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En Queenstown, Irlanda, donde hacía escala la línea de Liverpool a Boston, Osgood se sorprendió al recibir de uno de los camareros del Samaria un extenso telegrama. Lo remitía una comisaría de policía de Londres.

—Es de Tom Branagan —dijo Osgood al mostrárselo a Rebecca en la biblioteca del barco—. Arthur Grunwald estaba metido hasta el cuello en intrigas. ¡Mire!

Rebecca leyó el telegrama. Tom explicaba en él lo que le había revelado el operario del teatro sobre el cambio de final de la obra por parte de Grunwald. Más aún, tras la visita a la escena del incendio, Tom fue a inspeccionar la vivienda de Grunwald, donde encontró un montón de borradores y revisiones de la carta a «mi queridísimo amigo» sobre la imposibilidad de terminar Drood que obraba en posesión de Forster.

—Dijo usted que el día que fue a la subasta de las pertenencias de Dickens, ese tal señor Grunwald estaba allí —recordó Rebecca.

Osgood asintió con un movimiento de cabeza.

—Debió de ser Grunwald quien dejó la carta en la caja de la subasta, de manera que cuando se encontrara creyeran que la habían pasado por alto entre las cajas y cofres de las cosas de Dickens. No quería que ningún otro «descubrimiento» distrajera su propio final de Drood.

—Si la carta que usted vio era falsa… lo que nosotros creíamos antes de irnos de Londres podría ser cierto —exclamó Rebecca—. ¡Dickens pudo haber escrito primero la segunda mitad después de todo!

—Sí —dijo Osgood agitado.

—Entonces, también el señor Branagan tenía razón. ¡Nos teníamos que haber quedado en Londres para continuar la búsqueda! —exclamó Rebecca—. Tenemos que esperar aquí en Queenstown al próximo barco que pase con destino a Liverpool y regresar de inmediato.

—Un momento, señorita Sand. Puede que haya algo más.

Osgood dejó a un lado el telegrama y empuñó la pluma de ave que le había dado Forster. Le dio vueltas en la mano, estudiando la suave pluma y la punta afilada y manchada de azul. Probó la agudeza de ésta con la yema de un dedo.

—¿Ha estado alguna vez en el Parker House, señorita Sand?

—Llevé algunos papeles para el señor Dickens y el señor Dolby cuando estaban allí —dijo Rebecca.

—¿Recuerda qué tinta ponían en los escritorios del hotel? —preguntó Osgood.

Rebecca lo pensó unos instantes.

—Llevé a la editorial algunas notas escritas por el señor Dickens. Estaban escritas en tinta ferrogálica, si mal no recuerdo.

—Sí, tinta ferrogálica, de un color negro violáceo —dijo Osgood asintiendo con la cabeza—. Ésa es la que había en todas las habitaciones a disposición de los huéspedes. Dickens escribía sus manuscritos en azul, como vimos en El misterio de Edwin Drood. Y la punta de esta pluma que utilizó en el libro nos lo demuestra, está manchada de azul como corresponde. La señorita Hogarth nos dijo que al jefe le gustaba utilizar la misma pluma durante todo el proceso de escritura de una novela.

—Sí —respondió Rebecca sin saber hacia dónde conducían los pensamientos de Osgood.

Éste, sabiendo que todavía no estaba siendo muy claro, levantó una mano para pedirle paciencia. Tomó una lupa de la estantería y la acercó a la pluma, entornando los ojos para examinarla. Luego se enderezó, se acomodó en su asiento y movió la lámpara de aceite para que la luz incidiera en un ángulo diferente.

—¿Tiene usted una navaja? —preguntó Osgood.

—¿Qué?

—Una navaja —repitió Osgood.

—No.

—No, supongo que no. ¿Podríamos encontrar una?

Rebecca salió de la biblioteca. Unos minutos después regresaba con una pequeña navaja de bolsillo que le había dejado el capitán.

—Gracias —Osgood, agarrando la herramienta solicitada, situó con cuidado la hoja en la punta de la pluma—. Ponga la lente encima de este punto, por favor —dijo.

Raspó la superficie del plumín y las capas de azul fueron cayendo.

—¡Mire!

El azul empezó a dar paso al marrón.

—Fíjese —dijo Osgood emocionado—. Mire lo que hay debajo.

—Es marrón —respondió Rebecca decepcionada tras examinar las capas profundas de la punta a la luz.

—Un momento, señorita Sand —Osgood fue hasta la mesa que había en el extremo opuesto de la biblioteca y acercó una jarra de agua y un vaso grueso. Sirvió una pequeña cantidad de agua en el vaso en la que sumergió la punta de un dedo y le dio vueltas hasta que estuvo bien empapado. Entonces lo sacó del vaso y frotó en él la punta raspada de la pluma. A medida que se humedecía, el marrón seco se convertía en negro violáceo.

—¡Vea! —dijo Osgood mostrando la evidencia.

—¡Es negra!

—Es ferrogálica, ¡la misma tinta que proporcionan en el Parker! Cuando la tinta ferrogálica se seca y endurece, se vuelve de un color marrón rojizo. Creo que utilizó esta pluma en Boston —declaró Osgood—. ¡Esto podría muy bien demostrar que Tom Branagan tenía razón! ¡Drood se acabó antes de empezar! Cuando Herman fue a Gadshill y al despacho de Forster estaba buscando una pista equivocada: no tendría que haber buscado una hoja de papel que pudiera decirle lo que Dickens había planeado para el resto del libro, sino la pluma misma con la que lo había escrito. ¡Esta tinta nos indica no que volvamos a Inglaterra, sino que sigamos la dirección que llevamos!

—¿Cree que es posible que escribiera la segunda mitad mientras todavía estaba en Boston? —preguntó Rebecca.

—Cuando le pregunté si había algún lugar de Boston que todavía no hubiera visitado, me dijo que quería ver la facultad de Medicina de Harvard, donde había tenido lugar el tristemente famoso crimen de Parkman —dijo Osgood pensativo—. También mencionó que estaba preparando una nueva lectura del asesinato de Nancy por Bill Sikes, de Oliver Twist. Puede que el jefe tuviera esos relatos de crímenes en la cabeza, no sólo como tema de curiosidad local, ¡sino porque él ya estaba escribiendo el suyo! ¡Eso fue lo que le trajo a la memoria a Poe en la conversación que tuvo en el tren con los señores Branagan y Scott!

—¡Señor Osgood, lo ha conseguido! —exclamó Rebecca—. Pero aunque fuera verdad, no le dijo ni al señor Forster ni a nadie más, que nosotros sepamos, dónde están esas páginas. No sabríamos por dónde empezar a buscar.

—¿A quién más se lo podría haber dicho? —reflexionó Osgood en voz alta.

—¿Qué me dice de la señora Barton? —profirió Rebecca.

Osgood le lanzó una mirada sorprendida y negó con la cabeza.

—¿La lectora perturbada? No me puedo imaginar una candidata menos probable a la que confiar sus secretos, la verdad.

—Recuerdo que aquella noche escuché en la oficina lo que la señora Barton había querido. Estaba escribiendo insensateces que ella creía, en los confusos delirios de su mente, eran la próxima novela de Dickens. Creía que el siguiente libro de Dickens tenía que ser su siguiente libro, que eran uno y lo mismo, que la línea entre lector y escritor se había borrado. El señor Branagan contó que el señor Dickens había tenido un destello de ternura en los ojos por la pobre mujer y se había acercado a ella. Después de haberse cortado el cuello ella misma y mientras parecía que estaba perdiendo hasta la última gota de vida, consiguió preguntarle por su siguiente novela, y él le susurró algo al oído.

—Pero el señor Branagan dijo que no sabía qué era lo que le había dicho.

—Cierto, señor Osgood, pero pudo haber sido… —dijo Rebecca preparándose ante la posibilidad y pensando que ojalá tuviera el valor de sugerirla—. Si ya estaba escribiendo Drood, puede que lo que dijo tuviera algo que ver con eso, con tranquilizarla antes de su muerte. Puede que le diera a ella la respuesta que estamos buscando, ¡y nos está esperando en Boston!