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Sanatorio mental McLean, Boston, noche cerrada

Rebecca Sand ya se había preparado para las desapacibles visiones que podía esperar de aquel lugar mientras recorría con paso enérgico el pasillo del hospital. Era sin embargo difícil mantener esa idea en la cabeza, porque el centro se parecía más a una casa de campo inglesa que a un hospital para perturbados.

Osgood ni siquiera había pasado antes por su casa de Pinckney Street ni a ver al señor Fields en la oficina; estaba demasiado ansioso y quiso ir directamente al sanatorio McLean, en Somerville.

—¿Está segura de que no prefiere irse a casa, señorita Sand? —le preguntó Osgood.

—No estoy más cansada de lo que debe de estar usted, de eso estoy segura, señor Osgood. Además, no creo que le permitan entrar en el pabellón de las mujeres.

—Por supuesto —dijo Osgood antes de hacer una pausa reflexiva—. Es una suerte para mí contar con su ayuda.

El hospital estaba dividido en dos partes, para hombres y para mujeres, todos ellos provenientes de ambientes de gran fortuna y estatus, salvo algún paciente ocasional que se aceptaba por caridad. Ninguna persona del sexo opuesto podía entrar en las respectivas alas, a no ser personal médico. Rebecca escuchaba voces de mujeres gritando y llorando, pero otras cantaban y reían, y ella no sabía cuál de los tipos de ruidos enervaba en mayor medida su espíritu. Todas las ventanas tenían barrotes y las paredes de las habitaciones estaban acolchadas.

Al llegar a una habitación privada, una fornida celadora con cofia de muselina y cara sonrosada le ofreció una silla cómoda. En el interior de la habitación, poco iluminada pero amueblada con lujo, se encontraba una mujer sentada que enrollaba en un dedo su pelo frágil y encanecido. Gran parte de éste se lo había arrancado, el resto lo llevaba recogido sobre la cabeza, adornado con tristes cintas multicolores. Un ancho echarpe le rodeaba el cuello. No levantó la mirada.

La celadora hizo un gesto a la visitante para que empezara.

—¿Señora Barton? —preguntó Rebecca.

Por fin la paciente giró la cabeza hacia ella. Pero fue sólo un instante. Rápidamente volvió a dedicar su atención a la pared.

—Súcubo —dijo la paciente con un tono de amargura.

—Señora Barton, lo que he venido a preguntarle es muy importante. Urgente, de hecho. Se trata de Charles Dickens.

La paciente levantó la mirada.

—Me dijeron que había muerto —su voz sonaba cascada y susurrante, ya no era aquel vigoroso grito que había sido en sus enfrentamientos con Tom Branagan. Tal vez la herida le había cambiado el registro de voz. La reclusa («interna», como se llamaba a los pacientes en el hospital) se inclinó hacia su visitante y preguntó—: ¿Es cierto?

—Sí, me temo que sí —dijo Rebecca.

Los ojos de la paciente se llenaron de lágrimas.

—No me dejan que tenga ningún libro suyo aquí, ¿lo sabía? Estos médicos maleducados dicen que me pone demasiado nerviosa. Ni siquiera han querido decirme cómo murió, mi Jefe. ¿Cómo murió el cuerpo mortal del pobre jefe?

—No queremos que se altere, señorita —previno la celadora a Rebecca antes de que pudiera responder.

Rebecca percibió en la voz de Louisa la promesa de una recompensa si ella le daba alguna información satisfactoria. Intentó recordar todos los detalles de lo que habían contado Georgina Hogarth y Henry Scott y se los refirió: la llegada de Dickens desde el chalet tras una larga jornada de trabajo, el desmayo durante la cena, cómo los criados le habían trasladado al sofá, los ladrillos calientes en los pies, la llegada de los médicos uno a uno y cómo sacudían la cabeza pesimistas mientras la familia se iba reuniendo a su alrededor para acompañarle en sus últimas horas.

—Y en cuanto al último libro del señor Dickens… —dijo Rebecca después.

¡Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens! —aulló Louisa con su antigua potencia. Era evidente que acercarse tanto al corazón del asunto le había puesto en un estado mental diferente. Rebecca pensó que intentar hablarle de su propósito era un enfoque equivocado.

—Le dijo algo al oído —dijo Rebecca confidencialmente—. El señor Dickens. El Jefe le dijo algo al oído la noche que le recogió usted en la calle con el coche, ¿verdad?

Después de que Rebecca repitiera la idea varias veces más con ligeras variaciones, Louisa asintió con la cabeza y dijo que era cierto.

—¿Qué fue lo que le dijo? —preguntó Rebecca cautelosamente.

Ella asintió con la cabeza otra vez y empezó a reír. Era la risita satisfecha de una niña rica de Beacon Hill al regalarle su primer cachorro. Rebecca, profundamente frustrada, estaba a punto de gritar. Pero no estaba claro que a la otra mujer le importara lo más mínimo lo que necesitaban los demás, ni siquiera ella misma.

La paciente se quitó la pañoleta que le rodeaba el cuello. Debajo, una cicatriz blanca, casi translúcida, le recorría el cuello, más profunda en el lado derecho, con la forma de una sonrisa inacabada, que hizo que Rebecca sintiera el impulso de pasarse la mano por su propio cuello para comprobar que estaba de una pieza.

—Tenía razón. Se parecía a un poema —dijo Louisa de pronto.

—¿Quién?

—Se parecía a un poema, pero no consigo recordar a cuál —respondió Louisa. De repente, parecía tener acento irlandés, escalofriantemente parecido al de Tom Branagan—. ¡Hay demasiados poetas en América hoy en día!

—Tom Branagan. ¿En qué tenía razón Tom Branagan? —preguntó Rebecca suavemente.

—El Jefe y la actriz —musitó—. Nelly. Dijo que el jefe la quería.

—Se han publicado muchas maledicencias sobre él en la prensa —señaló Rebecca.

De repente, Louisa habló como si fuera el centro de atención de una cena en Beacon Hill.

—«Todo en orden» significa que venga. «Sanos y salvos» significa que no venga. ¡Mientras esa asquerosa viuda vieja intentaba robarme al Jefe para sí, yo me lo quedé para que nadie más lo robara y lo imprimiera en uno de esos periódicos libertinos!

Rebecca esperó a escuchar más, sacudiendo la cabeza.

—No comprendo.

—¡No, claro que no! Estoy segura de que nunca ha entendido nada, es usted una chica buena y tonta.

Rebecca, frustrada, buscó ayuda con una mirada a la celadora, que permanecía pacientemente sentada. En respuesta, ella sacó un par de llaves y le hizo a Rebecca un gesto silencioso para que la siguiera hasta la puerta de un armario situado al otro lado de la habitación, lejos de la señora Barton.

—Aquí dejamos todas las cosas que han demostrado ser demasiado peligrosas para su equilibrio, señorita Sand —dijo la mujer en voz baja mientras se inclinaba y sacaba un libro encuadernado en piel roja, de tan sólo unos centímetros de largo y de ancho, que cabría en el bolsillo de una chaqueta—. Asegura que éste era el diario de Charles Dickens. Dijo que se lo había llevado de un baúl en el hotel Westminster de Nueva York.

Rebecca alargó una mano hacia la celadora.

—Entonces ¿sí que perteneció a Dickens?

—No lo sabemos —respondió la celadora—. Después de todo, ¡está escrito entero en una especie de código! Esta buena mujer se pasaba las horas desvelada mirando cada página para descifrarla.

—¡«Todo en orden» significa que venga! ¡«Sanos y salvos» significa que no venga! —exclamó Louisa vigorosamente desde el otro lado de la habitación.

—¿Qué quiere decir, señora Barton? —preguntó Rebecca. Al no obtener respuesta alguna, se volvió hacia la celadora y le preguntó si ella lo entendía.

—¡Vaya si lo entendemos…! Esta criaturita repitió lo mismo todas las noches durante dos semanas. Asegura que descubrió las claves para descifrar el lenguaje secreto en el que Charles Dickens telegrafiaba a Inglaterra para decir si la tal «Nelly» debía reunirse con él en América o no. Si el telegrama decía «Todo en orden», tenía que venir. Si decía «Sanos y salvos», se quedaba en Europa.

—¡No vino! —interrumpió Louisa, temblándole las manos y respirando agitadamente ante el tema de conversación—. ¡Ella no vino! ¿Lo ve? El Jefe le dijo «Sanos y salvos», no vengas. ¡No la amaba de verdad después de todo! ¡Por fin había logrado conocer a su gran amor verdadero! Y su señor Redlaw me decía: «Para mí, su voz y la música son la misma cosa». Por eso me encontró. Por eso me leyó todas aquellas noches en el Tremont Temple. ¡Me dijo sus últimas palabras a pesar de todos esos hombres malvados que le forzaron a odiarme!

Rebecca sabía que debía tener cuidado si quería que Louisa dijera algo más y no se agotara hasta el punto de no servir para nada.

—El señor Dickens, el Jefe, quería que usted compartiera con el mundo el mensaje que le susurró la noche en que aquel otro hombre la atacó.

Louisa pareció quedarse meditando esta idea sin abandonar su cabeceo constante. De repente, se detuvo.

—Sí, quería que se supiera. Dijo la verdad… Por fin veía el futuro —dijo.

—¡Sí! ¿Qué dijo? —la exhortó Rebecca.

Louisa dejó salir una exhalación que parecía llevar años guardada.

—Que Dios la ayude, pobre mujer.

Rebecca parpadeó sorprendida.

—¿Eso fue lo que le dijo? ¿Eso es todo lo que le dijo al oído? ¡Eso fue todo!

—¡Que Dios la ayude, pobre mujer! —repitió Louisa con más energía y una voz que contenía el espíritu de Dickens.

—¿Nada más? ¿Está usted segura, señora Barton?

—Y Dios lo ha hecho. El Jefe siempre dijo la verdad. ¡Dios me ha ayudado!

Que Dios la ayude, pobre mujer. ¡Dickens bendiciendo a los desdichados! Rebecca, abatida y pensando en todo el tiempo que habían perdido para ir allí a sugerencia suya, hizo una señal a la celadora. No podía evitar lamentarse por lo decepcionado que se sentiría Osgood al enterarse de lo que le tenía que contar, pero sabía que debía decírselo sin pérdida de tiempo.

Louisa, cuyo ánimo parecía haberse levantado con la conversación sobre Dickens, no daba señales de querer que la entrevista acabara todavía.

—¡Estaba usted equivocada, querida! —le dijo cuando la celadora se disponía a acompañar a Rebecca a la salida. Las lágrimas empezaban a anegar los ojos de Louisa—. ¡En la calle no! ¡En la calle no!

Rebecca le pidió a la celadora que esperara.

—¿Qué quiere decir, señora Barton? —preguntó recuperando la atención con renovada paciencia hacia la interna.

—Usted dijo que le recogí en la calle. Pero no es cierto, nada de eso. El coche estaba parado cuando llegué. Aquel cochero, ¡intentaba llevarse al Jefe Dios sabe dónde!

Rebecca reflexionó sobre lo que le contaba. Siempre habían creído que Dickens había parado un coche para que le diera un paseo nocturno antes de volver al hotel. El hecho de que el coche estuviera vacío sugería que Dickens había alquilado el vehículo con un objetivo, o un cometido, en mente. ¿Tenía Dickens un destino concreto la noche anterior a abandonar Boston para siempre? Rebecca estaba a punto de preguntar más, pero para entonces Louisa estaba decidida a continuar voluntariamente.

—Fue en North Grove Street —dijo Louisa—. Cuando regresó al coche no sabía que era yo quien lo conducía. ¡Qué poco sabía entonces que nuestras vidas estaban destinadas a cambiar para siempre desde aquel momento! ¿Se puede evitar lo inevitable, querida? ¿Se puede evitar lo inevitable?

—¿North Grove Street?

El cochero que esperaba le abrió la puerta a Rebecca. Ella subió al coche y se sentó enfrente de Osgood.

—¡Es la facultad de Medicina! —exclamó Rebecca.

—¿Qué? ¿A qué se refiere? ¿Fue eso lo que le dijo Dickens a esa mujer? —preguntó Osgood.

—No, no —Rebecca le explicó que Louisa Barton había engañado al conductor del coche mientras éste esperaba a Dickens en North Grove Street—. No salió sólo a dar uno de sus paseos para tomar el aire —contó Rebecca—. Debió de decirle al cochero que le llevara a la facultad de Medicina.

Osgood volvió a recordar la conversación del desayuno entre Dickens y el doctor Oliver Wendell Holmes.

¿Hay algo de Boston que le gustaría conocer y todavía no ha visto, señor Dickens?, le había preguntado Osgood.

Hay un sitio. Tengo entendido que está en su misma facultad, doctor Holmes. El lugar donde el doctor Webster, al que conocí hace veinticinco años, asesinó al señor Parkman de tan extraordinaria manera. Ya entonces habría apostado el cuello a que Webster era un hombre cruel.

—Tal vez haya algo allí —le dijo Osgood a Rebecca—. Él ya lo había visto. Conociendo al doctor Holmes, lo más probable es que le hubiera ofrecido a Dickens una exploración a conciencia. Si realmente volvió a aquel sórdido lugar antes de irse de Boston, debía de tener un motivo.

—¡Vayamos entonces de inmediato! —esta entusiasta exclamación salió de los labios de Marcus Wakefield. Estaba sentado en el asiento contiguo al de Osgood.

Osgood se dirigió a él.

—Señor Wakefield, ¿está usted seguro de que no le supone ningún trastorno que utilicemos su coche?

Wakefield se encogió de hombros.

—¡Por supuesto! Lo he contratado todo el día y no tengo nada que hacer hasta más tarde. Es un placer poder prestar una pequeña ayuda a mis dos amigos americanos. Déjenme que envíe un mensajero con una nota a mi socio comercial y mi carruaje y mi humilde persona estaremos a su entera disposición hasta que acaben ustedes por completo y de una buena vez con el objetivo de su expedición.