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Bengala, India

Había empezado a llover otra vez. En la cárcel de Bengala esto era un inconveniente especial para los centinelas que hacían sus rondas por la azotea. Ese día los centinelas eran los oficiales Mason y Turner, de la patrulla montada. Cuando se cruzaron, Mason se detuvo para quejarse.

—¡Tres días seguidos de guardia! ¡No está bien, Turner, cuando uno es un hombre de a caballo! ¡Ese inspector Dickens es un maldito estúpido! —gritaba Mason sujetándose el sombrero para que no se lo llevara el viento—. Le juro que, hasta este momento, creía que era un buen hombre.

Turner clavó la mirada en el cielo. A pesar de que era media tarde, estaba tan oscuro que podía haber sido medianoche; los relámpagos, seguidos de un rápido retumbar de truenos, sacudían la azotea. La tormenta era tan fuerte como todas las que habían visto el resto de la temporada.

—Supongo que no hay hombres buenos en el servicio público, Mason —dijo Turner con amargura.

—Me voy a la garita hasta que pare. ¿No viene? —preguntó Mason—. Turner, ¿qué es eso? —Mason miraba a la carabina de Turner, que llevaba calada la bayoneta—. Ya sabe que no se puede tener la bayoneta aquí arriba. Está en el reglamento. Puede atraer los rayos.

Turner arrugó el entrecejo y retiró la mirada de Mason.

—Ese condenado dacoit está en esta cárcel. El que robó el opio.

—¿Y?

—Nos acusan de haberle dejado escapar, pero es más peligroso de lo que creen. Me gustaría hablar con él.

—¡Estamos de servicio! ¡Venga, vamos a la garita! —gritó Mason para que se le escuchara por encima del ruido de la tormenta.

Antes de que Turner pudiera alcanzar la puerta que bajaba a la prisión, se abrió y por ella salió un hombre. La luz parpadeante del cielo descubrió que era Frank Dickens.

—Vamos a ver, señor Turner —dijo Frank—. Le alegrará saber que hemos recuperado los cofres de opio robados en el lugar donde los habían enterrado.

Los ojos de Turner mostraron signos de alivio.

—Sin embargo, me temo que este caso no está cerrado —continuó Frank—. Verá, en la cabaña de Narain, el ladrón que saltó por la ventana del tren, encontré varios libros, con anotaciones dentro. En realidad, registros en los márgenes de transacciones y sobornos a oficiales, nativos y europeos. En uno de los libros constaba una anotación, que he descifrado con gran esfuerzo, de un reciente trato con usted.

Turner negó vigorosamente con la cabeza.

—¡No sé a qué se refiere! —Mason, abandonando el refugio que le ofrecía la garita de guardia, salió a la lluvia y se acercó para escuchar.

—Usted se presentó voluntario —dijo Frank con calma—, después de que robaran el convoy de opio, para asegurarse de que los ladrones pudieran escapar. Sin embargo, con Mason a su lado, no le quedó más remedio que arrestar a uno de ellos. Mientras estaban solos en el tren le dijo a Narain que si mencionaba su nombre a alguien de la policía, le mataría. Le dijo que si quería tener alguna posibilidad de sobrevivir, saltara del tren. Yo diría que tenía una probabilidad entre diez de vivir.

Frank sacó de su bolsillo una piedra y la colocó en la mano temblorosa de Turner.

Frank continuó.

—Pero el otro ladrón, que se hace llamar Mogul, escapó. No sabía nada del acuerdo que Narain tenía con usted hasta después del robo y de eso trataba la pelea que les retuvo en la casa del perista. De hecho, Mogul le tenía a usted tanto miedo que cuando le capturé no confesó al inspector hasta que le vio a usted esperando en la puerta de la sala de interrogatorios. Era usted quien le asustaba, mucho más que su indagación en el chabutra. Si le hubiera atrapado en las montañas, no me cabe la menor duda de que, en sus manos, habría encontrado un destino idéntico al de su cómplice. Quiero saber una cosa. ¿Era Hurgoolal Maistree quien dirigía el plan?

Turner eludió la mirada de Frank.

—Ingenioso —dijo Frank en tono de admiración—. Maistree, el perista, había dado órdenes a los ladrones para que sacaran sólo algunas bolas de opio de los cofres y las sustituyeran por piedras como ésta. De este modo, si se encontraban los cofres, daríamos el caso por cerrado y tal vez ni siquiera nos diéramos cuenta de las piedras hasta una investigación posterior, cuando ya estuviéramos entretenidos con nuevas emociones. Mientras tanto, le había pagado a usted para que le pasara información sobre los momentos en que el convoy fuera más vulnerable y para asegurarse de que los ladrones no fueran capturados. Con el número total de las bolas de opio que había recibido, por el que había pagado a los ladrones posiblemente menos de un tercio de su valor, tendría suficiente para hacer una sustanciosa venta a un contrabandista con un gran beneficio para sí.

—¿Qué está pasando aquí? —inquirió el joven Mason con voz ronca—. ¡Turner, dígale al inspector que está equivocado!

A estas alturas de la historia el rostro de Turner se había endurecido y su mano se crispaba sobre la bayoneta, como si fuera a clavársela a su superior en el pecho.

Frank dio una palmada. Dos oficiales de policía entraron corriendo en la azotea desde la escalera. Rodearon a Turner.

—¡Era un dacoit negro! —gritó Turner apretando los dientes, con la voz hueca.

Frank Dickens asintió.

—Sí, lo era. La cuestión no es que persuadiera a Narain para que saltara; eso no me importa lo más mínimo. Usted no parece comprender, señor Turner, que es responsabilidad nuestra asegurar que el mercado del opio se desarrolla con libertad y seguridad por Bengala y hasta China. Al contribuir a su entorpecimiento, ha colaborado usted con aquéllos que desean el fracaso del triunfo europeo en el mundo. Da plena libertad a contrabandistas y traficantes mucho menos fiables que aquéllos con los que nuestro gobierno decide asociarse en estas actividades, perjudicando no sólo a los ingleses, sino a los nativos de India, de China y de todo el globo. Bengala tiene derecho a participar de la prosperidad que trae la civilización.

Frank inclinó la cabeza con satisfacción, dejando a su subalterno prisionero de los otros dos policías.

—¡Maldito sea! —bramó Turner sobre el rugido de los truenos—. ¡Maldito sea usted y Charles Dickens por traerle a esta tierra!

A orillas del río Ganges, en la región que bordea Bengala, se encontraba Chandernagor, un territorio que los franceses se habían apropiado años antes. Allí, en un palacio, aguardaba solemne un chino llamado Maistree, vestido con ropajes que brillaban lo mismo que las paredes recubiertas de delicado pan de oro y de plata. Criados indios y parsis le servían comida y bebida.

Uno de los miembros de una familia criminal de Chandernagor entró e informó de que las bolas de opio robadas se habían embalado en cajas de sardinas y estaban listas para su transporte. Hizo una reverencia y dejó en paz al Babu Maistree. Había perdido a dos hombres, Narain y Mogul, en el transcurso de aquel robo: Narain en un salto hacia la muerte y Mogul condenado a dos años de destierro. Y además un policía había quedado al descubierto. Sin embargo, era un tesoro abundante y siempre había más hombres dispuestos para la próxima ocasión. Le costaba mucho más esfuerzo a la policía de Bengala desenmascarar a uno de sus agentes que a él contratar a diez más.

Podía haberse visto un tinte de preocupación en la mirada apática de Maistree mientras sumergía la cuchara en la sopa como un remo. Todavía no tenía noticias del comprador, cuyo nombre ignoraba porque Maistree sólo negociaba con el cabecilla parsi de los rudos marineros que venían a llevarse el opio disfrazado. Maistree sabía que aquel hombre, Hormazd, no trabajaba a solas. Pero siempre había sido digno de confianza. Gran parte del palacio en el que ahora descansaba estaba construido con el dinero del comprador desconocido. Y mientras Maistree no pusiera un pie fuera de los límites de Chandernagor, la policía inglesa de Bengala no podría arrestarle y el contrabando seguiría adelante.

¿Qué podía salir mal?

De hecho, la última vez Hormazd le había comunicado a Maistree el encargo de conseguirle más opio que la temporada anterior. Los mercados se estaban abriendo, en particular los Estados Unidos. El comprador quería todo el opio puro de Bengala que se pudiera sacar de contrabando inmediatamente, y el perista tenía que esperar su mensaje con instrucciones sobre cuándo lo recogerían.

Pero el siguiente envío ya estaba listo. ¿Dónde estaba el comprador?