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Inspectores de seguros y trabajadores del teatro entraban y salían de lo que todavía quedaba en pie del auditorio principal del teatro Surrey, en Blackfriars Road. El que había sido el teatro más importante de Londres había quedado reducido a una lamentable sombra de sí mismo en unas pocas horas. El suelo y las paredes todavía humeaban. Tom Branagan entró en el edificio y recorrió un laberinto de pasillos carbonizados y cubiertos de polvo hasta llegar a la sala de carpintería.

—¿Fue aquí donde empezó? —preguntó Tom.

—¿Quién anda ahí? —respondió un operario antes de ver la chaqueta azul y los botones brillantes del uniforme de policía de Tom—. Oh, ¿otro bobbie? Pues sí, eso parece, jefe. Ya han estado por aquí los inspectores investigando si es obra de un incendiario.

—¿Le han dicho a qué conclusiones han llegado? —preguntó Tom.

—En el teatro siempre hay peligros: chispas por todas partes, tejidos que uno podría inflamar con una mirada ardiente. La policía no me ha dicho nada. ¿No debería saberlo usted ya, señor?

—No me lo han dicho —admitió Tom—. La obligación del agente no es más que sacar las propiedades expuestas después de un incendio. Para evitar los robos mientras se retiran los escombros.

El operario, dándose cuenta de la falta de autoridad de Tom, le dio la espalda.

Revolviendo entre los montones ennegrecidos de cascotes y trastos viejos, Tom encontró un cartel. En él se leía la lista de obras de próximo estreno.

El misterio de Edwin Drood —leyó Tom—. ¿Se estaba haciendo esa obra en este teatro?

—Sí, estaban a punto de estrenarla. Pero ya no, claro. Con el teatro incendiado y Grunwald muerto…

Tom se estremeció al recordar el nombre mencionado en las quejas de Forster.

—¿Grunwald?

—El actor. Le hallaron atrapado en el camerino del escenario con su joven ayudante. El gerente dijo que esta semana estaba viniendo a ensayar sus diálogos nuevos frente al espejo todas las noches. Bueno, menos mal que el incendio se ha producido en mitad de la noche y no en medio de una representación, jefe, o nos habríamos asado vivos como estos dos.

—¿Diálogos nuevos? ¿Justo antes de estrenar? —preguntó Tom.

—Acababan de cambiar el final a gusto de Grunwald. ¡Ahora quién sabe si se llegará a ver alguna vez! Grunwald amenazó con despedirse si no le permitían, quiero decir a Edwin Drood, que al final estuviera vivo. El gerente acabó por ceder y obligó al señor Stephens, el dramaturgo, a escribir un final diferente con la oposición del señor Forster. Ah, ese Grunwald había ido por ahí contándole a todo el mundo que lo sabía. Vaya, y eso fue sólo hace unos días, pero parece que fuera en otra vida.

Tom clavó la mirada en el cartel y luego en el amasijo de ruinas que le rodeaban.

El operario, ahora que se había vuelto más charlatán, no parecía tener ganas de parar.

—Ese Grunwald decía que no podía entender su postura nadie que no se pusiera en el lugar de Edwin Drood, un hombre que sólo quería pertenecer a una familia. Decía que había nacido para ese papel y que no iba a permitir que Drood muriera. Estaba obsesionado, pero, claro, era un actor. Descanse en paz.

—Dios santo —se dijo Tom.

—¿Qué ha dicho, jefe? —dijo el operario llevándose la mano a la oreja.

Tom salió disparado de la carpintería pasando ante una fila de bomberos agotados.