37

Osgood, con una lámpara en las manos, descendió lentamente las escaleras que conducían al sótano de la facultad de Medicina, siguiendo los pasos que Dickens había dado con Holmes aquel día en Boston. ¿Y que había vuelto a dar aquella noche antes del asalto de la señora Barton?

Osgood había dejado a Rebecca en el carruaje aparcado, aunque ella no quería quedarse.

—Señor Osgood, por favor, ¡seguro que puedo ayudarle a encontrar alguna pista! —le había urgido.

—No sabemos dónde está Herman. En conciencia, no puedo llevarla a un lugar donde existe un posible peligro —dijo Osgood—. Si pasara algo no me lo podría perdonar.

—Yo me quedaré con ella, señor Osgood —dijo Wakefield con un significativo cabeceo y una sonrisa amable—. Yo la cuidaré en caso de que Herman ande cerca.

—Gracias, señor Wakefield. No tardaré mucho —respondió Osgood. Sabía que tenía que cumplir aquella tarea aunque ello significara darle a Wakefield la oportunidad de confesar su amor a Rebecca. Tenía que descubrir lo que se ocultaba allí por el futuro de su empresa y tenía que garantizar la seguridad de Rebecca, aunque eso supusiera perder su afecto en el proceso en favor de Wakefield antes de que pudiera encontrar el medio de demostrar el suyo propio.

El editor entró en el edificio y descendió hasta el fondo de los escalones de madera que llevaban a aquel subterráneo de olor repugnante lleno de frascos con especímenes y estantes medio vacíos. Si la lunática del asilo tenía razón, ¿por qué había vuelto Dickens allí a solas, en mitad de la noche, cuando sólo le quedaban unas horas de estancia en Boston? Una frase de la primera entrega de El misterio de Edwin Drood se repetía en la cabeza del editor: «Si escondo mi reloj mientras estoy borracho —decía—, tendré que estar borracho otra vez para recordar dónde». Con la lámpara en una mano, Osgood tanteó las estanterías con la otra. Revisó la antigua mesa de trabajo y los nichos de la pared, palpó por detrás los pilones y las cañerías. Llegó al horno, del que salía el hedor espantoso que llenaba el recinto. Allí era donde, en otros tiempos, se habían incinerado trozos del cuerpo de Parkman. Osgood titubeó y rebuscó entre los pensamientos que se agolpaban en su cabeza. Éste sería el sitio perfecto: el único lugar de Boston olvidado por todos, que han dejado intacto, mientras todo lo demás a su alrededor cambiaba. Nadie quería recordar una muerte tan execrable. Boston lo había guardado como un esqueleto en su gigantesco armario.

Con firmeza, Osgood metió la mano en el horno. Sus dedos tantearon la superficie interior recubierta de cenizas y productos químicos. Era como meter la mano en una nube de tormenta: densa y vacía al mismo tiempo. Entonces rozó algo más sólido, algo que recordaba la piel reseca de un moribundo. Despacio, con cuidado de no dejarlo caer, sacó un cuarteado maletín de cuero.

Lo abrió. Dentro había un fajo de papeles.

Osgood no daba crédito a sus ojos. Reconoció de inmediato la caligrafía de Dickens en tinta ferrogálica. Se quedó paralizado en el sitio con aquel tesoro en las manos. La sensación era tan abrumadora que, por un momento, no fue capaz de realizar la acción más natural que conocía desde la infancia: leer. No pudo hacer otra cosa que sentarse en la fría piedra presa de un irracional temor a que las páginas se esfumaran ante sus ojos una vez las hubiera visto. No se trataba sólo del triunfante alivio de haber llevado su búsqueda a un final victorioso. Era todo su futuro lo que tocaba con las yemas de los dedos. Tenía a Fields, Osgood & Co. en sus manos; todos los hombres y mujeres que confiaban en él. Era Rebecca.

Y era como si, durante unos segundos más, mantuviera a Charles Dickens con vida. Era una sensación vivificante. Pensó en la pregunta que le había hecho Frederick Leypoldt sobre el trabajo de editor: ¿Por qué no somos herreros o políticos? Por esto, Leypoldt, precisamente por esto. El verdadero objetivo del editor era el descubrimiento de lo que nadie más estuviera buscando, de algo que despertara imaginaciones, ambiciones, emociones. De repente, no pudo esperar ni un solo segundo más para saber cómo acababa Edwin Drood. ¡Allí mismo, y con todas las respuestas en sus manos! ¿Vivo o muerto? ¿Retenido o escondido? Subió la intensidad de la luz, la dirigió sobre las páginas y empezó a estudiarlas, esforzándose por ver entre el polvo y la densa oscuridad. Pero la luz brillante de la lámpara casi cegaba sus ojos, hechos a la oscuridad.

—Vaya, ¡o sea que lo ha conseguido! —interrumpió Wakefield materializándose en lo alto de las escaleras y descendiendo con paso cauteloso a la bóveda con su habitual espíritu amistoso y alegre materialmente enterrado por la oscuridad—. ¿Ha descubierto ya algo, señor Osgood?

Osgood se levantó.

—Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué querría dejarlo en este lugar, señor Osgood? —preguntó Wakefield.

—Le daba miedo perderlo —respondió Osgood.

—¿Miedo?

—Sí, miedo, ¿no se da cuenta? Piénselo. Dickens se disponía a irse de Boston para siempre la mañana siguiente. Desde el accidente de Staplehurst en el que casi perdió la vida, cada vez que se subía a un tren, a un barco, incluso a un coche de alquiler, quedaba paralizado por el miedo. Dickens sabía que la travesía de vuelta a Inglaterra a bordo del Russia podía ser un peligroso viaje hasta el otro lado del mundo sobre las aguas más bravas del océano. Desde luego, nunca olvidaría que, en el momento del espeluznante accidente de Staplehurst, estaba escribiendo Nuestro común amigo, el libro anterior a El misterio de Edwin Drood, y llevaba con él las últimas páginas de la novela. La última entrega había quedado en el vagón del tren del que había escapado y arriesgó su vida para volver a él y rescatar los papeles.

—Fue muy temerario.

Osgood asintió con la cabeza.

—Pero eso no era lo único que debía de tener en la cabeza. Estaba esa mujer, la señora Barton, que se había colado en la habitación del hotel para dejar una nota exigiendo hablar con Dickens sobre su nuevo libro. Y estaba lo del diario de bolsillo, que ella había robado. Y los agentes de impuestos, que amenazaban con hacer lo que tuvieran que hacer para recaudar el dinero que se debía: confiscar entradas o sus pertenencias y documentos. Dickens sabía que si subía al barco con esto en la mano, tal vez no volviera a verlo nunca. Más aún, ya en Inglaterra, sabía que cuando empezara a publicar el misterio, habría un interés desmedido por saber cómo iba a terminar. Un criado en el que una vez había confiado forzó la caja fuerte de su despacho mientras estaba de viaje. Sí, por todas partes amenazaban los peligros a Dickens y a su manuscrito. Este lugar, este diminuto recinto olvidado, tal vez fuera el único emplazamiento seguro en toda la Tierra para sus páginas. Aquí podían refugiarse sin que nadie las molestara hasta que él pudiera pedir a alguien que las recuperara, lo que haría una vez hubiera terminado la primera parte. Pero al morir de manera inesperada, no tuvo oportunidad de contárselo a nadie.

Wakefield aplaudió.

Osgood pensó en Rebecca. Pensó que ojalá la hubiera dejado entrar con él al edificio para que estuviera a su lado y compartiera aquel momento. Entonces cayó en la cuenta.

—¿Dónde está la señorita Sand, señor Wakefield?

—¡Ah, no se preocupe, señor Osgood! He dejado a mi colega cuidando de Rebecca.

Osgood hizo un gesto de agradecimiento, aunque recibió con una inclinación de cabeza el uso informal que hizo su benefactor del nombre propio de la mujer. Significaba una cosa: que ella había aceptado su declaración de amor. A pesar del dolor que le producía pensar en ello, Osgood seguía deseando que ella estuviera a su lado. Aquello era un triunfo de ella tanto como de él; de ella y para ella. Por todo lo que había tenido que pasar con Daniel.

Osgood se dio cuenta de que aquellas palabras que permeaban sus pensamientos no eran suyas. Lo que ha tenido que pasar con su hermano, Daniel. Una tragedia espantosa y sin sentido. Ésa había sido la frase de Wakefield en la conversación que sostuvieron en el salón a bordo del barco. Una pregunta tomó forma en la cabeza de Osgood, eclipsando por un momento el asombroso documento que tenía en las manos y el sombrío sótano en el que se encontraba: ¿cómo había sabido Wakefield lo de Daniel? ¿Habría adquirido Rebecca el nivel de intimidad suficiente con él para contárselo? Osgood no fue capaz de distinguir si el sentimiento que le invadió de repente era afán de protección, celos o sospechas de Wakefield.

—¡Impresionante, señor Osgood! —estaba diciendo Wakefield, riendo como si le hubiesen contado el final de un chiste desternillante—. Y, mire, ¡lo ha encontrado usted antes que nadie!

Una escena de su primer viaje en el Samaria apareció en la memoria de Osgood. Wakefield haciéndose amigo inmediatamente. Una rápida sucesión de ideas, de hechos. Wakefield no es que hubiera estado a bordo de su barco en el viaje de ida a Londres y, luego, en el de vuelta. Es que les había seguido en el viaje de ida y en el de vuelta, lo mismo que Herman. Herman y él estaban en Boston al mismo tiempo, en el barco al mismo tiempo y en Londres al mismo tiempo. Wakefield acudió a toda velocidad a la comisaría de policía después del ataque de Herman en el fumadero de opio.

—Creo que debería ir a buscar a la señorita Sand —dijo Osgood con calma.

—Claro, claro —confirmó Wakefield.

—¿Sería tan amable de vigilar esto durante unos instantes? —preguntó Osgood señalando el maletín de cuero.

—Soy su humilde servidor, señor —dijo Wakefield. Cuando Osgood había subido la mitad de las escaleras, Wakefield añadió—: Oh, pero espere un momento. ¡Tengo un regalo que traje para usted de Londres! ¡Con todas las emociones casi se me olvida! Para agradecerle todos los libros de nuestros viajes.

—Es muy generoso —murmuró Osgood calculando con una mirada de soslayo el número de escalones que le quedaban hasta la puerta.

—¡Cuidado! —exclamó Wakefield.

Lanzó el pesado objeto por el aire. Osgood lo atrapó contra su pecho con una sola mano. Desenvolvió el papel y expuso el compacto objeto a la luz refulgente de la lámpara. Era una figura amarilla de escayola que en otro momento constaba en la lista de objetos de la subasta como Turco sentado fumando opio. La figura de la casa de Charles Dickens.

—Usted dijo —recordó Osgood como sin darle importancia— que la habían roto en la casa de subastas.

—Tómelo como una especie de regalo de despedida, señor Osgood. Oh, y ¿por qué iba a vigilar un maletín de cuero que apostaría mi mejor par de guantes de cabritilla a que está vacío? Ya ha cambiado los papeles a su cartera, ¿no es verdad?

El fuerte eco de los dedos de Wakefield al chascar recorrió la sórdida cámara. Dos chinos aparecieron en lo alto de las escaleras. Uno de ellos se rascaba la nuca con una uña. No era una uña cualquiera. La uña del meñique de la mano izquierda medía entre dieciocho y veinte centímetros y estaba perfectamente limpia y afilada, un aditamento que sólo cultivaban los scharf chinos para utilizarlo en la comprobación del nivel de pureza o adulteración de la especia que se utilizaba para pagar el opio.

También Rebecca, temblorosa, apareció en la cima de las escaleras. Detrás de ella, el resplandor plateado de la lámpara de Osgood iluminó los prominentes colmillos de la cabeza de un kilin.

Osgood volvió a bajar las escaleras hasta el final, donde se le acercó Rebecca en busca de protección. Wakefield se reunió con Herman en el descansillo. Herman le hizo una reverencia a Wakefield llevándose las dos manos a la frente.

—Ya le dije, señor Osgood —señaló Wakefield—, que la señorita Sand estaba bien vigilada.

—Usted dispuso que Herman me atacara en el Samaria y que usted resultara ser el héroe del enfrentamiento, para asegurarse de que obtendría mi confianza y apoyo —dijo Osgood—. Han estado juntos en esto desde el primer momento. Intentó ganarse el afecto de la señorita Sand para que ella le revelara nuestros planes.

—¡Ha ganado usted el premio! ¿Sabe una cosa? Tiene el virtuoso hábito de pensar que el resto del mundo es tan bienintencionado como usted, amigo mío —replicó Wakefield—. Lo admiro. Vayamos a un lugar más cómodo que éste.

—No iremos con usted a ningún sitio —dijo Osgood—. No es comerciante de té, señor Wakefield —mientras hablaba, Osgood dejó caer la figura del turco en su cartera y sintió el aumento de peso en el hombro.

—Ah, sí lo soy —fue la respuesta de Wakefield, acompañada de una risa apagada que coreó Herman—. Aunque, naturalmente, no sólo de té. El té es, muy a menudo, con lo que nuestros amigos chinos nos pagan los cargamentos de opio. ¿Tiene ya una visión clara de la situación general, señor Osgood? No, estaba siempre demasiado pendiente de las frases para entender los libros; eso le ha mantenido aislado, preocupado por palabras que no cambian nada en definitiva, porque la maquinaria de hombres más poderosos que usted le supera. Cuando yo era joven, me echaron de mi casa. Busqué refugio con un familiar, pero adquirí un espíritu inquieto que nunca me ha abandonado.

Mientras Wakefield hablaba, Osgood balanceó con fuerza la cartera y golpeó al hombre de negocios en la pierna. Ni siquiera se inmutó. Se escuchó un golpe metálico y la figura de escayola se rompió en pedazos dentro de la cartera.

Osgood y Rebecca intercambiaron miradas de sorpresa. Wakefield se levantó los pantalones y descubrió un mecanismo en la pierna formado por correas, goznes y ruedas dentadas.

—¡Dios mío! —balbució Osgood—. ¡Edward Trood!

Herman dio dos amenazadores pasos hacia él.

Wakefield detuvo a su protector parsi con un gesto y, de pie, muy tieso, miró con furia a Osgood. Habló en un chino pronunciado como secos ladridos con los dos scharfs, que asintieron y salieron del recinto. Luego se volvió hacia Osgood.

—No, señor Osgood, no soy él. Ése fue mi nombre una vez, sí… Fui el pequeño y apocado Eddie Trood, con su pie deforme, cuando fui expulsado de Rochester por el cruel despotismo de mi padre. Pero esa parte de mí ha muerto, y también lo está Eddie Trood. Empecé a hacerle desaparecer cuando escapaba a través de los éxtasis del opio en casa de mi tío. Pero mi cuerpo no tardó en rebelarse, situándome bien en la agonía de su poder cuando lo consumía, bien en las simas de la miseria si intentaba abstenerme de él. Un médico me aconsejó el uso de la jeringa, un método que proporcionaba una mayor sensación de relajación y adormecimiento de los sentidos pero no servía para reducir mi necesidad interior de la droga. Era una estimulación sin satisfacción.

»El opio era una armadura que me protegía del mundo exterior, pero, para hacerlo, me machacaba los huesos. Me dijeron que un viaje por mar era la única manera de obligarme a escapar de su control. Después de viajar a China dejé de ser su esclavo. Una nueva verdad se abrió ante mí. Una visión clara del inevitable poder de la droga: la necesidad de realizar sus trapicheos no a través del médico o el farmacéutico, sino en las sombras y al resguardo de la noche. Fue en Cantón donde un médico me hizo este aparato para el pie. Corrige la deformación de la postura de tal manera que no se aprecia ninguna deficiencia en mi paso, ni siquiera observando muy concienzudamente. Entonces supe que estaba preparado para volver a Inglaterra como un hombre nuevo.

La cabeza de Osgood se puso a funcionar a toda velocidad y su comprensión de las circunstancias saltó tres o cuatro pasos adelante.

—¿O sea, que Herman nunca intentó matar a Eddie Trood, es decir, a usted, por conocer los secretos de su negocio de drogas?

—Mi negocio de drogas, señor Osgood —dijo Wakefield sonriendo—. Herman ha trabajado como empleado mío desde que le ayudé a huir de los piratas chinos. Verá usted, en mis viajes descubrí que un contrabandista, si quiere sobrevivir lo suficiente para prosperar, tenía que ser invisible. Sobre esa base, cuando volví inicié una nueva vida, la vida de Marcus Wakefield. Herman e Imam, nuestro camarada turco, me ayudaron a realizar mis planes, pero eran carpinteros en su realización, y yo, el único arquitecto. En aquel momento había un joven que había sufrido recientemente los efectos de una sobredosis de opio malo y había muerto. Vestimos al muchacho con algunas de mis ropas viejas y Herman le golpeó la cabeza con una palanqueta para que no se pudiera reconocer el cadáver. Un fin de semana que mi tío estaba en el campo yo me escondí mientras mis colaboradores abrían un agujero en la pared de su casa y metían en su interior el cuerpo de nuestro falso Edward Trood.

—Maquiavélico hasta la médula —dijo Osgood anticipándose a su propósito final—. Así Marcus Wakefield sería temido.

—Bueno, sí, precisamente; aunque no exactamente Wakefield. Utilizaba ese alias en mis negocios más comunes. Como mercader de opio, he adoptado tantos nombres en tantos lugares como convenía a mis propósitos: Copeland, Hewes, Simonds, Tauka. Pero nadie conocía nunca al propietario de esos nombres. Escuchaban historias, leyendas de sus acciones impresionantes y tremendas, historias de los muertos, empezando por Eddie Trood, que habían intentado infiltrarse en sus líneas. Por lo demás, era totalmente invisible y hombres como Imam y Herman eran mis manos y mis pies en el mundo.

»Del mismo modo, también mis medios de transporte debían adquirir la invisibilidad. Aunque no había muchos países dispuestos como China a librar una guerra para evitar la importación del opio a su pueblo, hay muchos gobiernos, como el suyo, que se regodean en cobrar aranceles y realizar inspecciones en los suministros de narcóticos importados. Mi organización se aseguró la propiedad de una línea de vapores, entre los que el Samaria es el más rápido, y los equipó especialmente no sólo para que pudieran convertirse en buques de guerra, sino para que contaran con un amplio espacio de almacenaje oculto. Dado que el nuestro es un barco de pasajeros, los oficiales de aduanas inspeccionarían los equipajes que se bajan a tierra. Pero abrigados por la oscuridad de la noche, los miembros de mi tripulación podrían sacar los cofres de opio, oculto en jarrones baratos o cajas de sardinas para distribuirlas entre los ambiciosos delincuentes de Boston, Filadelfia y Nueva York. Ellos se lo suministraban a los clientes ávidos que no podían, o no querían, comprar el opio a médicos y farmacéuticos, que, en los últimos años, habían sido obligados a llevar un registro de los nombres de todos los compradores de «venenos».

—¿Por qué Daniel? —preguntó Rebecca, impresionada y abrumada por la traición—. ¿Por qué tuvieron que hacerle daño a mi hermano pequeño?

Wakefield dedicó a Herman una mirada de reproche.

—Me temo, mi querida muchacha, que su muerte fue ajena a nuestros propósitos. Tras la muerte de Dickens, Herman encontró un telegrama de Fields y Osgood en el despacho del albacea del escritor en el que le requerían lo que faltaba de El misterio de Edwin Drood. Salimos para Boston inmediatamente con el fin de interceptar la entrega y, sobornando a un predispuesto empleado suyo llamado señor Midges, se supo que se le había asignado a Daniel Sand la tarea de recoger las últimas entregas de cualquier novela que llegara de Inglaterra.

Midges, que estaba contrariado por los rumores de que Daniel había sido un borracho y todavía más porque las mujeres estaban ocupando demasiados puestos en la empresa, contó más cosas: que a primera hora de la mañana Daniel estaría esperando en el puerto las últimas páginas de El misterio de Edwin Drood. El barco de Inglaterra ya había atracado. Pero para cuando Herman interceptó al chico del traje demasiado grueso, Daniel se había dado cuenta de que le seguían y no portaba nada en el saco de lona que llevaba colgado del hombro. Y para asombro de sus perseguidores, no estaba dispuesto a aceptar dinero a cambio de decirles dónde había escondido las páginas.

«No, señor —les había dicho Daniel—. Lo siento mucho pero no puedo». Le llevaron al segundo piso de un almacén del Long Wharf en el que guardaban opio de contrabando.

Wakefield le había puesto una mano en el hombro al joven empleado.

—Joven, sabemos que tuvo usted problemas en el pasado con algunas sustancias tóxicas. Seguro que no queremos que su patrono, que le confía misiones tan importantes, sepa eso. No somos unos reimpresores de tres al cuarto que quieren robar un ejemplar. Sólo necesitamos saber qué pone en esas páginas de Dickens y luego se las devolveremos.

Daniel dudó, analizando a sus interrogadores; luego sacudió la cabeza enérgicamente.

—¡No, señor! ¡No debo! —y repetía una y otra vez—: ¡Es de Osgood! ¡Es de Osgood!

Herman se lanzó hacia él, pero Wakefield le hizo una señal para que se detuviera.

—Ahora piensa detenidamente, mi querido muchacho —le instó Wakefield perdiendo la expresión amistosa de su cara, sustituida por una niebla de violencia—, lo decepcionado que se sentiría Fields, Osgood & Co. al descubrir, después de depositar su confianza en ti, quién eres de verdad debajo de ese joven y encantador rostro. Un borracho empedernido.

—El señor Osgood se sentiría decepcionado si no cumpliera con el trabajo por el que se me paga —dijo empecinado el muchacho—. Prefiero contarle mi historia al señor Osgood yo mismo que no cumplir sus órdenes.

Wakefield recuperó su sonrisa, casi rompiendo a reír francamente, antes de hacer un casi imperceptible gesto con la mano.

Herman le rompió la camisa al chico y le hizo unos cortes rectos y poco profundos en el pecho con los colmillos brillantes del kilin de la empuñadura. Daniel hizo una mueca de dolor, pero no gritó. Herman recogió en una copa la sangre que manaba y la bebió delante de Daniel con una sonrisa creciente, mientras sus labios se iban tiñendo de rojo. Daniel, recuperándose del dolor, temblaba, pero intentó mantener la mirada fija.

—Por el amor de Dios —dijo Wakefield. Luego golpeó a Daniel en la cabeza con una porra. Daniel se desplomó en el suelo—. ¿No te das cuenta —explicó Wakefield a Herman— de que podrías atizar a este chico hasta arrancarle la cabeza y asustarle hasta que se le pongan todos los pelos de punta y no diría ni una palabra que ese Osgood no le haya autorizado? Ahí tienes una lección de lealtad, Herman.

El aludido gruñó irritado ante este comentario.

Wakefield ordenó a Herman que le inyectara opio al chico y le soltara en el muelle. Si su instinto no le engañaba, en su estado de confusión el muchacho iría a recoger las páginas donde las había escondido. Pero sus sentidos estarían bastante embotados para permitir que Herman se las quitara fácilmente; y, para que la cosa fuera todavía más limpia, si informaba a la policía del robo, no le creerían al verle inmerso en el aura de la droga.

Pero Daniel, después de recuperar el fajo de papeles de un barril abandonado, perdió a Herman en los atestados embarcaderos del muelle y entre la confusión del puerto. Cuando Herman le atrapó en Dock Square, Daniel huyó de él y le atropelló el ómnibus. Había demasiada gente alrededor para que Herman intentara hacerse con los papeles. Pero Wakefield se sumó al círculo de observadores que se formó alrededor de Daniel y escuchó el nombre de Sylvanus Bendall, el abogado que confiscó avariciosamente los papeles.

—Usted estuvo allí —dijo Osgood a Wakefield con un inesperado tono de envidia—. Estuvo allí cuando murió el pobre Daniel.

—No —murmuró Rebecca, horrorizada por la idea y la recién adquirida crudeza de los últimos momentos de su hermano.

Wakefield afirmó con la cabeza.

—Sí, yo me encontraba entre los múltiples y curiosos espectadores cuando falleció. El pobre chico tuvo tiempo de pronunciar su nombre, Osgood. Cuando Herman le quitó las páginas a Bendall (el leguleyo las llevaba siempre encima de su persona, lo que nos dejó pocas opciones con él) supimos que incluso aquellas últimas entregas de la serie, la cuarta, la quinta y la sexta, no aportaban claves fiables sobre el fin de la novela. Estábamos a punto de volver a Inglaterra. Entonces, nuestro topo en su empresa nos contó que pensaban ir a Gadshill a buscar el final de El misterio de Edwin Drood. ¿Por qué cree, mi querido señor Osgood, que le resultó tan fácil al señor Fields encontrar su billete cuando decidió mandarle allí en el último momento? El Samaria era el único barco con camarotes libres… porque yo me ocupé de que así fuera. Porque el Samaria y toda su tripulación me pertenecen.

—Cuando Herman desapareció en medio del océano, ¿dónde le escondieron? El capitán, los camareros, el detective del barco, todos le buscaron —dijo Osgood.

—Trabajan para mí. Para mí, para mí, Osgood. Herman no desapareció en medio del océano en ningún momento. No se nos pasó por la cabeza que se le ocurriría hacer una visita sin guía días después de la pamema de encerrarle. Estaba instalado a buen recaudo en una de las habitaciones secretas que hay debajo del camarote del capitán, lo mismo que en la travesía de vuelta a Boston que acabamos de realizar. Pero para entonces usted ya me había confiado su vida, si me permite decirlo. E hizo bien. Herman le protegió en Londres de los fumadores de opio cuando le atacaron para robarle y le dejó en un lugar seguro donde encontraría ayuda. Le salvó.

—Y de paso me permitió que viviera lo suficiente para encontrar lo que usted perseguía.

Wakefield asintió con la cabeza.

—Mientras tanto, todo mi negocio empezó a derrumbarse: pagos retrasados, distribuidores de opio que evitaban a mis proveedores… ¿Por qué cree que a aquellos canallas se les hizo la boca agua al verle? Matarían a cualquier desconocido por un chelín. Todo el mundillo del tráfico de opio se había paralizado mientras leían las entregas de El misterio de Edwin Drood como el resto del mundo.

—Pero ¿por qué? —preguntó Osgood.

—Porque mi profesión había reconocido en seguida en las palabras de Dickens lo que usted ha desvelado, la historia de Edward Trood, y veían en esas claves de la supervivencia de Drood un peligro inminente para nuestra actividad. Y tampoco podíamos permitirnos que se prestara más atención a los «asesinos» de Trood; por eso Herman robó la figura de la sala de subastas. Verá usted, ese turco, el de la figura, lo hizo un artista entrometido basándose en Imam, uno de los distribuidores de opio que colaboró para emparedar «mi» cuerpo. ¡No nos convenía que la cara de Imam se expusiera en la subasta más grande que celebraba Christie’s en los últimos cien años! ¡El exceso de atención que estaba obteniendo todo lo relacionado con los últimos días de vida de Dickens no se podía calificar más que de desastre!

—Si la gente se enteraba de que Trood estaba vivo —dijo Rebecca—, su organización se vendría abajo, desbordada por las dudas, a causa de la mentira que la puso en marcha. La gente empezaría a pensar que el supuestamente asesinado Trood estaba vivo y conocía sus secretos.

Wakefield agitó la mano por el aire.

—Ve, señor Osgood, su asistente es una mujer de negocios nata. Sí, es cierto. Si se empezaba a creer que Eddie Trood no había muerto, significaba que andaba por ahí dispuesto a utilizar sus conocimientos para hundirnos. Sin embargo, no ha sido eso lo que me ha obsesionado desde que Dickens empuñó la pluma para recrear mi historia. Cuando se hizo famoso el caso de Webster y Parkman en su ciudad, los métodos que también hizo famosos se extendieron igualmente. El esqueleto de Parkman fue identificado por los dientes. Desde entonces, la muerte no pone fin a todo. ¿Y si la policía se enteraba del rumor de que Trood podía seguir vivo y decidía abrir su tumba? ¿Descubrirían que no era Trood? Y entonces ¿qué? Si no era Trood el que descansaba bajo tierra, ¿dónde estaba? Puede imaginarse el entretenimiento que tendría Scotland Yard con esa pregunta. Puede imaginarse la libertad que tendría yo para moverme por Londres: ¡mi antigua personalidad inesperadamente resucitada! Arthur Grunwald convenció al Surrey de que se representara dicho final en su montaje del libro del señor Dickens, de manera que Herman lo quemó en la madrugada del día de nuestra partida. Fue una pena, sin embargo, que Grunwald se encontrara en el camerino de transformación. Me gustó el Hamlet que hizo en el Princess. Ve usted, ni siquiera Herman y yo somos siempre perfectos.

»Naturalmente, leí el telegrama de Tom Branagan cuando hicimos escala en Queenstown. El capitán me lo llevó a mí, siguiendo mis instrucciones, antes de que usted lo viera. Qué persona tan encantadora es su agente Tom, descubriendo las pruebas de que la carta a Forster era una falsificación de Grunwald. Aquella carta podía haber supuesto un gran inconveniente para nosotros.

—Estas seis entregas —dijo Osgood apretando con fuerza la cartera con el resto de la novela de Dickens—. Entonces eso es todo lo que quiere, ¿destruirlas? —Osgood plegó la cartera sobre su pecho.

Wakefield soltó una carcajada.

—Si tuviéramos un poco de música alegre… —se le ocurrió de repente—. Sí, eso nos tranquilizaría a todos. ¿Qué me dices, Herman Cabeza de Hierro? —Wakefield alargó su mano y Herman se le agarró, lanzándose a bailar por toda la estancia un vals ligero alrededor de Osgood y Rebecca—. ¿Le parecemos lo bastante elegantes para usted, señor Osgood? —preguntó Wakefield riendo y haciendo reverencias.

Era una imagen espeluznante, ver a aquellos dos asesinos bailar por la estancia. Pero lo más extraño de la escena era que Herman Cabeza de Hierro estaba preparado para volverse loco en cuanto Wakefield le diera la orden. Si Herman era un asesino que no respetaba más que la brutalidad y la fuerza, ¿hasta qué punto llegaría la crueldad de Wakefield para manejarle de aquella manera? Osgood comprendió el significado de aquel pensamiento. La danza, paso a paso, dejaba una cosa clara como la luz del día. Iban a morir allí.

—Por favor, tengan compasión, dejen que se vaya la señorita Sand —suplicó Osgood.

Wakefield estudió a sus cautivos.

—No soy el hombre terrible que puede estar imaginando ahora. Mi maldición en la vida ha sido tener la visión que otros no tienen. Yo puedo entender lo que su gobierno y el mío no pueden. La gente está empezando a demonizar el opio y su uso; en sus cabezas, el consumidor de opio es tan irreal e indeseable como un vampiro humano. Han presentado una queja a China por la inmoralidad de su comercio. Americanos e ingleses no tardarán en culpar al opio de todos sus defectos y dictar nuevas leyes y normas. China se ha rendido por fin a su necesidad de la droga y van a cultivar las amapolas ellos mismos para satisfacer el apetito de sus gentes. Además, con la apertura del canal de Suez, cualquier franchute insignificante que tenga un remolcador puede acercarse a China sin la menor capacidad o conocimiento del mercado; las costas quedarán definitivamente invadidas. Es su propia ciudadanía la que clama que se le abastezca, con la cantidad de soldados, igual da que sean yanquis o rebeldes, que han vuelto a casa sufriendo dolores y necesitados de alivio, ignorados por una sociedad que ha seguido adelante con el comercio y el progreso mientras esos valientes padecen. Ahora, con la hipodérmica, cualquier hombre o mujer que lo desee podrá auto suministrarse la medicación que no pueden encontrar en las deshumanizadas ciudades sin asistencia. América es la tierra de la experimentación: nuevas religiones, nuevas medicinas, nuevos inventos. Si hay algo que se pueda transformar, los americanos se deshacen de toda restricción con la libertad de la autocomplacencia. El alcohol convierte al hombre en una bestia, pero el opio le hace divino. La jeringuilla sustituirá a la petaca y se convertirá en el remedio infalible presente en los bolsillos del hombre de negocios, el contable, la madre, el profesor y el abogado que sufren la maldición de las preocupaciones modernas. ¿Qué opina de esto, Osgood? Ah, ya sé que su oficio son los libros, pero todo se reduce a lo mismo: conocer a tus clientes, saber cómo quieren huir de este mundo desolador y asegurarse de que no pueden vivir sin ti. El cerebro moderno se marchitará si no encuentra una manera de conciliar emociones y aturdimiento. Usted y yo hemos buscado lo mismo en Dickens, protegernos a nosotros mismos y a la gente que necesitamos. No, yo no deseo la muerte de nadie.

—Daniel Sand me necesitaba a mí —dijo Osgood—, y no pude protegerle.

—Pero yo podía haberlo hecho —dijo Wakefield—, si él no hubiera estado tan pendiente de su aprobación, Osgood —se volvió solícito hacia Rebecca—. Mi querida muchacha, me temo que hoy ha descubierto demasiadas cosas para vivir libremente sin causarme en el futuro cierto grado de consternación. Me ha fascinado desde el momento en que la vi. A los dos nos han convertido en invisibles unas fuerzas injustas. Mande a paseo las condiciones de su divorcio, a paseo el mísero puesto de trabajo que le ha regalado Osgood a cambio de medio salario, convirtiendo a su hermano en un obrero paleto; vuelva conmigo a Inglaterra, allí tendrá todo lo que pueda desear, todo lo que se merece. Por eso le he contado todo ahora. Quería que entendiera todas las razones de lo que ha pasado, para que pudiera tener en cuenta mi sincera oferta de una vez por todas en el fondo de su corazón.

Rebecca levantó la mirada desde su asiento, dirigiéndola primero a Osgood, luego a Wakefield.

—¡Usted mató a Daniel! ¡No es nada más que un canalla y un mentiroso! Una mujer podría haberse enamorado de Eddie Trood, con todos sus defectos, a despecho de un mundo despiadado, ¡pero nunca de un fraude como usted!

El rostro de Wakefield se puso rojo antes de que su mano volara hacia la cara de la mujer. Para su sorpresa, ella no lloró al recibir el golpe.

—No le voy a dar esa satisfacción, señor Trood —dijo Rebecca con amargura, percibiendo la expectación en los ojos del hombre—. Lloraré por mi hermano, no por lo que usted pueda hacerme.

—Mujer desagradecida —dijo Wakefield alejándose de ella y volviendo a ponerse el sombrero—. Ha hecho usted muy bien su labor de instructor de ese despótico fracaso suyo, señor Osgood. Muy bien. Usted ha hecho la cama, Rebecca; ahora pueden acostarse ambos en ella.

Wakefield les dio la espalda.

—¡Su padre! —exclamó Osgood.

Wakefield ralentizó el paso.

—Su padre le echa de menos, Edward —siguió Osgood.

Wakefield suspiró nostálgico. Luego, mientras se giraba hacia ellos, rió una vez más, pero ahora desabridamente.

—Gracias. Tendré que ocuparme de que mi viejo no vuelva a contarle mi historia a nadie que pueda comprender las claves como ha hecho usted. Cuando volvamos a Inglaterra le haremos una visita, de eso puede estar seguro, y también a Jack el Chino y a su amigo Branagan.

Wakefield desapareció escaleras arriba.

Herman exhibió una sonrisa sin dientes y levantó su bastón. Propinó con él un golpe a la cartera de Osgood y las hojas de las últimas seis entregas de Edwin Drood se desparramaron por el suelo.