29

Osgood se agachó en la alfombra junto a Datchery. El editor no podía comprender aquella inesperada conmoción. Intentó repasar en su cabeza todo lo que había ocurrido para ver si le encontraba algún sentido: la casi fatal visita al fumadero de opio, la explicación de William Trood sobre su hijo, la repentina aparición de la nada de Tom Branagan en su hotel de Londres y el injustificado ataque a su compañero.

—¡Branagan! —exclamó Osgood—. ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Qué hace usted aquí? —Osgood tomó una mano de Datchery e intentó que recuperara el conocimiento. Soltó el cordón de las cortinas que Tom había empleado para inmovilizarle.

—Yo no quería hacerlo, señor Osgood —dijo Tom.

—Señor Branagan, haga el favor de humedecer un paño con agua fría en la jarra de la mesilla. Mi buen Datchery, esto debe de ser algún absurdo malentendido. Conocí a este hombre brevemente cuando era mozo de carga del señor Dickens en su viaje a América.

—No he sido yo el que ha sufrido un malentendido, señor Osgood —dijo Tom—. Ya no soy mozo de carga.

—Entonces, ¡explíquese de inmediato, si se atreve! —gritó Osgood al apuesto joven. Había intentado contener su ira pero no pudo seguir haciéndolo cuando vio la falta de arrepentimiento en la actitud de Tom—. Esto es lo que usted sigue llamando «actuar por instinto», supongo.

Tom cerró la puerta que daba al pasillo.

—Este hombre es un estafador y un tramposo. No es quien dice ser.

—Ya sé que no es Dick Datchery, por supuesto, ¡Datchery es un personaje de una novela de Dickens! Me temo que está usted algo despistado. Este hombre no está bien y, sin que sea culpa suya, se encuentra bajo un poderoso influjo hipnótico iniciado por el señor Dickens antes de su muerte y que nos ha propiciado unas visiones únicas de un caso importante gracias a su talento de investigador.

Para entonces, Datchery se había puesto de pie y recuperaba el equilibrio apoyándose en la pared hasta que pudo sentarse en una silla.

Tom dijo:

—¿Por qué no le pedimos que nos lo explique él mismo?

—No sé lo que pretendes intimidándome de esa manera, muchachito —protestó Datchery frotándose la mandíbula ensangrentada pero intentando forzar una sonrisa—. Me has confundido con otro.

—Si no quiere decir la verdad, muy bien. Yo lo haré. Señor Osgood, este miserable, disfrazado con un traje de George Washington, actuó como especulador y alborotador durante toda la gira del jefe por América, con el propósito de sabotear y truncar el éxito económico de la gira de lecturas.

Los ojos del acusado se achicaron con furia y se lanzó sobre Tom.

—¡No voy a aceptar que se me insulte sin hacer nada!

Tom propinó a Datchery un fuerte puñetazo en el estómago. Luego sacó una pistola del bolsillo y apuntó con ella al hombre que se doblaba de dolor.

Osgood se quedó paralizado al ver el arma.

—Datchery, lárguese —dijo Osgood intentando mantener la calma—. ¡Datchery! ¡Váyase antes de que sufra peores daños! —repitió. Pero Datchery no se movió, sino que se quedó mirando alternativamente a Osgood y a Tom.

—Le meteré una bala en el cuerpo si le miente una vez más, señor —dijo Tom apuntando la pistola con el pulso firme como una roca.

—¡Datchery, váyase! —gritó Osgood—. ¡Branagan, estése quieto! Este hombre ha sido un amigo para mí —pero cuando Osgood miró por encima de su hombro al objeto de sus palabras vio una extraña mirada inexpresiva que lo desmentía.

—No me llamo… Datchery —dijo el hombre pronunciando las palabras en un susurro de confesión mientras su acento se modificaba pasando a ser más un suave producto de las calles de Nueva York que de la campiña inglesa. Les miró con ojos fatigados, como los de un viejo marinero—. Me llamo Rogers. Jack Rogers. Ahora ya saben mi nombre. Guarde su pistola y no me pegue más, señor Branagan, para que pueda contar mi historia.

Jack Rogers mantuvo la mirada en sus pies la mayor parte de su relato.

—No quería hacerles daño a ninguno de los dos y he aprendido a respetarle a usted, señor Osgood, más de lo que nunca creí que pudiera respetar a un hombre de negocios y de mundo, por su perseverancia y su autenticidad. Probablemente se ha centrado tanto en sus éxitos que se ha vuelto contra sí mismo y no ve todo lo demás que tiene. Espero que, después de conocer mi postura, pueda comprenderla.

Cuando era joven Rogers había sido actor en los teatros de segunda fila de Nueva York. Venía de una familia pobre con pocos recursos que no veía con buenos ojos su elección laboral. Su especialidad sobre el escenario fue decantándose hacia un estilo abiertamente cómico y de aventuras violentas. Una vez, mientras ensayaba una obra en la que había un largo duelo a espada, se produjo un accidente en el escenario y la hoja de su arma alcanzó al hijo del empresario, al que no pudieron salvar los esfuerzos que los médicos realizaron durante las horas siguientes. Rogers quedó destrozado por el espantoso accidente y fue expulsado del teatro. Después de pasar por períodos irregulares de trabajos difíciles en la debilitada economía americana, en el año 1844 el alcalde de Nueva York, un tal James Harper, fundador de la editorial Harper & Brothers, puso en marcha el primer cuerpo de policía de la ciudad. Aquellos empleos se consideraban poco apetecibles y resultaba difícil cubrir las plazas. Rogers, que no tenía otro trabajo, se presentó voluntario.

La policía de Harper se convirtió en un ejército poderoso dentro de aquella ciudad explosiva por las rivalidades políticas y étnicas y la corrupción. Al año siguiente el alcalde republicano fue derrotado y la policía pasó a otras manos, pero los Harper mantuvieron reservadamente fuertes vínculos con los policías. Al poco tiempo, el ex alcalde Harper ofreció un empleo privado a Rogers, que había destacado por una cierta entereza de carácter, su inteligencia despierta y la habilidad para resolver los enigmas. Cuando James, que seguía siendo conocido como el Alcalde, o cualquier otro de los hermanos que constituían la empresa editorial (John, el Coronel; Wesley, el Capitán; y el más joven, Fletcher, el Mayor) necesitaban ayuda, en particular de naturaleza secreta, recurrían discretamente a Rogers.

Un caso de este tipo se presentó en el verano de 1867, cuando Charles Dickens anunció que Fields, Osgood & Co. serían a partir de entonces sus editores para América en exclusiva. Los Harper envidiaban y temían los ingresos que esto supondría para sus rivales de Boston. Enviaron a Rogers y a otro par de agentes a provocar disturbios en las ventas de entradas para la gira americana del autor, con la esperanza de que los periódicos retrataran a los editores de Boston como incompetentes, miserables y avariciosos. Como parte de este plan de alborotos, Rogers, disfrazado de revendedor con una llamativa peluca y un sombrero de George Washington, propagó a los periodistas las acusaciones de que Tom Branagan había instigado la violencia en una de dichas ventas. Mientras, los Harper ordenaban a su revista semanal que imprimiera caricaturas y columnas malintencionadas y provocadoras sobre Dickens tan rápido como pudieran ser inventadas, igual que había hecho Fletcher con sus ataques contra los sinvergüenzas, corruptos y amigos de los inmigrantes que controlaban la operación política de Tammany.

—No es necesario que juzguen mi moralidad con sus miradas acusadoras —dijo Rogers sacudiendo la cabeza con profunda tristeza—. ¡Sé que mis actos han sido despreciables! Hace muchos años, después de mi accidente en el teatro, sufrí de un insomnio constante. No habría sobrevivido sin el láudano que me daba el médico. Pero no tardé en descubrir que no podía pasar unos días sin la droga en mi organismo. Caía y me decía a mí mismo que aquélla era la última vez. Una simple hora sin ella y me parecía que las entrañas se me desgarraban y resecaban, iba por ahí sintiéndome humillado y melancólico. El láudano no era ya suficiente, iba detrás del opio puro como si fuera la más suculenta de las comidas servida por una voluptuosa sirena en el corazón de un violento torbellino. El opio era mi panacea. Tomaba una dosis a las diez en punto y otra a las cuatro y media. Durante horas después de tomar una nueva dosis me sentía invencible y lleno de energía, con una capacidad intelectual y física más allá de lo estrictamente humano. Era Atlas con el mundo en equilibrio sobre mis hombros. Y así me convertí en el esclavo permanente de la droga y para conseguirla habría caminado descalzo sobre carbones encendidos o nadado hundido hasta el cuello en mi propia sangre. Bajo sus efectos el estómago y los intestinos se me retorcían y la cabeza me estallaba. Tomaba más para intentar resistir y caí en una peligrosa sobredosis.

»El Mayor notó que algo me pasaba.

»—¡Bueno! —me dijo quitándose las gafas con su habitual gesto dramático—. Ya sabe que soy un hombre franco, Rogers, y un buen metodista, de manera que se lo preguntaré claramente: ¿puede usted superar sus hábitos y continuar sirviendo a esta empresa?

»—Para ser idénticamente franco —le dije yo—, creo que no, Mayor. La muerte sería un regalo.

»—¡Bueno, entonces yo le ayudaré! ¡No nos rindamos tan fácilmente ante ningún enemigo!

El Mayor hizo los arreglos para que Rogers ingresara en un asilo para adictos dirigido por un doctor que defendía que el consumo de opio no era un vicio sino una enfermedad como cualquier otra de las enfermedades conocidas. La vida retirada que llevó allí limpió la sangre de Rogers de todo el veneno.

—Eso fue hace seis meses. Les doy mi palabra de que el opio no ha vuelto a entrar en mi cuerpo. Pero al salir de aquel santuario, libre de la vil amapola, me encontré esclavizado por un nuevo y tiránico amo: el Mayor. Durante los últimos años, mientras el Mayor ganaba el control de la editorial sobre sus más sensatos hermanos, yo cerraba los ojos a sus métodos y manipulaciones. Pero el centro que me había salvado la vida había costado mucho dinero y yo no podía cortar mis lazos con Harper hasta que la deuda estuviera pagada.

Tras el final de la gira americana de Dickens y habiéndose enterado de que el escritor trabajaba en una novela de misterio, el Alcalde y el Mayor Harper quisieron descubrir los detalles del argumento del nuevo libro por anticipado.

—Como yo era capaz de imitar cualquier acento existente debido a mis años de actor, decidieron mandarme aquí, a Inglaterra, a perpetrar la artimaña. Mi misión era entrar en el santuario de Dickens. Hice averiguaciones por Kent y descubrí que Dickens ofrecía atención tanto a amigos como a desconocidos que caían enfermos, con técnicas de mesmerismo y magnetismo animal. Y yo sabía por su reputación que era particularmente sensible a aquéllos que sufrían pobreza, como amigo y abanderado de los trabajadores.

»Decidí hacerme pasar por un granjero inglés enfermo que necesitaba los cuidados de Dickens para franquearme la entrada a su estudio y conocer pistas sobre el futuro de Drood antes que nadie.

—¿Encontró algo? —preguntó Osgood.

—¡El gran hombre sabía guardar los secretos! —Rogers levantó las manos—. Dickens hacía que me tumbara en su sofá, dibujaba unos pases con sus manos y dedos por encima de mi cabeza y luego, cuando ya estaba convencido de que me había dormido, salmodiaba para implantar en lo más profundo de mi cerebro la curación deseada. Al final, me soplaba suavemente en la frente hasta que creía que me acababa de despertar. Pensé que si aparentaba haber entrado en un estado hipnótico tan profundo que me creyera uno de los personajes de su novela, sería más probable que me revelara cosas de ella involuntariamente.

—¿Y entonces se le ocurrió hacer de Dick Datchery? —preguntó Tom.

—Sí. Datchery aparece de manera misteriosa en uno de los últimos capítulos de Edwin Drood. Antes de que se imprimiera escuché este capítulo una tarde que esperaba en la biblioteca de Gadshill y el señor Dickens se lo estaba leyendo en la habitación de al lado a unos amigos y familiares, lo que hacía cada vez que terminaba una entrega. Por la escasa ciencia que había adquirido leyendo novelas a lo largo de mi vida, imaginé que en el destino de aquel personaje, Datchery, se encerraba el destino de todo el Misterio. ¡Y mi artimaña funcionó! Hasta cierto punto.

Rogers relató los trucos que había empleado para interpretar el papel de Datchery en Gadshill, incluso escribir en trozos de papel y dentro de la cinta de su sombrero cada una de las palabras que escuchaba a Dickens poner en boca del personaje y utilizar exactamente el mismo lenguaje cada vez que le era posible. Aquella autenticidad pareció despertar el interés del novelista, pero sus sesiones de mesmerismo seguían centrándose exclusivamente en el tratamiento del paciente y su salud y no había manera de persuadir al maestro para que dijera más sobre el tema de su novela.

Rogers, por supuesto, aprovechaba todas las oportunidades que se le presentaban de estar a solas (cada vez que Dickens se ausentaba del estudio para atender a alguna de sus mascotas o saludar a una visita) para examinar subrepticiamente el contenido de cualquier papel que hubiera sobre el escritorio o en un cajón abierto. Encontró algunas pruebas de que los fumadores de opio que aparecían en Drood estaban inspirados en los ocupantes de un conocido antro situado en un patio y llamado Palmer’s Folly, que Dickens había conocido en una visita a Londres guiada por la policía.

Poco después la salud de Dickens empeoró y tuvieron que suspender las sesiones con Rogers y los demás componentes del pequeño círculo de pacientes de mesmerismo que acudían a Gadshill. Al tener conocimiento de la muerte de Dickens la primera semana de junio, Rogers puso un telegrama a sus jefes en Franklin Square, Nueva York, suponiendo que su misión había terminado. Sin embargo, los Harper le ordenaron que se quedara unas semanas más y que diera la tabarra por Gadshill para poder observar cualquier maniobra que afectara a Drood durante ese tiempo. Debido a los cinco años de espera desde la anterior novela de Dickens, Drood supondría cientos de miles de dólares de beneficios posibles para el primero que lograra publicarla en América. El Mayor no estaba dispuesto a quitarle el ojo a aquella oportunidad.

Sólo unos días después Rogers recibió una orden completamente distinta e inesperada: se ponía en su conocimiento que el señor J. R. Osgood estaba de camino a Inglaterra, más que probablemente con el objetivo de encontrar las partes que faltaban de la última novela de Dickens. Rogers tenía que impedir que lo lograra, a fin de que Harper pudiera piratear la novela sin problemas.

—Le confieso esto apesadumbrado y hastiado, Ripley. Desde entonces he llegado a descubrir que es usted un hombre decente y bueno, que se interesa por los empleados a su cargo, como he visto que hace con la señorita Rebecca —continuó Rogers—. Pero tiene que entender una cosa, aunque sólo sea una cosa, sobre mí y algún día moriré satisfecho sabiendo que usted no me rechazó incondicionalmente.

—No sé qué podría decir en su favor —respondió Osgood con tristeza.

—Nada más que esto: no soy un artista. No soy un genio como las personas que pueblan su vida, tal vez como usted mismo. Tanto si usted considera que lo es como si no, tiene en su interior la valentía del artista. Pero éste es el trabajo mundano que yo conozco y que he ejercido desde que fui entrenado como policía de Harper. Antes de esto intenté trabajar en un banco, pero lo dejé porque no me gustaba cómo me miraba el resto de la gente. Éramos los primeros policías de la ciudad de Nueva York y nos odiaban, la gente nos tiraba piedras. Teníamos que ir armados con un chuzo cada uno: esa peculiar porra con un pincho en la punta que vio usted cuando nos adentramos en los oscuros rincones de Londres. Los ciudadanos creían que nuestra labor era la de hacer de espías y, curiosamente, ese temor hizo que nos convirtiéramos en espías. Disfraces, investigaciones, servicio secreto, todos los tejemanejes encubiertos y turbios… Ése ha sido mi arte, mi fortuna. Al llevarle al fumadero de opio intenté meterle en una búsqueda sin propósito, sabiendo que lo reconocería como el prototipo del que Dickens describía en su libro y que eso le distraería. Si tenía éxito en esa tarea, por fin podría librarme de las garras del Mayor Harper y regresar a los escenarios, donde en otros tiempos fui feliz e hice feliz a otros, como hace su editorial. Algún día tendré una casa llena de niños y espero que ellos me respeten y me quieran. ¡No quería causarle ningún daño, querido Ripley!

—¡Sin embargo tenía todas las intenciones de despistarme, como usted mismo reconoce!

—No espero perdón por haberle engañado, pero ruego que crea mi propósito de pagarle la deuda. Quiero ayudarle.

—¡Ja! —respondió Osgood.

—¡Ripley, también yo fui embaucado por esos vendedores de opio!

—Lo que fue únicamente culpa suya, señor —dijo Tom en tono de reproche—. Obra de su inconsciencia.

—Hasta cierto punto sí, señor Branagan. Pero la violencia a la que estábamos sometidos no era más que una pequeña muestra de un siniestro movimiento mucho mayor. Ripley, considero que, mientras hablamos, se encuentra usted en grave peligro.

—Y la amenaza es usted tanto como el que más —dijo Osgood.

—Ya ha hablado más de lo que se merece. Siéntese y póngase cómodo mientras llamo a un coche de policía —añadió Tom.

Rogers sacudió la cabeza.

—No. Necesitan mi ayuda, caballeros, ¡su supervivencia depende de ella! Tal vez también la mía, ¡aunque puede que para ustedes ahora no signifique nada! —los otros dos hombres, que no mostraban signos de flaquear, intercambiaron una mirada. Rogers, presa ya del pánico, se puso a suplicar sin pudor—: Mi querido Ripley, ¿no puede volver a confiar en mí? Le prometo pagarle mi deuda por lo que he hecho.

Osgood dedicó una mirada encendida a su antiguo compañero.

—Ha ganado mi confianza y compasión valiéndose de un montón de mentiras. Conspiró para entorpecer nuestra gira con Dickens por América, para culpar al señor Branagan de lo que no había hecho, para distraerme de mi misión aquí, todo bajo las nefastas órdenes de esos hermanos Harper. No me cabe la menor duda de que el Mayor Harper maneja también las cuerdas de su actual súplica. En cualquier momento tirará de sus hilos y hará entrar en escena a Judy, o al diablo, o a cualquier otra grotesca figura de madera para que intente desorientarnos. Ahora, desaparezca de nuestra vista, mientras conserva su libertad, si el señor Branagan se lo permite.

Tom dio un paso atrás y señaló la puerta con la mano. En esta ocasión, Rogers no discutió.

—Gracias a Dios que existe usted, Ripley —dijo. Se volvió en silencio y, con el sombrero debajo del brazo, salió apresuradamente de la habitación.

La aparición de Tom Branagan, y de la pistola que empuñaba, había supuesto para Osgood una impresión tan fuerte como el descubrimiento de la verdadera identidad de Rogers. Una vez confirmaron que éste había salido de las dependencias del hotel, y cuando Rebecca regresó del banco, Tom se dispuso a contarles el tortuoso trayecto que a su vez había recorrido hasta reunirse con ellos. Al regresar a Inglaterra después de la gira de Dickens, Tom siguió trabajando en labores domésticas en la ciudad de Ross, en la finca de George Dolby. Pero se cansó de la monotonía de cuidar los adorados ponis de los hijos de Dolby y de llevar en el coche a la señora Dolby, que le estaba sacando el máximo partido a su fortuna, muy acrecentada desde la gira americana. Dolby, por su parte, se había endurecido por lo que él llamaba «el maltrato americano» y gastaba el dinero de manera irresponsable y extravagante, sobre todo después de que su segundo hijo varón muriera a los pocos días de nacer. Ocasionalmente, Tom veía a Dickens en la casa de Dolby, incluyendo el bautizo de George Dolby hijo, pero el novelista, aunque afable con él, nunca le habló de los delicados sucesos acaecidos durante la reciente gira por América.

Tom le enseñó a Osgood una navaja con empuñadura de nácar que llevaba en el bolsillo.

—Ésta es la navaja que le quité de la mano. Me di cuenta de que todavía la conservaba cuando ya habíamos salido del país y la encontré entre mi ropa. En ocasiones, cuando la veo, me acuerdo de la mujer y pienso en lo que le podía haber pasado al Jefe.

—Puede estar usted orgulloso de lo que hizo —dijo Osgood.

—Yo estaba seguro de que la mujer iba a morir, ¿saben? —continuó Tom—. Usted también lo habría estado, señor Osgood, de haber visto la sangre. El Jefe debió de pensar lo mismo, al mirarla se puso muy triste, incluso le susurró algo al oído para tranquilizarla, aunque no pude oír lo que dijo. Pero lo cierto es que pocas mujeres de las que intentan suicidarse por ese método tienen la fuerza suficiente para realizar en su propia piel un corte lo bastante profundo una vez han empezado. Muchas sobreviven, como le pasó a ella, aunque quedó mermada para siempre por dentro y por fuera. La imagen de ambos no se separa de mí desde aquel día; tanto la de Louisa Barton como la de Charles Dickens.

Embotado por el tiempo pasado en Ross y obsesionado por lo que había ocurrido durante sus últimas horas en Boston, Tom presentó su solicitud a la policía de Scotland Yard y esperó varios meses, hasta que quedó disponible una plaza para agente nocturno de tercera clase, la categoría más baja y peligrosa de la policía inglesa. Hacía sus rondas desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Generalmente, éste solía ser el único destino disponible para un irlandés, aunque el hecho de que supiera leer y escribir bien le reportó un rápido ascenso a la categoría de agente de policía de primera clase.

Debido a que a los irlandeses se les asignaban las rondas por los barrios más pobres de Londres, Tom resultó ser uno de los agentes que estaban patrullando cuando se dio la alarma por el alboroto del Palmer’s Folly la noche en que atacaron a Osgood. Se encontraba arreglando la entrada de una carbonera peligrosamente destartalada en una calle cercana. Al llegar a la escena del jaleo, Tom vio huir a Rogers, con la cabeza herida y ensangrentada, y le reconoció.

—Le reconocí como el hombre que, con la peluca de Washington y el anticuado sombrero de tres picos, provocó los disturbios de la venta de entradas en Brooklyn por los que se me culpó a mí. Su presencia en Londres me pareció de lo más extraordinario, como podrán imaginar. Decidí seguirle sigilosamente para saber más de él y descubrí que se alojaba bajo nombre falso en una pensión retirada. Le seguí algunos días más y supe que había estado enviando telegramas y cartas a Nueva York. Cuando le vi entrar en este hotel examiné el libro de huéspedes y me quedé nuevamente sorprendido al encontrar su nombre, señor Osgood, entre los de los ocupantes del establecimiento. Sospeché que aquel hombre llevaba trazando algún plan de naturaleza perversa desde nuestra estancia en América, pero no sabía si se trataba de un estafador de alguna clase, un ladrón o un asesino sin escrúpulos.

—Por eso trajo la pistola —intervino Osgood.

Tom asintió con la cabeza y dejó la pistola a un lado con una sonrisa de alivio.

—Para ser sincero, me alegro de no haber tenido que usarla. Las han repartido en el departamento a causa de los ataques de los fenianos al Gobierno y a las prisiones. Como tengo sangre irlandesa, me han elegido para infiltrarme en lo que queda de los grupos fenianos, pero el departamento ha hecho muy pocos entrenamientos con las pistolas y todavía necesito aprender a utilizarla.

Osgood, a su vez, le ofreció a Tom un relato completo y detallado de sus aventuras con Herman a bordo del Samaria y de sus experiencias en Inglaterra.

Mientras lo escuchaba, Tom fue cerrando todas las cortinas de la habitación.

—Señor Branagan, ¿qué pasa? —preguntó Rebecca—. ¿Cree que nos está observando alguien?

Tom apoyó ambos brazos en la repisa de la chimenea. En los dos años que habían pasado desde la gira de América, se había dejado una espesa barba y sus brazos y pecho habían aumentado de volumen. Cualquier escultor del Renacimiento habría estado encantado de contar con él como modelo.

—El bastón que usted ha descrito con la extraña cabeza de oro que tenía el hombre llamado Herman, ¿lo vio de cerca? —preguntó Tom.

Osgood hizo un gesto de asentimiento.

—Era una especie de dragón.

—¿Recuerda si tenía dientes?

—Sí —confirmó Osgood—, afilados como cuchillas. ¿Cómo lo sabe?

—Herman —Tom repitió el nombre para sí—. A partir de ahora tenemos que actuar con sigilo.

—Entonces ¿usted sabe quién es el monstruo que atacó al señor Osgood en el barco? —inquirió Rebecca.

—Las marcas que había en el cuello y el pecho de los fumadores de opio muertos… eran casi como marcas de colmillos. La policía no sabía qué pensar de ellas.

—¡Estaban hechas con el bastón! —gritó Osgood—. ¡Con la cabeza de la bestia!

—Si usted se encontró en el barco con el mismo hombre, quiere decir que éste no fue un ataque fortuito —dijo Tom.

—O sea, que no me lo imaginé en el fumadero de opio —dijo Osgood sin resuello. En el mismo momento en que lo decía, el rostro pétreo de Herman se materializó en su cabeza—. Estaba allí de verdad, señorita Sand. Tenía usted razón, ¡no era un simple ratero! Si fue él quien me inyectó el opio, debió de ser también él quien le hiciera lo mismo al pobre Daniel. Fue Herman quien intervino en el ataque, matando al marinero y al bengalí. ¡Es él el demonio que debemos arrostrar para desentrañar todo este misterio! ¿Podría encontrarlo la policía, Branagan?

—Scotland Yard no se va a tomar en serio la muerte de dos fumadores de opio. Pero no sé si será necesario que lo encontremos —dijo Tom misteriosamente.

—¿Qué quiere decir, señor Branagan? —preguntó Rebecca.

—Si estoy en lo cierto, señorita Sand, el reto no será encontrarle. Será evitarle el tiempo necesario para enterarnos de hacia dónde sopla este viento fatídico.

Yahee era traficante de opio, pero no sólo eso. Se decía que era el primero en su oficio en Londres, el que enseñaba a todos los demás cómo mezclar y fumar la pasta negra. Conocido por muchos londinenses del este como Jack el Chino, Yahee sulfuraba de vez en cuando al miembro de la policía que no debía y, cuando eso pasaba, acababa entre rejas por mendicidad o cualquier otra minucia, puesto que el opio en sí mismo no era ilegal. Le sorprendió agradablemente comprobar que, tras su última detención, le dejaron salir de prisión dos semanas antes de lo previsto; al principio pensó que su sentido interior del tiempo se había visto alterado durante el encierro, pero le dijeron que la prisión estaba demasiado llena para alimentar a cualquier chino maleducado.

El recién liberado vendedor de opio fue caminando en la oscuridad de la noche por las calles largas, estrechas y manchadas de alquitrán en dirección al sombrío arrabal de los muelles. El aire olía a basura combinada con los aromas del café y el tabaco de los inmensos almacenes que se alineaban a los lados de las calles. Según se acercaba al lugar en el que tenía su habitación, un hombre desconocido con capa y gorra de policía detuvo a Yahee.

—No te acerques, bobbie —le dijo Yahee empujándole a un lado—. ¡Aquí un hombre libre!

—Estás libre gracias a mí, Yahee —dijo el agente logrando que sus palabras aminoraran el paso de Yahee. El viento empezaba a dispersar la niebla desvelando una imagen más clara del policía—. Fui yo quien lo arregló y puedo volverme atrás. Sospecho que te has enterado de lo que les pasó en el fumadero de Opium Sal a dos de sus mercenarios, un marinero y un bengalí.

—No —dijo Yahee haciéndose el tonto—. ¿Qué?

Tom dio un paso hacia él.

—Creo que ya lo sabes.

—Yahee lo ha oído —dijo el hombre, desarmado ante la mirada acusadora de Tom—. Los asesinaron, sí, lo oí en chirona.

—Correcto. Y me preguntaba si tú podrías estar detrás de esto —dijo Tom.

—¡Nada de eso, estúpido bobbie! ¡Yahee en prisión cuando pasar! —dijo el chino enfurecido escupiendo a Tom en una bota—. Trataron de robar hombre equivocado, he oído. ¡Tú trata de hacer culpable a Yahee! ¡Vete a atrapar carterista!

—Sally es tu competencia. ¿Cómo podemos estar seguros de que no lo organizaste todo para que atacaran a sus hombres mientras estabas en prisión? —preguntó Tom.

—¡Injusto! ¡Injusto, tú, Charlie!

Tom no discutió ese punto. Sabía que lo que estaba haciendo era injusto, sabía que Yahee no tenía nada que ver con lo que había pasado en Palmer’s Folly. Pero también sabía que los pocos chinos de Londres eran observados con suspicacia anticipada, en particular un minorista de opio como Yahee. Las amenazas de Tom eran verosímiles y eso convertía a Yahee en un perfecto candidato.

Yahee, comprendiendo que había algo más en juego, dijo:

—¿Por qué busca a Yahee?

Tom se acercó a él.

—Quiero saber quién es Herman —esta última palabra la pronunció en un susurro.

Yahee abrió y cerró la boca como si quisiera librarse de un mal sabor, sacudió la cabeza y profirió una impresionante retahíla de imprecaciones en chino mientras empezaba a alejarse a toda prisa.

—¡No, no! ¡Cabeza de Hierro no! ¡Si hablo de Cabeza de Hierro, yo muero! ¡Tú muere!

Tom alargó la porra e interrumpió el movimiento de Yahee. El temor de éste a Herman aparecía reflejado en su rostro y en aquel preciso momento Tom supo que le tenía atrapado.

—Me vas a contar todo lo que sepas de ese hombre que llamas Cabeza de Hierro y yo nunca daré tu nombre a nadie. O te mando encerrar y hago correr la voz de que me has hablado de Herman.

—¡No, sólo eres bobbie! ¡Nadie te cree!

Yahee se giró y salió huyendo en la otra dirección, pero otra figura le cortó el paso. Osgood, que estaba esperando en las sombras, dio un paso adelante.

—Puede que no crean a un policía —dijo Osgood—, pero estarán más que dispuestos a creer al hombre de negocios americano que sufrió el ataque.

Yahee miró alrededor asustado.

—¿Por qué hace esto a Yahee?

—No vamos a hablar en la calle, Yahee —dijo Tom—. Entraremos en la cárcel. Soy un agente, no un inspector; nadie verá nada raro en que se encierre a un mendigo y que luego, cuando hayamos acabado, se le saque de allí. ¿Hay trato o no hay trato, Jack el Chino?

Esta vez Yahee escupió a Tom en el hombro.

—¡No trato! ¡No cárcel! ¡Yahee no vuelve allí dentro! ¡En chirona, ojos de Herman por todas partes!

—Muy bien —concedió Tom—. Entonces, vamos a tu casa.

—¡Al diablo vosotros! ¡Yahee prefiere morir que ser visto allí con vosotros!

—Entonces iremos a algún sitio donde no nos pueda ver nadie.

El Túnel del Támesis se había construido con gran ambición y fanfarria, y sin plantearse el fracaso. El imponente pasaje permitiría a peatones y carruajes, por una tarifa de dos peniques, cruzar cómoda y agradablemente por debajo del principal cauce de agua de la ciudad. Pero ya iban por el tercer intento de perforación por debajo del Támesis y no había tenido más éxito que los dos primeros.

La mayestática tarea de construcción estuvo plagada de dificultades. Los accidentes y los gastos que no paraban de subir asolaron los dieciocho años de obras en el túnel: diez vidas, la mayoría de mineros, se habían cobrado los contratiempos y la mala gestión, las caídas, las inundaciones, las explosiones de gas; los perforadores que sobrevivieron fueron a la huelga; tras un breve período de expectación ante su definitiva apertura al público, los londinenses acabaron por abandonar el impresionante túnel. Los inversores perdieron sus aportaciones. Hasta las prostitutas y los pordioseros que lo frecuentaban acabaron por cansarse de las filtraciones, de las peligrosas grietas, la larga y traicionera bajada por la escalera vertiginosa que llevaba hasta el túnel, veinticinco metros por debajo de la superficie. Esperó en el limbo mientras una compañía de ferrocarriles negociaba su compra para establecer una línea a Brighton. Con su entrada rodeada a estas alturas por almacenes en ruinas, el Túnel del Támesis se convirtió en una vergüenza, afortunadamente olvidada.

Fue allí, debajo de la metrópolis, en aquellos desolados raíles a ninguna parte, donde Yahee conversó con Tom Branagan y Osgood. Habían descendido las tortuosas escaleras hasta el nivel más bajo del abandonado abismo subterráneo.

—Esto es sólo lo que gente dice —matizó sus palabras Yahee antes de empezar, apoyado contra la piedra fría y rezumante mientras los tres escuchaban el áspero batir de las bombas de agua—. Nada más.

—Cuéntanos —ordenó Tom intentando no aspirar demasiado de aquel aire pútrido.

Yahee miró alrededor, localizando con la mirada el menor ruido. Levantó la nariz e hizo una mueca.

—No gusta estar aquí. Gente muere trabajando. El diablo aquí.

Tom no discutió, simplemente asintió con una promesa de seguridad.

—Dinos lo que sepas y podrás irte. Háblanos de Herman.

Lo que contaba la gente, según relató Yahee en su inglés chapurreado, era que había un chico llamado Hormazd que formaba parte de la familia parsi de los Cama, traficantes de opio que se dedicaban al transporte en barco de la droga desde los puertos de India a los de China.

—Parsis mejores traficantes de opio de mundo. Rápidos y muy feroces. Toda familia de Hormazd traficantes, toda familia asesinada por Ah’ling, jefe de clan pirata.

Dicho jefe hizo cautivo a Hormazd y le incluyó en un grupo de marineros europeos apresados en otros navíos mercantes. El joven Hormazd había vivido en un barco de opio desde que tenía diez años y los piratas le habían mantenido con vida para aprovechar su fuerza en el trabajo. Hormazd rezaba en su nativa lengua zend mirando al sol al amanecer y al anochecer. Viviendo entre crueles piratas chinos, Hormazd y el resto de los cautivos eran azotados con varas de bambú si mostraban cansancio o desatendían las órdenes de sus superiores.

Los cautivos eran obligados a ayudar en la lorcha pirata, un navío ligero y rápido, en sus ataques a naves chinas más pequeñas. Cuando el capitán del navío apresado se negaba a colaborar y no les decía dónde estaban escondidos el opio o los metales preciosos, los piratas hacían una herida en la piel del capitán y bebían su sangre para aterrorizarle todavía más.

Los cautivos tenían que mascar tabaco para evitar las náuseas que les producía la visión de los horrores perpetrados por los piratas en su afán de conseguir los tesoros. Todos salvo Hormazd. El chico parecía absorber más que repeler las grotescas lecciones de los piratas. Aunque no olvidaba cómo había llegado allí y nunca flaqueó en el odio que sentía por sus captores, no parecía albergar idea alguna de lo que estaba bien y lo que estaba mal. El solitario parsi, que no conocía más que su propia fortaleza y desdicha, funcionaba como un animal irracional, sin conciencia de los principios de moral elementales.

Los piratas vivían en un primitivo estado de humanidad. Para ellos, un alimento comparable en delicadeza a las guayabas o las ostras era una rata hervida cortada en rodajas o las orugas crudas con arroz que servían acompañadas de un licor azul brillante de sabor repugnante.

Una tarde bochornosa que resultó coincidir con el decimocuarto cumpleaños de Hormazd Cama, él y algunos de los cautivos europeos fueron separados en la lorcha del resto de la flota pirata hasta un lejano estrecho para hacer prácticas de tiro. Un perverso miembro de la tripulación estaba golpeando a Hormazd en la espalda y brazos por alguna infracción real o imaginaria. Algo relampagueó en los ojos del chico y, en unos cuantos movimientos rápidos, Hormazd le había partido el cuello al pirata. Algunos de los cautivos europeos lo presenciaron.

—Tienes que huir —le dijo un joven inglés que había llegado a interesarse en el extraño muchacho parsi—. ¡Si no lo haces te matarán y te cortarán la cabeza! Te ayudaremos si nos llevas contigo, Herman —los británicos y americanos le llamaban Herman, lo más aproximado que encontraron a su nombre parsi.

Dándose cuenta de que el asesinato del pirata traería consecuencias, Hormazd se puso rígido y asintió.

—Por favor, ayudadme —dijo.

—No, no contéis conmigo —dijo un prisionero escocés—. ¡Yo no voy a jugarme el pellejo por los impulsos exaltados de este adorador del fuego! ¡Un fulano que hasta se niega a fumar y que lleva ese atadijo hindú en la cabeza!

Hormazd dio un paso hacia el escocés. El prisionero inglés se interpuso entre ambos.

—¿Te gustaría pelear con él? —le preguntó al marinero escocés, que retrocedió—. Este hombre que ves no es ni hindú ni musulmán —continuó el inglés—, sino un parsi, un seguidor de Zoroastro y un aliado del poder británico en India. Respétale, amigo mío, y nos ayudaremos unos a otros.

Después de arrastrar el cuerpo del asesinado hasta el agua, Hormazd y los cautivos europeos lograron hacerse con un pequeño arsenal de la armería de la lorcha sin que les vieran y se colaron en una lancha abierta. No tardó mucho en avistarles el vigía de la lorcha y desde ella les dispararon con metralla. Tumbado en el suelo de la lancha, Hormazd mató a más de la mitad de los veinte piratas que se encontraban en cubierta con su fusil.

Hormazd insistió en que regresaran para abordar la lorcha.

—¡Es una locura! ¡Tenemos vía libre para escapar! —protestó el escocés en la lancha—. Casi nos hemos quedado sin munición.

—Tenemos suficiente —dijo Hormazd rotundamente—. En la antigüedad mi pueblo fue expulsado de nuestras tierras. En la batalla, dispersamos las cabezas de nuestros enemigos; ningún parsi vuelve la espalda aunque se le arroje una piedra de molino a la cabeza —algunos de los piratas que habían escapado a su fuego porque estaban bajo cubierta, dijo, habían sido responsables de la matanza de su familia y compañeros de viaje, y no iba a permitir que siguieran vivos. A solas, Hormazd escaló las redes que colgaban a un lado de la lorcha. Al cabo de un cuarto de hora, Hormazd regresó con la cabeza de uno de los piratas. En la orilla, colocó la cabeza en una estaca, de cara al agua para que la viera Ah’ling. Luego sujetó con correas los cuerpos de los piratas chinos a cada una de las vergas y la lorcha se alejó pilotada por Hormazd y el inglés.

Cuando llegaron a Cantón, un mandarín les felicitó por haber desmantelado una de las tripulaciones piratas más nefastas que aterrorizaban a pescadores y mercaderes. El mandarín bañó a los hombres en bebida, joyas y plata. Durante su recorrido por las calles en dirección al asentamiento inglés, un ladrón quiso quitarle el botín a Hormazd intentando golpearle en la cabeza con una barra de acero. Hormazd ni parpadeó ni se dio la vuelta. Simplemente agarró la barra y tiró al sujeto al suelo, rompiéndole el brazo por dos sitios.

Muchos de los lugareños presenciaron este hecho y lo fueron contando y desde aquel día se empezó a hablar de un personaje sobrecogedor venido de tierras lejanas que llamaban Cabeza de Hierro.

El ladrón, que huyó corriendo, dejó caer una bolsa llena de riquezas que había expoliado a otras víctimas. Entre ellas se encontraba un ídolo de oro puro, una cabeza de kilin con los ojos de ónice; el kilin era una bestia mitológica con un solo cuerno, que se creía que traía la buena fortuna y castigaba a los perversos con fuego y destrucción. Cuando caminaba sobre la tierra no dejaba huellas; cuando caminaba sobre el agua no hacía ondas. En aquel momento Hormazd no sabía nada de esto, pero a pesar de ello se sintió interesado por él de la misma manera en que un hombre cualquiera sentiría lástima por un perro hambriento. Una vez en el asentamiento inglés, pagó para quedarse con la cabeza de kilin y la hizo montar en la empuñadura de un bastón que llevó con él cuando se embarcó en Cantón con destino a Londres.

Con estas nuevas riquezas y su gran fortaleza, Hormazd, según se decía, se dedicó a poner en pie su propio negocio de contrabando de opio con sede en Londres. Los barcos le facilitaban opio traído de India, al margen de los canales oficiales del gobierno colonial, que estaban estrictamente controlados por los ingleses, y él distribuía la droga por los puertos ingleses y americanos sin el peso de los aranceles y las inspecciones que controlaban la adulteración. Sin embargo, el inglés que había sido su compañero de cautiverio en el barco pirata y que le había ayudado a escapar no tardó en descubrir involuntariamente algunos de los secretos de sus operaciones.

—¿Quién era ese inglés? —interrumpió Osgood al narrador con interés.

—Un hijo de han —dijo Yahee—. Un joven llamado Edward Trood.

—¿Qué quieres decir con «un hijo de han»? —preguntó Tom.

Yahee explicó que Eddie Trood era un joven inteligente aunque reservado que durante sus viajes había aprendido el chino tan bien que los piratas le habían dejado vivir para que hiciera de traductor. Los nativos le llamaban hijo de han, como si fuera un chino más, y era un caso realmente excepcional, porque el gobierno chino había prohibido que se enseñara su idioma a los extranjeros con la intención de controlar las negociaciones de los comerciantes chinos con los europeos y para frenar la venta de opio a los consumidores chinos.

De vuelta a Londres, adonde Eddie también había regresado, Herman no tardó en descubrir que éste poseía un gran conocimiento de los procedimientos llevados a cabo en sus negocios. Herman e Imam, un traficante de opio turco también implicado en el asunto a escala mundial, localizaron al tío de Eddie, un vendedor de opio al por menor de Londres, quien cobarde y rápidamente traicionó a su sobrino. Eddie estaba condenado, dijo Yahee con una risita triste, «por haber enfadado a Herman Cabeza de Hierro».

Los fumadores de opio pasaron el chisme a los traficantes, que se lo pasaron a los vendedores. Se rumoreaba que el cuerpo del joven estaba emparedado en un tabique de la casa de su tío y, cuando Yahee y los demás se enteraron de estos rumores, nadie volvió a atreverse a interferir en las operaciones de Herman nunca más.

Yahee interrumpió su relato en medio de un pensamiento. Giró la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en la oscuridad del túnel.

—¿Qué pasa, Yahee? —preguntó Osgood.

Yahee se estremeció. Desde algún lugar del túnel les llegó un crujido, seguido de una serie de sonoros estallidos.

Una expresión febril se adueñó del rostro de Yahee y salió corriendo en dirección a las escaleras.

—¡Herman! ¡Herman aquí! —gritaba.

—No —dijo Tom—. No es más que una cañería rota. ¡Yahee, aquí no hay nadie!

Yahee subió como una flecha los escalones inclinados y sinuosos a toda velocidad, temerariamente. Tom primero, y Osgood a continuación, corrieron detrás de él mientras le rogaban que fuera más despacio. El fumador de opio gritaba que Herman Cabeza de Hierro venía a matarles a todos.

—¡Yahee, detente! —gritó Tom.

Una sección corroída de la barandilla cedió y cayó en picado los diez metros que la separaban del fondo del túnel. Yahee perdió pie y se quedó colgando de la barandilla rota con la punta de los dedos.

Tom le gritó a Yahee que se estuviera quieto. Tiró de él y le subió a suelo seguro. Una vez a salvo, el hombre se desmoronó exangüe e inmóvil en los brazos de Tom.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Osgood al llegar a su lado agarrándose los costados y jadeando.

—Se ha desmayado —dijo Tom—. Ayúdeme a tumbarle —llevaron a Yahee al siguiente descansillo entre convulsiones y palabras que farfullaba en cantonés.

Se sentaron en el rellano y esperaron a que Yahee se recuperara.

—Herman casi consigue matarle —comentó Osgood tras recobrar el aliento—, y ni siquiera estaba aquí. ¿A qué nos estamos enfrentando, Branagan?

Al separarse, después de dejar a Yahee en un coche de alquiler, Osgood se dirigió apresuradamente a su hotel de Piccadilly y Tom fue directo a la comisaría de policía. Cuando Tom regresó al hotel, donde Osgood ya había puesto a Rebecca al corriente de lo ocurrido, les enseñó un telegrama. Era de Gadshill y sólo lo conformaban cinco palabras:

Agente Tom Branagan. Sí. No.

—Todavía sigue sin poder dirigirse a mí simplemente como Tom —dijo meneando la cabeza—. Es de Henry Scott, de Rochester.

—¿Qué significa? —preguntó Osgood.

—Si usted tiene razón al creer que Herman atacó a Daniel en Boston —dijo Tom—, y luego viajó con usted entre el pasaje del Samaria, me preguntaba yo por qué iba a seguir Herman a un editor americano para saber más de una novela inglesa. Sospechaba que si Herman había intentado sacarle información a usted, y antes a Daniel, sobre El misterio de Edwin Drood, ya lo habría intentado antes en Inglaterra a través de otros canales. Esto confirma mis sospechas. Véalo usted mismo.

Tom dejó una pila de documentos de la policía de Londres en la mesa que Osgood tenía delante.

Él los examinó.

—Un allanamiento en Chapman & Hall, los editores ingleses de Dickens. Otro de las mismas características en Clowes, la imprenta. Ambos en la semana del 9 de junio, el día de la muerte de Dickens. En ambos casos parece que no se robó nada.

—No se robó nada —dijo Tom—, porque lo que buscaba Herman, información sobre el final de la novela de Dickens, no estaba allí. Como no se llevaron nada, la policía no tardó en abandonar cualquier investigación sobre el incidente. Por eso le envié un telegrama a Henry Scott pidiéndole respuestas a dos preguntas: ¿entraron por la fuerza en Gadshill tras la muerte del Jefe?, y ¿se llevaron algo? Tiene usted en su mano las respuestas: sí y no.

—Entonces ¿por qué me estaba siguiendo Herman? —inquirió Osgood.

—Eso no lo sabemos, señor Osgood. Pero yo creo que en realidad Herman pudo haberle protegido a usted en el fumadero de opio —dijo Tom—. Probablemente lo único que querían los adictos era robarle; un extranjero vestido con ropa cara era un objetivo que no podían pasar por alto. Herman necesitaba que usted continuara con sus pesquisas, le necesitaba vivo y en buenas condiciones para seguir adelante. Incluso le dejó cerca de los desagües del alcantarillado, donde siempre hay cazadores de las cloacas.

—¡Él cree que sé cómo encontrar el final! —dijo Osgood—. Y si todo esto es cierto, hay algo peor… —se sentó y apoyó la cabeza en ambas manos para ponderar la idea.

—¿De qué se trata, señor Osgood? —preguntó Rebecca.

—¿No se da cuenta, señorita Sand? El parsi, entrenado en sus técnicas de terror y asesinato por los más crueles piratas del mundo, ha puesto Inglaterra patas arriba con la simple fuerza de sus manos desnudas buscando algo, lo que sea, sobre Drood. Y ahora no estaría siguiéndome a mí si hubiera tenido el menor éxito. ¿Y si…? —Osgood se calló hasta que reunió el valor para admitir—: ¿Y si eso significa que no hay nada que encontrar?

—Tal vez sólo sea cuestión de que está mirando en los lugares equivocados —dijo Rebecca valientemente.

—Sí —dijo Tom con un destello de genuina perspicacia. Luego dio un puñetazo en la mesa—. ¡Sí, señorita Sand! Pero no sólo eso. No sólo en los lugares equivocados, sino en el momento equivocado.

—¿Qué quiere decir, señor Branagan? —preguntó Rebecca.

—Estaba recordando una cosa. Cuando estábamos en América con el señor Dickens, íbamos todos en el tren a la lectura de Filadelfia y el jefe empezó a hablar de Edgar Allan Poe con bastante nostalgia. Nos contó que cuando vio a Poe por última vez en Filadelfia habían hablado de Caleb Williams. ¿Quién era el autor de esa novela?

—William Godwin —dijo Osgood.

—Gracias. El señor Dickens nos dijo cómo le había contado a Poe que Godwin escribió primero la última parte del libro y luego empezó con el principio. Y Poe le dijo que también él escribía sus relatos de misterio hacia atrás. ¿Y si el señor Dickens, cuando se dispuso a escribir su gran novela de misterio, no hubiera empezado por el principio?

Osgood levantó la cabeza, se arrellanó en la silla y consideró aquella idea en silencio.

—Cuando el señor Dickens se desmayó en Gadshill —dijo Osgood abstraído—, había llegado precisamente aquella misma tarde al final de la primera parte del libro. Fue casi como si su cuerpo se rindiera, sabiendo que había terminado su labor, aunque a nosotros no nos lo pareciera.

Tom asintió y dijo:

—¿Y si hubiera escrito primero la segunda parte de El misterio de Edwin Drood y luego la primera parte a partir de ésta?

—¿Y si escribió el libro al revés? ¿Y si escribió el final antes? —preguntó Osgood sin esperar respuesta.

—Sin embargo, ninguna de nuestras indagaciones —interrumpió Rebecca— ha indicado dónde podría encontrarse el resto del libro, en caso de que realmente lo hubiera escrito.

—Tal vez intentara dejarle a alguien una clave, decirle a alguien antes de morir dónde se encontraba —reflexionó Tom.

—Las últimas palabras de Dickens —dijo Osgood exaltado—. ¡Le llamaba a él!

—¿A quién? —preguntó Rebecca.

—Nos lo dijo Henry Scott, ¿no se acuerda? Lo último que los criados le oyeron decir a Dickens fue «Forster». ¡Dickens había dejado algo sin contar a su biógrafo!

Pero, para su gran frustración, John Forster, a quien Osgood y Tom encontraron sentado en su despacho de la Delegación de Salud Mental de Whitehall, meneó la cabeza con expresión asesina. Alzó sus grandes ojos negros al cielo fríamente mientras le acribillaban a preguntas. Sacó el reloj de oro, frotó la esfera con los dedos, lo sacudió como si sacudiera una botella y se removió impaciente.

—Amigos, estoy muy ocupado; muy, muy ocupado. He perdido toda la tarde con una visita de Arthur Grunwald, el actor; ¡un puñetero mentecato como no he conocido alguno en todo el transcurso de mi vida! Pretende cambiar toda la obra de Drood cuando estamos a punto de estrenar. En serio, tengo que acabar mi trabajo de hoy.

—¿Está usted seguro de que el señor Dickens no intentó decirle algo más en relación con Drood cuando usted llegó a Gadshill? —inquirió Osgood en un intento de llevarle al tema que más les urgía.

Forster se retorció las manos mostrándoselas.

—Estoy que me retuerzo las manos.

—Ya lo veo —dijo Osgood—. Tenemos que saber lo que le dijo.

—Señor Osgood —continuó Forster—, el señor Dickens estaba inconsciente cuando yo llegué a la casa. Si dijo algo, no era comprensible para el oído humano.

—Como en un sueño —añadió Tom meditabundo.

Los otros dos hombres le miraron sorprendidos.

—Una vez el Jefe me habló de un sueño que había tenido —explicó Tom—. En él recibía un manuscrito lleno de palabras y le decían que podía salvar su vida, pero cuando lo miraba no podía entender lo que decía.

—A mí nunca me habló de ese sueño… ¿Cómo es que está usted tan interesado en las últimas palabras que dijo, señor Branagan? —inquirió Forster.

—Señor Forster, si me permite una pregunta… —dijo Tom—. ¿Por qué cree que el señor Dickens pronunció su nombre en su delirio?

—¿Por qué…? ¡Una pregunta increíble! —le respondió con un rugido. El biógrafo del novelista se puso a lanzar una arenga sobre su amistad de toda la vida y su incuestionable intimidad—. Con toda seguridad, todo esto le sucedió mientras todavía empuñaba esta pluma… —continuó Forster blandiendo la pluma blanca de ganso que había traído de Gadshill—. Supongo que querrá llevársela ya.

—¿Yo? —preguntó Osgood sorprendido por la oferta.

Forster afirmó con la cabeza.

—Ah, ¿no se lo he dicho? Supongo que se me ha pasado por alto. Verá, han encomendado a la señorita Hogarth que haga el reparto de los objetos del escritorio del señor Dickens. Ha decidido dejarle esta pluma, en la que se seca la tinta de las últimas palabras que él escribió…, a usted.

—Pero ¿por qué? —preguntó Osgood.

—¡Yo pregunté lo mismo! Ella parece admirar su… ¿Cómo podríamos llamarla? Su entereza a la hora de investigar lo que ha sido de Drood, por absurdo que parezca. Pensé que a lo mejor se iría usted de Inglaterra antes de que pudiéramos encontrarle. Pero, puesto que ha venido… —Forster se la ofreció de mala gana.

Osgood tomó la pluma de ave.

—Gracias —dijo dirigiéndose más a la ausente Georgy que a Forster—. La guardaré como un tesoro.

—Una pregunta más, si es tan amable, señor Forster —dijo Tom—. ¿Cuándo le pusieron la cerradura nueva en esta puerta?

—¿Qué? —preguntó Forster hablando por primera vez en un tono tranquilo desde que Osgood había llegado a Inglaterra—. ¿Cómo sabe que…? ¿Qué le hace pensar que es nueva, señor?

—El señor Branagan es agente de policía, señor Forster —contestó por él Osgood—. Apostaría a que en su trabajo ve suficientes cerraduras de ese tipo para reconocerlas a primera vista.

—Muy bien, supongo que consideran que eso es un gran logro. Ocurrió en los días siguientes al fallecimiento del señor Dickens, creo recordar —dijo Forster—. Llegué a mi despacho y vi que alguien había entrado aquí y había revuelto todos los papeles relacionados con Dickens. Verá, estaban todos juntos, porque guardo mis cosas bien organizadas.

—¿Se llevaron algo? —preguntó Tom.

—Probablemente fuera un rufián que buscaba algo de valor para venderlo y comprar bebida. Pero hubo un documento en particular que parecía haber sido, no sé, maltratado, digamos. De hecho, era de usted —dijo señalando a Osgood con un movimiento de la cabeza.

—¿A qué se refiere, señor Forster? —preguntó el aludido.

—Me refiero al telegrama de su editorial en el que me solicitaban que mandara las páginas restantes de El misterio de Edwin Drood a Boston de inmediato.

Sacó un telegrama arrugado de una carpeta. Urgente. Envíe todo lo que haya de Drood a Boston inmediatamente.

—Mi colección de Dickens está organizada con un sistema muy particular —continuó Forster—. Esto lo volvieron a guardar, pero donde no le correspondía.

Osgood y Tom intercambiaron una mirada fugaz.

—Ese telegrama debió de ser lo primero que le dio a Herman la idea de ir a Boston —dijo Osgood—. Creería que Forster nos podía haber mandado lo que él no encontró aquí.

—¡Basta de susurros! —exclamó Forster—. ¿Qué están diciendo, caballeros?

—Le pido perdón, señor Forster —dijo Osgood—. Hablaba conmigo mismo. Un mal hábito.

—Horrible —le corrigió Forster.

—Señor Forster, aparte de usted y la señorita Hogarth, ¿se le ocurre alguien más a quien el señor Dickens pudiera haberle proporcionado información confidencial en estos últimos meses? —preguntó Tom.

Aquélla era sin duda la peor pregunta que se le podía hacer a Forster, a no ser que el propósito fuera desatar una letanía de sus habituales maldiciones y lamentos sobre la falta de comprensión por parte del mundo de la particular intimidad que Forster compartía con Dickens. El primero llegó incluso a sacar el testamento del segundo y señaló una cláusula.

—¿Ve usted lo que dice esta línea de mí, señor Branagan? —preguntó Forster—. Tal vez necesite usted gafas, señor, porque lo que dice aquí es «mi querido y fiel amigo». Aquí es donde me lega su reloj cronómetro, ¡que nunca deja de recordarme todo el trabajo que queda por hacer en este mundo para que se merezca a un hombre como Charles Dickens! —volvió a agitar el aparato—. Aunque nunca acabo de saber qué hora es con esta máquina infernal.

Osgood parecía ausente durante la charla de Forster. Los ojos del editor permanecían fijos en el testamento.

—Me preguntaba, señor Forster —dijo Osgood impasible—, si nos dejaría al señor Branagan y a mi a solas unos minutos.

La cara del delegado enrojeció vivamente.

—¿Salir de mi despacho? ¡Increíble!

—Sólo un momento, si no le importa. Es muy importante —dijo Osgood—. Luego le dejaremos en paz.

Forster acabó por ceder, aparentemente con la esperanza de librarse de sus visitantes. La mano de Osgood se alargó hacia el testamento de Dickens. Pero antes de salir, Forster se dio la vuelta y se guardó el documento en un bolsillo.

Osgood miró a Tom y dijo:

—No podemos fiarnos de él.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Tom.

—El testamento; la tía Georgy me proporcionó una copia —explicó Osgood sacando los papeles de su chaqueta—. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! Verá, la señorita Hogarth me pidió que lo revisara con ella. El testamento adjudica a Forster «los manuscritos de mis obras publicadas que obren en mi poder en el momento de mi fallecimiento». Pero todo lo que no se haya publicado cuando se produce la muerte de Dickens queda en poder de Georgina Hogarth. Si las últimas seis entregas de la novela existen realmente, en el momento de la muerte de Dickens quedarían bajo el control de ella por disposición de su testamento.

—Sospecho que el control sobre Dickens es una de las cosas a las que el señor Forster no está dispuesto a renunciar —dijo Tom—. ¿Cree que nos está ocultando alguna otra cosa?

Forster empezó a llamar insistentemente a la puerta de su despacho y a anunciarles que les daba exactamente un minuto más. Osgood echó el cerrojo nuevo de la puerta de Forster, lo que llevó a que sus exclamaciones se volvieran más rigurosas.

—No es que nos oculte necesariamente algo —dijo Osgood a Tom en voz más baja—, pero si sabe más del final de la novela o a quién se lo puede haber contado Dickens, no nos lo dirá. Sobre todo si eso significa que la gente crea que Dickens confió en cualquier otra persona sobre la faz de la Tierra más que en él para administrar su legado.

—¡Vamos! ¡Salgan de ahí o llamo a la policía! —atronó Forster desde fuera.

Osgood frunció el ceño y abrió el cerrojo.

Forster, exudando furia, miró a Osgood parpadeando varias veces y se inclinó hacia él.

—Y ahora, dígame, señor Osgood, ¿de verdad ha llegado a creer que usted, un editor mediocre, y su pequeña asistente podrían descubrir más cosas sobre Drood que yo? ¿De verdad se imaginó que podría lograr algo así? Y además, ¿qué es lo que pretendía con ello? ¿Convertirse en la sensación de su sector? ¿Hacerse tan rico como un judío, tal vez? No seguirá usted empeñado en esa empresa absurda, ¿verdad?

—Seguiré adelante, señor —dijo Osgood sin dudar—. Recuerdo las palabras del señor Dickens. No se puede hacer más que cerrar filas, marchar de frente y seguir luchando.

—¿O sea, que no se han enterado? —preguntó Forster.

—¿A qué se refiere? —quiso saber Tom.

—Me refiero a esto —dijo Forster. Mostró una arrugada hoja de papel—. Léalo usted mismo.

Osgood se hizo con ella y la examinó.

8 de junio de 1870. Mi queridísimo amigo, me temo que, con mi enfermedad empeorando día a día, no llegaré a completar más allá de la sexta parte de mi Drood. ¡No hace falta que te diga las esperanzas que había puesto en un final único! ¿Será realmente mi último trabajo? Creo que habría sido la mejor, de haber tenido tiempo para terminarla.

Firmaba Charles Dickens.

—Ésta es la fecha del día que tuvo el colapso. ¿De dónde ha salido? —preguntó Osgood—. ¿Por qué no me la había enseñado antes?

—La recibí ayer mismo —explicó Forster—. Se encontró oculta en una caja de acuarelas en la casa de subastas Christie’s, descuidadamente abandonada por los trabajadores de la empresa. Es evidente que Dickens no tuvo tiempo de ponerla en el correo antes del colapso.

—No puede ser —se dijo Osgood para sí, para gran satisfacción de Forster.

—No dice a quién está dirigida —comentó Tom.

—¿A quién más podría ser? —preguntó orgulloso Forster—. «Mi queridísimo amigo», ¿quién más cree usted que podía ser sino yo? Todavía no hemos hecho pública la carta, pero lo haremos. Siento que esto no se descubriera antes; les habría ahorrado a usted, a la señorita Sand y al señor Branagan un tiempo precioso que han dedicado a buscar tonterías. Ahora —dijo con un desagradable chasquido de labios—, ¿puedo recuperar mi despacho?

Osgood le entregó la carta.

—Por supuesto, señor Forster.

—Plantéeselo de esta manera —dijo Forster—. No se va usted con las manos vacías, mi querido señor Osgood. Tiene la última pluma del señor Dickens y ¿cuánta gente puede presumir de poseer un recuerdo tan precioso?

Quince minutos después, Osgood y Tom se encontraban de nuevo en sus habitaciones del hotel de Piccadilly. El editor estaba ya guardando sus cosas en el baúl. Tom había esgrimido todo tipo de argumentos para convencer a Osgood de que continuaran sus pesquisas.

—Señor Osgood —le dijo Tom—, no puede rendirse ahora. Todavía quedan demasiadas cosas por entender. ¡Usted puede seguir bajo la amenaza de Herman!

—No nos queda otra alternativa —dijo Osgood medio resignado, medio indeciso—. De todas maneras, una vez que Forster haga pública su carta, Herman nos dejará en paz. Entonces sabrá la verdad: que no tiene motivos para temer nada, como nosotros no tenemos motivos para mantener la esperanza.

—Puede que el Jefe tuviera sus razones para despistar a Forster, sabiendo que éste trataría de manipular el final de la novela a su gusto —insistió Tom.

Osgood negó con la cabeza.

—No lo creo. Nuestra investigación ha sido una absoluta locura, como desde el primer momento nos advirtió Forster que sería. No hay nada perdido ni secreto entre lo que Dickens dejó a su muerte, nada que nos pueda sacar de nuestros apuros. El libro ya no existe, murió con él. Cometí un error. Yo, James Osgood, me dejé llevar por un error de juicio y ahora ¡tengo que comerme mis palabras! Deseaba creerlo, deseaba creer que el hombre que se hacía llamar Datchery podría ayudarme. Por culpa de mi obstinación, porque quería que existiera algo que encontrar, lo único que he hecho aquí ha sido perder el tiempo y darles ventaja a los piratas literarios que ahora mismo estarán preparando su edición en América —se dirigió a su asistente—: Señorita Sand, haga los preparativos para nuestro inmediato regreso a Boston y envíe un telegrama al despacho del señor Fields informándole de nuestra vuelta.

—Sí, señor Osgood —dijo Rebecca obedientemente, sintiendo que cada paso la acercaba a la normalidad y la rutina de la vida cotidiana en Boston.

Osgood recorrió con la mirada la habitación y a sus dos compañeros mientras Rebecca redactaba el telegrama y Tom seguía intentando convencerle. Osgood sabía que rendirse y volver a casa era la decisión sensata, racional y responsable; en realidad, la única decisión posible que él, James Ripley Osgood, podía tomar si no bajaba del cielo una orden contraria.

—En todo caso, es demasiado tarde para que hagamos algo que nos pueda ayudar —señaló Osgood—. Los Harper estarán en condiciones de publicar dentro de poco todo lo que queda de Edwin Drood. Tendremos que enfrentarnos a la pérdida y seguir adelante. Nuestros rivales verán que somos vulnerables. Fields nos necesita a los dos en Boston para hacer lo que podamos.

Tom se plantó delante de Osgood y le ofreció la mano.

—Señor Osgood, le ofrezco mi mano, y con ella le doy mi palabra de que, si desea continuar con la investigación, yo permaneceré a su lado.

Osgood, con una leve sonrisa, estrechó la mano de Tom entre las suyas como Jack Rogers había hecho en su primer encuentro en el chalet de Gadshill, pero agitó la cabeza en un gesto de rechazo definitivo.

—Gracias por todo lo que ha hecho para ayudarnos, Tom. Vaya usted con Dios.

—Que Él vaya con usted, señor Osgood —dijo Tom con un suspiro—. Lo único que siento es que su estancia aquí acabe de esta manera. El señor Dickens, y usted, se merecen algo más.

—Haber ganado su amistad hace que todo haya merecido la pena —replicó Osgood.