38

—Por favor, Hormazd, podemos hacer un trato —le rogó Osgood a Herman.

—Esto no es un mercado judío —respondió él, reaccionando por un instante a su nombre real—. Nada de tratos —se quedó contemplando la bestial cabeza de animal de su bastón durante un momento—. Lo único que lamento, Osgood, es que el señor Wakefield insistiera en persuadirla de que viniera con nosotros. Las esperas me ponen furioso. Puede que incluso acabe con vosotros con las manos desnudas.

—¿Por qué me desprecias? —quiso saber Osgood.

—Porque, Osgood, tú crees que puedes hacerte amigo de todo el mundo con una simple sonrisa tuya. Crees que todo el mundo puede ser como tú —la respuesta de Herman fluyó de su boca como una confesión, exponiendo su auténtica personalidad más de lo que pretendía.

—¡Ha sido el señor Wakefield el que te ha hecho como eres, Herman! —dijo Rebecca persuasiva—. Él te convirtió en pirata.

—Ya lo era de nacimiento, muchacha.

Un revuelo de pasos en la escalera. Cuando Herman se volvió para buscar a Wakefield detrás de él, su sonrisa engreída desapareció. Osgood reconoció la expresión de asombro en el rostro de su captor. Como un rayo, Osgood se lanzó sobre él, encaramándose en su espalda y poniéndole un brazo por delante de los ojos para cegarle. Herman soltó un rugido y estrujó los dedos de Osgood con su férrea mano. Osgood cayó a sus pies y alzó los puños adoptando una pose de boxeo. En ese momento, una maza cayó sobre la cabeza enfundada en un turbante Herman.

Detrás de él, blandiendo su chuzo guarnecido con el pincho, estaba el hombre que Osgood una vez había conocido como Dick Datchery: Jack Rogers.

El palo resonó contra la cabeza de Herman produciendo un sonido repugnante. Pero Herman, que parpadeaba pensativo, no se movió.

—Herman Cabeza de Hierro —susurró Osgood.

—¿Cabeza de Hierro? —repitió Rogers en tono alarmado.

Herman se volvió lentamente para enfrentarse a Rogers, con el bastón dispuesto. Dándose cuenta de que no parecía sufrir daño alguno, Rogers clavó el pincho que llevaba el chuzo en la punta en el esternón de Herman. Eso derrumbó al parsi. Soltó el bastón y cayó de rodillas al suelo. Acompañado de un grito, Rogers descargó de nuevo el chuzo en la cabeza de Herman con todas sus fuerzas. Se hizo trizas y la punta con el gancho cruzó la estancia volando por los aires. Herman se puso a cuatro patas, sin fuerzas, cegado por su propia sangre, y se desmoronó de bruces en el suelo sobre su bastón.

—¡Rogers! —gritó Osgood pasando la mirada de Herman al ex policía de Harper—. ¿Cómo ha sabido…?

—Le dije que pagaría la deuda que había contraído con usted, mi buen Ripley —dijo Rogers, jadeando sonoramente—. Soy un hombre de palabra.

Osgood se tiró al suelo y se puso a recoger las páginas diseminadas de Drood.

—¡No hay tiempo, Ripley! ¡No tenemos tiempo para nada de eso! —exclamó Rogers—. ¿Dónde está Wakefield?

—Ya se ha ido… Probablemente a su barco —dijo Osgood.

—¡Vámonos!

Mientras ponía a buen recaudo su tesoro en la cartera, Osgood titubeó antes de estrechar la mano que le ofrecía Rogers.

Rogers parecía estar esperando este gesto.

—Le engañé en Inglaterra porque era mi deber, cuando mi conciencia me dictaba otra cosa. Ahora, mi deber es escuchar a mi conciencia por encima de todo lo demás. Tiene que confiar en mí… Sus vidas dependen de ello.

Osgood asintió con un gesto de cabeza y pasó por encima del inerte Herman de camino a la puerta. Rebecca se detuvo un instante con los ojos llenos de lágrimas. Bajó la mirada hacia el hombre tirado en el suelo y le propinó una patada tras otra en la espalda.

—¡Rebecca! —Osgood la tomó en sus brazos—. ¡Vamos!

El abrazo de Osgood la devolvió a la situación real y al peligro que corrían. Su contacto le hizo poner los pies en la tierra de inmediato.

Rogers hablaba atropelladamente mientras subían las escaleras del sótano.

—Ripley, creo que Wakefield es muy peligroso. Hace constantes viajes entre Boston, Nueva York e Inglaterra, pero me parece que el único té que toca es el de su taza.

—¿Qué ha descubierto? —preguntó Osgood.

—Siguiendo a sus hombres, he encontrado montones de pruebas, que debemos llevar a la policía, de una serie de asaltos y asesinatos perpetrados por sus esbirros para proteger su empresa.

—Él creía que la única cosa que le podía perjudicar eran las palabras de Dickens —dijo Osgood.

Tenía razón —le corrigió Rogers—. Ahora sigamos adelante. Gracias al cielo que les he encontrado a tiempo, Ripley. Quédese aquí, con la señorita Rebecca.

Al llegar a lo alto de las escaleras, Rogers les hizo un gesto para que esperaran. Él buscó fuera alguna señal de Wakefield. Cuando comprobó que el camino estaba libre, les hizo otro para que siguieran adelante. Su coche de alquiler esperaba en el otro lado de la calle, por si alguien de la pandilla de mercenarios de Wakefield estuviera vigilando el edificio. El paso parecía despejado, así que indicó a la pareja rescatada que subieran al carruaje. Mientras Rogers y Osgood ayudaban a Rebecca a subir al coche, escucharon detrás de ellos un gruñido inarticulado y vieron un objeto brillante que se agitaba en el aire. Era Herman, que, enfurecido, reaparecía en la puerta del edificio dibujando con el brazo el arco de una rotación de lanzamiento.

Rogers levantó la cabeza en el mismo momento en que el machete se le clavaba en el cuello. Su cuerpo se desplomó del estribo del carruaje al pavimento. Rebecca se tropezó con el bajo de su vestido y casi se cayó en medio de la calle.

—¡Rogers! —gritó Osgood. Se arrodilló a un lado de su salvador, pero había muerto desangrado en un instante—. ¡No! ¡Rogers!

El cochero soltó una maldición y levantó el látigo.

Rebecca se había torcido un tobillo, pero seguía aferrada a la manilla del coche. Osgood la empujó para que subiera los peldaños y ella se encaramó al carruaje con un fuerte impulso en el momento en que los caballos arrancaban al trote, dejando atrás a Osgood.

—No, ¡señor Osgood! —gritó Rebecca alargando la mano.

Osgood le gritó al cochero que fuera tan rápido como pudiera mientras el polvo y la grava que levantaba el carruaje formaban un remolino a su alrededor. Herman sólo podría seguir a uno, y era él quien llevaba la cartera con el manuscrito. Por lo menos Rebecca quedaría a salvo.

Osgood corrió hacia Washington Street, agarrándose las costillas vendadas, mientras intentaba calmar la dolorosa respiración. El parsi iba a matarle y no habría nada que le detuviera; para lograrlo destruiría cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Osgood aceleró la carrera con Herman pisándole los talones.

Enfrente de él estaba el edificio Sears, que Osgood conocía bien pues allí se encontraba su banco. Delante de la entrada principal había un portero que estaba cerrando la puerta con un manojo de llaves. Osgood tenía la esperanza de que, dentro, Herman le perdería la pista y conseguiría escapar. Pasó por delante del portero y entró en el edificio.

Osgood había alcanzado el lado opuesto del pasillo central, donde se veía otra puerta de salida a la calle. ¡Ojalá el portero no la hubiera cerrado todavía! Cuando se acercaba a ella algo sacudió la puerta, que se abrió lentamente, desvelando la silueta de una figura canallesca con la barba descuidada y un sombrero ladeado. ¿Otro vendedor de opio del Samaria enviado por Wakefield? Osgood frenó en seco.

El eco de los pasos de Herman parecía escucharse por todas partes, arriba, abajo, por todos los lados. Osgood se giró en una dirección, luego en otra, sin saber qué pasillo elegir. Así que corrió al centro del vestíbulo y abrió la puerta del ascensor. Entonces cayó en la cuenta de algo: ¡a esas horas no había ascensoristas! Los chicos no dormían en aquellas diminutas habitaciones, por muy decoradas y acolchadas que estuvieran. Había entrado en ellos muchas veces en el curso de sus actividades cotidianas para subir a su banco, situado en la séptima planta. ¿Recordaría cómo se lo había visto hacer a los chicos?

Inclinó la cabeza hacia el sonido. El bombeo del ascendente remolino de vapor; el sonoro entrechocar de cadenas y metales. Herman se paró en el vestíbulo. Inspeccionó lo que le rodeaba: escaleras en los dos lados del edificio. Corrió hacia el fondo, siguiendo el sonido sibilante del vapor que ascendía por encima de él.

Osgood trazó un plan de urgencia. Detendría el ascensor en una planta intermedia del edificio, saldría corriendo y bajaría por las escaleras, saliendo del edificio mientras Herman todavía le estuviera buscando por el interior.

El ascensor de Sears era lo que entonces se llamaba un salón móvil. La cabina tenía el techo abovedado con claraboyas, y una elegante araña de cristal colgaba de él. La instalación de gas de la araña estaba oculta bajo un tubo de metal de aleación. El resto de la cabina podía haber sido un rincón de un salón de Beacon Hill. Bajo los pies, una mullida alfombra, y en cada una de las tres paredes había sofás. Sobre el revestimiento de nogal francés, dorando su contorno, inmensos espejos pulidos.

Los mandos no parecían fáciles de manejar y, en realidad, eran más difíciles de lo que parecían. Osgood los manipuló provocando un movimiento de sacudidas y frenazos que le hizo arrepentirse de su plan de inmediato. Pararlo fue todavía más complicado, pero Osgood logró hacer que la máquina se detuviera razonablemente cerca del cuarto piso.

Salió del ascensor y corrió como una flecha en dirección a la escalera, por la que empezó a descender antes de escuchar los pasos que ascendían hacia él. ¡Era Herman! Osgood dio la vuelta e intentó volver a subir al cuarto piso, pero había perdido distancia y Herman estaba a punto de agarrarle del tobillo. El editor se separó lo suficiente para salir por el sexto piso. Respirando con esfuerzo, Osgood fue tambaleándose hasta el ascensor y accionó la palanca del ascensor para que subiera desde el cuarto. ¡Maldita sea esa lenta bomba de vapor! Por favor, más rápido… El ascensor llegó y Osgood se lanzó por los aires a su interior, dándose un fuerte golpe contra el suelo.

Al tiempo que la puerta se cerraba, Herman se abalanzó sobre él. Alargó el bastón y… la puerta se cerró atrapándolo. Durante un interminable segundo, Osgood se vio cara a cara con la cabeza dorada del kilin, el amenazador cuerno que surgía de su frente y sus vacíos ojos de ónice. Había sido tremendamente diabólico y aterrador. Y ahora, visto de cerca, le parecía una inofensiva baratija de oro. Osgood tiró del bastón con todas sus fuerzas agarrándolo por el áspero cuello del kilin. Cayó de espaldas en la cabina con el bastón en las manos y la puerta se cerró del todo. Osgood accionó la palanca con la punta del zapato y el ascensor comenzó a descender.

Osgood esperó llevarle al mercenario ventaja suficiente (¿treinta segundos?) para salir del edificio. Pero, mientras escuchaba el zumbido del vapor bajo sus pies, pensó en el valiente Jack Rogers, en el insensato Sylvanus Bendall; pensó en el pobre Daniel tumbado en la fría mesa del forense; pensó en el terror ciego de Yahee; pensó en la frialdad de Wakefield al bailar el vals, en la frialdad con la que había amenazado silenciar a William Trood y a Tom; y pensó también en Rebecca. Y entonces supo, sin la menor sombra de duda, que no podía limitarse a salir corriendo del edificio y dejar que Herman quedara libre para volver a buscarles. Por un momento, a Osgood le asombró su propia determinación. Tenía que parar a Herman. Tenía que pararle de una vez por todas allí mismo.

Pasó por la primera planta. Su habilidad con los mandos del ascensor mejoraba por momentos y pudo frenar con suavidad en el sótano. Se alejó de la cabina en dirección a la contigua sala de máquinas donde se controlaba su funcionamiento y le propinó una fuerte patada, sin resultado, a la tubería de vapor que proporcionaba energía al ascensor. Luego esgrimió el bastón de Herman y golpeó con él la válvula, que se abolló primero y luego se rompió; el bastón se quebró, decapitando la monstruosa testa dorada. Osgood regresó al ascensor y se agazapó, esperando con los ojos clavados en las escaleras, la respiración agitada y sintiendo el dolor de las costillas fracturadas, cuyos vendajes bajo la ropa se habían aflojado y rasgado y le producían la sensación de que su cuerpo podía romperse por la mitad en cualquier instante. Cuando Herman apareció en la puerta del sótano y se abalanzó sobre él, Osgood cerró la puerta y llevó con destreza el ascensor hacia arriba a toda velocidad.

Al ascender la cabina por el aire, un chorro de vapor salió disparado del motor y alcanzó a la amenazadora figura de Herman. Cegado y confuso, el mercenario gritó, caminó en círculos a tientas y cayó en el hueco del ascensor.

Osgood, por encima de él, estaba aterrado. La cabina del ascensor se bamboleaba y gruñía, mermado el poder del vapor. Paró abruptamente en la quinta planta, sin coincidir con el nivel del descansillo con demasiada precisión, pero, de todas formas, salió arrastrándose y gimiendo de dolor al entrar en contacto con el suelo de madera. En ese preciso instante, las cadenas cedieron y la cabina vacía se precipitó por el hueco como un peso muerto. Herman, todavía aturdido en el fondo del pozo y tratando de mantenerse alejado del vapor ardiente, miró hacia arriba justo para ver cómo la cabina se derrumbaba encima de él. La fuerza con la que cayó era tal que el compacto volumen del mercenario atravesó el suelo de la cabina, y la araña de cristal y las claraboyas del techo se desprendieron y cayeron sobre él en un millar de fragmentos.

Osgood, sintiéndose al mismo tiempo mareado y profundamente lúcido, se puso de pie y miró por el hueco del ascensor. Una explosión levantó una llamarada en el fondo. Estaba guardando su cartera cuando alguien le agarró del hombro.

—¡No! —gritó Osgood.

—¡Hola! ¿Se encuentra bien, hombre?

Era el escuálido sujeto de barba revuelta, que ahora se apreciaba de un color rojo óxido, que Osgood había visto en la planta baja del edificio.

—Cuando le vi junto a la puerta parecía estar en apuros —continuó el hombre mientras sus manos tanteaban los hombros, los brazos y la cartera de Osgood como si comprobara los daños.

—Tengo que avisar a la policía —dijo Osgood—. Allí abajo hay un hombre herido…

—¡Ya lo he hecho! —exclamó el hombre de la barba larga—. Ya les he mandado llamar, buen hombre. Aunque, por lo que se puede adivinar, no quedará mucho de ese amigo de abajo. ¡Ascensores! Uf, yo nunca me meto en uno de ellos, con esas exhibiciones que hacen en las ferias en las que se matan uno o dos cada vez, si todo va bien. Tendrían que prohibirlos, digo yo. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle? Tengo una carreta ahí fuera. ¿Adónde puedo llevarle?

¿Sería el hombre de la barba roja otro portero? Entonces cayó en la cuenta el editor: aquel desconocido encajaba en la descripción de Melaza, el de la barba multicolor que militaba en las filas de los famosos bucaneros y presumía de haber conseguido Las aventuras de Philip de Thackeray antes que nadie.

—Démelo —dijo Melaza cambiando de expresión al captar en la mirada de Osgood que había sido reconocido—. No sé lo que tiene ahí exactamente, pero es probable que el Mayor esté dispuesto a pagar el triple por lo que sea. Y esta noche no está usted en condiciones de pelear.

¡No sabe bien lo que pagaría Harper!, pensó Osgood. Sabía que la policía no iba a venir, al menos por la intervención de aquel hombre.

Se escuchó un lejano gemido por debajo de ellos. En la sala de máquinas se produjo otra explosión, y las llamas ascendieron un piso más. Osgood comprendió por la humedad de su piel que el calor se iba acercando. Pronto la instalación de gas que iluminaba el ascensor explotaría por completo y todo aquel lugar y los que estuvieran en su interior quedarían carbonizados.

Mientras retrocedía hacia el hueco del ascensor, Osgood percibió que la cara de Melaza reflejaba un repentino temor. El pirata literario levantó las manos muy despacio. Osgood se dio la vuelta y vio que Wakefield salía del hueco de la escalera. Llevaba a Rebecca de un brazo y apoyaba una pistola en su cuello. Los brazos y la cara de la mujer mostraban magulladuras, su vestido estaba rasgado por múltiples lugares.

—¡Rebecca! —exclamó Osgood sobrecogido.

—Me temo que el cochero elegido por su difunto héroe perdió un poco las riendas con todo aquel jaleo, Osgood —dijo Wakefield—. El coche volcó, pero no se preocupe… Allí estaba yo para ir al auxilio de su damisela, como he ido al suyo tantas veces ya.

—¡Suéltela, Wakefield! —gritó Osgood, añadiendo luego con toda la calma que pudo—: Todavía puede bajar. Todavía está a tiempo de salvarle.

Wakefield observó las llamas que lamían la oscuridad seis pisos más abajo, donde el cuerpo quebrantado de Herman se debatía entre la vida y la muerte.

—Yo diría que es poco probable que pueda sobrevivir, Osgood. Hay muchos otros adoradores del fuego que se pondrían a mi servicio a cambio de una remuneración.

—Es amigo suyo —dijo Osgood.

—Es una pieza de mi operación, como lo ha sido su búsqueda. Ahora le voy a decir lo que quiero que haga. Va a tirar la cartera a las llamas y yo dejaré que su tonta muchachita viva.

—¡No, James! —gritó Rebecca—. ¡Con todo lo que hemos pasado!

Osgood le dijo sin palabras que no se preocupara y sonrió para infundirle confianza. Sostuvo la cartera encima del hueco del ascensor.

—Una buena jugada, muchacho. Al final, resulta que sabe obedecer órdenes —Wakefield sonrió—. No se preocupe, señor Osgood, el mundo no se verá privado del final de Dickens.

Osgood le miró confundido.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando hayamos destruido esto, ¡tengo intenciones de encontrar el final de Dickens yo mismo! Al menos, el que a mí me habría gustado: con el descubrimiento del cadáver de Edwin Drood muerto y enterrado en una cripta de Rochester. ¿Le sorprendería saber que estoy relacionado con los mejores imitadores y falsificadores del mundo, señor Osgood? Con muestras de la caligrafía de Dickens haré que mis hombres creen seis entregas de la mejor literatura falsa que se haya hecho jamás, más allá del montaje de aficionados del señor Grunwald. Estoy convencido de que John Forster estará más que encantado, ya que coincidirá con sus convicciones sobre el final del libro. Sólo hay un problema. Tenemos que deshacernos del auténtico final de Dickens antes de que me invente el mío. Y así es como usted me va a ayudar ahora.

—Primero, deje de apuntarle con la pistola, Wakefield —dijo Osgood—. Entonces haré lo que me pide.

—¡No es usted el que manda aquí! —rugió Wakefield sacudiendo a Rebecca por el brazo violentamente.

Pero Osgood esperó hasta que la pistola se separó un poco del cuello de la mujer. Osgood agradeció el gesto a su adversario con una inclinación de cabeza y, luego, soltó la cartera, pero sin soltar la correa, de manera que quedó colgando precariamente sobre el pozo llameante del ascensor.

—Para mí, ésta habría sido mi mejor publicación, Wakefield —dijo Osgood meditabundo, con el tono de voz que utilizaría para una oración funeraria—. ¡Piense sólo en el tesoro que habría supuesto! No sólo rescataría a mi empresa de nuestros rivales, sino que haría verdadera justicia a la última obra de Dickens y la pondría al alcance del público lector. Pero, para usted, el final de Drood es todavía más. Es su vida. ¿No es verdad? Las seis últimas entregas podrían destruirle, puesto que todos los ojos estarían pendientes de lo que dice.

—¡Y por eso lo va a tirar al fuego! —aulló Wakefield, perdiendo lo que le quedaba de compostura—. ¡Suéltelo!

Dos explosiones más sacudieron el aire bajo sus pies… Los últimos gemidos de Herman al abrasarse… Las llamas ascendiendo y lamiendo las vigas metálicas del ascensor, convirtiéndolo en una gigantesca chimenea abierta que le recordaba a Osgood que había perdido sus últimas oportunidades.

¿Drood? —jadeó Melaza al enterarse—. ¿Eso de ahí es Drood?

—¡Silencio! —chilló Wakefield—. Adelante, Osgood.

Osgood respondió a Wakefield con un gesto de obediente asentimiento.

—Lo voy a soltar, Wakefield. Se lo he prometido y siempre cumplo lo que prometo.

—Lo sé, Osgood.

—Pero tendrá que confiar en que —continuó el editor— a lo largo de todo el camino desde la facultad de Medicina no haya parado un momento para cambiar la novela por papeles sin valor, que no haya rellenado la cartera con otros papeles o con páginas en blanco. ¿Está completamente seguro de que destruiría lo que he estado buscando todo este tiempo, aunque fuera por una mujer? ¿Está usted absolutamente convencido?

—Sí, Osgood. Usted la ama.

—Es cierto —dijo Osgood sin dudarlo. Por un instante, Rebecca dejó de sentir terror—. Pero dígame, señor Wakefield —continuó Osgood—, ¿tendría usted el valor de hacer eso, de destruir lo que más desea por un ser amado?

Wakefield, con la frente perlada de sudor, abrió los ojos desmesuradamente. Avanzó hacia Osgood muy despacio. Ahora apuntaba con la pistola al editor al tiempo que se acercaba a la cartera.

—Ni se le ocurra mover un músculo, Osgood —dijo Wakefield colocándole la pistola en la frente. El editor movió la cabeza en gesto de asentimiento. Su mirada se dirigió a Rebecca y, en el momento en que la miró a los ojos, ella supo lo que tenía que hacer.

Wakefield deslizó la mano en la cartera y sacó el grueso fajo de papeles cubiertos de tinta ferrogálica, acompañado de algunos fragmentos amarillos de la figura de escayola. Con una mano siguió apuntando con la pistola, mientras con la otra se acercaba los papeles a los ojos. Tras unos instantes de tenso suspense, una sombra oscura atravesó su rostro. Utilizando con torpeza dos dedos de la mano en la que sostenía la pistola, pasó la primera página para ver la siguiente, y la siguiente, y acabó saltando a la última.

Su expresión de concentración se contraía con atónito arrobamiento. Mientras todo menos el manuscrito desaparecía de la vista de Wakefield, Rebecca se lanzó a la carrera. Empujó a Wakefield por detrás con todas sus fuerzas. Hombre y manuscrito se mezclaron. Wakefield, impulsado por el instinto, se aferró a las vigas metálicas y levantó la pistola hacia la cabeza de Osgood con la otra mano; pero el fuego de abajo había recalentado el hierro y el vapor brotó de la mano desenguantada de Wakefield. La mano no resistió y Wakefield se precipitó por el hueco del ascensor acompañando con un grito su descenso al infierno. Mientras caía, las páginas revoloteaban a su alrededor. Alimentaron las llamas como leña seca en un fuego de invierno. Wakefield se estrelló en el fondo con un chillido inhumano.

En los últimos instantes, su mirada pareció posarse en una de las páginas de Dickens al tiempo que ésta se reducía a cenizas. Y todo quedó devorado por las llamas.

Osgood, mortalmente pálido, sujetándose las costillas con los brazos, cayó de rodillas completamente vencido por el agotamiento, el terror y el alivio. Contempló bajo sus pies las hojas de papel en diversos estados de destrucción y cenizas. Respirar le suponía una auténtica agonía.

—Señor Osgood —gritó Rebecca. Le arrastró a un lado en el momento en que Melaza se apresuraba hacia el borde del hueco del ascensor. El bucanero buscaba cualquier página perdida.

¡El misterio de Edwin Drood! —exclamó el pirata—. ¡Incluso una sola página tendría un valor incalculable! —el sombrero se le cayó de la cabeza y ardió cuando una nueva explosión de la sala de máquinas subió desde el fondo.

Osgood se levantó rápidamente y se inclinó sobre el hueco ya al rojo vivo a tiempo para agarrar al bucanero por el cuello de la chaqueta cuyo bajo empezaba a chamuscarse.

—¡Una página! —repetía el hombre—. ¡Sólo una página!

—¡Melaza! ¡Se acabó! ¡Ya se acabó!

Osgood tiró de Melaza hacia atrás en el momento en que la sala de máquinas explotaba de nuevo, esta vez, llenaba el retorcido hueco del ascensor con una sólida columna de fuego. Osgood había tomado a Rebecca en sus brazos y juntos contemplaban el precipicio desde la quinta planta.

—¡Rápido! —les instó un Melaza lleno de nueva sensatez viendo extenderse las llamas y el vapor.

Mientras los tres supervivientes corrían hacia las escaleras, Melaza no dejaba de lamentarse periódicamente por la pérdida de las páginas.

—¿Cómo es posible? ¡Cómo ha podido consentir que destruyera el final de El misterio de Edwin Drood! ¡El último Dickens convertido en una columna de humo!

El pobre bucanero, poco dispuesto a aceptar la derrota, regresó detrás de los bomberos que entraban en tropel en el edificio tirando de las mangueras que sacaban de las bombas cercanas. Mientras, Rebecca ayudaba a Osgood a alejarse del edificio. Se sentó y tosió violentamente.

—Voy a buscar a un médico —dijo Rebecca.

Osgood levantó una mano para indicarle que esperara.

—Espero que esto no ofenda a la señora —dijo tan pronto como consiguió recuperar la voz. Se sacudió las cenizas y la porquería de las manos e introdujo una de ellas bajo su camisa desgarrada, dentro de los vendajes que le rodeaban el pecho.

Extrajo un delgado manojo de papeles que llevaba pegados a su piel.

Rebecca contuvo el aliento.

—¿Eso es…?

—El último capítulo. Lo escondí mientras estaba solo en el ascensor. Por si acaso…

—¡Señor Osgood! ¡Es extraordinario! Incluso sin el resto, tener el final puede cambiarlo todo. ¿Cuál es el destino de Edwin Drood? —alargó la mano, luego titubeó—. ¿Puedo?

—Usted se lo ha ganado tanto como yo —dijo entregándole las páginas.

Bajó la mirada y pasó las manos por encima de la primera página del capítulo como si sus palabras pudieran tocarse. Sus ojos brillantes centelleaban de curiosidad y asombro.

—¿Y bien? —preguntó Osgood con complicidad—. ¿Qué le parece, querida mía? ¿Puede leerlo?

—¡Ni una palabra! —dijo ella riendo—. ¡Oh, es precioso!