurante. Duponte se inclinó y miró el título que señalaba mi dedo.

—Muy bien, monsieur. Ahora lea los versos de estas páginas, hágame el favor.

El poema se titulaba «La muerte del desconocido». Empezaba así:

Estaban reunidos en torno a su lecho de muerte.

Su ojo desfallecido era vidrioso y apagado;

pero entre los muchos que lo contemplaban

ninguno lloraba o cuidaba de él.

¡Oh, qué cosa triste y temible

morir sin nadie, salvo extraños, cerca;

no ver en la habitación en penumbra

un rostro, una forma que evoquen algo querido!

—¡Suena como la escena, según la conocemos, del hospital universitario donde Poe se estaba muriendo!

—Sí, tal como la imagina nuestra fantaseadora. Continúe, por favor. Me gusta bastante su forma de recitar. Tiene alma.

—Gracias, monsieur.

Los versos siguientes trataban de la muerte solitaria del hombre, sin «la presión de una mano, sin un beso de despedida». Continuaba así con la escena de la muerte:

¡Así pues, murió lejos de todos

los que hubieran podido llorar su temprana desaparición!

Manos extrañas cerraron sus párpados caídos

y lo condujeron a su tumba sin nombre.

Lo depositaron donde los altos árboles del bosque

arrojan oscuras sombras sobre su lecho,

y a toda prisa, en silencio, amontonaron

la hierba salvaje sobre su cabeza.

Nadie rezó, nadie lloró cuando todo acabó,

ni se demoró en el sitio sagrado;

sino que todos retornaron al mundo

y pronto olvidaron hasta su nombre.

Su tumba sin nombre… La hierba salvaje de la tumba que debería ser sagrada… El entierro precipitado, en el cual nadie se demoró… ¡Sin duda éste es el entierro de Poe en el cementerio de Westminster! ¡Describe bien lo que vi!

—Ya hemos deducido que madame Loud viaja con cierta frecuencia, una probabilidad que corroboran los temas de varios de sus poemas, y así ahora, por los detalles, aceptamos que visitó Baltimore en algún momento de los dos últimos años, tras la muerte de Poe. Tomándose un interés natural por la muerte de un hombre al que iba a conocer en los días previos a su fallecimiento, reunió el material para esta descripción del entierro (tan próximo a los recuerdos que usted tiene) visitando el cementerio y preguntando al guarda o al que cavó la fosa, y quizá también a personas del hospital.

—Brillante —dije.

—Podemos leer cuidadosamente y llegar a varias conclusiones. Podemos decir que ella comparte su misma perspectiva, monsieur Clark, culpando a quienes dejaron de honrarlo. El poema no entra en detalles de la procedencia ni del aspecto de Poe previos a su muerte. Sabemos, entonces, que madame Loud siguió las noticias sobre la muerte de Poe desde lejos, no como alguien que acababa de separarse de Poe con el privilegio de haber oído de él alguno de sus planes. Por añadidura, su desaparición es la de un extraño, como se declara en el título del poema, no la de alguien a quien ella hubiera conocido. Eso nos da la mayor certeza de que no conoció a madame Loud, como había esperado, en Filadelfia. Ésta será tan sólo nuestra primera prueba documental de que Poe no consiguió llegar a esa ciudad.

—¿La primera, monsieur Duponte?

—Sí.

—Pero ¿por qué dio Poe instrucciones a su suegra para que le escribiera con un nombre falso, E. S. T. Grey?

—Quizá ésa sea nuestra segunda prueba —dijo Duponte, aunque por el momento pareció satisfecho con dar por terminado el tema en este punto.

Ahora Duponte salía con más frecuencia. Quedó liberado de permanecer en Glen Eliza cuando, tras muchas disputas y muchas réplicas altisonantes de Van Dantker a las demandas extravagantes de Duponte, el artista decidió que podría terminar la pintura sin más posados. No deseando que aquel hombre le causara más distracciones, mandé recado de que pasara a cobrar por su trabajo, pero él replicó que se le pagaría con otro encuentro aquella tarde. Como aquello carecía de sentido, acudí a casa de Van Dantker, sólo para ser testigo de cómo el barón Dupin salía de ella. El barón se llevó la mano al sombrero y sonrió.

Presa de la excitación, informé de ello a Duponte, que se limitó a sonreír ante la idea de que Van Dantker fuera un espía.

—Monsieur Duponte, ¡puede haber escuchado cada palabra que pronunciamos, aunque se quedara sentado haciendo ver que sólo se preocupaba de su pintura!

—¿Ese bobo de Van Dantker? ¡Escuchar algo! ¡Ja!

Eso es cuanto pude conseguir que Duponte dijera sobre el asunto.

Al convertirse en observador del «espíritu de la ciudad», Duponte caminaba a pasos tan lentos como en París. Yo solía acompañarlo en aquellos paseos, cuidando de no distanciarme de él, como antes había ocurrido. A menudo esas excursiones se llevaban a cabo de noche. Casi podría decir, como el narrador de «Los crímenes de la calle Morgue» decía de C. Auguste Dupin, que buscábamos nuestra tranquila observación «entre las luces y las sombras de la populosa ciudad». Sólo que no había luces. Ustedes ya han comprobado que en Baltimore, a diferencia de París, se ve muy mal una vez anochecido.

Pero en cierta ocasión, recuerdo, en medio de la pobre iluminación choqué de cabeza, con un desconocido. «Mil perdones», dije levantando la mirada hacia él. El hombre iba envuelto en un abrigo negro, pasado de moda. Su respuesta permaneció en mi mente el resto de la noche: bajó la mirada y se alejó sin decir palabra.

A Duponte no le preocupaba el deficiente alumbrado de Baltimore.

—Con la luz del día veo —dijo—, pero de noche entreveo.

Era un búho humano. Sus excursiones mentales eran cacerías nocturnas.

En dos ocasiones durante esas caminatas sin rumbo, incluida aquella en la que choqué con el desconocido, nos encontramos con el barón Claude Dupin y con Bonjour. Baltimore era una ciudad grande y en crecimiento, de más de ciento cincuenta mil habitantes, por lo que las posibilidades de que dos partes cruzaran sus caminos al mismo tiempo debían ser matemáticamente modestas. Supongo que el hecho de que nos encontráramos tenía algo que ver con el magnetismo. O acaso el barón se apartaba de su camino para mofarse de nosotros. El aspecto del barón había empezado a cambiar en torno al rostro y algo en los ojos. Yo me preguntaba si había ganado peso. ¿O quizá lo había perdido?

Al barón le gustaba demostrar el «enorme» caudal de conocimientos que había acumulado sobre la muerte de Poe.

—Precioso bastón de paseo —me dijo una vez el barón—. ¿Es lo que se lleva ahora?

—Es de Malaca —respondí orgulloso.

—¿De Malaca? Como el de Poe cuando lo encontraron. Oh, sí, todo lo que ustedes han descubierto nosotros ya lo sabíamos, mis queridos amigos. Como, por ejemplo, por qué usó el nombre de E. S. T. Grey. ¿Y qué hay de la ropa que no le iba? ¿Han leído en los periódicos que se trataba de un disfraz? Es verdad, pero no por voluntad de Poe…

En tales ocasiones el barón dejaba las frases sin terminar, enigmáticamente, o compartía una carcajada con Bonjour. Ella se nos quedaba mirando a Duponte y a mí, sin observar la falsa cortesía debida a su marido. Aquel día el barón dijo:

—¡Qué enormes descubrimientos están al alcance de la mano, amigos míos! ¡Con esto vamos a sacar el pasaporte para la gloria!

Siempre le gustaba hacerlo todo a lo grande.

—Mi buen amigo Duponte —dijo otro día el barón saludando a mi compañero durante un paseo después del desayuno, estrechándole la mano vigorosamente—. Es magnífico encontrarlo con tan buena salud. Tendrá usted un tranquilo viaje de regreso a París, puedo asegurárselo. Hemos dado pasos enormes y estamos a punto de completar el trabajo que nos ha traído aquí.

Duponte se mostró educado.

—Así pues, yo habré hecho una estupenda visita a Baltimore.

—¡Desde luego! —dijo el barón en un susurro inteligible, con un teatral giro de cabeza—. Creo que en ningún otro sitio he visto a tantas mujeres hermosas de una sola ojeada como en Baltimore.

Di un respingo por el tono de su comentario. Bonjour no le acompañaba en aquella ocasión, pero me hubiera gustado que estuviera.

Cuando nos separamos del barón, Duponte se volvió hacia mí, apoyó una pesada mano en mi hombro y permaneció un rato sin decir una palabra. Me recorrió un escalofrío.

—¿Para qué está usted preparado, monsieur Clark? —preguntó en tono tranquilo.

—¿Qué quiere decir?

—Cada vez está más cerca del meollo de la investigación, cada vez más cerca, de día en día.

—Monsieur, mi deseo es ayudar en cuanto pueda.

La verdad era que yo no sentía estar cerca de nada que tuviera que ver con las tareas o planes de Duponte; de hecho, ni siquiera a sus proximidades, y desde luego yo no creía haber pasado de la periferia en lo tocante a desentrañar la verdad sobre la muerte de Poe.

Duponte movió la cabeza con gesto fatalista, como si descartara la posibilidad de que yo pudiera comprender.

—Quiero que siga investigando en los asuntos del barón, si lo tiene a bien.

Cogido completamente por sorpresa, manifesté mi asentimiento.

—Nos ayudaría averiguar la táctica que emplea el barón —dijo Duponte—. De la misma forma que descubrió usted a monsieur Reynolds.

—¡Pero usted desaprobó contundentemente mi contacto con Reynolds!

—Tiene razón, monsieur. Su descubrimiento de Reynolds careció por completo de sentido. Pero como he dicho antes, uno necesita saber todo lo que carece de sentido para averiguar qué, de cuanto hemos encontrado, sí lo tiene.

Yo no sabía exactamente qué imaginaba Duponte cuando me preguntó para qué estaba preparado. No lo sabía y sí lo sabía. Era obvio que si seguía al barón me exponía más directamente a la posibilidad de recibir algún daño.

Pero no creo que eso fuera todo. Con su pregunta quiso saber si, una vez concluido aquello, me proponía reanudar la vida que había llevado antes. Si yo supiera lo que estaba a punto de ocurrir, ¿lo mandaría a él de vuelta a París en el primer vapor, y optaría por replegarme al tranquilo santuario de Glen Eliza?