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Raciocinación —NOMBRE—: Acto de razonamiento deliberado, calculado, a través de la imaginación y del espíritu. Íntima observación y pronóstico de las complejidades de la actividad humana, en especial la frecuente sencillez de dicha actividad. No equivale al mero «cálculo» ni a la «lógica».

* * *

Al principio, yo vigilaba constantemente en busca de algún error por mi parte que pudiera apartarse del camino de la raciocinación de Auguste Duponte (la definición de más arriba es mía —Webster y otros editores podrían corregir las suyas—, y la redacté mientras observaba a Duponte durante nuestro viaje transatlántico). Quería ayudar pero sin ser un obstáculo. Y dio la casualidad de que cometí mi primer error mucho antes de que hubiéramos empezado.

Estaba yo sentado frente a él en mi biblioteca la tercera mañana después de la llegada a Baltimore. Él permanecía instalado en el sillón más cómodo. Yo veía al analista en la más completa ociosidad. Decir «ociosidad» da una impresión incompleta, puesto que estaba constantemente ocupado. Pero sus esfuerzos eran pausados y tranquilos.

Duponte leía todos los artículos de periódico que yo había reunido sobre la muerte de Poe. También le proporcioné otros materiales relativos a Poe: notas biográficas de publicaciones y revistas, grabados, así como mi correspondencia personal con el autor. Duponte leía los periódicos como el gobernador de un estado hubiera leído las noticias durante el desayuno, con aquella forma de agarrar fuerte la página que sugería dominio sobre ella.

Aquel día, cuando advirtió mi presencia al otro lado de la habitación, hizo el súbito movimiento de cabeza que yo casi esperaba que haría al pronunciar su conclusión acerca de la muerte de Poe.

—Necesitaré el resto —dijo.

—Sí.

Dudé. Creí haber entendido a qué se refería, y su sorprendente error, pero no quise desanimarlo.

—Monsieur Duponte, entre las extravagancias de la prensa, es improbable que haya muchos artículos más que se hayan ocupado de la muerte de Poe.

Duponte me alargó mi cuaderno de notas y luego tamborileó sobre el gran cartapacio de los recortes.

—Monsieur Clark, yo no necesito precisamente esos artículos, sino los periódicos de los que fueron recortados. Y tal vez los números de esos periódicos de una semana antes y otra después de cada artículo.

—Pero yo examiné los periódicos enteros siempre que me fue posible, en busca de la mínima referencia al poeta en la columna más escondida, incluso la simple mención de su nombre. Le aseguro que ésos fueron los únicos artículos relativos a Poe que se pueden encontrar.

—¡Será zopenco! —se lamentó, suspirando.

Supongo que es imposible dar cuenta de su actitud sin conocerlo personalmente, pero yo me había ido acostumbrando a las frecuentes exclamaciones de este tipo proferidas por Duponte, las cuales yo ya no interpretaba como insultos.

Duponte prosiguió:

—Los recortes no bastan, monsieur. Tan revelador es lo que rodea la información como la información misma. Pase por alto las columnas que hacen palpitar de emoción el corazón del vulgo, léalo todo además de eso, y aprenderá mucho. Usted ha sacrificado una gran porción de inteligencia en cada artículo al separarlo de la página donde venía.

A decir verdad, era difícil reprimirse de manifestar incomodidad ante el ritmo que llevaba Duponte. Supongo que yo debería haberlo previsto. Poe había reconocido las exigencias de una inteligencia tan compleja. En sus cuentos, C. Auguste Dupin emprende meticulosas revisiones de informaciones de prensa sobre los crímenes de que se trata, antes de aventurarse a resolver los casos.

Pero había una diferencia, en lo que a tiempo se refiere, entre esos relatos literarios y nuestra empresa: nosotros no estábamos solos. Del fondo de mi mente surgía, en toda ocasión, la fantasmal imagen de mi raptor, Dupin. (Comprobando esta frase, advierto que no debería escribir «Dupin» así, porque entonces pienso automáticamente en el C. Auguste Dupin de los cuentos de Poe. Aunque haga más gasto de tinta, pondré «Claude Dupin» o «barón Dupin»). En ocasiones, incluso creí ver su rostro en una ventana abierta, entre la multitud de la calle Baltimore, sonriéndome astutamente. ¿De veras había venido el barón a América, o su anuncio fue un engaño para confundir a sus acreedores de París?

Empecé a reunir todos los periódicos que Duponte había pedido. El imponente edificio del Baltimore Sun había sido la primera estructura de hierro de la ciudad. Aunque algunos consideraban hermosa la construcción de cinco plantas, ese término resultaba inadecuado. Imponente: eso era lo que uno pensaba mientras caminaba a través de los despachos del periódico, con las prensas y las máquinas de vapor silbando abajo, en el sótano, transmitiendo calor a las botas; y al sentir la crepitante maquinaria del telégrafo como una lluvia que cayera del techo del segundo piso. Uno se encontraba en medio de algo poderoso, algo que satisfacía a nuestros ciudadanos.

Visité también los competidores del Baltimore Sun, los periódicos whigs Patriot y American, así como los de tendencia demócrata, como el Clipper y el Daily Argus, y gradualmente aporté a Duponte todo cuanto había solicitado de Baltimore. Luego empecé a buscar en el ateneo más material de otros estados y cualesquiera nuevas noticias acerca de Poe.

No había avisado a Hattie ni a Peter de mi regreso. La prohibición que la tía Blum impuso a Hattie de que me escribiera persistió durante mi estancia en París. En sus últimas y escasas cartas, Peter decía poco de Hattie o de cualquier otro asunto de interés, pero aludió a ciertas cuestiones delicadas de negocios sobre las que necesitaba hablarme. Yo sentía un fuerte deseo de comunicarme con ambos. Pero era como si el mundo ajeno a mi relación con Duponte hubiera quedado en suspenso; como si me hubiera visto atrapado en un universo hecho tan sólo de la mente de Duponte y de sus ideas, y no pudiera recuperar mi lugar habitual en tanto la tarea emprendida no finalizara.

Aunque mi estancia en el extranjero se prolongó tan sólo una temporada, advertí con percepción agudizada todos los cambios ocurridos en Baltimore. La ciudad iba creciendo de día en día, o ésa era la impresión que daba. Por todas partes había cascotes, escaleras de mano, viguetas y útiles de construcción. Almacenes de cinco pisos habían superado en altura las viejas mansiones. Todo eso llevaba el marchamo de la novedad, como el polvo de las obras, que extendía una opaca palidez sobre la ciudad. Pero había algo más que no sé cómo definir. Insatisfacción. Melancólica inquietud. Eso es lo que se percibía yendo por la calle.

En la sala de lectura del ateneo me senté a una mesa, con mi cuaderno de notas, y abrí un periódico. Recorrí las columnas, deteniéndome varias veces para estudiar algún fragmento interesante de noticias que se hubieran producido en mi ausencia. Entonces lo vi. Mi corazón se aceleró a causa de la sorpresa, el alborozo y el temor. No hubiera sido capaz de concretar cuál de esas sensaciones era la dominante. Pasé al siguiente periódico, y luego a otro. No se trataba de una mención suelta en las últimas páginas. No. ¡Había menciones por doquier! ¡Todos los diarios publicaban algún comentario sobre la muerte de Poe! Quedaban muchos detalles por aclarar acerca de las misteriosas circunstancias del fallecimiento del poeta, escribía el Clipper, «El tema predilecto de conversación en los círculos literarios ha sido la muerte de aquel hombre melancólico que fue Edgar A. Poe», decía un semanario de a dólar. El escritor era al mismo tiempo un ser extraño y temeroso.

Los artículos apenas aportaban detalles concretos. En lugar de eso, cada página era como un repartidor de prensa que voceara ad infinitum algún ahorcamiento sensacional, pero sin explicar los antecedentes.

Me apresuré hacia la entrada de la sala, donde se sentaba el anciano empleado. Otro usuario de la sala de lectura se encontraba al otro lado del escritorio, pero como no se dirigía al empleado, lo hice yo.

—¿Qué es todo eso a propósito de Edgar Poe? ¿Qué ha sucedido? —pregunté.

—Señor Clark —respondió el empleado mirándome con gran interés—, ¡ha estado usted ausente mucho tiempo!

—No hace tantos meses, mi buen señor, apenas se manifestaba interés alguno por la muerte de Edgar Poe. Ahora es un tema que aparece en las columnas de todos los periódicos.

El empleado parecía dispuesto a contestar, cuando fuimos interrumpidos.

—¡Sí, sí!

Ambos nos volvimos al otro lector, en el que yo me había fijado. Era un hombre corpulento, con cejas como de alambre. Antes de continuar sepultó su enorme nariz en un pañuelo.

—También yo lo he leído —dijo adoptando un tono de familiaridad y propinándome un suave codazo, como si hubiéramos comido en el mismo pesebre.

Lo miré inexpresivamente.

—¡La muerte de Poe! —continuó—. ¿No es maravilloso?

Estudié al desconocido.

—¿Maravilloso?

—Desde luego —replicó con suspicacia—. ¿Considera usted a Poe un genio, caballero?

—¡Y en el más alto grado!

—¿De veras cree usted que no se ha escrito en el mundo mejor prosa que «El escarabajo de oro»?

—Tan sólo lo supera «Un descenso al Maelström» —respondí.

—Bien, pues entonces ¿no es maravilloso que finalmente reciba la atención que merece de los redactores de periódicos? Quiero decir, la tristísima muerte de Poe.

Se llevó la mano al sombrero, saludando al empleado, y luego abandonó la sala de lectura.

—Decía usted… ¿Qué es lo que ha llamado su atención? —me preguntó el empleado.

—¿Por qué los periódicos…? —Mis pensamientos se perdieron en el recuerdo de lo que el otro hombre acababa de decir. Pregunté señalando la puerta—: ¿Quién era ese caballero que estaba ahí delante y que acaba de despedirse?

El empleado no lo sabía. Me excusé y corrí hasta la esquina de la calle Saratoga, pero no había rastro de él.

Me impresionó tanto esa combinación de fenómenos —los periódicos, el extraño entusiasta de Poe, la inquietud que parecía aquejar a la ciudad—, que al principio no presté mucha atención a una mujer mofletuda y de cabello plateado, sentada en un banco no lejos del ateneo. Estaba leyendo ¡un libro de poemas de Edgar A. Poe! En este punto podría decir que yo disponía de una ventaja única de observación. Habiendo adquirido todos los volúmenes publicados de los escritos de Poe, era capaz de reconocer las ediciones a gran distancia por pequeños detalles de su aspecto, tamaño y grabados, únicos y propios de cada uno. Supongo que mi orgullo no podía ser mucho porque no abundaban las colecciones. A Poe no le gustaban las pocas que había. «Los editores timan —se lamentaba en una de las cartas que me dirigió—. Estar controlado es estar arruinado. Estoy decidido a ser mi propio editor». Pero eso no llegó a suceder. Su situación financiera era un desastre, y la prensa periódica seguía retribuyéndole miserablemente por sus escritos.

Permanecí de pie vigilando el banco de la mujer y la observé enderezar el dedo para pasar las páginas con las puntas dobladas y manchadas. Ella no advirtió mi presencia, tan ensimismada estaba en las páginas finales del cuento, las del sublime hundimiento de «La caída de la Casa Usher». Antes de que me diera cuenta, había cerrado el libro, con aire de honda satisfacción, y se escabulló como si huyera de las ruinas del desmoronamiento de los Usher.

Decidí indagar en una librería próxima si el debate sobre Poe había atraído más público. Era uno de los establecimientos con menos probabilidades de llenar sus anaqueles con cajas de cigarros, retratos de indios y cualquier cosa que no fueran libros, lo cual se había convertido en una creciente tendencia de esos comercios desde que cada vez más personas adquirían los libros por suscripción. Me demoraba en el vestíbulo principal cuando vi a otra mujer mientras cometía el más insólito de los delitos.

Estaba subida a una de las escaleras de mano de la tienda, empleadas para examinar el contenido de las estanterías más altas. El delito, si así puede llamarse, no era la sustracción de un libro, lo cual ya hubiera resultado bastante digno de señalar y extraño, sino la colocación en el anaquel de un libro sacado de entre los pliegues de su mantón. Luego subió al siguiente peldaño de la escalera y añadió otro libro a los expuestos, extraído también del mantón. La mujer quedaba oscurecida a mi vista por el resplandor que entraba por la amplia claraboya, pero sí pude ver que llevaba un bonito vestido y un sombrero. No era una de las vistosas mariposas que se encontraba uno paseando por la calle Baltimore. Su nuca hacía presagiar una piel dorada, como también la porción de brazo que dejaba ver su guante. Bajó de la escalera y se dirigió a una hilera de estanterías. Avancé por el pasillo que se extendía paralelamente a aquélla y la encontré aguardando en el extremo.

—Es de mala educación —dijo en francés, con un fruncimiento de sus labios recorridos por una cicatriz— que un hombre se quede mirando fijamente.

—¡Bonjour! —Mi antigua captora en la fortaleza de París, la compatriota del barón Dupin, se encontraba delante de mí—. Mis excusas. En ocasiones parece que me quedo con la mirada fija, como si estuviera ido, ¿sabe?

Pero aquélla no había sido una de mis miradas ensimismadas. Su belleza letal volvió a mostrarse en cuanto me echó la vista encima, y yo me dediqué a mirar a todas partes para romper su dominio sobre mí. Tras recuperarme, dije en un susurro:

—¿Qué diablos está usted haciendo?

Sonrió como si aquello fuera lo más evidente.

Subí unos pocos peldaños de la escalera en la que la había visto encaramada, y saqué el libro que ella había colocado en el estante. Era una edición de los cuentos de Poe.

—Es lo contrario de lo que acostumbro: poner cosas valiosas en un lugar.

Se echó a reír con alegría infantil ante esa idea. Cuando sonreía adoptaba el aspecto de una niña, en particular ahora, que se había cortado mucho el cabello.

—¿Valiosas? ¡Éstas sólo son valiosas para lectores capaces de apreciar a Poe! —dije—. ¿Y por qué pone los libros tan arriba, donde son difíciles de encontrar?

—A la gente le gusta esforzarse para alcanzar algo, monsieur Quentin.

—Usted ha hecho esto por orden del barón Dupin. ¿Dónde está él?

—Ha empezado a trabajar para resolver la muerte de Poe. Y lo logrará.

La cabeza, me daba vueltas.

—¡Él no tiene nada que ver con esto! ¡No tiene nada que hacer aquí!

—Considere esto una suerte —replicó ella crípticamente.

—Yo no considero una suerte que utilice este asunto tan serio para divertirse y lucrarse.

—Pues ha encontrado una actividad más útil que asesinarlo a usted.

—¿Asesinarme a mí? —Traté de que mi voz sonara cortés—. ¿Y por qué habría de hacerlo?

—Cuando usted escribió sus cartas al barón Dupin, se refirió por extenso a la necesidad urgente de ayuda para desentrañar la muerte del añorado señor Poe. «El mayor genio conocido, según las publicaciones literarias americanas, y cuya desaparición se lamentará siempre», etcétera.

Aquello era una repetición literal de mi manera de pensar.

—Imagine la sorpresa del barón cuando llegamos aquí, a Baltimore, hace unas semanas. Ninguna dama lamentándose de la desaparición del pobre Poe. Ningún tumulto demandando justicia para el poeta. Fueron pocas las personas que pudimos encontrar que supieran con detalle quién fue Edgar Poe, aparte decir que se trataba de un escritor de fantasías extrañas para el vulgo. La mayoría ignoraba, desde luego, que el tal monsieur Poe había pasado a mejor vida.

—Es cierto —admití en tono de desafío—. Son muchos, mademoiselle, los que mostrarán recelo e indiferencia hacia el genio, y la singularidad de Poe lo convierte en un blanco apropiado para eso. ¿Y qué pasa?

—El barón Dupin ha venido a dar respuesta a la demanda de aclarar la muerte de Poe. ¡Y aquí no se aprecia demanda alguna!

Guardé silencio. Supongo que no podía argumentar en contra de la frustración del barón, pues yo mismo había experimentado idéntico sentimiento.

—Me habrá culpado a mí —murmuré.

—Bueno, no imagine que mi amo se muestra muy indulgente con usted. En realidad, al comprobar que hemos viajado muy lejos y con gran gasto sin ninguna finalidad, el barón no tardó en ponerse furioso.

Creo que debí de mostrar aprensión, porque ella sonrió.

—No tema nada, monsieur Quentin —dijo, pero por alguna razón su sonrisa me hizo sentir menos seguro. Quizá se debía a la cicatriz que le dividía en dos la boca—. No creo que esté usted expuesto a alguna amenaza… de momento. Sin duda ha visto lo que ha ocurrido últimamente con el reconocimiento de Poe en su ciudad.

—¿Se refiere a los periódicos? —Y empecé a sacar conclusiones—. ¿Tienen ustedes algo que ver con eso?

Se explicó. En primer lugar, el barón insertó anuncios en todos los periódicos de la ciudad, ofreciendo sustanciosas recompensas a cambio de «información vital» sobre la «misteriosa y desdichado muerte» del poeta Poe. Realmente no esperaba recibir en seguida noticias de testigos. Antes bien, los anuncios sirvieron para su verdadero propósito: suscitar preguntas. Los redactores de los periódicos se emocionaron y siguieron su camino. Ahora la gente clamaba por más y más Poe.

—Estamos contribuyendo a avivar la imaginación del público —dijo Bonjour—. Creo que los libros de Poe han conocido ahora un auge de ventas.

Volví a pensar en la mujer del parque…, en el entusiasta de Poe en la sala de lectura…, y en Bonjour plantando libros para que más personas pudieran encontrarlos.

Se volvió para marcharse, pero la retuve. Si alguien nos estuviera mirando, con mi mano envolviendo la muñeca enguantada de una joven, se suscitaría un pequeño escándalo que se propagaría a la velocidad del telégrafo hasta llegar a oídos de la tía de Hattie Blum. En Baltimore, las frescas brisas del norte se sumaban a la rígida etiqueta del sur, y eso daba lugar al cotilleo.

Fue un impulso doble lo que me hizo tomarla de la mano. En primer lugar, me cautivaba una vez más su descuidada belleza, tan sorprendentemente transformada en Baltimore, tan distinta de la apariencia normal de las jóvenes locales, como salidas de un figurín. En segundo lugar, ella podía saber algo de la muerte de Poe. Tercero —pues supongo que el impulso podría considerarse triple—, yo sabía que en el lugar de donde procedía, París, tocar la mano de una dama era un gesto que pasaba casi inadvertido, y eso me animó. Pero sus ojos me miraron echando fuego, y con un suspiro aparté mi mano.

Me resulta difícil describir la sensación que me invadió al contacto, siquiera momentáneo, con aquella dama. Era la sensación de que en un momento dado podía verme transportado a cualquier lugar del mundo, a la vida de cualquiera, casi como si no hubiera restricción alguna para mi cuerpo; era en cierto modo un sentimiento espiritual, un sentimiento tan ligero como una estrella en el firmamento.

En cuanto la hube soltado, en medio de los anaqueles de libros y para mi sorpresa, sus manos se alzaron hacia mí y me aferraron con mucha más firmeza que la que yo empleé con ella. No pude desprenderme de sus dedos en mis manos, y permanecimos de pie mirándonos cara a cara largo rato.

—¡Caballero! ¡Aparte la mano, haga el favor! —exclamó en un tono ultrajado y virginal.

Su exclamación atrajo las inquisitivas miradas, como los ojos de Argos, de cuantos se hallaban en la tienda, sentados a cada mesa y en cada banco. Una vez me hubo soltado, traté de parecer que me entretenía mirando distraídamente los libros que tenía más a mano. Para cuando las miradas se apartaron, ella ya se había marchado. Eché a correr a la calle y la localicé, con la parte posterior de la cabeza protegida ahora por una sombrilla de rayas.

—¡Alto! —grité, apresurándome a colocarme a su lado—. Sé que sus intenciones son buenas. Se preocupó de mi seguridad cuando el tiroteo en las fortificaciones. ¡Me salvó la vida!

—Parecía usted dispuesto a ayudarme cuando creyó que el barón me obligaba a servirlo. Eso fue… —se mordió el labio inferior al pensar en aquello— inusual.

—Debe usted saber que este asunto es demasiado importante como para suscitar emociones baratas a través de los periódicos. Tienen que parar eso ahora mismo.

—¿Cree que puede apartarnos de nuestra tarea con tanta facilidad? He leído algo de su amigo Poe. Parece que su arte consiste principalmente en decir cosas sencillas de una manera que las hace difíciles de comprender, y cosas triviales de una forma misteriosa que las hace parecer solemnes. —Bonjour se detuvo por un momento para mirarme. También yo me paré—. ¿Está usted enamorado, monsieur Clark?

Yo había dejado de concentrarme en Bonjour. Mi mirada se había posado en las inmediaciones, donde una mujer caminaba a buen paso por la acera. Tendría unos cuarenta años y era bastante atractiva. Mis ojos la siguieron calle abajo.

—¿Está usted enamorado, monsieur? —repitió suavemente Bonjour, siguiendo el objeto de mi mirada.

—Esa mujer… Se parece mucho a la que vi acompañando a Neilson Poe, un primo de Edgar, ¿sabe?…

No hubiera querido dejar escapar aquellas palabras.

—Ah, ¿sí? —dijo Bonjour.

Su tono, más suave, me impulsó a concluir la frase.

—Se parece mucho a un retrato que vi de Virginia Poe, la difunta esposa de Poe.

Lo cierto era que el hecho de ver a aquella mujer parecía acercarme a la vida de Edgar Poe. Su figura pronto quedó bloqueada por la multitud. Entonces me di cuenta de que Bonjour ya no estaba a mi lado. Mirando en derredor, advertí que se estaba aproximando a la mujer, ¡a aquella copia de Virginia Poe!, y sentí ira contra mí mismo por haber revelado lo que sabía.

—¡Señorita! —la llamó Bonjour—. ¡Señorita!

La mujer se volvió y se situó frente a Bonjour. Yo permanecí al margen, pues si bien no creía que la mujer me hubiera visto en la comisaría, deseaba mantenerme seguro.

—Oh, lo siento —dijo Bonjour, con un convincente acento sureño que imitaba el de algunas beldades a las que habría oído por la ciudad, y continuó—: Se parecía tanto a una dama a la que yo conocía…, pero me he equivocado. Quizá ha sido solamente por ese encantador gorro…

La mujer le dedicó una amable sonrisa y se dispuso a volver la espalda a Bonjour.

—¡Pero es que se parece tanto a Virginia! —dijo ahora Bonjour como hablando para sí misma.

La mujer se volvió de nuevo.

—¿Virginia? —preguntó con curiosidad.

Pude advertir una expresión de gozo extenderse por el rostro de Bonjour, al saber que había logrado su objetivo.

—Virginia Poe —dijo Bonjour adoptando un aire sombrío.

—Ah, ya —replicó la mujer en voz baja.

—Sólo la vi una vez, pero las aguas del Leteo nunca la borrarán de mi memoria —dijo Bonjour de corrido—. ¡Es usted tan hermosa como lo era ella!

La mujer bajó la vista ante el cumplido.

—Soy la esposa del señor Neilson Poe —se presentó—. Josephine. Me temo que nadie igualará nunca en hermosura a mi querida hermana.

—¿Su hermana, señora?

—Sissy. Quiero decir Virginia Poe. Era mi hermanastra. Era toda coraje y seguridad en sí misma, incluso en su situación de debilidad. ¡Siempre que veo su retrato…!

Se detuvo, incapaz de seguir con el hilo de sus pensamientos. ¡Así que era aquello! Neilson estaba casado con la hermana de la difunta esposa de Edgar Poe. Tras algunas palabras de condolencia, caminaron juntas y Josephine Poe respondió tranquilamente a las preguntas sobre Sissy. Yo las seguí a corta distancia para escuchar.

—Una noche, en la época en que Edgar y Sissy residían felices en Filadelfia, en la calle Coates, Sissy cantaba acompañándose a su querido piano cuando se le rompió un vaso sanguíneo. Se derrumbó en mitad de la canción. Aquello fue como un preludio de su pérdida. Especialmente para Edgar. El invierno de su muerte se hallaban en una situación de pobreza tal que lo único que podía dar calor a Sissy en sus frías habitaciones era el gabán de Edgar, que la envolvía, y un gato color carey tendido sobre su regazo.

—¿Y qué fue de su marido después?

—¿Edgar? La oscilación entre la esperanza y la desesperación, durante tantos años, creo que lo condujo a la locura. Necesitaba la devoción de una mujer. Decía que no viviría un año más sin un amor verdadero y tierno. La gente dice que recorrió el país varias veces en busca de una esposa tras la muerte de Sissy, pero creo que su corazón seguía sangrando por ella. Pocas semanas antes de morir se comprometió para casarse de nuevo.

Las mujeres intercambiaron unas pocas palabras más antes de que Josephine se alejara con una graciosa despedida. Bonjour se volvió hacia mí y me dedicó una risita infantil.

—Muy mal le irá si se pone en contra del barón en uno de sus casos, monsieur Clark. Ya ve que no nos ocultamos en las sombras ni nos demoramos en pequeños detalles.

—¡Por favor, mademoiselle! ¡Aquí, en Baltimore, en América, usted no tiene por qué mantenerse atada al barón y a sus planes! Yo escaparía de él cuanto antes. ¡Aquí no hay ataduras!

Manifestó interés abriendo mucho los ojos.

—¿Aquí no hay esclavitud?

Era inteligente.

—¡La hay! —admití—. Pero no existe tal vínculo para una mujer francesa libre. Usted no le debe nada al barón.

—¿Acaso no tengo ningún deber para con mi marido? Es útil recordarlo.

—¿El barón es su marido?

—Ya estamos en la buena dirección en este asunto y no vamos a desistir. Yo en su lugar, monsieur Clark, procuraría apartarme de nuestro camino.

* * *

En cualquier lugar del mundo adonde uno viaje, tiene la seguridad de encontrar el mismo número limitado de especies de abogados, con idéntica seguridad con que un naturalista encuentra su hierba y su cizaña en todas las tierras. La primera clase comprende los abogados que consideran los recovecos legales como profundos e intocables ídolos dignos de adoración. Para la segunda especie de letrado, la carnívora, lo primero es la presa, y considera las leyes como los principales obstáculos para alcanzar el éxito.

El barón Claude Dupin era un espécimen tan representativo de la segunda categoría que su esqueleto podrían colgarlo en el Gabinete de Anatomía Comparada de las Tullerías. Los códigos legales constituían el armamento que empleaba para presentar batalla; eran sus pistolas y cuchillos, y no valoraba nada por encima de eso. Cuando para su ventaja necesitaba un aplazamiento, se sabía que el barón había concluido una cita o incluso interrumpido un proceso deslizándose por la ventana de una antesala. Cuando esos métodos turbios no eran suficientes, el barón Dupin empleaba pistolas y cuchillos de verdad por mediación de sus redes de maleantes, a fin de obtener la información o la confesión que precisaba. El barón era abogado, sí, pero sólo secundariamente; él era un genuino empresario teatral que trabajaba como abogado. Un cómico en su escenario, un buhonero de la ley.

Duponte me contó un día, durante nuestra travesía transatlántica, la historia de Bonjour, aunque olvidó mencionar su matrimonio. En Francia, explicó Duponte, existe un tipo de criminal conocido como el Bonjourier, cuyo método consiste en lo siguiente: el ladrón o ladrona de guante blanco, vestidos a la moda, entran en una casa y se abren paso entre la servidumbre como si se presentaran para una cita importante, agarran unos cuantos objetos de los que puedan echar mano con rapidez, y se encaminan directamente a la puerta principal. Pero si un criado u otro morador de la casa advierte su presencia entre su entrada y su salida, hacen una inclinación, dicen «Bonjour!» y preguntan por el dueño de la casa de al lado, de cuyo nombre se habrán informado. Por descontado que admiten haber llamado a la puerta equivocada, y son acompañados hasta la salida con todos los objetos valiosos de los que hayan podido apropiarse. La joven que estuvo frente a mí en las fortificaciones era la mejor Bonjourière de París, y por eso acabó siendo conocida por todos, simplemente, como Bonjour.

Se decía que Bonjour creció en una aldea de Francia. Su madre, una suiza, murió pocos meses antes de que la niña cumpliera el año. Su padre, francés, un panadero muy trabajador, se ocupó de su hija. Pero él se pasaba casi todas las noches gimiendo, y la niña pronto perdió la paciencia ante la inextinguible pena de su progenitor. Esta circunstancia, combinada con la ausencia de una madre que la guiara, hizo que la muchacha fuera tan fieramente independiente como todo francés. El padre no tardó en ser detenido ante los ojos de ella en medio del caos de una de las revoluciones menores del país. Se trasladó a París para vivir por su cuenta, y sobrevivió gracias a su inteligencia y a su fortaleza física. Como joven ladrona fue objeto de muchas agresiones, y de una de ellas resultó la visible cicatriz de su rostro.

—Pero ¿cómo una mujer tan hermosa persiste en actuar como una ladrona común? —pregunté a Duponte una noche, sentados a la larga mesa del comedor del barco.

Duponte enarcó una ceja ante mi pregunta y pareció considerar la posibilidad de marcharse sin responder.

—En realidad no ha seguido siendo una ladrona, y no ha tenido nada de común. Durante muchos años ha sido una asesina de la máxima eficacia. Se cuenta que, debido a su anterior dedicación, en su cometido de asesina tiene la costumbre de decir «Bonjour» antes de degollar a un hombre. Claro que esto son meras suposiciones, porque nadie con vida puede confirmarlo.

—Pero ella se mostró femenina y valiente en mi favor en las fortificaciones —dije—. Creo que la pobreza y el ambiente son los responsables de esas conductas delictivas en las mujeres.

—Entonces ella debió de ser pobrísima —replicó Duponte.

Sucedió que, un invierno, Bonjour, detenida por la policía parisiense después de un robo torpe con el resultado de un caballero muerto en su gabinete, fue amenazada con la ejecución para dar escarmiento a la creciente oleada de robos perpetrados por mujeres. El barón Dupin, en la cúspide de su fama, la defendió con inusitado celo. Demostró hábilmente que la policía de París había errado de plano al acusar a Bonjour, una delicada y angélica criatura cuyo aspecto físico, el de una muchacha hermosa y frágil, y cuyo donaire causaron no poco efecto en los observadores.

Ahora no se sorprenderán ustedes, considerando este ejemplo, de cómo el barón reunía a maleantes fieles. Cuando se aseguraba de su salida de la cárcel, como fue el caso de Bonjour, la lealtad que le tenían se acrecentaba hasta convertirse en una cuestión de honor. Ustedes creerán que esto es una contradicción, pero todo el mundo necesita reglas para vivir, y los delincuentes sólo pueden tener unas pocas, entre las cuales prima la lealtad. El barón estuvo casado con anterioridad, y los motivos que impulsaban a las mujeres a unirse a él iban desde el amor hasta, en un determinado momento de la vida de Dupin, su gran fortuna. Queda por averiguar si a la lealtad de Bonjour la acompañaba el amor, o bien la una reemplazaba al otro, o bien se mezclaban formando alguna desalmada combinación.