De regreso en Glen Eliza, cuando Duponte supo todo cuanto me había contado Bonjour, se limitó a murmurar que las tácticas del barón Dupin complicarían el asunto. Por supuesto que yo había llegado a la misma conclusión, y esto me dispuso mejor para continuar rastreando los frutos de la campaña del barón, que yo había empezado a advertir en la ciudad. Ahora yo salía de acá para allá a realizar numerosas gestiones, y Duponte permanecía casi siempre sentado en mi biblioteca. Solía guardar silencio. En ocasiones, inconscientemente, me encontraba imitando su postura o una expresión de su rostro, como para romper la monotonía o en un intento de asegurarme a mí mismo de que él estaba realmente allí.
Un día, Duponte, mientras revisaba algunos periódicos, exclamó:
—¡Ah, sí!
—¿Ha encontrado algo, monsieur? —pregunté.
—Hasta ahora no me había acordado de lo que se me estaba ocurriendo ayer, cuando llegó su visita, cuando estaba usted ausente.
—¿Una visita?
—Oh, sí, su visita supuso una grave interrupción, y sólo ahora recobro mi línea de razonamiento, puede creerme.
Cuando Duponte me dijo algo más sobre el asunto, pregunté a mis criadas. No habían considerado oportuno informarme de la visita porque Duponte se hallaba para recibirla. Estaba claro por sus variadas descripciones que la visita en cuestión era nada menos que la tía Blum, que se presentó con un esclavo sosteniéndole una sombrilla sobre la cabeza. Aunque mis domésticas diferían en algunos detalles, ésta es la narración que pude recrear de la conversación sostenida en mi biblioteca.
TÍA BLUM: ¿No está el señor Clark?
AUGUSTE DUPONTE: Exacto.
TB: ¿Exacto? ¿Qué quiere usted decir con «exacto»?
AD: Que está usted en lo cierto. El señor Clark no está.
TB: Pero yo no… ¿Quién es usted?
AD: Soy Auguste Duponte.
TB: Ah, pero…
AD: Mademoiselle…
TB (alarmada por el francés): ¿Madem-mois…?
AD (levantando ahora la vista por primera vez): Madame.
TB: ¿Madame?
AD (Duponte dijo algo en francés que, tras mucha reflexión, ninguna criada pudo captar, y que desafortunadamente queda para la imaginación).
TB (alarmada de nuevo): ¡Sepa usted que está en América, caballero!
AD: He advertido que la gente pone los talones en sillas y alfombras, se echa huevos en los vasos y escupe jugo de tabaco por las ventanas. Ya sé que estoy en América, madame.
TB: Bien, pero ¿quién es usted?
AD: Le he dado mi nombre antes, pero eso no parece haberle sido de ayuda. Aunque estoy muy ocupado y tengo pocos deseos de ponerme a su servicio, madame, lo intentaré por consideración a monsieur Clark. Quizá antes de preguntar quién soy hubiera sido más útil para usted preguntar quién es el señor Clark.
TB: ¡El señor Clark! ¡Pero yo conozco muy bien al señor Clark, caballero! ¡Lo conozco prácticamente desde su infancia! Y resulta que me han llegado noticias de su regreso de Europa y deseo verlo.
AD: Ah.
TB: Muy bien. Seguiré jugando a este juego, aunque es usted un extranjero y un insolente. ¿Dónde está el señor Clark, caballero?
AD: El señor Clark es mi socio en este asunto.
TB: Así pues, ¿es usted abogado?
AD: ¡Cielos!
TB: Entonces ¿a qué asunto se refiere?
AD: ¿Se refiere al asunto del que yo estaba ocupándome tan satisfactoriamente hasta que usted ha entrado?
TB: Sí… sí, pero… ¿Va a encender ese cigarro dentro de la casa, caballero? ¿Estando yo aquí, delante de usted?
AD: Supongo que sí. A menos que no logre encontrar una caja de cerillas; entonces no podré.
TB: ¡El señor Clark se enterará del trato que me está dando! El señor Clark hará…
AD: ¡Aquí! Aquí están por fin las cerillas, madame.
Di aviso a Peter, impulsado en parte por la horrible narración de la visita de la tía Blum, y después de varias veces de no coincidir, mantuvimos un encuentro acordado en su despacho. Se mostró muy fraterno. Una vez sentados paseó la mirada por el despacho, con una súbita angustia.
—Quizá sea éste un sitio inadecuado para tratar del asunto… Bien, Quentin, supongo que debemos hablar abiertamente. —Emitió un ruidoso suspiro—. En primer lugar, si alguna vez me he enfadado contigo era porque tenía la esperanza de ayudarte, actuando como tu padre hubiera querido hacerlo.
—¡Cínico!
—¿Qué dices, Quentin?
Peter mostró un gran sobresalto. Me daba cuenta de que se me había pegado la extravagante manera de hablar de Duponte.
—Quiero decir —me apresuré a aclarar— que comprendo perfectamente de qué va la cosa, Peter.
—Bien, pues de eso se trata; de que como estabas fuera de Baltimore y las cosas cambian, Quentin…
Me incliné hacia delante, interesado.
—Aunque no resulte cómodo, debo decirte…
—¿Qué, Peter?
—He entrado en negociaciones con un colega de Washington para que ocupe tu puesto aquí —consiguió decir torpemente—; es un buen abogado. Me recuerda a ti. Comprende, Quentin, que estoy abrumado de trabajo.
Permanecí sentado en silencio, sorprendido. No de que Peter quisiera emplear a otro abogado, sino de que, después de todo mi empeño por abandonar aquel despacho, la situación me produjera cierta tristeza.
—Es una buena noticia, Peter —dije, tras una pausa.
—El despacho está en peligro… Se han producido algunos tropiezos financieros y tenemos fuertes presiones. Esto es la ruina y todo podría venirse abajo el año que viene si no se pone algún remedio. La firma que tu padre levantó para nosotros.
—Sé que lo resolverás —dije, con un ligero titubeo en la voz, que parecía invitar a Peter a abogar por su causa.
—Debes darte cuenta, Quentin, de que tu posición puede ir a menos. ¡Hoy, en cualquier momento, digamos! Todos estamos muy contentos con tu regreso. En especial Hattie. ¿Sabes? Deberías resolver esa situación cuanto antes. Su tía ha levantado prácticamente una fortaleza en torno a ella para evitar que la veas.
—Claro, ella se limita a tratar de preservar su bienestar. Y ya que has mencionado el tema, está el asunto de la visita de la tía Blum a mi casa… Pero estoy seguro de que puedo disipar el desagrado que haya podido sentir.
Peter me miró de una manera que sugería desacuerdo.
Yo sabía, desde luego, que mientras estuviera tan inmerso en mi empeño, cualquier intento de reconciliarme con la familia de Hattie, aunque tuviera éxito, se malograría en cuanto no pudiera responder a las preguntas que se me formularían sobre el futuro. Debería aguardar un poco más antes de reanudar aquellas relaciones. Di por terminada mi entrevista con Peter, prometiéndole explicaciones más adelante.
Mientras tanto, seguía frecuentando las salas de lectura del ateneo, donde el mismo caballero locuaz al que ya conocía, el misterioso entusiasta de Poe, continuaba con sus apariciones regulares, leyendo los periódicos y farfullando sobre los torpes artículos que aparecían sobre Edgar Poe.
Una mañana me senté en la escalera de piedra del ateneo y aguardé a que abrieran las puertas. Una vez en el interior, escogí una silla frente al lugar que yo sabía preferido de aquel caballero, de modo que pudiera observarlo de cerca. Pero cuando llegó, como si quisiera llevarme la contraria, se dirigió a otra mesa. No quise que pareciera que lo estaba siguiendo, así que mantuve la distancia. Al día siguiente, me dediqué a revolotear cerca del escritorio del empleado, para ver dónde se situaba el caballero. Y me acomodé en un lugar próximo. Ahora podía observarlo a cada momento.
Era de lo más irritante la alegría que mostraba cuando leía sobre las circunstancias de la muerte de Poe.
—Ah, pero ¿ha visto usted esto? —Se volvió hacia una mujer que ocupaba la mesa vecina, sosteniendo en alto un periódico—. Se preguntan qué pasó con el dinero que reunió dando conferencias en Richmond. Si estaba en poder de Poe, ¿dónde está ahora? Ésa es la cuestión. Qué listos son los redactores de prensa.
En este punto emitió una risa burlona. ¡Había dicho «listos»!
—¿A qué viene esa risa, caballero? —le pregunté, a sabiendas de que debí haberme contenido—. ¿No cree usted que se trata de un asunto de la mayor seriedad y que merece ser considerado con más decoro?
—Es de la mayor seriedad —convino, enderezando autoritariamente sus híspidas cejas—. Tan serio como un juez. Y de lo más crítico también, porque sabremos con detalle qué le sucedió.
—¿Y no se toma esas informaciones con un buen pellizco de sal? ¿Cree usted que cada cosa que lee contiene la verdad, como si el que escribe fuera el profeta de un Evangelio?
Le costaba admitir la idea de su credulidad.
—¿Y por qué cree que iban a gastar tinta en eso, querido señor, si no fuera verdad? Yo ni pienso como los hebreos ni creo que los novísimos testamentos sean los más certeros; por el contrario, hay que perseguir a todos los falsos mesías: «¡Éste por aquí, éste por allá!».
En mi agitación, abandoné el ateneo y no volví en todo el día. Sospechaba que el deseo de aquel pelmazo de soltar torpezas no tardaría en extinguirse, y me sentí aliviado cuando, al cabo de unos días, dejó de aparecer; pero resucitó al otro día. En ocasiones, recordando algún poema de Poe, se levantaba y recitaba espontáneamente versos ante quienes estábamos en la sala. Por ejemplo, una tarde se dejó oír la campana de una iglesia tocando a muerto. Dio un brinco, con las palabras de Poe en los labios:
¡Oh, las campanas, campanas, campanas!
¡Qué relato de terror cuenta ahora su turbulencia,
de Desesperación!
Solía sentarse en la sala de los periódicos, interrumpiéndose sólo para sonarse ferozmente con su pañuelo o con uno que pedía prestado a un desdichado circunstante. Me volví excesivamente amistoso con desconocidos con los que me encontraba en la sala de lectura, basándome sólo en su virtud de no ser aquel hombre de los estornudos y las cejas híspidas.
Manifesté mi desagrado al empleado, mientras paseaba frente a su escritorio.
—¿Por qué se preocupa tanto por los artículos sobre Poe? —pregunté.
—¿Quién, señor Clark?
Le guiñé el ojo al amable y anciano empleado.
—¿Quién? Ese hombre que viene casi todos los días…
—Ah, pensaba que se refería al hombre que me dio aquellos artículos sobre Edgar Poe hace tiempo y que hice que le mandaran a usted —replicó.
Me detuve en seco mientras pensaba en el paquete de recortes que el empleado me envió antes de mi marcha a París; una selección que incluía la primera mención que yo hallé de un Dupin real.
—Yo creí entender que fue usted quien reunió los recortes.
—Pues no, señor Clark.
—Entonces, ¿quién se los dio?
—Ahora debe de hacer unos dos años —dijo pensativamente—. ¿A qué casilla de mi cerebro habrá ido a parar? —añadió riendo.
—Por favor, trate de recordar. Tengo el mayor interés en ello.
El empleado dijo que me lo comunicaría si era capaz de acordarse. Alguien, imaginé, que se preocupaba por Poe antes del sensacionalismo morboso y la curiosidad vulgar despertados por la manipulación del barón. Antes de que hubiera hombres como aquel entusiasta que ahora se colocaba siempre delante de mí en la sala.
Duponte me aconsejó que ignorara al hombre. Después de mi encuentro con Bonjour en la librería, dijo, el barón Dupin habría dispuesto muchos ojos para buscarme —como ya había hecho en París— a fin de determinar la naturaleza de nuestra actividad. Yo debía hacer como si no estuviera, incluso como si no existiera.
—Oh, mire esto. Pronto sabremos más del caso.
Tal fue el comentario del hirsuto personaje una mañana en el ateneo. Traté de rechazarlo con dureza excesiva, pero acabé respondiéndole desde la mesa vecina:
—¿Qué, caballero? ¿A qué se refiere usted cuando dice que pronto sabremos más?
Me miró de través, como si fuera la primera vez que me veía.
—Pues eso, mi querido señor —dijo, encontrando el punto en la página—. Aquí. Dicen que circulan rumores en los más encumbrados círculos sociales de que el «verdadero Dupin» ha venido a Baltimore y averiguará lo que le sucedió a Poe. ¿Lo ve?
Eché un vistazo al periódico y encontré la información.
—Este redactor ha sabido de primera mano que C. Auguste Dupin fue… —El hombre prosiguió y luego se detuvo a sonarse—. C. A. Dupin fue el genio que resolvió los casos de algunos de los cuentos de Poe, ¿sabe? Resuelve los rompecabezas más liados. Es superior, no se equivoca.
Quise contarle todo esto a Duponte, ante todo para expresarle lo vejado que me sentía, pero aquella noche no lo encontré en su lugar habitual en mi biblioteca.
—¿Monsieur Duponte?
Mi voz se propagó por las largas estancias de Glen Eliza y por los huecos de las escaleras, en un eco inútil. Pregunté al servicio, pero nadie lo había visto desde primeras horas del día. Un temor de mal augurio se apoderó de mí. Grité con bastante fuerza como para que me oyeran en las casas vecinas. Era probable que Duponte acabara sintiéndose encerrado después de permanecer leyendo tanto tiempo. Aún podría estar cerca de casa.
Pero no encontré rastro del analista en toda la propiedad ni en el valle que se extendía más abajo de mi casa. Salí a la calle y tomé un coche de alquiler.
—Estoy buscando a un amigo, cochero. Demos unas vueltas, y a toda prisa.
Dado que Duponte no se había alejado de Glen Eliza desde nuestra llegada, empecé a sospechar que había dado con algo interesante que investigar.
Recorrimos las avenidas en torno al monumento a Washington, cruzamos el mercado de Lexington y las calles atestadas junto a los muelles, de las que sobresalían los palos de los clípers. El afable cochero trató en varias ocasiones de entablar conversación, y otra vez mientras recorríamos la explanada frente al hospital universitario Washington.
—¿Sabe usted, caballero —me gritó, volviéndose—, que es aquí donde murió Edgar Poe?
—¡Detenga el coche! —exclamé.
Lo hizo, feliz por haber atraído mi atención. Me encaramé al pescante.
—¿Qué acaba de decir sobre este lugar, cochero?
—Le estaba mostrando los puntos de interés. ¿Es usted forastero? En un periquete lo puedo llevar a un buen establecimiento culinario, si lo desea, en lugar de ir dando vueltas, caballero.
—¿Quién le ha hablado de Poe? ¿Lo ha leído en los periódicos?
—Me estuvo hablando de ello un tipo que subió a mi coche.
—¿Y qué le dijo?
—Maldita sea, que Poe era el más grande poeta de América. Pero había oído contar que a Poe lo dejaron morir en el sucio suelo de una tabernucha en circunstancias turbias. Dijo haberlo leído todo en los periódicos. Era un hombre sociable… Quiero decir el qué montó en mi coche.
El cochero no consiguió recordar el aspecto de aquel hombre, aunque estaba claro que recordaba con agrado que fue un fácil conversador, comparado con su actual pasajero.
—No hará tres días que lo llevé en mi coche. ¿Sabe? Estornudaba terriblemente.
—¿Estornudaba?
—Sí, me pidió prestado el pañuelo y lo utilizó de una manera terrible.
Contemplé cómo la tarde se hundía en el crepúsculo, sabiendo que con la puesta del sol perdería toda esperanza de localizar a Duponte. La iluminación callejera de Baltimore se contaba entre las más pobres de cualquier ciudad, y en ocasiones caminar hasta casa una vez anochecido resultaba difícil incluso para un baltimorense de toda la vida. Llegué a la conclusión de que lo más sensato era regresar y aguardarlo en Glen Eliza.
Ahora los cerdos atestaban la calle. Aunque se habían multiplicado las demandas de que se implantaran carros públicos para la recogida de basura y desechos de las calles, aquellas voraces criaturas seguían siendo el recurso principal, y a aquella hora llenaban el aire con satisfechos gruñidos mientras devoraban cualquier desperdicio que pudieran hallar.
Poco después de dar instrucciones al cochero para que me devolviera a casa, distinguí, a través de la ventanilla del carruaje, a Duponte caminando con su acostumbrado paso moderado. Pagué al cochero y me apeé apresuradamente, como si el francés pudiera disolverse en el aire.
—¿Adónde va usted, monsieur Duponte?
—Estoy observando el espíritu de la ciudad, monsieur Clark —me dijo Duponte, como si ese hecho fuera algo obvio.
—Pero, monsieur, no puedo entender por qué salió de Glen Eliza por su cuenta… Sin duda yo podría ser su mejor guía en la ciudad.
Con fines de demostración, empecé a describir las nuevas fábricas de gas que podían verse en la distancia, pero alzó la mano para imponerme silencio.
—Respecto de ciertos hechos —dijo—, me apresuraría a dar la bienvenida a sus elaborados conocimientos. Pero considere, monsieur Clark, que usted conoce Baltimore como un vecino más. Edgar Poe vivió aquí un tiempo, pero hace muchos años… Quince, si no estoy equivocado. En sus últimos días, Poe venía aquí como lo haría un visitante, un forastero. Me he parado en algunas tiendas de especial interés y en una amplia variedad de mercados, aprendiendo lo que los extraños deducirían de las señales y de las conductas de los naturales.
Supuse que su argumento era razonable. Pasamos la siguiente hora caminando, avanzando en dirección este, y yo le explicaba lo que encontré en el periódico, en la sala de lectura, y lo que oí de labios del cochero.
—Monsieur —pregunté—, ¿no deberíamos hacer algo? El barón Dupin ha publicado anuncios ofreciendo dinero a cambio de información sobre la muerte de Poe. Sin duda debemos neutralizar sus iniciativas antes de que sea demasiado tarde.
Antes de que mi compañero pudiera responder, atrajo nuestra atención una figura que descendía por una escalera para salir a la acera de enfrente. Concentré la vista, pues una lámpara difundía un resplandor tan débil que incluso hacía difícil determinar si había luz o no.
—Monsieur —susurré—, aunque me cuesta creerlo, es él; ¡el tipo que todos los días se planta en una silla en la sala de lectura! ¡Ahí, frente a nosotros!
Duponte siguió mi mirada.
—¡Es el hombre que he conocido en la sala de lectura!
Precisamente entonces pude percibir la mirada oscura de Bonjour. Sus manos estaban ocultas bajo su mantón, y seguía, amenazadora, al hombre, que no sospechaba nada. Pensé en las historias que Duponte me había contado sobre actos despiadados cometidos por aquella mujer. Me turbé al verla, y temblé por el hombre que caminaba delante de ella.
El entusiasta de Poe se volvió de repente y se aproximó al lugar donde estábamos.
Duponte movió la cabeza ante él.
—Dupin —dijo, llevándose una mano al sombrero.
El hombre respondió ruidosamente sonándose la nariz, pero esta vez la bulbosa parte frontal de aquélla se quedó en el pañuelo. Luego el barón Dupin se arrancó sus falsas cejas. Reapareció su encantador acento inglés-francés.
—Barón —dijo el barón Dupin, corrigiendo a mi compañero—. Barón Dupin, si es tan amable, monsieur Duponte.
—¿Barón? Ah, sí, en efecto. Pero quizá un poco ceremonioso para los americanos —observó Duponte.
—No tanto —replicó el barón mostrando su brillante sonrisa—. A todo el mundo le gusta un barón.
Bonjour se reunió con su amo en el círculo de luz. El barón le dio unas órdenes y ella desapareció de la vista.
Mi impresión ante la verdadera identidad del entusiasta de Poe se vio superada al instante por una segunda evidencia.
—¿Se conocían usted y el barón Dupin? —pregunté a Duponte.
—Hace muchos años, en París, monsieur Clark —dijo el barón con una sonrisa muy suya, al tiempo que se sacudía la peluca y se la quitaba, junto con el sombrero—. En unas circunstancias mucho menos prometedoras. Espero que su viaje desde París haya sido placentero, señores. Espero que nadie les molestara a bordo del Humboldt.
—¿Cómo supo usted en qué…? —dije, consternado—. ¡El polizón! ¿Encargó a aquel malandrín calvo que nos siguiera, monsieur? ¿Le pagó para eso?
El barón se encogió de hombros, con gesto travieso. Su largo cabello negro, ligeramente húmedo y como encerado, le caía en rizos.
—¿Qué malandrín? Me limité a informarme en las listas de pasajeros llegados a puerto. Yo leo los periódicos, como sabe usted mejor que nadie, monsieur Clark.
El barón se despojó del áspero abrigo de paño que había llevado, con lo que la liberación del tosco atuendo completaba la de nariz, peluca y cejas. Me sentí molesto por haber sido engañado por el disfraz.
Pero no me limito a defenderme si añado que había mucho más que eso: se operó una especie de metamorfosis que difícilmente puede impresionar a quien no haya conocido a Claude Dupin. El barón poseía una extraña habilidad para modificar su voz y su porte e incluso, al parecer, la forma y apariencia de su cabeza hasta un grado que hubiera puesto en aprietos al más respetado de los frenólogos. Y mediante una compleja disposición de mandíbula, labios y músculos del cuello, era capaz de ocultarse a sí mismo mejor que con una máscara. Cada uno de los rostros parecía hecho de acero, con el alma de un centenar de seres humanos aguardando debajo. Su voz era también flexible, de una forma no natural: parecía cambiar por completo según lo que estuviera diciendo. Del mismo modo que Duponte podía controlar lo que observaba en los demás el barón Dupin parecía capaz de controlar la observación de los demás sobre él.
—¡Me gustaría conocer todas las demás imposturas que ha cometido en este asunto, monsieur! —le pedí, tratando de ocultar una oleada de humillación.
—Cuando, en beneficio de la clase sufriente, acepto el caso de un inculpado oprimido, estoy ocupándome del mundo. Porque la mala suerte del inculpado es la mala suerte del mundo; el destino del uno es el destino del otro. Por eso yo, el barón Dupin, nunca he perdido un caso. Ni un caso del hombre o la mujer más modestos. Cuanto más gritemos clamando justicia, con más persistencia el pueblo aguardará su advenimiento.
»Lo esencial —continuó— es no decirle al público aquello que pueda causarle inquietud, y dar a entender que uno está respondiendo a las inquietudes que a la gente ya le están quemando el pecho. Ahora he hecho eso también por Poe. Los redactores de los periódicos han empezado a investigar más acerca de Poe, como usted ya ha comprobado. Los libreros sienten la necesidad de nuevas ediciones, y algún día Poe estará en todos los anaqueles del país, en la biblioteca de todas las familias, leído por viejos y jóvenes y considerado por estos últimos casi como su Biblia. He caminado por la calle… o, en ocasiones, camino por la calle. —Volvió a colocarse la falsa nariz y, con pasmosa rapidez, se puso a hablar con una voz que imitaba la de un americano—. Y esparzo rumores sobre la muerte de Poe en restaurantes, iglesias, mercados, carruajes de alquiler… —hizo una pausa— y salas de lectura del ateneo… Ahora toda la clase sufriente cree, duda, y en la ciudad y en el campo clamará para que se esclarezca la verdad. ¿Y quién se la revelará?
—Usted sólo quiere montar un espectáculo en su propio beneficio —repliqué—. A usted no le preocupa encontrar la verdad, monsieur barón; ¡sólo ha venido a Baltimore a sacar provecho!
Fingió sentirse herido, pero debería añadir que fingió adoptando una expresión de la mayor sinceridad, capaz de suscitar sentimiento de culpa.
—La verdad es mi única preocupación. Pero… la verdad debe ser extraída y acarreada desde las cabezas de la gente. Usted tiene un sentido quijotesco de la honorabilidad, amigo Quentin, y yo lo admiro. Pero la verdad no existe, mi desorientado amigo, hasta que uno la encuentra. No se manifiesta como un trueno desencadenado por los dioses benevolentes, como algunas personas creen. —En este punto apoyó su brazo en el hombro de Duponte y dirigió una mirada de soslayo a mi compañero—. Dígame, Duponte, ¿dónde ha estado usted todos estos años?
—Esperando —respondió Duponte tranquilamente.
—Supongo que todos hemos hecho lo mismo y ya estábamos cansados —dijo el barón—. Pero es demasiado tarde para que venga aquí a prestar ayuda, monsieur Duponte. —Hizo una pausa—. Como de costumbre.
—Aun así creo que debería quedarme —objetó Duponte con calma—. Si no hay inconveniente.
El barón frunció el ceño con gesto de superioridad, pero al parecer no pudo evitar sentirse halagado por la deferencia.
—Debo sugerirle que se mantenga al margen de este asunto y que ate corto a su hermoso animal de compañía americano, pues parece tener la misma lealtad que un mono versátil. Ya he empezado a reunir los auténticos hechos que afectaron a Poe. Ahora escúcheme, Duponte, y permanecerá seguro. Debo admitir que mi querida esposa rebanará el pescuezo de cualquiera que trate de ponerme cortapisas. ¿Acaso eso no es amor? No hable con ninguna de las partes que tengan información sobre el caso.
—¿Adónde quiere llegar? —exclamé, con el rostro encendido, tal vez desafiando esa exigencia o acaso molesto por haber sido llamado animal de compañía—. ¿Cómo se atreve a hablar así a Auguste Duponte? ¿No sabe que nosotros tenemos más temple que todo eso?
La réplica de Duponte al barón, sin embargo, atacó mis nervios más que la propia amenaza:
—Cumpliré con creces sus deseos. No hablaremos con ninguno de los testigos.
El barón se sintió complacido hasta lo insufrible con su victoria.
—Veo que por fin comprende qué es lo mejor, Duponte. Esto será el mayor tema literario de nuestro tiempo… y mi papel consistirá en ser su juez. Estoy intentando empezar mis memorias. Las titularé Memorias del barón Claude Dupin, el valedor de que se hiciera justicia a Edgar A. Poe, y el auténtico modelo para el personaje de C. Auguste Dupin, el de los asesinatos en la rue Morgue. Como degustador de la literatura, me gustaría saber si el título parece apropiado. ¿Eh, amigo Quentin?
—Es «Los crímenes de la calle Morgue» —le corregí—. Y aquí tiene, delante de usted, a Auguste Duponte, ¡la verdadera fuente del héroe de Poe!
El barón se echó a reír. Ahora había un coche de alquiler esperándolo, y un joven sirviente negro sostenía la portezuela para el barón como si fuera un auténtico personaje regio. El barón deslizó un dedo por la portezuela y por las espirales de su madera tallada.
—Un hermoso carruaje. Las comodidades de su ciudad, amigo Quentin, son difíciles de superar, como en las ciudades más perversas del mundo.
Mientras decía esto, su mano se desplazó para tomar la de Bonjour, que ya estaba cómodamente sentada en el coche.
El barón nos dio la espalda.
—No caigamos en excesivas fricciones. Al menos comportémonos civilizadamente. Demos un paseo a alguna parte en lugar de andar tropezando en la oscuridad. Yo mismo tomaría las riendas, pero desde mis años en Londres no puedo recordar haberme mantenido en el lado derecho del camino. Ya ven, no somos villanos, así que ustedes no necesitan renunciar a su hermandad con nosotros. Suban a bordo.
Duponte preguntó de repente, empleando el tono de una revelación y atrayendo con ello la plena atención del barón:
—¿Qué hay de duque? Piense en ello: si lo de barón gusta, un duque debería gustar en un grado proporcionalmente superior. «Duque Dupin» tiene cierta aura gloriosa, con ese sonido doble, ¿no le parece?
La expresión del barón se endureció de nuevo antes de cerrar de un portazo.
Permanecí desconcertado unos minutos después de que el carruaje se alejara. Duponte dirigió una mirada abatida en la dirección en la que vimos al barón aproximarse a nosotros.
—Se ha enfadado porque no lo hemos acompañado. ¿Cree usted que se proponía llevarnos a algún lugar para hacernos daño? —pregunté.
Duponte cruzó la calle y estudió el viejo edificio, con una fachada de construcción tosca, de ladrillo visto. Mientras lo hacía, me di cuenta de que estábamos en la misma manzana de la calle Lonibard que el hotel y la taberna Ryan’s, donde Poe fue descubierto y desde donde fue trasladado al hospital. Procedentes de aquel edificio, podían oírse los rumores de reuniones nocturnas. Ahora Duponte se plantó frente a Ryan’s y yo me reuní con él.
—Quizá el enfado del barón no se debía a que quisiera llevarnos a alguna parte, sino a que su propósito era llevarnos a alguna parte —dijo—. ¿Es de este edificio de donde salieron el barón y la joven dama?
Lo era, pero no pude responder cuando Duponte preguntó sobre la propiedad y el carácter de la casa. ¡Después de haberle ofrecido mis experimentados servicios como guía de Baltimore!. Le expliqué que albergaba el cuartelillo de una de las empresas de bomberos de la ciudad, la Vigilant Fire Company, y dije que tal vez era propiedad suya.
La puerta de la que habían salido el barón y Bonjour se resistió, pero no estaba echada la llave. Se abría a un oscuro pasillo que descendía y terminaba en otra puerta. Un hombre corpulento, quizá uno de los bomberos de la empresa vecina, abrió la puerta desde el otro lado. Procedentes del amplio hueco de la escalera que tenía detrás, llegaban intermitentes gritos de alegría. O de terror; resultaba difícil precisar de qué.
La anchura del cuerpo del portero era un obstáculo impenetrable. Miraba amenazadoramente. Pensé quedarme quieto y tranquilo. Sólo cuando movió la mano pareció necesario acercarse.
—Contraseña —dijo.
Miré ansiosamente a Duponte, quien ahora observaba con atención el suelo.
—Contraseña para subir —insistió el portero en un tono bajo cuyo propósito era amedrentar, y lo lograba.
Duponte había entrado en una especie de trance, dejando que sus ojos se pasearan por el suelo, por las paredes, por la escalera y por el propio portero. ¡Vaya momento para no prestar atención! Mientras tanto, procedente de la garganta del portero podía oírse un gruñido canino, como si ante el más leve movimiento por nuestra parte estuviera dispuesto a golpear.
Con una arremetida explosiva, me agarró por la muñeca.
—Se la pido por última vez, señoritingos, que no estoy para bromas. ¡La contraseña!
Sentí como si el hueso fuera a partirse si trataba de moverme.
—Suelte al joven, mi buen señor —dijo Duponte tranquilamente, levantando la vista—, y le daré la contraseña.
El portero dirigió unas miradas hoscas a Duponte, abrió el puño y yo retiré el brazo a lugar seguro. El hombre le dijo a Duponte, como si nunca hubiera pronunciado antes la palabra, y ciertamente no la pronunciaría otra vez sin matar a alguien:
—Contraseña.
El portero y yo dirigimos una mirada escéptica a mi compañero.
Duponte se plantó ante su antagonista y pronunció dos palabras.
—Dios rosado.