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El vapor Humboldt, de la Cunard, rumbo a América, llevaba veintidós oficiales y marineros a bordo, y un número suficiente de instalaciones —camarotes estrechos, a los que se accedía desde el salón principal, ricamente alfombrado— para casi sesenta pasajeros. Había también un laberinto de dependencias auxiliares: la biblioteca, las salas para fumadores y las salas de estar, así como compartimentos para el ganado.

Duponte y yo figuramos entre los primeros pasajeros que llegaron a aquel palacio flotante, y yo me sentí desbordado por la expectación, contemplando el arca que había de conducirnos al Nuevo Mundo. Duponte se quedó de pie, inmóvil, en cuanto alcanzó la cubierta superior. Yo también me detuve. Imaginé que estaba experimentando alguna duda súbita, una premonición, y que desistiría de nuestro viaje.

—Monsieur Duponte —dije en tono amable, esperando poder obligarlo a hablar—, ¿va todo bien?

—Le pido, monsieur Clark —replicó, tomándome del codo—, que el mozo informe al capitán de que a bordo de nuestro barco va un polizón. Armado.

Mi ansiedad se trocó en el mayor asombro. Cuando hube recuperado suficientemente la calma, pedí al mozo que habláramos en un rincón discreto.

—Señor, hay un polizón a bordo de este barco —susurré, apremiante—, posiblemente armado.

Frunció el ceño sin manifestar inquietud alguna.

—¿Cómo lo sabe?

—¿Y qué importa?

—Ya hemos revisado todas las bodegas y las cabinas, señor, como siempre. ¿Ha visto usted a alguien a bordo?

—No —repliqué—. ¡Acabamos de llegar!

Asintió, convencido de que había demostrado que yo no tenía razón.

Me volví para mirar a Duponte, al otro lado de la cubierta. No podía fallarle tan pronto; después de todas las seguridades que le había dado, no. Quería que tuviera la sensación de que cualquier cosa que pidiera sería dicha y hecha.

—¿Qué sabe usted de la raciocinación, señor? —le pregunté al mozo.

—Que es una nueva bestia marina, caballero, con seiscientas patas y joroba.

Ignoré sus palabras.

—Es la rara capacidad de saber, mediante un proceso de razonamiento que no sólo utiliza la lógica, sino que se sirve de la más elevada lógica de la imaginación, que se halla fuera de las funciones mentales de las personas más corrientes. Le aseguro que hay aquí un polizón armado y de lo más malo. Sugiero que el capitán sea informado de ello cuanto antes y que usted busque con más cuidado.

—De todos modos iba a echar otro vistazo —dijo, dándose importancia, y se alejó con paso deliberadamente lento.

Unos minutos más tarde, el mozo estaba llamando —mejor dicho, dando alaridos— a su superior, para que acudiera a la cámara del correo. Al poco, el fornido y anciano capitán y el mozo estaban luchando, abajo, con un hombre que se debatía y gritaba.

El polizón dio unos codazos, liberándose y empujando al mozo hasta tumbarlo boca arriba. Los escasos pasajeros que allí había se apresuraron a escabullirse temiendo por sus vidas o, al menos, por sus joyas. Otros, con Duponte y conmigo, nos congregamos a contemplar la escena. Hubo un momento de calma mientras el capitán se encaraba con el intruso.

—¿Conque tratando de robar nuestro correo? —ladró.

Nuestro vapor, como la mayoría de los que cruzaban el océano, complementaba en gran parte sus ingresos transportando correo.

El polizón pareció por un momento un fantasma de otro mundo, con sus mejillas anchas y encarnadas. Quizá el capitán tuvo esa sensación al mirarlo, mientras le ponía las manos delante en un gesto que invitaba a la calma.

—Haya paz.

—¡Ustedes querrán saber lo que yo sé! —dijo el polizón en tono de advertencia, mirando más allá del capitán, hacia los pasajeros, como si se dispusiera a señalar a cuál de nosotros tomar como prisionero.

Todos dimos un paso atrás, excepto Duponte. El capitán no se inmutó ante la declaración del hombre, pero el mozo, de cortas luces, se mostró intrigado por el farol.

—¿El qué? —preguntó—. ¿Qué es lo que puedes saber?

El polizón perdió pie al pisar algunas tablas mojadas, y el capitán y el mozo cargaron de nuevo contra él, imponiéndosele. Tras unos torpes intentos y con algunos pasajeros jaleándolos, cargaron con el intruso y lo arrojaron directamente al agua.

El capitán se asomó por la borda y observó al individuo, al que la pérdida del sombrero había dejado su calvicie reluciendo al sol. También yo corrí a la barandilla y me quedé mirando durante un rato. No pude evitar sentir cierta lástima por el malandrín, que se debatía perplejo. El capitán, creyendo que el miembro de su tripulación era el responsable del descubrimiento, estrechó la mano del mozo con una cordialidad como probablemente nunca lo hiciera hasta entonces.

Más tarde, aquel mismo día, cuando ya navegábamos mar adentro, el mozo me encontró a solas y dijo con un gruñido:

—¿Cómo demonios lo supo?

Refrené mi lengua.

—¿Cómo demonios pudo saber alguien que había allí un polizón, inmediatamente después de pisar la cubierta? ¿Cómo demonios? ¿Cómo hizo usted ese «racionamiento»?

Se tomó su mezquina venganza asignándonos a Duponte y a mí los peores sitios en la mesa. Pero ese día no pude contener una peculiar sonrisa, que reapareció siempre que vi al mozo durante las tres semanas de nuestro viaje a América.