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Ciudad de Nueva York, 16 de julio de 1870

Mientras Osgood resolvía apresuradamente sus asuntos en Londres y preparaba su partida, en uno de los más lujosos carruajes retenidos en el ruidoso Broadway de Nueva York tenía lugar una conversación que le incumbía. A través de su ventana se veía el sombrero de copa y las inmensas patillas pertenecientes a una cabeza entrecana, y la cara que enmarcaban se fruncía en un bufido de protesta contra el denso tráfico.

—Entonces, dígame, ¿dónde demonios está ahora ese majadero? —Fletcher Harper se acomodó en el interior del carruaje, se quitó el alto sombrero negro de la cabeza poblada de rizos castaños y resopló al ver que su tiro de caballo hacía una irritable parada detrás de un ómnibus.

—No tengo la menor idea de dónde está, tío —dijo su compañero de viaje—. Pero padre confiaba en él.

—¡Ah! Eso ya lo sé —dijo el Mayor con su habitual tono de amarga perplejidad—. Es una gran equivocación, Philip. ¡Salga de este desbarajuste por la siguiente que pueda girar a la derecha! —gritó al cochero estirando el cuello por la ventana y colocándose el sombrero de nuevo provisionalmente.

—¿Qué equivocación? —preguntó su compañero Philip Harper, hijo de James, el difunto hermano de Fletcher, y ahora jefe del departamento financiero cuando su tío volvió a meter el cuello y la cabeza en el vehículo.

—¡Vamos! Confiar en un hombre que no se apellida Harper. Tal como van las cosas, Philip, dentro de poco tú también aprenderás a evitar esa práctica. Tu padre siempre tuvo demasiada fe en su policía de Harper para resolver nuestros problemas. Y por eso nos vemos así ahora y Jack Rogers ha interrumpido sus comunicaciones. Por lo que sabemos, ese bellaco puede haber vendido su lealtad a otro editor a cambio de una tarifa más alta; en caso de que hubiera descubierto en Inglaterra algún secreto sobre Dickens, podría utilizarlo en nuestra contra, tal vez con la ayuda de Osgood, con la vista puesta en obtener un mayor beneficio.

El consejo del Mayor de sólo confiar en individuos que llevaran el apellido Harper podía haberse considerado algo bastante razonable al entrar en las disuasoriamente fortificadas oficinas de Franklin Square. Había allí múltiples Fletchers, Josephs, Johns, aquel entusiasta Philip, un solitario Abner, hijos de los primeros hermanos, en diversos cargos directivos de publicaciones y producción, con una recua de nietos que empezaban a ascender desde el puesto de aprendiz.

Para ellos, Franklin Square era Harvard y Yale.

—¡Cuando mi llama expire —les decía el Mayor a todos y cada uno de ellos a modo de discurso de introducción—, que sean manos legítimas las que pasen la antorcha inextinguible de padres a hijos! —esta sentencia era también más o menos la traducción del lema en latín que, junto a una antorcha flamígera, formaba el emblema de la editorial.

Según entraba, un trémulo empleado puso en conocimiento del Mayor que las visitas que esperaba estaban ya en la sala de invitados.

—Yo diría que le esperan… impacientes, Mayor —comentó el empleado.

—Que esperen, eso aumentará su ansia por mi oro. ¿Y el señor Leypoldt? —preguntó el Mayor.

—Envió un mensaje y estará aquí a las tres —respondió el empleado—. Y el señor Nast le espera en su despacho privado con un nuevo dibujo de Boss Tweed.

—¡Bien! —exclamó el Mayor.

—Ese señor Leypoldt, ¿es el del boletín de editores, tío?

—Sí, y vamos a abrir para él tantas botellas de champán como sean necesarias para convencerle de que cante las alabanzas de Harper & Brothers en sus columnas. Pero antes, tenemos un asunto muy diferente que atender. De un cariz más efímero.

—¿Quieres que te deje solo? —preguntó discretamente Philip Harper a su tío.

—¡Ni se te ocurra! Vas a aprender todo lo relacionado con nuestro negocio, Philip, lo mismo que hará Fletcher hijo —dijo el Mayor agarrándole del brazo con fuerza y tirando de él—. ¿Ves a nuestro amiguito de ahí arriba?

Philip siguió la mirada del Mayor hasta el busto que descansaba sobre el quicio de la puerta de entrada a las oficinas.

—Benjamin Franklin, ¿no, tío Fletcher?

—Correcto. No sólo es uno de los genios que fundaron nuestra nación, sino además, impresor y editor. Él dedicó a este oficio todos sus conocimientos y sus recursos. Verás, él sabía que para dar forma al alma de América había que controlar la prensa. La base de nuestra empresa es el carácter, no el capital, lo mismo que en su caso. Recuérdalo y entonces serás de verdad parte de Harper & Brothers.

En la gran oficina del piso superior, el mayor de los dos Harper abrió el paso hasta un espacio rectangular delimitado por una barandilla. Junto a la pared del fondo había un círculo de sofás y sillones preparado para los autores y otros invitados distinguidos, pero aquel día acogían a otra clase de ocupantes. En diferentes posturas de reposo o gran agitación, se encontraban reunidos cuatro de los más chocantes y extraordinarios seres humanos jamás vistos juntos en las oficinas de una editorial.

Philip se detuvo a medio paso y en su cara se dibujó una sonrisa nerviosa e incómoda.

—¡Pero, tío Fletcher! ¿Ésos no son…?

—¡Los bucaneros! —acabó el Mayor su exclamación en un susurro ronco—. O al menos, los mejores de la profesión, y esta vez todos en el mismo sitio.

Allí estaba el suave y achocolatado Esquire, con sus sedas y terciopelos de última moda y sus pesadas botas, con el aspecto de una extraña combinación de actor y obrero y un bastón en equilibrio sobre su regazo; Melaza, con sus guedejas multicolores descendiendo por su mandíbula y barbilla y sobre su chalina sucia; la única mujer del grupo, llamada Kitten, también conocida por otros misteriosos sobrenombres, que no envejecía y no tenía edad, cuyos ojos azules podían haber visto veinte o cuarenta primaveras, dependiendo de en qué ángulo incidía en ellos la luz; y a su lado, respirando con bocanadas profundas y dificultosas, el hombre de dos metros treinta que llamaban Bebé, un ex gigante de circo que masticaba una libra de tabaco entre su dientes monumentales.

—Tío Fletcher —dijo el joven novicio—, ¡esa gente son la escoria de la tierra!

—¡Bueno! —respondió el Mayor sonriendo con auténtico deleite ante la ingenuidad de su sobrino—. Si no podemos encontrar a Jack Rogers, va a ser casi imposible saber qué ha estado haciendo ese James Osgood y lo que él y Fields tienen previsto para el último libro de Dickens. Somos buenos metodistas, muchacho, pero no podemos quedarnos sentados con las manos en los bolsillos esperando nuestro destino. Tenemos que levantarnos en armas contra los triunfos de nuestros rivales, Philip. Esta escoria, como tú les llamas, podrían haber sido lectores normales, escritores o editores, en cambio se han convertido en sombras de éstos y, como tales, pueden hacer lo que nosotros no podemos hacer, pueden llegar donde nosotros no podemos llegar. Ya aprenderás que no puedes confiar en un gato doméstico cuando lo que se requiere son las artes de un tigre de Bengala.

Una vez hubieron saludado al singular grupo, el Mayor les recorrió lentamente con la mirada uno por uno antes de empezar a hablar.

—Espero que hayan disfrutado de las bebidas y la comida que pedí a una de nuestras chicas que les sirviera —la bandeja estaba ya vacía.

—Yo no la he probado —gruñó Melaza.

—Lo siento —dijo Kitten a los demás abanicándose con una servilleta—. He llegado pronto y me había saltado el desayuno.

El editor continuó.

—Deseaba tener esta consulta con ustedes, amigos míos, porque nos encontramos en un momento realmente apasionante para el mundo del libro.

—¿Por qué con los cuatro? —preguntó Bebé.

—¡No es normal! —gritó Melaza pasándose una mano por su barba teñida con los colores del arco iris.

—¡Vamos! Descubrirá usted que hablo claramente, señor Melaza —dijo el Mayor en tono conciliador—. No me es ajeno que el procedimiento usual de su trabajo les convierte a ustedes en rivales. Sin embargo, aquí en Harper & Brothers hay dinero suficiente para pagar excelentes rescates por todos los tesoros literarios que lleguen del Viejo Mundo, sin necesidad de perder el tiempo poniéndose zancadillas unos a otros.

Esquire, el maestro de baile negro, inclinó la cabeza.

—Yo, por mi parte, expreso mi aprobación, señor. ¿Por qué no fomentar la colaboración, caballeros? Y Kitty. Pero ¿quién está en la lista de lo que buscamos?

Harper reclamó la lista de sus preferencias.

—George Eliot, Bulwer-Lytton, Tennyson, Trollope y… Esquire, tengo entendido que habla francés.

—No sólo hablo en francés, Mayor, bailo y sueño en francés —respondió el de piel oscura en su lengua nativa. Melaza alzó los ojos al cielo y le tiró a Esquire de la cabeza la moderna gorra mientras Harper continuaba.

—Le apuesto a que no puede nombrar un idioma que yo no hable, señor —intervino Kitten.

—Bien —dijo Harper—, porque se dice por ahí que hay una comedia nueva de París que va a causar sensación, y que los teatros de Nueva York pagarían un buen dinero si la tradujéramos por anticipado. Hay que tener los catalejos dispuestos a encontrarla en los puertos de Boston, Nueva York y Filadelfia, lo digo para todos.

Dicho esto, el Mayor sacó del bolsillo de su levita varias monedas de plata y las dejó sobre la mesa.

—Estas monedas me están quemando en el bolsillo —dijo con un animoso parpadeo de sus profundos ojos azules—. Una para cada uno de ustedes, para que les abra el apetito.

Kitten se levantó y guardó su moneda en el pecho con una expresión de no dejarse impresionar.

—¿Cuánto por un manuscrito importante, Mayor Harper?

—¿Querida? —preguntó el Mayor. La aludida no repitió la pregunta, a pesar de que él parecía querer obligarla a hacerlo; en vez de eso, se quedó inmóvil como una bailarina de ballet cuya música ha dejado de sonar—. ¡Ah! ¿La recompensa, mi querida Shylock en femenino? Multiplique por dos su tarifa habitual si me consigue el manuscrito de un autor de primera fila. Los traidores a nuestra economía andan por ahí apoyando una vez más las leyes internacionales de derechos de autor, encabezados por ese amante de los británicos, James Lowell, y si tienen éxito nosotros sufriremos las consecuencias en cuanto a lo que la ley nos permita imprimir.

»Fíjense en el difunto Charles Dickens, por ejemplo —continuó—. Tengo fundamentos para pensar que por cada lector en Inglaterra tiene diez aquí. Voy aún más lejos y aseguro que por cada ejemplar de sus obras que circula en Gran Bretaña, se imprimen y circulan diez aquí. Hemos hecho que esos ejemplares sean asequibles y que lleguen a toda la república a través de lo que yo llamo transmisión (y que los ignorantes llaman pirateo) y así hemos llevado la cultura y la instrucción a hogares que de otra manera no habrían podido permitírselas. Puede que yo no viva para ver ese día, pero ustedes sí, cuando los mejores clásicos ingleses se vendan en América por diez centavos. No lo olviden, somos los herederos de Benjamin Franklin, somos los auténticos servidores de este oficio.

Esto produjo entre su audiencia algunos cabeceos de asentimiento y un indiferente consenso general mientras se levantaban para marcharse.

Cuando los visitantes pasaron como una sola persona por la puerta del reservado hacia las escaleras de salida, los oficinistas y contables que ocupaban sus escritorios en la sala de fuera dejaron lo que estaban haciendo para mirarles asombrados. Antes de que Melaza cruzara el quicio en arco de la salida, Harper le tomó del brazo.

—¿No ha acabado ya con nosotros? —le preguntó Melaza.

—Usted es el mejor de todos —dijo el Mayor confidencialmente—. El más perseverante, por así decirlo.

—¿Cómo puede saberlo? —inquirió Melaza.

—¡Vamos, amigo! ¡Usted nos vigila a nosotros y nosotros le vigilamos a usted! Se dice que tenía la última novela de Thackeray antes que su propio editor de Londres.

Melaza sonrió con un placer canallesco al recordarlo.

—Bien. Hay algo especial que quiero que haga.

—Creí que usted quería que colaboráramos.

El Mayor se encogió de hombros.

—La cortesía es la cortesía y los negocios son los negocios, estimado amigo.

—¿Tenía algo más que decir o no, Mayor Harper?

—No le quite el ojo de encima a Osgood —dijo el Mayor desabrochando uno de los botones de la chaqueta de Melaza y dejando caer una moneda de oro en el bolsillo del pecho del hombre.

—¿Osgood?

—¿Quiere sacar un buen pellizco de esto? ¡Vamos! Entonces, preste atención. No le quite el ojo de encima a James Ripley Osgood. Le dije que le iba a estar vigilando y usted va a ser mis ojos. Tiene algo que necesitamos. No sé lo que es con exactitud, no sé dónde, pero lo siento en lo más profundo de mis huesos.

El mismo Jack Rogers que los Harper habían buscado en vano se encontraba en aquel momento a sólo unas manzanas de Franklin Square. Acababa de desembarcar de un navío que zarpó de Liverpool y había llegado a Nueva York dos días atrás.

Deambulaba por los ruinosos muelles de la parte baja de la isla de Manhattan, entre un bosque de velas, ferrys humeantes y remolcadores atareados, vestido con un traje de arpillera, y llamaba la atención por no participar en las tareas habituales de los cansados peones y las peligrosas ratas de puerto. El ala blanda de su amplio sombrero iba muy calada, ensombreciéndole el rostro; cuando levantaba éste hacia la luz, una persona observadora podía distinguir un parche en su ojo derecho y grupos de arrugas entrecruzadas y falsas patas de gallo.

Eran las mismas arrugas que se había puesto alrededor de la boca y en la frente para disfrazarse de George Washington. Si le descubría alguno de los hombres del Mayor Harper, o algún ex miembro de la policía de Harper, no les resultaría fácil reconocerle de entrada. Pero cada vez le quedaba menos tiempo de efectividad a aquel disfraz y, hasta el momento, no le había servido para nada.

A pesar de que Osgood había dejado muy claro que no quería tener nada que ver con Rogers, y él a su vez no quería tener nada más que ver con los Harper y su dinero, no era capaz de abandonar la investigación del misterio de Dickens por su cuenta. La vergüenza que había experimentado al confesar sus motivos y su papel de Datchery a Osgood y a Tom Branagan no podía ser el final de su intervención en aquella historia.

Tom había dejado bastante claro que le habría hecho arrestar si se hubiera quedado en Londres para investigar. Pero Jack Rogers sabía que en el puerto de Nueva York se realizaban lucrativas transacciones de opio. Muchas de ellas las llevaban a cabo comerciantes legales que se encargaban básicamente de fletar barcos con destino a Turquía a comprar opio (ya que los británicos mantenían el monopolio del suministro de India) y lo llevaban a puertos de China y de las desperdigadas islas orientales. Sin embargo, una pequeña parte traía la mercancía otra vez a los puertos americanos y estos comerciantes, sospechaba Rogers, eran los que podían estar conectados de alguna manera con los adictos que casi habían acabado con Osgood y con él aquella noche en el East End. Pero no encontraba muchas pistas en su recorrido por los embarcaderos, donde se enzarzaba en conversaciones ociosas sobre comercio y barcos mientras hurgaba con su bastón de bambú las pilas de basura (carcasas de animales, botas viejas, grandes cantidades de verduras podridas de los barcos de paso). A veces se sentaba en los decrépitos botes abandonados y pescaba con los ratoncillos del puerto, con la esperanza de descubrir algo más que el hecho de que los chavales sabían jurar como soldados.

Rogers sacó un pañuelo y se secó la nariz y los ojos, ya que ambos le estaban destilando. La cabeza le palpitaba. Nada deseaba más en el mundo que liberarse de los dolores lacerantes. Nada deseaba más que comprar opio para su consumo. No la porquería aguada, alterada y diluida que se podía adquirir en las farmacias, sino el crudo y puro jugo de la amapola.

Aunque había sentido que se quitaba un peso del alma al revelar la verdadera identidad a Osgood y Tom Branagan, no les había contado toda la verdad. No había mentido respecto a quién era: Jack Rogers era Jack Rogers. Ése era precisamente el problema. A Rogers el engaño le salía rápida y espontáneamente si tenía que protegerse.

No era cierto, como le había dicho a Osgood, que llevara seis meses sin consumir narcóticos. De hecho, en el sanatorio de Pensilvania al que le había enviado Harper le habían prescrito fuertes dosis de morfina (un derivado del opio) como método para «curarle» de sus hábitos. La morfina, si bien le había alejado del opio puro, le provocó un estado de dependencia totalmente nuevo en el que caía todas las mañanas y todas las noches.

Rogers recordó un episodio que había presenciado durante la Guerra Civil, cuando un general le reclutó para llevar a cabo una serie de misiones secretas. En el lado de los unionistas había visto a un médico que, a lomos de su caballo, se empapaba una mano de morfina líquida. Luego alargaba la mano y los soldados se ponían en fila y le lamían el guante. De este modo, el médico no tenía ni que bajarse del caballo. Era un recuerdo desagradable. Rogers se preguntaba si él podría caer alguna vez tan bajo como los soldados chupaguantes, desesperados por lograr un poco de alivio. Detestaba la soberbia expresión de poder que recordaba haber visto en los ojos del médico y se sintió él también una víctima más.

Cuando la gente descubría que Rogers era consumidor de opio a veces decían: «Siempre he querido probarlo. Me gustaría saber cómo son las visiones de los fumadores de opio».

—Pues no deberías —les decía Rogers—. No vas a experimentar los sueños de Coleridge y los placeres de De Quincey y luego pararlos cuando tú quieras. Nosotros no somos consumidores de opio; es el opio el que nos consume a nosotros. No tienes descanso hasta que la droga esté dispuesta a dejarte ir.

Entonces ellos hablaban de sus fuertes voluntades.

Rogers negaba vehementemente con la cabeza.

—¡No me hables a mí de voluntad, hombre! Porque la voluntad es precisamente lo que he perdido, lo que ha agonizado y muerto en mi interior. ¡Hay días en que no puedo ni dar cuerda a mi reloj porque me parece que los dedos se me van a desprender por las articulaciones!

Con el viaje a Inglaterra Rogers se había propuesto cumplir una lucrativa misión para el Mayor Harper. También sabía que Edwin Drood estaba situada en el ambiente del mercado de opio y abrigaba la esperanza de que, al verlo con los ojos de Dickens, quizá consiguiera obtener una visión más clara de su propia y siniestra historia. Tal vez, mientras él intentaba engañarle, Dickens le hubiera transferido de verdad alguna información durante sus sesiones de Gadshill que ahora podía serle de utilidad, una mínima porción de su genio.

En cualquier caso, y por la absurda razón que fuera, ya no podía dejar de lado el misterio que se le había ordenado investigar inicialmente. Puesto que no podía quedarse en Inglaterra sin riesgo, había decidido que mezclarse entre los comerciantes de opio de este lado del Atlántico podría desvelarle alguna clave de las conexiones que todavía esperaba poder establecer. Por fin, aquella tarde reconoció a alguien que vio por allí. Y a aquella persona que reconoció, por extraño que pueda parecer, no la había visto antes en toda su vida.

Entre toda la escoria que trabajaba en el comercio de opio en el puerto de Nueva York encontró a un viejo marinero turco con turbante azul y unos cortos y enmarañados bigotes blancos. Era el Turco sentado fumando opio, la figura que Rogers tantas veces había visto en Gadshill en el estudio de verano, ¡que había cobrado vida! La misma figura que había desaparecido de la casa de subastas Christie’s situada en King Street. Sólo que estaba allí en carne y hueso. No cabía la menor duda de la absoluta semejanza con la estatua, aunque el hombre vivo estaba más envejecido y más hermosamente demacrado.

«Si ese ser de aspecto miserable ha hecho un viaje tan largo de Londres a Nueva York para pasar de aquella cloaca a ésta —se dijo Rogers para sí—, lo más probable sea que no haya soltado su propio dinero para pagar el pasaje. Y es demasiado raro para llamarlo coincidencia. Es el mensajero de alguien que no quiere comunicar por telegrama algo que podría robarse o ser leído por un operario».

Rogers le siguió hasta una cabaña de pescadores en la que entró el marinero. Rogers se paró junto a la ventana fingiendo que se ajustaba el parche del ojo. El turco puso un sobre en las manos de un sujeto esbelto de gruesos párpados y aspecto de hombre de negocios. El intercambio se produjo rápida y silenciosamente y los dos hombres no tardaron mucho en separarse.

Rogers esperó ansiosamente a que pasaran unos segundos, se colocó el bastón de bambú debajo del brazo y siguió al segundo hombre a una distancia de varios pasos, sin dejar de fijarse en la dirección que tomaba el turco.