25

La crisis política nacional que se presagiaba en la cena llegó aquel mismo lunes: se presentó una moción de censura contra Andrew Johnson por crímenes y faltas graves derivados de su desafío al Congreso durante la reconstrucción de la Unión, y el público entró en un estado de exaltación. Aquel día las colas de las taquillas estuvieron escasamente pobladas, ¡incluso habían desaparecido la mayoría de los revendedores! Observando la dispersión del público y considerando el estado de salud de Dickens, Dolby canceló la siguiente tanda de lecturas de Boston.

La cuadrilla hizo todo lo que pudo por distraer a Dickens durante aquel período de calma. Dolby y Osgood se desafiaron a una competición de marcha ideada por Dickens, lo que también le dio una excusa válida para ofrecer una gran cena.

—¡Ese Osgood! —le comentaba Dolby a Henry, que le ayudaba a prepararse para la competición probándole unos calcetines sin costuras—. Apenas pesa sesenta y siete kilos y, ¡maldita sea mi suerte!, me atrevería a asegurar que se mueve más rápido que yo con cualquier tiempo, incluso con nieve y hielo. Con esa sonrisa reumática todo el rato. Fíjate en lo que te digo, es más rápido y más fuerte de lo que parece…, corriendo y en cualquier otra cosa. Maldito sea ese Johnson por su moción de censura.

Pronto Dolby y Osgood salieron de la ciudad para abordar los cambios de programa. Tom y Henry Scott se quedaron en el hotel Parker House con Dickens. Comparados con el resto del tiempo que habían pasado en América, aquellos días en el Parker sin lecturas les parecían ridículamente lentos. El clima y su salud retenían al novelista en sus habitaciones casi todo el tiempo. Se encontraba debilitado por los estornudos y la tos y, sobre todo, por la nostalgia de Gadshill.

Cuando no estaba sentado a su mesa, escribiendo, Dickens hablaba con cualquiera que tuviera al lado, camarero, empleado o huésped del hotel. Tom estaba encargado de llevar a la habitación de Dickens los últimos informes telegráficos que enviaran Dolby y Osgood. En una ocasión Dickens recibió una carta de casa que le sumió en un estado de melancolía. Cuando Tom entró para llevarse el correo antes de la última recogida del día, Dickens seguía con la mirada fija en la carta.

—¡John Thompson, no puede ser! —exclamó Dickens.

—¿Jefe?

—Thompson es uno de mis hombres de Gadshill. La policía ha descubierto que me estaba robando dinero de la caja del despacho. ¡Al cabo de todos estos años! Caramba, si hasta le confiaba mis niños… Me refiero a mis manuscritos, él los llevaba de acá para allá. ¡Sólo Dios sabe qué voy a hacer con ese miserable, o por él!

—Lo siento mucho, Jefe.

—Dígame —inquirió el Jefe—, mi querido Branagan, ¿lee usted mis libros?

Tom se quedó sorprendido. Por lo general, Dickens hablaba cerca de él, pero no a él directamente. También recordó las palabras de Dolby sobre su misión de mantener contento a Dickens.

Dickens rió ante su titubeo.

—¡Oh, puede usted decir la verdad, señor Branagan! Un puñetero admirador de Dickens más y el peso no me permitirá moverme. Nada aterroriza más a un escritor que hablar por primera vez con su lector.

—No suelo leer novelas muy a menudo, señor.

—¿Señor? Sólo quiero que me llamen «señor» los desconocidos y, a decir verdad, prefiero que los desconocidos no me llamen nada de nada. ¿Sabe por qué me llaman Jefe?

—No.

—Dolby no se sentía cómodo llamándome Charles o Dickens. Bueno, al menos había conseguido convencerle de que me llamara Boz… —Dickens siguió la historia contando cómo una tarde, durante una gira de lecturas en Chester, Dolby entró en la habitación y se encontró a Dickens sentado delante del fuego con un fez turco y una gruesa bufanda alrededor del cuello porque el aire frío se colaba en sus dependencias del hotel Queen’s.

«¿Cómo se encuentra?», le había preguntado Dolby preocupado.

A esto, Dickens había gruñido: «Como algo rico de comer guardado en una despensa fría. ¿Qué le parezco?».

«Un viejo jefe —había contestado Dolby—, pero sin pipa».

—De ahí viene. Respeto a Dolby más de lo que puedo expresar con palabras, porque superó el mismo defecto del habla que mi chico de India (o sea, mi tercer hijo, Frank, que ahora se encuentra en Bengala con la policía) sufrió de pequeño por una severa ansia de aplicación. Bueno, ¿así que nada de novelas, dice usted?

Tom había olvidado ya el tema original.

—Las novelas y los cuentos fingen.

—¿Que mienten, es lo que quiere decir?

—Sí —respondió Tom—. Fingen ser lo que no son.

—Es cierto que los libros mienten, señor Branagan. Sin duda. Pero la cosa no acaba ahí. Las novelas están llenas de mentiras, pero ocultas entre ellas hay todavía más verdades; sin lo que usted califica de mentiras las páginas serían demasiado frágiles para la verdad, ¿comprende? El escritor del libro siempre se incluye en él, su auténtico ser, pero hay que tener mucho cuidado de no confundirle con el vecino de al lado.

—Pero no deja de ser sólo imaginación, ¿no es cierto?

—Déjeme que le enseñe una cosa. Supongamos que esta copa de vino que hay encima de la mesa es un personaje —Tom aceptó la suposición con un cabeceo—. Bien. Ahora, imagine que es un hombre, incúlquele ciertas cualidades y pronto una fina y sutil red de pensamientos se crea y crece a su alrededor hasta que asume forma y belleza y se impregna profundamente de vida. A partir de ahí, la escritura fluye sola hasta que esa palabra en mayúsculas, escrita por fin con pena, me mira fijamente: FIN. Pero si no ataco mientras el hierro está todavía bien caliente (y con el hierro me refiero a mí mismo), me vuelvo a perder.

Tom no estaba seguro de haberlo entendido del todo, pero le dijo a Dickens que sabía a lo que se refería.

—¿Ah, sí? —preguntó Dickens—. Ha sido un cambio de postura muy rápido, Branagan. Creo que es usted un hombre de buen criterio. La próxima vez prefiero que sea sincero conmigo. Lo preferiré siempre, por mucho que el apreciado Dolby le diga otra cosa.

Tomando al pie de la letra la orden de Dickens de ser sincero, los pensamientos de Tom volvieron a lo que le preocupaba de verdad desde que se habían cancelado las lecturas. Si, como Tom sospechaba, la señora Barton había asistido a todas las lecturas de Dickens en Boston, debía de estar decepcionada, y mucho, por las cancelaciones. Se habría sentido insultada personalmente. Cualquier otra persona del país habría estado demasiado desazonada por la moción de censura contra el presidente para darse cuenta, pero ella no; tal vez ella ni siquiera supiera que existía la moción.

Aquella noche, a Tom le despertaron los habituales camiones de bomberos que alborotaban en la calle. Estaba soñando cuando los ruidos interrumpieron su descanso.

Sacudió la cabeza al tiempo que se sentaba en la cama con sus viejos calzones de franela dados de sí. El sueño había sido muy raro. El escenario era un terrible accidente de tren como el de Staplehurst en el que casi había perdido la vida Dickens. Sólo que, en aquella visión, Tom se encontraba en el lugar del novelista y descendía de farallón en farallón de las rocas hasta el ensangrentado barranco donde gritaba la gente. También ovejas y vacas pasaban ante su cara mientras intentaba arrastrar a las víctimas hacia la ribera del río, pero todos, humanos y animales, estaban ya muertos. Sobre ellos, el primer vagón del tren colgaba sobre el puente roto, esparciendo páginas de todos los libros de Dickens sobre el río.

Tom pensó en el aterrador sueño mientras se salpicaba la cara con agua del lavamanos y se frotaba los ojos. Sintió en su rostro las yemas de los dedos entumecidas y en carne viva. En ese momento tuvo una apremiante premonición. Puesto que al día siguiente salían de Boston, si Louisa Barton iba a actuar lo haría esa noche. Si no se encontraba ya en el Parker House, pronto se presentaría. Tom sabía que era así.

Tal vez estuviera envalentonado por el hecho de que ni Dolby ni Osgood se encontraban allí para reprenderle. Tom se vistió a toda prisa y recorrió el pasillo hasta la habitación de Dickens, donde un camarero del hotel hacía guardia junto a la puerta.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el camarero, saliendo con un sobresalto de un sueño superficial. Se quitó la mano de Tom del hombro—. Esta noche estoy hecho polvo, chaval.

—Tengo que hablar con el señor Dickens.

—¡Dudo mucho que él quiera tener una audiencia con nadie a estas horas! ¡Y menos aún con un mozo irlandés! Vuelve por la mañana.

—Has bebido demasiado en el bar —Tom esperó sin retirar los ojos del camarero.

—Muy bien —dijo el camarero enfurruñado. Llamó a la puerta de la habitación y anunció que había una visita. ¿Le permitía entrar el señor Dickens?

—¡Antes muerto que permitirlo! —fue la respuesta del novelista desde el otro lado de la puerta.

El camarero sonrió triunfante. Tom se quedó unos instantes más allí de pie y luego, vencido, empezó a alejarse. Justo antes de abrir la puerta de su habitación escuchó ruidos de pelea (una voz estrangulada, el grito de auxilio de una mujer) que salían de la habitación de Dickens. El camarero de la puerta parecía inmovilizado por el miedo. Tom volvió corriendo y entró como una exhalación en la habitación del escritor.

Allí estaba Dickens, con su bata de terciopelo, de pie ante un espejo inmenso, con la cara espantosamente contraída y las manos estrujando una manta como si fuera el cuello de un agresor.

—¡Branagan! Entre —dijo alegremente.

—Jefe, me había parecido oír… —empezó a decir Tom dudando de sus propios sentidos.

—Ah, sí —dijo Dickens riendo primero y tosiendo después—. Estaba ensayando una nueva forma de lectura que he ideado, muy diferente a las anteriores. He adaptado y recortado el texto cuidadosamente. Cierre la puerta, si hace el favor, y le haré una demostración.

La lectura de Oliver Twist, una de las primeras novelas de su carrera, contaba la historia de Bill Sikes, el criminal que golpea y mata a su amante Nancy por traicionarle y ayudar al huérfano Oliver en su causa. Dickens lo interpretó paso a paso con la energía y violencia que desencadenaba la inevitabilidad de la muerte. Tom sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y le pareció presenciar la muerte de la honesta prostituta ante sus propios ojos.

Cuando acabó, Dickens se derrumbó en un sillón y giró la cabeza en círculos a derecha e izquierda.

—Todavía no lo ha visto nadie —le dijo excitado cuando recuperó el aliento—. Se lo conté a Osgood, Fields y Dolby en la cena. Lo he estado ensayando en secreto, pero consigo un resultado tan horrible que me da miedo probarlo ante el público.

—Ha sido aterrador, Jefe. Si una sola de las mujeres del público grita, podría desencadenarse un brote de histeria.

—Lo sé.

—Supongo que no puede dormir bien con esa idea en la cabeza —aventuró Tom.

—¡No puedo dormir de ninguna manera! Llevo ya tres horas tosiendo sin parar y no he pegado ojo. El láudano es lo único que me ayuda, pero esta noche hasta los somníferos me fallan. Lo he intentado con alopatía, homeopatía, cosas frías, cosas calientes, cosas dulces, cosas amargas, estimulantes, narcóticos.

Dickens sacó la mezcla de opio hecha con las diversas ampollas que llevaba en el maletín de viaje y tomó otra amarga cucharada. Su energía anterior le había abandonado del mismo modo que a un actor cuando cae el telón tras una escena intensa. Daba la impresión de que se había apoderado de él una mezcla de extenuación y narcóticos.

—Espero volver a empuñar la espada pronto —dijo Dickens con aire cansado—. Me siento tan inquieto, Branagan, como si me encontrara encerrado entre barrotes en el parque zoológico. Si tuviera melena para derrochar, perdería parte de ella frotándola contra las paredes de mi jaula.

—Jefe, usted me dijo antes que le fuera sincero —dijo Tom.

—¿Ah, sí? —dijo Dickens chasqueando la lengua—. ¿Cuál es su opinión? ¿Interpreto la escena nueva o no? Pensaba que era una de las mejores que he escrito. Pero quizá sea demasiado fuerte para la sensibilidad de este país.

Tom levantó la voz para hacerse oír por encima de los constantes accesos de tos de su interlocutor.

—Señor Dickens, no me refiero a eso. Me preocupa Louisa Barton, la mujer que entró en su habitación en aquella ocasión y ha asistido a sus lecturas regularmente, que nos siguió a Nueva York, que atacó a aquella viuda y posiblemente robó su diario. Estoy convencido de que esa mujer va a venir a buscarle esta noche.

—¿Incluso con ese Argos de cien ojos apostado a mi puerta? —preguntó Dickens con tono sarcástico—. Deduzco, señor Branagan, que tiene usted una buena razón para creer eso.

—La última tanda de lecturas de Boston se ha cancelado; estoy seguro de que habría asistido y no sé qué consecuencias tendrá en su estado mental no poder hacerlo. Ésta es la última noche… Intentará algo para salirle al paso y conseguir lo que quería de usted.

—¿Qué es…?

La confianza de Tom se tambaleó.

—No lo sé.

—¿Ha terminado usted? —preguntó Dickens airado.

—He dicho lo que sentía.

—¡Uno de estos días ese exceso de celo suyo le va a llevar a la ruina! —dijo Dickens, que soltó un sonoro suspiro y se sentó ante su escritorio. Tom sabía que sus palabras no habían sido suficientemente persuasivas, ni siquiera para sus propios oídos, pero le sorprendía el furor de Dickens. Se dispuso a salir de la habitación.

—Espere. Muy bien, Branagan.

—¿Jefe? —preguntó Tom. Se dio la vuelta y vio que Dickens se secaba una lágrima de los ojos.

—Perdóneme. Sé que tiene razón. Verá, antes de irnos de Inglaterra recibí una serie de cartas que me advertían del peligro de viajar a América. Sentimientos anti-Dickens, sentimientos antiingleses, el comportamiento incívico de Nueva York y no sé cuántas cosas más. Como ya había decidido venir, resolví que, por mi alma, no diría ni una sola palabra a nadie, ni siquiera a Dolby, y menos aún a ese mojigato de Forster, ¡que creía que mi alma se iba a evaporar en el mismo momento en que se despedía de mí!

—Entonces ¿cree que las medidas que le insté a tomar a Dolby eran necesarias?

—Por eso estuve de acuerdo con que vigilara mi puerta aquella noche. Imagínese, ¡un hombre que necesita un guardaespaldas para defenderle de fantasmas, duendes y espíritus! Me pregunto si a Milton le visitaban ángeles o diablos cuando escribía… ¿Y quién se me aparece a mí?

»Sé que ha pasado malos ratos para entenderlo, mi querido Branagan —continuó Dickens—. Usted ha visto con sus propios ojos cómo las muchedumbres me asedian, asaltan, machacan, golpean y zarandean. Nunca en toda mi vida me había reconocido menos a mí mismo que en estos Estados Unidos de América. Muchacho, si le recibí con poco entusiasmo cuando llamó a la puerta, le aseguro que me arrepiento. Un carácter sobre el que no tengo un control absoluto se apodera de mí cuando ensayo una lectura. Ahora, ¿qué es lo que sugiere que hagamos? Si hay que poner en marcha algo, lo haré de inmediato.

Tom todavía no había trazado un plan. Pero pensó a toda prisa.

—Jefe, lo que yo querría es atrapar a esa señora con las manos en la masa para que no pueda molestarle más.

—¡Ojalá! Entonces ¿qué cree que podemos hacer? —preguntó impaciente el novelista—. Es mejor morir haciendo, Branagan, que esperando. Siempre he creído que algún día moriría con las botas puestas.

La propuesta que improvisó Tom fue la siguiente: él ocuparía el lugar de Dickens en la cama. El escritor pasaría sigilosamente a la suite adyacente, generalmente ocupada por Dolby. Si la intrusa irrumpía en su cuarto como había hecho la primera semana que estuvieron en Boston con la idea de ver al novelista, se encontraría con Tom esperándola. Y si la señora Barton no aparecía, podrían celebrar la inmunidad del jefe cuando se marcharan de la ciudad.

Dickens consideró el plan y no tardó en aceptarlo. Primero recogió algunas de sus pertenencias personales de la cómoda y de los cajones del escritorio y las guardó en un maletín de piel.

—¿Cree usted en el significado de los sueños, Branagan? —le preguntó el escritor mientras recogía.

Tom pensó en el extraño sueño de Staplehurst.

—¿Pregunta si creo que nos advierten de lo que está por venir?

—Exacto, exacto. O lo que acaba de pasar. Una vez soñé con mi buen amigo Jerrold, el dramaturgo. En el sueño me entregaba algo que había escrito, aunque no de su propia mano, y me pedía nervioso que lo leyera por mi propia seguridad. ¡Lo miraba pero no podía entender nada de lo que ponía! Desperté totalmente perplejo y recordando todo el sueño tan claro como si lo estuviera viendo. Al día siguiente, para mi asombro, me enteré de que Jerrold había muerto.

Tom buscó una respuesta. Dickens inclinó la cabeza levemente, como si acabara de terminar otra de sus dramáticas lecturas. Tom se preocupó por el efecto que la fascinación por los sueños pudiera tener en su salud y bienestar.

—He llegado a tomarle cariño, Tom. No deje de rezar sus oraciones, como probablemente haga. Yo nunca he dejado de hacerlo y sé la serenidad que aporta. Si vivo para publicar más libros me gustaría que los leyera tanto si cree que pueden tener algo que ver con su vida como si no. ¿Lo hará?

—Sí —dijo Tom.

—Bien, será un lector del que me sienta orgulloso.

Cuando acabó de recoger sus cosas, Dickens entró en las habitaciones de Dolby y cerró la puerta tras de sí. Tom esperó con el corazón al galope. Con cada crujido, roce o murmullo de las paredes del hotel, Tom se imaginaba la entrada de la intrusa en la habitación y la consiguiente captura. Tampoco podía evitar imaginar la furia de Dolby si el representante llegara a regresar antes de tiempo a Boston por casualidad. Se imaginó a Dolby contándoselo todo al extremadamente correcto señor Osgood y éste, de manera predecible, a su socio el señor Fields, y a un furioso Fields haciendo venir a la policía una vez más, pero en esta ocasión para encerrar a Tom.

La noche pasaba sin novedades y Tom empezó a pensar que se había equivocado y que Louisa Barton no iba a hacer acto de presencia. Ya había asustado bastante al agotado novelista por aquella noche. Golpeó suavemente en la puerta que comunicaba con las habitaciones de Dolby, donde Dickens estaba durmiendo.

—Jefe —dijo Tom en un susurro. Abrió la puerta ligeramente—. Jefe, creo que ya hemos hecho la prueba bastante rato. ¿Quiere volver a su cama?

Dentro no había nadie. Alguien había dormido en la cama, pero las sábanas apenas estaban revueltas. No era improbable que hubiera salido a dar otro paseo. A no ser que Louisa Barton se hubiera presentado, como Tom sospechaba.

Tom salió al pasillo para preguntarle al camarero que estaba haciendo guardia en la puerta de Dickens, pero tampoco se veía al camarero por ninguna parte. Bajó las escaleras, buscó a un vigilante de noche y le pidió que localizara al camarero, que salió del bar con una copa de brandy en la mano.

—¿Qué está usted haciendo en el bar? —le dijo Tom.

El camarero observó a Tom con gesto ofendido.

—¿Ahora es usted de la liga antialcohólica?

—Son las tres de la mañana. ¿Por qué no está haciendo guardia en la habitación del señor Dickens?

—Porque no hay nada que guardar, por eso. El señor Dickens ha salido.

—¿Cuándo? —preguntó Tom.

—Hace menos de media hora. Dijo que quería salir a hacer un poco de ejercicio. Bajó por las escaleras de atrás.

Tom se dio cuenta en ese instante de lo tonto que había sido. ¡En ningún momento había logrado persuadir a Dickens del peligro que suponía la intrusa! Ahora, la voz airada de Dolby resonaba a gritos en la cabeza de Tom repitiendo una sola cosa: ¡Has perdido al jefe, has perdido a Dickens!

Fuera Tom encontró a un conserje del hotel que había visto a Dickens salir por la puerta de atrás, parar un coche de alquiler y alejarse de allí. El conserje decía que el vehículo había partido en dirección norte con Dickens dentro. Tom empezó a caminar hacia el río buscando cualquier señal del novelista o del coche de alquiler. Las calles estaban prácticamente desiertas a tan temprana hora. Una carreta destartalada pasó a su lado cargada de pan. Tom se subió en el carro abierto del panadero, donde se acurrucó de manera que las pilas de barras le ocultaran de la visión del conductor. Tras volver al suelo de un salto e inspeccionar los alrededores, Tom dio por inútil su búsqueda.

Entonces oyó un sonido inesperado en la calma de la madrugada… Un gemido. Los ruidos salían a unos pasos de la ribera. Tom siguió los sonidos y encontró a un hombre pelirrojo tirado boca abajo en la orilla pedregosa y helada. Probablemente un borracho del barrio que había perdido el equilibrio. Tom arrastró al hombre a terreno más seguro y comprobó que le habían dado una paliza, que le habían rasgado la ropa, posiblemente al asaltarle. Tenía la cabeza descubierta y no se veía ningún sombrero cerca.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Tom aflojándole el cuello de la camisa.

El hombre gimió otra vez, intentando decir una palabra.

—¡Coche!

—Voy a buscar ayuda.

Antes de que Tom pudiera moverse, el hombre le agarró por el cuello, decidido a hacerse entender. Entre respiraciones entrecortadas y mareos, consiguió comunicar que iba conduciendo su coche cuando vio a una mujer que pedía auxilio con gestos. Se agarraba el tobillo como si le doliera terriblemente. Cuando el hombre se bajó del pescante del conductor y fue hacia ella, la mujer salió corriendo, le quitó el sombrero y saltó al asiento del conductor, haciéndose con las riendas. Él volvió hacia el carruaje, pero la mujer fustigó a los caballos violentamente y le arrolló. Luego, ella descendió y empujó al aturdido hombre hasta la orilla.

Entre el hielo y el barro negro Tom pudo ver que el hombre llevaba el uniforme de los cocheros de alquiler.

—¿Llevaba a algún pasajero en el coche? —preguntó.

El conductor asintió.

—¿Quién? ¿Era Charles Dickens?

El conductor tuvo un acceso de tos y escupió sangre.

—¿Puede levantarse? —al ver que el intento era inútil, Tom puso un brazo alrededor del cuello del hombre, que estaba medio congelado, y el otro debajo de las piernas y lo levantó con un fuerte impulso. Le llevó a la calle.

En ese momento, una berlina pasaba zumbando en dirección al hotel. Tom intentó detenerla con gestos de auxilio, pero el vehículo se inclinó peligrosamente y pasó a velocidad de vértigo, muy por encima del límite permitido de trote lento. Pasó demasiado deprisa para que Tom viera nada más que el sombrero del conductor y observara que no llevaba pasajero alguno. Pero el cochero que Tom sostenía en sus brazos estiró una mano al ver el vehículo.

—Quédese tranquilo, amigo —dijo Tom.

Tensando las piernas para llevar su carga un trecho más por la carretera, Tom encontró al conductor de un carromato que daba de beber a sus dos caballos cubiertos con mantas en un poste de amarre.

—Este hombre necesita ayuda inmediatamente. Llévele a un hospital —ordenó Tom dejando su carga con cuidado. Luego empezó a desatar uno de los caballos del cochero diciendo—: Necesito que me lo preste.

El sorprendido cochero estaba demasiado boquiabierto para oponerse y Tom se subió en el caballo desensillado y lo espoleó para lanzarlo al galope.

No tardó mucho en estar tras los pasos del veloz carruaje que había pasado por su lado. Cuando se puso a la altura de la trasera del vehículo respiró profundamente y saltó del caballo, aferrándose a la capota del vehículo. Descolgando una mano desde el techo del carruaje, Tom dio un volatín, abrió el pestillo y saltó al interior. El carruaje no estaba vacío. Dickens se encontraba en el suelo.

El Jefe estaba tirado, fuera del campo de visión de la ventana. Su cabeza descansaba en una almohada. ¡La almohada robada en el hotel Parker!

Este momento ha sido cuidadosamente planeado.

Allí estaba el bolso de tela de tapicería de Louisa Barton lleno de manojos de páginas manuscritas. Tom sacó la página del título. Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens, se leía en una apretada caligrafía. Además, dentro de la bolsa había zapatillas, rulos, un espejo, brillantina y una cuerda.

—Jefe, soy Tom Branagan. ¿Está usted herido? —susurró Tom sacudiéndole.

—Despacio, despacio, por favor —murmuró Dickens en respuesta.

Tom se dio cuenta de que Dickens no estaba atado ni físicamente inmovilizado. Pero el letargo excesivo que sufría el escritor era el mismo que le asaltaba cada vez que se encontraba en cualquier transporte.

En ese momento, los caballos frenaron bruscamente haciendo que el carruaje se levantara por el aire.

Dickens intentó decir algo, pero Tom le indicó con gestos que permaneciera en silencio. El novelista estaba semiinconsciente y confuso; además, Tom no estaba armado pero sabía que Louisa Barton podía estarlo. Si la secuestradora le veía allí podía volverse loca.

El carruaje tenía dos filas de asientos enfrentados y espacio debajo de cada una de ellas para poner el equipaje. Al oír que el conductor se bajaba del pescante, Tom se echó en el suelo y rodó hasta colocarse debajo de uno de los asientos, en el espacio del equipaje. Agarró el bastón de Dickens y lo pegó a su cuerpo donde no podía verse.

—Vamos allá —dijo Louisa teatralmente mientras abría la puerta. Su abundante melena estaba medio embutida en el sombrero que le había robado al conductor, que se quitó y tiró a un lado.

—Jefe, ahora va a tener que despertarse. Necesitará estar animado, animado y lleno de energía como está siempre, para demostrar de lo que es capaz. ¡Esta lectura superará a todas las que ha dado para esos espectadores necios, necios, necios!

Con considerable fuerza, la mujer levantó a Dickens por debajo de los brazos y lo sacó por la puerta lateral. Mientras, Tom rodó hasta el otro lado del carruaje y abrió aquella puerta para poder observarles. Se hallaban bajo la impresionante sombra del Tremont Temple.

La asaltante conducía a Dickens dulcemente hacia el teatro con una mano y sujetaba la navaja de cachas de nácar en la otra. Llevaba puesto un fajín rosa sobre un deslumbrante vestido rojo fuego, con geranios muertos cayendo de la revuelta cabellera.

Tom esperó hasta que hubieron entrado en el teatro y entonces subió las escaleras que llevaban al vestíbulo principal. Conocía el teatro de arriba abajo por las lecturas y sabía que dentro tendría mejores oportunidades de separar a Dickens de la mujer el tiempo suficiente para liberarle. Se planteó la idea de ir a buscar a un policía, pero seguramente se resistirían a creer su historia; en particular que la agresora fuera una mujer de clase alta de la ciudad de Boston llamada Louisa Parr Barton.

Tom entró por la puerta lateral que en otras ocasiones había vigilado para evitar que la gente intentara colarse a las lecturas. Ahora era él quien se colaba. Subió en silencio las escaleras del anfiteatro y se asomó por encima de la barandilla para contemplar la escena. Louisa había colocado a Dickens, que había despertado pero seguía sumido en un estado de confusión, en el estrado, delante del atril. Ella estaba sentada a sus pies en el estrado con su ampuloso vestido ahuecado alrededor, como la imagen fantasmagórica de una niña de colegio. La navaja colgaba en su mano.

Sus intenciones eran tan claras como peregrinas: Dickens iba a tener que hacer una lectura del manuscrito de la mujer. Pobre Jefe. Las arrugas de su cara parecían haberse profundizado desde su llegada a América; sin la iluminación de George y el sombrero de moda elegido por Henry, su cabello desgreñado le caía sobre las mejillas de la cabeza medio calva. Era la sombra de sí mismo.

Dickens hurgó entre los papeles del manuscrito y empezó a leer:

—Mataron a los criados con los filos de sus espadas, yo sólo he escapado para contar a la gente sencilla que Dios ha descendido sobre nuestra ciudad —Louisa parecía en trance escuchando las palabras que salían de la boca de su ídolo.

Tom se asomó ligeramente por encima de la barandilla de hierro. Dejó que Dickens le viera y éste, sin revelar la presencia de Tom, hizo un gesto de asentimiento. Dickens levantó la voz y empezó a leer el extraño y discordante texto de la mujer más alto, permitiendo que Tom bajara las escaleras y recorriera el pasillo lateral del auditorio sin que se le oyera.

Pero llegó un momento en que no podía seguir avanzando sin arriesgarse a ser descubierto. Dickens, que se había dado cuenta del dilema de Tom, dejó de lado las páginas de la mujer y empezó a declamar en un tono ampuloso:

—¡Déjalo! Hay luz suficiente para lo que tengo que hacer…

¡Era Bill Sikes en la escena del asesinato de Oliver Twist! Dickens apretaba los dientes con furia, transformándose por completo en un asesino salvaje, y miraba directamente a Louisa Barton. Alargaba la mano hacia ella como si fuera a agarrarla de la muñeca.

Ella temblaba con un estremecimiento de temor. Su rostro estaba teñido de un rojo intenso.

—Esta noche te han vigilado, mujer diabólica. ¡Cada palabra que has pronunciado ha sido escuchada!

La dramática interpretación tenía hipnotizada a Louisa y Tom logró desplazarse hasta el costado del estrado sin ser visto. Pudo ver que la mujer apretaba la navaja con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Tom podría atacarla por sorpresa entrando en el escenario por el camerino, pero, si tenía que luchar con ella, le preocupaba la proximidad de Dickens al arma que ella empuñaba.

Mientras decidía cuál era su mejor posibilidad, Louisa pareció presentir que algo iba mal. Volvió de golpe la cabeza hacia atrás.

—¡Vaya, tú! —gritó con violencia, como contagiada del veneno de Bill Sikes. Le atrapó con su hipnótica mirada de odio y cortó el aire con la navaja—. ¡No puedes estar aquí!

Antes de que Tom pudiera moverse, la mujer se levantó de un salto y puso la navaja contra la carne suave del cuello de Dickens.

—¡Siga leyendo! —le ordenó.

Cada palabra que has pronunciado… —Dickens repitió tembloroso la amenaza de Sikes.

—Sí, eso es, siga adelante… —le dijo a Dickens y luego se volvió a Tom—. ¡Y tú vete!

Tom, con los ojos clavados en la hoja de la navaja, retrocedió por el pasillo central.

—Ya me voy, señora Barton —dijo Tom—. Mire, me voy.

Entonces se le ocurrió otra idea y se dejó caer en una de las butacas con un sonoro golpe. Tom se acomodó en el asiento y se recostó.

La mujer volvió a desviar la mirada de Dickens a Tom, pero luego, como si decidiera que no quería volver a separarse del escritor, dijo:

—Usted me guarda rencor porque nunca nos hemos llevado bien. ¡De acuerdo, quédese! ¡No entendería lo que está a punto de presenciar!

Tom puso las botas encima del respaldo de la butaca que tenía delante.

—Yo creo que sí.

Entonces se hizo la luz y la mujer abrió la boca de par en par.

—Por eso se ha sentado… ¡Ese asiento es mío!

Tom se hundía más y más en el asiento desde el que ella había presenciado la lectura de Nochebuena, en el que había grabado una serie de palabras sobre Dickens. Espoleada por la ira, la mujer corrió por el pasillo en dirección a él, navaja en ristre.

—¡Corra, Jefe! ¡Rápido! —gritó Tom a Dickens.

—¡No! —exclamó Dickens.

—¡Jefe, corra! —repitió Tom, pero, para su asombro, Dickens no se movió—. ¡Busque a la policía!

Ante su apremio, Dickens afortunadamente pareció reaccionar. Primero lanzó las páginas del manuscrito de Louisa por el aire y luego salió a toda velocidad del teatro.

—¡No! —gritó ella al ver las hojas de su libro volando en todas direcciones. Tom aprovechó ese momento de distracción para golpearle en la mano con la empuñadura del bastón de Dickens, acertando con el tornillo saliente justamente en los nudillos, donde le produjo un profundo corte. La navaja salió despedida por el aire. Tom retrocedió tambaleándose cuando la mujer sacó una pistola de su bolsillo, pero acto seguido se abalanzó sobre ella y se la arrancó de las manos. Los dos se lanzaron a donde había caído y lucharon por hacerse con ella. Tom tomó impulso con el puño, pero, incluso en la exaltación de la pelea, supo que no era capaz de pegar a una mujer. Ella liberó una de sus manos y estrelló el puño contra su mandíbula una y otra vez con una fuerza sorprendente.

—Hay una actriz —le dijo Tom defendiéndose de los golpes con el brazo. Al mismo tiempo que hablaba no podía evitar tener la sensación de que estaba traicionando al jefe. Inconscientemente, siguió hablando en un susurro—. Hay una joven actriz en Inglaterra de la que el Jefe está enamorado. Por eso se separaron su mujer y él. No por usted.

—¡No, se lo ha inventado todo! —aulló Louisa.

—Me lo dijo el jefe en persona. Ha venido aquí para ganar dinero suficiente con el que comprarle todo lo que ella quiera… ¡Para comprarle las joyas de la Corona, la Torre de Londres y Buckingham Palace si es lo que ella desea!

—¡No, ha venido por mí!

Pero las emponzoñadas palabras habían hecho su labor. La cara de la mujer se desfiguró confusa, empezó a sollozar y aflojó las manos. Tom la tomó en sus brazos. Al cabo de un rato Dickens regresó con varios policías y ciudadanos que habían oído su llamada.

Al ver a Dickens de nuevo fue como si la vida regresara a Louisa. Se puso a cantar en voz baja para sí, como una niña pequeña. Con un movimiento inesperado, se separó del abrazo de Tom y se sacó una cuchilla de dentro de un zapato.

—¡No! —gritó Tom—. ¡Jefe, cuidado! —de un salto se puso delante de Dickens.

Ella se clavó la cuchilla en su propio cuello y comenzó a cortarlo de derecha a izquierda, desplomándose en un charco de su propia sangre.

Uno de los policías salió corriendo a buscar un médico y otro se arrodilló junto a la mujer e intentó contener el terrible corte del cuello con el fajín del vestido. Dickens, que observaba en estado de shock, cayó a su lado y le quitó la cuchilla de la mano. Ella intentaba hablar otra vez, pero sólo regurgitaba sangre. Sus brazos se agitaron desmañadamente hasta que puso una mano sobre las de Dickens, quedando al momento tranquila y quieta.

—Jefe… Nuestro próximo libro… ¿Qué? —dijo arrojando brillantes hilos de sangre que le corrieron por la barbilla, incapaz de seguir.

Dickens se inclinó hacia el oído de la mujer y le susurró algo. Tom no pudo escuchar lo que le dijo pero una sonrisa extraña y cómplice se dibujó en el rostro de Louisa Barton y, mientras la vida se le escapaba, soltó una risita ronca. Dickens, abatido, se retiró y dejó que la policía y el recién llegado doctor se ocuparan de ella.

Tom le preguntó al aturdido Dickens:

—Jefe, ¿qué es lo que le ha dicho?

Dickens casi se arrojó de bruces en brazos de su protector debido al agotamiento y el alivio, apoyando todo el cuerpo en él.

—Eso no tiene importancia. Uno de nuestros demonios ha encontrado la paz, Branagan.