La última desaparición de Edward Trood antes de su muerte no despertó una gran preocupación porque no era la primera vez.
Edward había tenido una juventud difícil. Siempre fue pequeño para su edad y nació con el pie derecho deforme. Los otros chicos del pueblo lo atormentaban sin ninguna piedad. Luego empezaron los robos. Al principio eran pequeñas cantidades, algo de comida de los armarios, prendas de ropa. En parte, según pudieron deducir sus padres, eran regalos para los compañeros bajo amenazas de un castigo violento. Pero de vez en cuando descubrían un objeto desaparecido (un candelabro de la familia, por ejemplo) enterrado en el jardín, como si en la febril imaginación del muchacho inválido fuera a germinar y crecer.
Era todavía peor que aquello. Peor porque el muchacho era por todas las señales externas un buen chico. En presencia de extraños, incluso la mayoría de las veces en presencia de la familia, Eddie era educado, acostumbrado a mostrar buenos modales y un aspecto decoroso. Era realmente cordial y amistoso cuando estaba de buenas.
Cuando William y su mujer le pedían consejo sobre su hijo al clérigo de la ciudad, siempre se encontraban con una carcajada como respuesta. ¿Eddie? ¿Qué problemas podía darles el pequeño, complaciente, educado y correcto Eddie Trood? Los padres intentaron obligarse a adoptar esa misma actitud. ¿Nuestro Eddie? Travesuras de chiquillos, eso era todo lo que le pasaba. Había largos períodos de calma en los que Edward, un buen estudiante según sus profesores (algunos decían que excepcional), se portaba bien en casa y en la escuela y conseguía evitar meterse en líos con sus torturadores.
Pero luego volvió a robar, esta vez en el pequeño hotel donde William y su mujer trabajaban ocupándose de la cocina y el mantenimiento. Edward forzó el cajón cerrado del viejo dueño y se llevó una bolsa que contenía varias libras. ¡Y el verdadero horror fue que cometió el robo ante los ojos de su madre! Pasó a su lado como si no la distinguiera de una criada.
Aquella noche Eddie volvió a presentarse en casa con una actitud huraña, pero sin remordimientos.
—A mi pobre esposa apenas le salían las palabras —contó William Trood hablando en un suspiro grave y débil como el de un moribundo obligado a repetir la historia. Osgood y Rebecca estaban sentados a su lado en un banco de la vacía pero sublime catedral de Rochester, llena de una luz y de una atmósfera antigua, donde el hostelero había insistido en ir a hablar. Se había negado a decir una sola palabra más en el Falstaff, como si allí hubiera demasiados fantasmas escuchando. En la catedral se podía contar la historia bajo la protección de Dios.
»Yo le dije: «Edward, hijo mío. Eddie. No habrás hecho lo que tu madre cree que has hecho; tú no lo harías, ¿verdad?». Y él me miró de frente, me miró a los ojos, señor Osgood, así…
Pasó otro minuto antes de que Trood pudiera seguir la línea de sus pensamientos, para contar que Edward admitió haber cometido aquella acción.
—No vi nada malo en ello —añadió Edward. Acto seguido los ojos del chico se humedecieron y cayó al suelo llorando y pataleando. Las lágrimas paralizaron a William por un momento.
Pero William Trood sabía que no tenía elección. Desterró al muchacho de quince años de su casa y de su familia.
Las depresiones debilitaron por completo a la mujer de William y no tardaron en conducirla a la tumba. Llevaba años enferma, pero William culpó del desenlace final a la perniciosa influencia de su hijo. La hermana soltera de William, Elizabeth, se mudó a la casa para ayudarle a llevar el Falstaff. Al enterarse de las andanzas de su sobrino, lo primero que dijo Elizabeth fue: «¡Como Nathan!».
Eso fue lo último que dijo del asunto. Elizabeth prohibió que se mencionara a Nathan Trood bajo el techo del Falstaff Inn.
Nathan Trood era el hermano mayor de William. Durante sus años de juventud, Nathan había hecho gala de todos los desmanes de su futuro sobrino Eddie, sin ninguno de sus aspectos tristes y compasivos, sin la excusa de ser un lisiado. Huraño, perezoso, burlón, desagradable, así era Nathan Trood desde el momento en que tuvo edad para hablar, y edad para hablar significaba en su caso edad para mentir. El padre de William, que había llevado a su familia de Escocia a Kent, solía decir que Nathan no era más que una sombra desagradable de un chico de verdad, una criatura desabrida con la nariz roja encendida de llorar demasiado que no podía parar ni cuando se le daba una dosis de los polvos más fuertes. Edward sólo había visto una vez de niño a su tío Nathan. Nathan, que vivía en Londres desde que huyera de joven, se presentó sin ser invitado en la celebración del sexto cumpleaños de Edward, una sencilla reunión con algunos amigos del pueblo y dos pasteles hechos para la ocasión.
Aquél fue el momento: Nathan mostrando los dientes amarillos y podridos mientras pellizcaba las mejillas al chaval y le revolvía el pelo. En lo más profundo de su alma William culpaba a aquel preciso momento de haber transformado a Eddie para siempre, como si una especie de polvos mágicos mezclados con la muerte hubieran pasado del aliento del hombre al corazón del muchacho. Nathan, que tanto tiempo llevaba desaparecido a todos los efectos, se había transformado en un hombre aún más maligno de lo que había sido de joven. Se decía que frecuentemente visitaba en Londres establecimientos mal iluminados llenos de fumadores de opio llegados de China y otras tierras idólatras. Se codeaba con granujas, prostitutas, contrabandistas, ladrones y pordioseros y entre ellos encontraba sus ingresos y sus formas de placer.
Tras guardar luto por la muerte de su mujer y las traiciones de su hijo, William hizo todo lo que pudo por olvidar al proscrito Edward. Pero ¿cómo olvida un hombre a su único hijo? Es una tarea imposible; sólo intentarlo era ya demasiado doloroso y dejaba a William inmerso en una nube de sentimientos y recriminaciones contra sí mismo. Todo Rochester murmuraba sobre la desaparición del lisiado. William lo sabía. Los habitantes del condado de Kent se transmitían las historias de los fracasos ajenos como se cantan los villancicos de casa en casa en Navidades. Entonces William escuchó algo nuevo entre los murmullos: Edward, después de ser expulsado de su casa, había buscado refugio con Nathan, que había acogido de buen grado a su sobrino errante, a quien llevaba sin ver por lo menos diez años. La venganza que Nathan ansiaba tomarse contra una familia que nunca le había aceptado se había hecho realidad.
Con el tiempo empezó a decirse que había tratado a Edward como si fuera su propio hijo. Le llevaba a conocer a sus amigos y compinches. El sufrimiento físico que le provocaba el pie deforme se veía aliviado por el consumo habitual de opio en el que Nathan le introdujo.
No se puede decir que la relación entre tío y sobrino fuera totalmente armoniosa. Lo cierto es que Edward (William lo supo mucho después, cuando todo había acabado) se portaba en general bastante bien con su tío, renunciando a todas sus tendencias a la rebeldía que había cultivado en Rochester, tal vez porque sabía que las consecuencias con Nathan serían más rigurosas. Pero los instintos generosos de Nathan hacia su sobrino sólo aparecían en ocasiones, siendo reemplazados regularmente por rapapolvos, amenazas e insultos degradantes. Corrían rumores persistentes de que existía una dama de Londres que había enardecido el corazón de Edward y que las perspectivas de felicidad del joven habían provocado la ira de Nathan. Fuera lo que fuese lo que causara el distanciamiento entre ambos, Edward no tardó mucho en desaparecer. Tras múltiples pesquisas por parte de algunos de sus nuevos amigos, se descubrió que había huido al extranjero sin decírselo absolutamente a nadie. Se decía que en el curso de aquellas aventuras, como muchos chicos ingleses de su edad, navegó por Hong Kong y otros puertos exóticos. Cuando, ocho meses después, regresó a Londres, su tío le dio una calurosa bienvenida al hogar.
No obstante, el joven marinero y su tío cayeron en una peligrosa rutina de permanente desidia y consumo de opio. Nathan parecía, por su aspecto demacrado y los cambios de estado de ánimo entre la apatía y los arrebatos violentos, haberse vuelto definitivamente más insatisfecho en el último año. Ni siquiera sus miserables vecinos querían tener nada que ver con él. Entonces, Edward volvió a desaparecer.
—¿A quién le podría sorprender cuando hacía menos de un año que se había ido voluntariamente para hacerse al mar? —preguntó William—. Más tarde me contaron que nadie de su entorno se preocupó lo más mínimo. Ni siquiera su tío Nathan. Su tío Nathan el que menos.
De hecho, habían empezado a propagarse nuevos chismes (porque éstos también se dan en Londres, sólo que con un tono más cruel que en Rochester). Se decía que Nathan y Edward habían tenido una pelea brutal por un negocio de opio que afectaba a los amigos de Nathan. Los rumores contaban que Nathan había asesinado a Edward, o había pagado a alguien para que lo matara, y que con la ayuda de sus viles secuaces se habían desembarazado del cuerpo del joven donde nunca pudiera ser encontrado. Fuera lo que fuera lo que hubiese pasado en esta ocasión, lo cierto es que Edward nunca volvió a aparecer.
Nathan, cada vez más enfermo, no tardó en fallecer en la miseria y asfixiado por las deudas. Como familiar más cercano, avisaron a William, quien tuvo que ocuparse de la pequeña casa en un sórdido barrio de Londres. Aquella casa era la imagen del desbarajuste; para sorpresa de William, Nathan, que se había deshecho de su familia tanto tiempo atrás, al parecer nunca se había vuelto a deshacer de nada más. Ratas y otras sabandijas dominaban el lugar. Con la esperanza de vender la vieja casa para quitarse un peso de encima, William contrató a un obrero que le ayudara a hacer algunas reparaciones y cambios en la estructura.
Estaban tirando los restos podridos de una pared cuando ocurrió. Un trozo de lienzo se desmoronó desde arriba y el esqueleto entero de un ser humano les cayó encima. El esqueleto, William lo supo en seguida, era el de su hijo Edward Trood. Los rumores estaban en lo cierto.
—Imaginen si pueden, señor Osgood y señorita Sand, ¡que los huesos de tu propio hijo te caigan encima de la cabeza! No existe horror comparable a ése, el último abrazo que le di a mi chico. A pesar de que nos habíamos separado enfurecidos el uno con el otro, confieso que a medida que iban pasando los años había ido imaginando más y más volver a ver a mi hijo Eddie sentado a mi lado junto al fuego. En mi imaginación había querido creer que seguía navegando por el mar… A veces sigo haciéndolo y me rindo a las lágrimas cuando nadie me ve.
Una vez más intentó recobrar el aliento que se le escapaba a chorros.
—Oh, señor Trood —dijo Rebecca compasiva—, tiene todo el derecho a estar afligido. Perdí a mi hermano sin poder despedirme de él y ahora debo decirle adiós todos los días.
Perdiendo toda esperanza de mantener una actitud contenida frente a sus inquilinos, el agradecido hostelero se echó a llorar en el hombro de Rebecca. Cuando se hubo recuperado, llevó a sus huéspedes a la parte de atrás de la catedral.
—¿Qué dijo la policía cuando encontró sus huesos? —quiso saber Osgood.
Trood se detuvo junto al panteón de su familia en el camposanto que rodeaba la iglesia.
—Señor Osgood, no les llamé. Y tampoco me arrepiento de esa decisión.
—Pero ¿por qué?
El hostelero se sentó en el suelo como un niño, colocando una mano temblorosa sobre la humilde lápida de su mujer y la otra en la de su hijo.
—Había perdido a mi chico. ¿Iba a tener que ver ahora a mi difunto hermano, por mucho que le despreciara, arrastrado por las columnas de los periódicos como su asesino? No habría sido capaz de soportarlo. No habría sido capaz de seguir viviendo con el apellido Trood. Quizá por eso haya preferido convertirme en una sola cosa con mi hostal y la imagen del desafortunado Sir Falstaff. Hay razones por las que los asesinatos no siempre se descubren, y no siempre es una cuestión de astucia. La razón puede ser la fatiga que domina a aquéllos que han quedado insensibilizados por dentro. Enterré aquí a Eddie discretamente y le dije a la gente que había tenido un accidente en el mar. El obrero que trabajaba conmigo en la casa de mi hermano juró que mantendría las circunstancias del descubrimiento en secreto, aunque era consciente de hasta qué punto podía confiar en su promesa. Surgieron leyendas y fábulas, algunas contadas con más contenido de verdad que otras. No quería escuchar aquellas historias, pero tenía que hacerlo. Una decía que Eddie, tal como le he dicho ya, se había encontrado envuelto en una operación de contrabando de opio y le habían asesinado en el transcurso de ella. El horrible final de Eddie a manos de Nathan u otros adictos se convirtió en tema de conversación que los cotillas de Rochester resucitaban una y otra vez.
—¿Y el señor Dickens? —preguntó impaciente Osgood.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó a su vez el hostelero sin comprender.
—Bueno, su último libro, el que dejó sin terminar… Seguro que cuando usted vio el argumento, aunque la serie haya quedado incompleta… —Osgood no sabía cómo terminar la frase.
—Se refiere al nombre —interrumpió el dueño del Falstaff.
—El misterio de Edwin Drood. Sí, el nombre, el argumento de la historia… ¿no le llamó la atención?
—El señor Dickens era un hombre de genio. En sus novelas con frecuencia empleaba para sus propósitos nombres y anécdotas que había escuchado por ahí. Vaya, en el otro lado de la carretera está la vieja mansión de ladrillo rojo donde «la señorita Havisham» vivía con su patético vestido de novia tal como la imaginó en sus páginas; y en otros sitios se pueden degustar la carne y la cerveza donde Richard Watts hizo otro tanto en la imaginación del señor Dickens. Yo, por mi parte, he estado demasiado ocupado intentando salvar el hostal para leer más que un par de entregas publicadas de su última obra. Había pensado leerlo entero cuando se publicara completo en forma de libro. Es decir, antes de que el genial señor Dickens muriera el mes pasado. Y cuando falleció y el estado de nuestro hostal se vio amenazado por su desaparición, no tenía tiempo que perder. La verdad, tengo muy pocas ganas de conocer historias sensacionalistas sobre la tragedia de mi hijo aparte de la que guardo en mi interior. Tuve su calavera en mis manos, señor Osgood. Estaba rota por arriba. ¡No necesito leer otra historia sobre la muerte de mi chico que la que estaba escrita en sus huesos!
Cuando regresaron al Falstaff Osgood hizo de inmediato los preparativos necesarios para viajar a Londres con Rebecca a fin de continuar las averiguaciones sobre el insólito relato de Edward Trood. Lo hizo con la oposición rotunda del doctor Steele, que Osgood creyó que le iba a poner una camisa de fuerza para impedir su marcha. Steele advirtió a su paciente de que los brotes reumáticos que le habían molestado desde su juventud podrían reproducirse si no esperaba a encontrarse totalmente restablecido. Pero Osgood no estaba dispuesto a dejarse convencer. El editor dejó dicho en el Falstaff que le remitieran toda la correspondencia a su nombre al hotel St. James, Piccadilly, y que si Datchery aparecía preguntando por él, le mandaran allí inmediatamente.
Al sacar algunas de sus pertenencias al pasillo del hostal Osgood se vio plantado delante de un espejo por primera vez que pudiera recordar desde el asalto. Al ver su reflejo se llevó involuntariamente las dos manos a la cara y las bajó por las mejillas hasta el cuello como si quisiera sujetarse la cabeza en su sitio. Parpadeó. ¿Adónde había ido a parar su aspecto juvenil, el aire inocente que siempre había maldecido y apreciado? Su lugar lo ocupaba un semblante de una palidez fantasmagórica, casi demacrado, con una compleja red de arrugas de fatiga, grietas y sombras oscuras alrededor de los ojos. El pelo estaba frágil y lacio. O bien había cruzado un atajo a una prematura máscara de la muerte, o bien había pasado de una dulce adolescencia a una endurecida madurez; no era capaz de decir cuál de las dos cosas. Con todo, había un elemento estimulante en su aspecto. Ya no pasaría inadvertido ni sería intercambiable con otros jóvenes delfines del mundo de los negocios de Boston. Por muy maltrecho que se le viera, aquél era James R. Osgood, no cabía la menor duda de ello.
Sólo entonces se dio cuenta, confirmando sus sospechas al volver a entrar en su habitación, de que el espejo que antes estaba allí había sido retirado. Se preguntó si habría sido el dictatorial doctor Steele o Rebecca, motivado por el control en el caso del primero y por el afecto en el de esta última. Reflexionó durante unos instantes mientras permanecía en el umbral de su cuarto y decidió no preguntárselo a Rebecca.
—¿Qué hay de su regalo, señor Osgood? —era Rebecca, que sostenía la fuente de pie de cristal rosa de la subasta.
—Tal vez debiéramos dejársela al señor Trood para que se la entregue a la señorita Dickens —respondió Osgood.
—Sería mejor entregársela en persona. Tenemos una hora antes de que salga el próximo tren a Londres.
—A usted no le… —dijo Osgood—. Quiero decir, ¿no pondría usted objeción a que vayamos a ver a la señorita Dickens?
Rebecca negó con la cabeza.
—Creo que es una gran idea, señor Osgood.
Cruzaron la carretera en dirección a Gadshill pero encontraron la casa todavía más desolada de lo que ya estaba. La puerta principal estaba abierta y no había nadie que recibiera a las visitas. Prácticamente todos los objetos habían desaparecido desde la subasta de Christie’s. Montones de maletas llenaban el pasillo principal y la biblioteca. Al principio Osgood y Rebecca ni siquiera vieron a Henry Scott, que se encontraba arrebujado en un rincón de la biblioteca emparedado entre dos baúles de ropa, llorando. Su elegante librea blanca estaba recorrida por manchas de lágrimas.
—Oh, señor Scott, ¿se encuentra bien? —preguntó Rebecca arrodillándose a su lado y poniéndole una mano en el hombro.
Henry intentó inútilmente hablar entre los sollozos para comunicarles en sílabas rotas como un salvaje de ultramar que tenían que abandonar Gadshill por la mañana. Al poco rato, una mujer cubierta con un largo velo negro y un vaporoso vestido negro con chaqueta corta ribeteada de volantes y un gran polisón detrás (de luto al estilo de la reina Victoria por su Albert) descendió las escaleras.
—Otros asuntos me han impedido regalarle esto antes, señorita Dickens —le dijo Osgood tendiéndole la fuente.
—Leímos en el Telegraph que se había vendido por siete libras y pico, ¡pero no decía a quién! —exclamó Mamie Dickens asombrada.
—No me parecía oportuno que lo tuviera nadie más que usted.
—¡Es extraordinariamente amable por parte de ustedes dos! —se levantó el velo y se secó los ojos—. ¡Oh, cómo se reiría mi hermana de mí si me viera llorar por un insignificante jarrón! Mañana me iré de Gadshill, pero esto vendrá conmigo a cualquier parte del mundo donde vaya —dejó la fuente en su antiguo lugar de la chimenea y tomó una mano de Osgood y otra de Rebecca.
—Considero a mi padre —dijo con suavidad—, en lo más profundo de mi corazón como un hombre diferente al resto de los hombres, como un hombre diferente al resto de los seres humanos. Ojalá nunca me casara y así no tendría que cambiar mi nombre. Para ser siempre una Dickens. ¿Le parece que es demasiado raro, señorita Sand?
—Tiene usted mucha suerte de haber sido querida por un hombre a quien todo el mundo admira.
—Adiós y que Dios les bendiga a ambos —dijo Mamie estrechando las manos de sus visitantes una vez más.
La tía Georgy entró acompañada de una visita inesperada que hizo una fría reverencia a los presentes.
—¡Doctor Steele! —dijo Osgood—. Me temo que no va a poder convencerme de que me quede en Rochester.
—No he venido aquí por eso —dijo el médico fríamente.
—Espero que no haya nadie enfermo, ¿verdad, tía Georgy? —preguntó Osgood.
—Yo le hacía ya de camino a Londres, señor Osgood —dijo el doctor Steele con tono reprobatorio.
—El doctor Steele ha venido a zanjar nuestras facturas antes de que nos marchemos —dijo la tía Georgy—. Me temo que no he tenido tiempo desde que… desde que el buen doctor hizo todo lo que estaba en su mano para reanimar al pobre Charles —con estas palabras, la gobernanta de la casa echó una mirada hacia el comedor—. Desgraciadamente, todavía no hemos recibido los fondos de la subasta. Le agradezco al doctor Steele su paciencia.
—A su servicio —dijo el médico inclinándose, aunque no exactamente sugiriendo paciencia.
—¿Trató usted al señor Dickens después de que se desplomara?
—Puede estar bien seguro de que así lo hice, señor Osgood —dijo el doctor—. Veo que además de desobedecer mis instrucciones hacia su propia salud, ha acrecentado el dolor de la señorita Dickens. Tal vez lo más conveniente sería que ustedes dos abandonaran Gadshill.
Mamie se había sentado en un rincón tranquilo con la fuente para que nadie la viera llorando.
—Doctor Steele, quizá… —empezó a discutir sus órdenes la tía Georgy.
Pero el imperioso galeno le lanzó con ojos de acero una mirada que combinaba la estricta prescripción médica con el reproche de un cobrador de una factura impaga da. Hasta la voz voluntariosa de Georgina Hogarth quedó en silencio.
—Adiós, entonces, señor Osgood —dijo Steele vengándose por la desobediencia del paciente.
—Adiós —respondió Osgood.
—Espere —era Henry, de pie y con los ojos secos—. Hace bastante tiempo que no veo a la señorita Dickens sonreír de esa manera. Si llora es por la alegría de la pequeña muestra de recuerdos que usted y la señorita Sand le han devuelto. Venga, señor Osgood, permítame que le muestre dos cosas antes de que se vaya, si tiene usted un momento —estas palabras del criado estaban dedicadas claramente al doctor Steele, pero se las dijo a Osgood.
Osgood y Rebecca salieron de la estancia detrás de Henry bajo la mirada enfurecida del doctor Steele.
—Desde el 9 de junio se ha permitido a muy poca gente entrar en este lugar —dijo Henry cruzando el umbral del comedor con los ojos cerrados—. Aquí fue donde falleció —se trataba de un sofá de terciopelo verde cuyo respaldo trazaba una estilizada curva.
—¿Se encontraba usted en esta habitación, señor Scott? —preguntó Osgood.
Henry asintió con un gesto de cabeza.
—Sí, y no me da miedo hablar de ello. El dolor contenido revienta el corazón, como suele decirse —sus ojos se fueron abriendo a medida que describía la escena de la muerte de Dickens—. El Jefe cayó al suelo de la sala cuando fue a sentarse a comer después de trabajar todo el día en El misterio de Edwin Drood. Se enviaron mensajeros a toda prisa al pueblo en busca del doctor Steele mientras yo ayudaba a bajar un sofá de la planta superior al comedor y echaba una mano a la tía Georgy para levantarle. Él balbucía.
—Señor Scott —interrumpió Osgood—. ¿Escuchó usted algo de lo que dijo el señor Dickens en ese momento?
—No. No se le entendía absolutamente nada. Bueno, salvo una palabra que pude oír.
—¿Cuál fue? —preguntó Osgood.
—Un nombre. Forster. El pobre Jefe llamaba a John Forster para que estuviera a su lado. Ése debió de ser el momento de mayor orgullo del señor Forster. Estoy seguro de que habría sido el mío de haber sido mi nombre el que pronunciaran sus labios.
Al ver que Dickens estaba cada vez peor, la tía Georgy le pidió a Henry que empezara a calentar ladrillos en el horno.
—Cuando regresé a esta habitación, los siniestros médicos habían cortado la chaqueta y la camisa del jefe. ¡Había que verlo! Para entonces la estancia se había llenado de gente; la señorita Dickens y la señora Collins habían venido corriendo dejando una cena a la que asistían en Londres. Las horas pasaban y él continuaba en un sueño inconsciente. ¡Cuánto deseaba yo que me encargaran que volviera a calentar ladrillos o cualquier otro recado por el estilo! Fui a ver los geranios rojos del invernadero y barrí las baldosas que les rodeaban. Eran los favoritos de Dickens y quería que todo estuviera bien limpio para cuando despertara el Jefe. Desde la ventana abierta se podía ver el invernadero y oler su dulce fragancia.
En medio de todo aquello, hizo su entrada una joven rubia y hermosa rigurosamente tapada, una mujer cuya existencia todos conocían, aun a pesar de que no debían. Pero el señor de la casa tampoco se movió ante la mirada sobrecogida de sus ojos azules. Aquella misma inmovilidad se prolongó toda la noche. Un médico de Londres todavía más sombrío se unió a los otros en el comedor. Pálido y agitado, el médico de Londres diagnosticó una hemorragia cerebral.
—El pobre Jefe nunca volvería a moverse de ese sofá.
Con un gesto apesadumbrado, Henry aseguró que no podía contar nada más.
—Gracias, señor Scott —dijo Osgood—. Sé que debe de ser muy doloroso recordarlo.
—Por el contrario. Es para mí un gran honor haber estado presente.
El tren que les llevaba a Londres no iba a la velocidad que hubieran deseado los dos viajeros. Unas horas después de su llegada a la capital, Datchery había recibido el mensaje del dueño del Falstaff y se reunía con ellos en el hotel de Piccadilly. Osgood no podía acudir a Scotland Yard sin traicionar la confianza de William Trood, pero el excéntrico Datchery, hipnotizado o no, podía investigar sin problemas. Osgood vertió toda la información sobre Edward Trood y sus contactos con los traficantes de opio amigos de su tío.
—¡Extraordinario! —espetó Datchery paseando su espigado y largo esqueleto de un lado a otro de la habitación. Parecía estar a punto de romper a reír—. Vaya, Ripley, ¡estoy convencido de que ha dado un giro a la investigación!
Osgood chasqueó los dedos.
—Si eso es cierto, ahora todo encaja, mi querido Datchery, ¿no es verdad? Cuando Dickens dijo que iba a ser algo «peculiar y novedoso» se refería a esto: estaba abriendo el caso de un auténtico asesinato sin resolver. Era diferente a cuanto había hecho antes, diferente a lo que había escrito Wilkie Collins o cualquier otro novelista. Piense en cómo empieza uno de los primeros capítulos de Drood.
Osgood había leído las entregas tantas veces que podía recitarlas de memoria, pero sacó la primera entrega de su maletín para mostrársela a Datchery.
—Por motivos que la misma narración irá desvelando por sí misma a medida que avanza —leyó desde la primera frase del capítulo 3—, es necesario dar un nombre ficticio a la ciudad de la vieja catedral. Que figure en estas páginas como Cloisterham.
—¡Por supuesto! —exclamó Datchery.
—La razón por la que Rochester aparece bajo el nombre de Cloisterham —explicó Osgood— es que estaba a punto de desvelar un crimen real y señalar a un criminal de verdad.
Datchery asintió con vigorosos cabezazos.
—Y cuando se empezó a publicar en serie El misterio de Edwin Drood, todas las miradas estaban posadas en la novela y todos los ojos pertenecientes al mundillo de esos contrabandistas y traficantes de opio podían descubrir en ella la historia del pobre Edward Trood. Piénselo: Nathan Trood ha muerto, pero si tuvo ayuda en el asesinato de su sobrino, alguien temería ser descubierto.
—Sólo que William nunca alertó a la policía. El asesino de Edward habrá vivido tranquilo todos estos años —comentó Osgood.
—Efectivamente. ¡Pero si la novela de Dickens revelaba nuevas pistas, podría llevar a la policía a descubrir hechos del caso real y a los otros asesinos de Edward Trood! —Datchery se interrumpió a sí mismo levantando una mano para pedir silencio. Señaló a la puerta, donde se oía un ligero sonido de roce.
—¿Señorita Rebecca? —susurró Datchery.
—No, no creo que pueda ser ella… La señorita Sand ha salido a hacer los trámites para solicitar un crédito a nuestro banco de Londres para prolongar nuestra estancia —dijo Osgood en voz baja—. El dinero que trajimos se ha evaporado. Estará fuera por lo menos otra hora más.
Datchery le hizo un ademán a Osgood para que se retirara a un lado y le dijo con gestos que alguien les estaba espiando. Luego agarró un atizador de hierro de la chimenea. Atravesó con paso firme toda la longitud de la bien amueblada habitación y abrió la puerta despacio. Una mano poderosa salió disparada y atrapó a Datchery por la muñeca, retorciéndosela hasta que el atizador cayó al suelo.
—¡Dios santo! —gritó Datchery trastabillando hacia atrás. Alcanzado por un certero puñetazo en la mandíbula, se tambaleó y cayó.
—¡Auxilio! ¡Pida auxilio! —gimió Datchery mientras intentaba retirarse a rastras.
—No es necesario, señor Osgood —dijo el agresor.
Osgood se había aproximado al tirador de la campana de servicio, pero, al oír que se dirigía a él por su nombre, se detuvo y observó con asombro al recién llegado.
El joven que se acercaba a él se quitó la capa y el gorro para descubrir la figura de Tom Branagan. ¡Tom Branagan! ¡Un hombre al que Osgood no había visto desde hacía más de dos años (desde el fin de la gira americana de Dickens) ahora irrumpía en su habitación con una violencia injustificable!
Branagan, que ya no se parecía al chaval que era cuando estuvo en América, sino a un hombre de constitución vigorosa, arrancó los cordones de las cortinas y comenzó a atarle las manos a Datchery.
—¡Señor Branagan! —exclamó Osgood—. ¿Qué está pasando aquí?
—¿Qué quiere de mí? —gimoteó Datchery lastimero.
Branagan, con los ojos ensombrecidos por la furia, se plantó sobre Datchery y le mantuvo inmovilizado apretando con el tacón de la bota el centro de su cuello.
—En nombre de Charles Dickens, ha llegado el momento de las respuestas.