Charles Dickens supo siempre que tenía que ser mejor que todos los demás. Todavía no había cumplido los veinte años y ya estaba intentando competir con el sector más experimentado de reporteros londinenses. Su misión consistía en recoger palabra por palabra los discursos de los más destacados miembros del Parlamento y los casos principales del Tribunal Civil.
Había dos cuestiones primordiales a la hora de elegirlos: quién podía escribir con mayor precisión y quién podía escribir más rápido. El sistema Gurney de taquigrafía le había atrapado con su mágico y misterioso encanto. Guardaba bajo su almohada el libro Braquigrafía, o un sencillo y completo método de taquigrafía. Permitía que un ser humano normal, tras un entrenamiento concienzudo y algunas plegarias, condensara el habitualmente largo lenguaje de sus congéneres en simples rayas y puntos sobre el papel. El reportero copiaba el discurso del orador en aquella maraña de marcas y salía corriendo. Si estaba fuera de la ciudad, en Edimburgo o alguna población rural, se inclinaba sobre su papel mientras iba en el carruaje, garabateando furiosamente a la luz de una pequeña lámpara, transformando sobre la hoja en blanco los extraños símbolos en palabras completas y sacando de vez en cuando la cabeza por la ventana para prevenir el mareo por el accidentado trayecto.
El novato reportero Dickens dominaba el Gurney, como lo había hecho su padre en el breve período en que trabajó de taquígrafo, pero eso no era suficiente. El joven Dickens cambió y mejoró el Gurney, creó su propia taquigrafía, mejor y más rápida que la de los demás. Pronto los más importantes discursos en inglés llevaban al pie la firma C. Dickens, Taquígrafo, 5 Bell Yard, Colegiado.
Ésa era la razón por la que pudo escribir tanto, hasta medio libro, en los escasos ratos libres que le permitía su apretada agenda mientras estaba en América. Ésa era la única manera de que su pluma pudiera mantener el ritmo de su cabeza y revelara el destino de Edwin Drood.
El sistema Gurney había sido sustituido años antes por el de Taylor y, más tarde, el de Pitman. Rebecca había estudiado el Pitman en la Academia Comercial Bryant y Stratton para mujeres de Washington Street antes de presentarse al puesto de asistente. Fields y Osgood, después de depositar las páginas de la cartera que contenían el último capítulo de El misterio de Edwin Drood en la caja fuerte a prueba de incendios del 124 de Tremont Street, consultaron a algunos de los más reputados taquígrafos de Boston (varios de los cuales, los bucaneros más avispados, eran los mismos que intentaron copiar las improvisaciones de Dickens en el Tremont Temple antes de que Tom Branagan y Daniel Sand se lo impidieran). Sólo les mostraban una o dos páginas, con el fin de mantener el secreto, y no les comunicaban la procedencia del documento. No hubo suerte; todo era inútil. El sistema, incluso para los que conocían el Gurney, era demasiado excéntrico para que pudieran descifrar más que algunas palabras sueltas.
Enviaron telegramas confidenciales a Chapman & Hall pidiéndoles consejo sobre el asunto. Mientras tanto, en el mayor sigilo, Fields y Osgood lo preparaban todo con el impresor y el ilustrador para hacer una edición especial de El misterio de Edwin Drood completo con el exclusivo capítulo final.
La primera semana tras la recuperación del manuscrito se realizaron múltiples reuniones y entrevistas con el jefe de policía, agentes de aduanas, el fiscal general y el consulado británico. Montague Midges, que negaba todas las acusaciones, fue inmediatamente despedido de su trabajo e interrogado por la policía respecto a sus conversaciones con Wakefield y Herman. Los agentes de aduanas abordaron el Samaria acompañados de un diligente recaudador de impuestos llamado Simon Pennock, haciendo uso de la información recogida por Osgood y el difunto Jack Rogers, y todos los miembros de la tripulación pasaron a disposición judicial. Se alertó a la Royal Navy y en cuestión de meses la mayor parte de las operaciones de Marcus Wakefield quedó desmantelada.
Una mañana Fields llamó a Osgood a su oficina, donde este último se quedó pasmado al encontrarse cara a cara con el cañón de un largo rifle.
—¡Hola, machote!
El rifle de dos cañones estaba despreocupadamente colgado del hombro de un hombre fornido y rubicundo que llevaba un ajustado atuendo deportivo con polainas de cuero, bombachos y una cartuchera alrededor de su amplia cintura. Frederic Chapman.
—Señor Chapman, perdóneme por la expresión de asombro —se explicó Osgood—. No hace dos días que le enviamos unos telegramas a Londres.
Chapman soltó su poderosa risotada.
—Verá, Osgood, estaba en Nueva York ocupándome de unos fastidiosos asuntos de la empresa Y cuando estaba saliendo para unirme a una partida de caza en los Adirondacks, el director del hotel me alcanzó en la estación de ferrocarril para entregarme un telegrama de mi oficina de Londres en el que se me ponía al tanto de su información. Por supuesto, tomé el siguiente tren con destino a Boston. Siempre me ha gustado Boston: las calles son tortuosas Y la tradición de Nueva Inglaterra se ha convertido en una ciencia. Esto —alzó delicadamente el puñado de páginas entre el cuidado y el respeto— ¡es sencillamente admirable! ¡Imagine!
—Entonces ¿puede entender algo? —preguntó Fields.
—¿Yo? Ni una coma; ¡ni una sola palabra, señor Fields! —declaró Chapman sin reducir un ápice su entusiasmo—. Osgood, ¿dónde ha ido? Ahí está. Dígame, ¿cómo lo ha encontrado?
Osgood intercambió una mirada inquisitiva con Fields.
—¡El señor Osgood es el hombre más diligente de nuestra casa! —exclamó Fields con orgullo.
—En fin, yo diría que esto lo demuestra —dijo Chapman descansando las manos en su cinturón cartuchera—. Mis empleados son seres inútiles e ineficaces. Ahora tenemos que idear un plan para leer esto de inmediato.
Fields le contó que los taquígrafos que habían consultado no lograban descifrarlo y ellos no querían dejarles que vieran un fragmento muy grande del documento.
—No, no podemos permitir que nadie más se entere de esto. ¡Empleado! —Chapman sacó la cabeza por la puerta y esperó a que apareciera alguien. Aunque quien se presentó pertenecía al departamento de finanzas, Chapman chasqueó los dedos y dijo—: Traiga champán, ¿quiere? —luego cerró la puerta en la cara del desconcertado empleado e insistió en volver a estrechar las manos de ambos hombres con su férreo apretón de cazador—. Caballeros, ¡ya lo veo! ¡Vamos a hacer historia! Mucho después de que todos nosotros, y perdonen lo morboso del comentario, estemos ya descatalogados definitivamente, nuestros nombres se recordarán por esto. ¡El final del último Dickens al alcance de todo el mundo! Eso es un triunfo.
»Se da la circunstancia de que conozco a varios reporteros de tribunales que trabajaron junto a Dickens como taquígrafos hace treinta años; en algunos casos, competían con el joven rival, intentando recrear su versión perfeccionada de la técnica taquigráfica. Algunos, a pesar de que su cabeza se ha teñido de blanco con la subrepticia llegada de la edad, viven retirados en Londres y los conozco personalmente. Estoy seguro de que, por un precio razonable, una «traducción» legible de este texto estará garantizada.
—Por mi honor, contribuiremos liberalmente a ese gasto —dijo Fields.
—Bien. Voy a sacar mi billete de vuelta en seguida para ocuparme de esto sin demora —dijo Chapman—. Díganme, han hecho una copia del capítulo, ¿verdad?
Fields negó con la cabeza.
—Lo cierto es que esta taquigrafía es de diseño tan complicado que me temo que las copias serían inútiles. Los guiones, las líneas y los símbolos curvos que no fueran reproducidos con exactitud podrían hacer que la palabra o el párrafo se convirtiera en algo indescifrable. Sería como si un analfabeto pretendiera copiar una página de un pergamino chino. Tal vez con dos o tres de los mejores copistas ayudándose mutuamente. Los mejores copistas de Boston son también los más codiciosos, y confiar en ellos sería correr un riesgo.
—¿Ni siquiera se ha hecho una copia usted mismo? —preguntó sorprendido Chapman.
—El señor Fields no puede, por su mano —dijo Osgood—. No sabíamos que iba a venir, señor Chapman. Yo podía haberlo intentado, pero me temo que el solo intento habría requerido semanas.
—Y no podemos ni plantearnos calcarlos —señaló Chapman—, porque estos papeles no están precisamente bien conservados, donde fuera que los encontrara, y los productos químicos del papel de calco podrían reaccionar con la tinta. Da igual, el original estará a buen recaudo —en este punto hizo una pausa y acarició el cañón del rifle—, incluso de sus llamados bucaneros. ¡Que se acerquen a mí!
Chapman guardó el capítulo en su cartera. Tan pronto como la transcripción estuviera terminada, Chapman enviaría a un mensajero privado en el que confiara plenamente para que llevara las páginas transcritas hasta Boston para que la edición de Fields, Osgood & Co. pudiera aparecer mucho antes que cualquier edición pirata.
—Dígame, sólo por diversión y antes de que sepamos la verdad, ¿usted qué cree, Osgood? —preguntó Chapman mientras se disponía a salir del despacho, a la vez que su asistente le daba el abrigo y el sombrero de fieltro marrón con una desenfadada cinta amarilla—. Díganos, ¿usted cree que Drood vive o muere al final?
—No sé si vive o muere —respondió Osgood—. Pero sé que no está muerto.
Chapman, echándose el rifle sobre el hombro, asintió con la cabeza pero dibujó con la boca un gesto de confusión ante la enigmática respuesta.
Unos minutos más tarde, después de que su visita se hubiera ido, Osgood experimentó una extraña sensación, un impulso, que le hizo levantarse de su mesa. De pie, se miró las palmas de las manos y las cicatrices que le habían dejado sus aventuras.
No habría podido explicar por qué, pero poco después corría por el pasillo; bajó las escaleras rápidamente, esquivando a los que iban más despacio; cruzó el vestíbulo de entrada como una exhalación, rebasó las vitrinas de cristal con libros de Ticknor & Fields y de Fields & Osgood, y salió por la puerta principal; pasó por delante de los compradores que esperaban ante el puesto de cacahuetes y el organillero italiano, rebuscando, escudriñando entre la gente, entre los turistas que, con brillantes gorritos y sombreros de verano, paseaban a la sombra de los olmos del Great Mall, junto al parque, contemplando las ardillas que buscaban migas perdidas y mendigaban con cara de pena algún regalo, en busca de Fred Chapman bajo la luz manchada de la escena estival. Osgood llegó hasta las tiendas levantadas por el circo ambulante, que albergaba exhibiciones de animales recalentados y toda una plétora de humanidad.
Es imposible saber qué pensaba decirle James Osgood si le hubiera dado alcance. Pero no tiene importancia, porque el fornido visitante de Londres y las páginas que guardaba en su cartera ya habían desaparecido.