26

La prensa de Nueva York había decidido organizar una cena en honor del novelista antes de su partida, que se celebraría en el famoso restaurante Delmonico’s. Una vez más estaba sufriendo una grave inflamación en el pie derecho (erisipela, de acuerdo con un médico local) y sólo pudo salir a la calle tras la aplicación de unas lociones especiales de las mejores farmacias y de unos dolorosos vendajes, ocultos bajo un calcetín especial de seda negra confeccionado por Henry Scott. Dickens decía apretando los dientes que no quería que los periodistas telegrafiaran a Inglaterra con una relación de sus enfermedades.

—Ha habido puntos de discrepancia, y probablemente siempre los seguirá habiendo, entre los dos grandes pueblos —dijo Dickens después de múltiples brindis a su salud que se hicieron en la mesa—. Pero si sé algo de los ingleses, y me atribuyen saber un poco, si sé algo de mis compatriotas, caballeros, es que el corazón se conmueve con el ondear de sus estrellas y sus barras como no se conmueve con la visión de ninguna otra bandera salvo la suya propia. Me despido de ustedes y les recordaré a menudo como ahora les estoy viendo, tanto junto al fuego de invierno en Gadshill como en el verde verano inglés. En palabras de la Peggotty de Copperfield, «Mi vida futura está al otro lado del mar». Dios les bendiga y que Dios bendiga la tierra en la que les dejo —Dickens hizo una pausa con una lágrima en los ojos— para siempre.

Los doscientos periodistas, habiendo dado ya buena cuenta de su menú literario, compuesto por timbales á la Dickens, agneau farci á la Walter Scott y côtelettes á la Fenimore Cooper, se pusieron de pie y le vitorearon. La orquesta del restaurante interpretó el Dios salve a la Reina.

—Me dan ganas de levantar una estatua a su resistencia, mi estimado Dickens —le dijo Fields en voz baja al autor mientras agitaba una mano y le ayudaba a ponerse en marcha.

—No —dijo el jefe en tono sombrío—, no lo haga. Mejor derribe una de las antiguas.

Después de enterarse de su heroico comportamiento en Boston, Dolby felicitó efusivamente a Tom, casi pidiéndole disculpas por haber dudado de él. Le insistió en que buscara a los cómplices de Louisa.

—No los tenía —aseguró Tom.

—¡Imposible! Esa damita… —respondió Dolby todavía estupefacto con toda aquella situación.

—Señor Dolby, la obsesión de una mujer resuelta puede ser más peligrosa que diez hombres.

La última noche que pasaron en América Dolby le confió a Tom una preocupación aún sin resolver: las amenazas del recaudador de impuestos que le había asaltado en el hotel. Dolby le pidió a Tom que le ayudara a estar al tanto de cualquier problema.

La advertencia del recaudador, fuera o no una fanfarronada, se le había quedado al representante en la cabeza. Tiene que pagar, le había dicho el agente Pennock, o ustedes, cada uno de ustedes incluido su adorado Boz, se verán encerrados como rehenes antes de que su barco se aleje de la costa. ¿Sobreviviría el novelista, con su frágil salud, a un período de reclusión si llegaba el caso? ¿A un lugar sórdido como la prisión por deudas que había visto soportar a su padre en Marshalsea en su juventud?

—Voy a llevar encima la carta del delegado de la Agencia Tributaria todo el tiempo, por si acaso —dijo Dolby.

—No creo que deba haber ningún problema —respondió Tom.

—Espero que no —dijo Dolby—. Pero parece que hay muchos americanos que prefieren no reconocer la autoridad.

Sólo cuando subieron a bordo del Russia a la mañana siguiente sin ningún incidente, Dolby sonrió por fin por primera vez en lo que parecían haber sido semanas. Los mozos cargaron en el barco no sólo el equipaje, sino los múltiples retratos, ramos de flores, libros, puros y vinos de regalo.

Mientras el barco estaba todavía anclado en el puerto recibiendo a los pasajeros, se sentaron a almorzar un poco de sopa caliente en el salón de a bordo. Pero antes de que hubieran probado el primer bocado, escucharon un alboroto en cubierta. Dolby observó que varios pasajeros señalaban a una lancha de la policía que se dirigía hacia ellos.

Mientras se abría camino escaleras abajo para investigar, Dolby se dio de bruces con dos hombres con trajes oscuros y gorras de piel de foca a bordo, a pesar de que la lancha de la policía todavía no les había alcanzado. Ambos desabotonaron sus chaquetas y mostraron unas placas de latón brillante del Ministerio de Hacienda. Dolby, conteniendo la respiración, sacó la carta de protección del delegado de la Agencia Tributaria.

El agente que le había visitado con anterioridad, Simon Pennock, surgió para hacerse con la carta y leerla. Levantó la mirada lentamente y la clavó en los ojos de Dolby. Luego rompió la carta y pisoteó los fragmentos en el suelo con la punta de su bota.

—Esto es lo que pienso de la carta.

—¡Señor! —exclamó Dolby—. Ésa es la palabra oficial del jefe de su departamento. ¡Su superior! Él me ha asegurado que ni el señor Dickens ni yo estamos sujetos a impuestos en este país.

Pennock sonrió con una perversa mueca desdeñosa.

—Permítame que aclare la situación para que lo comprendan sus anquilosados cerebros británicos. No nos importa un puñetero bledo la opinión del jefe de nuestro departamento, como usted le llama. Con el presidente bajo la amenaza de la moción de censura, no hay gobierno ni departamento. No hay más que justicia e injusticia y nosotros nos presentamos ante usted como jueces.

—¡El señor Dickens sería la última persona del mundo en eludir lo que se le exige si fuera justo! —Dolby decidió probar una última técnica—. ¿Es la sangre irlandesa lo que le hace odiar al señor Dickens, señor Pennock?

—No hay ni una sola gota de ella en este cuerpo, señor —dijo el recaudador.

—Entonces ¿por qué nos acosa de esta manera? ¿Es la vil codicia lo que le ha trastornado hasta este punto?

—¿Quiere usted codicia? —preguntó Pennock—. No mire más allá de su jefe, señor. Que viene aquí en busca de dinero y deificación y no quiere dar nada, ni siquiera amistad, a cambio. ¡Tal vez el señor Dickens debería haber tenido más cuidado a la hora de ser cortés con los ciudadanos de este país!

—¿Cortés? Ese hombre ha agotado sus energías, se ha puesto enfermo p-p-p… —Dolby luchaba con las palabras—, por aportar alegría a los americanos. ¿Q-q-qué quiere decir con eso?

—¡Pare su lengua si es demasiado servil para hablar, Dolby! Mi querido hermano es un respetado caballero de Boston, uno de los venerables concejales de la ciudad. Lleva veinte años leyendo todos los libros del señor Dickens. Sin embargo, cuando dejó su tarjeta en el hotel Parker House con una carta de presentación tras la llegada del señor Dickens, la respuesta que obtuvo fue una nota en la que declinaba (ni siquiera de su puño y letra, qué va, no tenía tiempo para eso), porque su sultán estaba demasiado ocupado descansando. ¡Yo no llamaría cortesía a eso! ¡Yo lo llamo insulto! ¡Que su Boz beba ahora los amargos posos de la copa que sirve a los demás! —con esto, conminó a sus hombres a subir las escaleras.

—¡Alto! —dijo a los dos hombres Tom, que entraba por arriba—. Expongan sus intenciones.

—¡Posiblemente nada que a ti te importe, irlandés! —dijo el que tenía más aspecto de matón.

—Quieren arrestarnos al señor Dickens y a mí —le informó un tembloroso Dolby a Tom.

Tom, sin dudarlo, se plantó delante de Dolby y se dirigió a los hombres de Hacienda.

—Llévenme a mí en su lugar y dejen que ellos se vayan. Yo me quedaré aquí hasta que se aclaren las cosas.

El agente con pinta de matón empujó con fuerza a Tom en el pecho haciéndole perder el equilibrio. Agarrándose a la barandilla en el último momento, evitó partirse el cráneo.

Pennock sacó una pistola del bolsillo.

—Nos vamos a ocupar de Dolby primero y de Dickens después.

No había escapatoria posible; aquellos agentes sin escrúpulos iban en serio. De repente se escucharon detrás de Dolby los pasos sonoros de unas botas pesadas. Cuatro detectives de la lancha de policía, que acababa de llegar, aparecieron con las chaquetas también desabrochadas para exhibir sus placas. Rodearon a Dolby y exigieron saber qué querían los cobradores de impuestos.

—¡Hola! Somos del Ministerio de Hacienda —respondió uno de los inspectores.

—¿Ministerio de Hacienda? Demasiado tarde. La policía de Nueva York está aquí y nosotros les detenemos a los dos por lo que deben a la ciudad de Nueva York —dos de los detectives agarraron a Dolby del brazo. Otro retuvo a Tom Branagan. Mientras se formaba un griterío confuso por cuál de las detenciones tenía prioridad sobre la otra, sonó por encima de las voces la campana que avisaba a aquéllos que debían regresar a la orilla que abordaran el ferry.

—Tenemos la lancha de la policía a un lado del barco —dijo uno de los detectives—. Puesto que, según parece, subieron a bordo en el muelle, yo de ustedes desembarcaría con los demás antes de que no tengan quien los lleve a tierra; a no ser, amigos, que quieran conocer Liverpool a fondo.

Pennock y sus frustrados agentes se rindieron y, tras regresar a toda prisa a la cubierta, abordaron el último ferry que se llevaba a los visitantes y criados de los pasajeros. Cuando se fueron, los detectives hablaron entre ellos:

—¿Les ponemos los grilletes ahora mismo o en la lancha?

—Primero vamos a acorralar a Dickens para que no escape.

—Entonces, prepara la porra.

—¡Imaginad! ¡El partido que le habrían sacado los chicos de la prensa si ven al Inimitable Dickens encadenado!

De repente, los cuatro hombres rompieron a reír. Dolby, sorprendido por este cambio de actitud, se quedó mirándoles asombrado.

Uno de los detectives se quitó la gorra y sonrió.

—Lo sentimos mucho, señor. Nuestro jefe de policía es un gran admirador de su señor Dickens. Cuando se enteró del plan del recaudador de impuestos, nos envió para que les espantáramos. Ahora será mejor que regresemos a nuestra lancha y les dejemos que continúen su viaje. Pero ¿tal vez el querido Boz sea tan amable de proporcionarnos un par de autógrafos para nuestro jefe?

Dolby y Tom se miraron sin salir de su asombro.

Antes de que volvieran a la lancha policial, los agentes llevaban los brazos cargados de autógrafos. Los cañones de un remolcador cercano dispararon una salva de despedida. Después de interminables vítores y adioses desde el ferry y desde la orilla, Dickens, de pie junto a la barandilla, puso su sombrero en la empuñadura del bastón y, levantándolo por el aire, saludó a la multitud.

Tom permaneció muy cerca de él en la cubierta, por si acaso le fallaba el equilibrio. Desde su privilegiado punto de vista, pudo ver que a Dickens se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Puede que vuelva usted a América alguna vez, Jefe —sugirió Tom.

—Probablemente —convino Dickens—. No obstante, tal vez ya haya dejado demasiado de mí en esta tierra.